Montse Oliván
¿Hombres en las organizaciones feministas?
(Página Abierta,  214, mayo-junio de 2011).

            Desde los II Encuentros de Otras Voces Feministas, mujeres, en su mayoría jóvenes, venían planteando la conveniencia de que en ellos pudieran participar hombres que compartían los puntos de vista de esta corriente de pensamiento feminista y que estaban implicados en la lucha contra el sexismo. Nos hacían llegar su punto de vista y también el de un buen puñado de hombres, muchos jóvenes, que buscaban un ámbito donde compartir ideas y discutir sobre feminismo.

            El nuevo movimiento feminista cuando nació, a mediados los 70, dio por hecho que tenía que ser solo de mujeres. Fue un asunto que casi no se discutió. Las mujeres éramos las oprimidas y nuestra debía ser la lucha. Debajo de esta opción había ideas, análisis y convicciones. Muchos de ellos, me atrevo a afirmar, acertados; otros, sin embargo, fueron objeto de discusión desde los primeros tiempos. Todos ellos, en cualquier caso, eran los primeros balbuceos de un movimiento que acababa de nacer.
Hay espacios mixtos que desarrollan actividad feminista, hay organizaciones de hombres que tienen como objetivo la igualdad con las mujeres, pero el debate sobre si los hombres deben participar en organizaciones creadas y definidas como feministas no se ha dado, es un debate aún muy nuevo.

El hombre, el enemigo principal

            El análisis que sustentaba la imposibilidad de la presencia de hombres en organizaciones feministas concebía a mujeres y hombres como dos grupos antagónicos donde los hombres detentaban el poder sobre las mujeres y para el que esta opresión era la base de todas las otras. Por parte de las feministas radicales esta afirmación era absoluta aunque partieran de análisis en parte distintos (*). Las feministas de izquierda, entre las que nos encontrábamos bastantes de las que hoy formamos parte de Otras Voces, intentábamos de modo general matizar esta relación que se concebía como antagónica entre hombres y mujeres, este análisis que concebía a los hombres como enemigos absolutos de las mujeres, planteando que las mujeres y los hombres no nos definimos solo por el hecho de ser hombres o mujeres sino por otros muchos factores como la situación económica, la ideología, la opción sexual...

            Con el paso del tiempo, el análisis de la dominación de los hombres sobre las mujeres se fue concretando, matizando y, por parte de algunas, insistiendo mucho en la necesidad de huir de análisis ahistóricos, en la necesidad de analizar las variaciones que han sufrido las relaciones entre mujeres y hombres a lo largo del tiempo y del espacio y en la necesidad de contemplar todo el cúmulo de situaciones de desigualdad que se dan en las sociedades, huyendo de la necesidad de encontrar la “contradicción principal”.

            Y ello nos lleva a seguir analizando una realidad que se muestra tozuda: lo masculino continúa siendo, a pesar de los enormes cambios que se han vivido, más valorado que lo femenino; las mujeres, también las jóvenes, siguen teniendo unos márgenes de libertad más limitados que los de los hombres; la división del trabajo en función del sexo se sigue manteniendo y el trabajo doméstico sigue recayendo de modo abrumador sobre las mujeres, a pesar de los cambios que también en este ámbito se han producido y a pesar de la importante incorporación de las mujeres al mercado de trabajo; lo que en el terreno sexual se considera aceptable o bueno en los hombres no siempre lo es para las mujeres; los valores ligados a la masculinidad siguen siendo más apreciados que los de la feminidad; el trabajo asalariado, por ejemplo, más que el cuidado; y las mujeres siguen estando prácticamente ausentes de los grandes núcleos de poder económico y político... La conclusión es clara: se ha avanzado mucho, pero aún queda mucho por conquistar para las mujeres en el ámbito de la igualdad y de la libertad.

            Ante esta situación discriminatoria para las mujeres cabe plantearse si son los hombres los responsables de ella. Sería un análisis demasiado sencillo. Los hombres, al igual que las mujeres, nacen en sociedades discriminatorias y opresivas desde diversos puntos de vista, y, en concreto, nacen en sociedades que les otorgan privilegios en relación a las mujeres, aunque estos sean muy diversos en función de a qué sociedades nos estemos refiriendo. Nacen en sociedades en las que la preponderancia masculina se mantiene en muchas esferas y hay  hombres que, por omisión y también por acción, se suman a esta sociedad machista, la refuerzan y se benefician de ella. Estamos pensando en hombres que violan, que maltratan, pero también en hombres que se acomodan sin ningún problema a mantener esos privilegios que les hacen la vida más confortable. Pero resulta difícil ver esta preponderancia como fruto de una conspiración masculina frente a las mujeres.

            Parece una línea de pensamiento mucho más fructífera, si bien también más complicada, aquella que contempla esta situación de desigualdad como resultado de una sociedad que no sale de la nada sino de un pasado en el que el papel subordinado de las mujeres alcanzaba unas cotas que hoy, en nuestro mundo, resultarían insoportables; pero también de una estructura social en la que sobre la familia sigue recayendo una buena parte del trabajo y en la que sigue perviviendo una muy injusta distribución del mismo que dificulta la autonomía e independencia de las mujeres; de una sociedad en la que el acceso al mundo del trabajo asalariado no es igual para mujeres y hombres; de unas ideas en las que sigue manteniéndose un núcleo duro de que hombres y mujeres somos profundamente diferentes, y diferente, aunque menos desigual que en el pasado, nuestro papel en la vida.

            Pero esta desigualdad favorable a los hombres no tiene por qué significar que no puedan ponerse del lado de las mujeres y apoyar sus reivindicaciones cuando las formulan. Por otra parte, tampoco conviene dejar de lado que esa “situación de privilegio” tiene también su reverso, ya que a los hombres se les sigue exigiendo un comportamiento “masculino”, por más que hoy lo masculino sea algo mucho más amplio y difuso que en el pasado, que les puede resultar, y les resulta de hecho en muchas ocasiones, agobiante y limitador. Por no hablar ya de la situación de aquellos hombres biológicos que no se identifican con su sexo o con su género y que desearían unas identidades mucho menos definidas, situación que, por cierto, afecta también a las mujeres y que conviene tenerlo en cuenta para centrar este debate, porque resulta que, desde diversos puntos de vista y desde diversas circunstancias, no es tan sencillo establecer una muralla inexpugnable entre hombres y mujeres: géneros y sexos no siempre coinciden, y los sexos, a veces, tampoco son tan fáciles de marcar como pensaba el barón de Coubertin.

Los oprimidos deben tomar las riendas de su propia liberación

            Otra de las bases para un movimiento solo de mujeres era y sigue siendo la idea de que los problemas de las mujeres solo los pueden entender las mujeres; pensamiento de uno más general: “cada grupo oprimido tiene que tomar las riendas de su propia liberación”. Así planteado, poco hay que objetar, porque si quienes sufren realidades discriminatorias u opresivas no luchan por sus derechos difícilmente podrán hacerlo otros. Pero poco podría avanzar también la humanidad si las personas no fueran, como se ha demostrado tantas veces a lo largo de la historia, capaces de empatizar con el sufrimiento de otras personas y solidarizarse con otras causas que no sean directamente las suyas. Es cierto que en el género humano anida mucho de bueno y mucho de malo, pero, precisamente porque así es la realidad, ¿cómo no va a ser posible comprender y compartir el dolor, el sufrimiento y la alegría, aunque provenga de gente que no es exactamente igual a ti? ¿Cómo no va a ser posible empatizar con otras gentes, con otras causas?

            Si realmente ese fuera el pensamiento, habría que llevarlo más allá y afirmar, por ejemplo, como lo han hecho algunos feminismos, que una mujer exclusivamente heterosexual en sus deseos y en su práctica no podrá entender a quien solo desee a mujeres y que ninguna de las dos podría entender a quien puede tener tanto a mujeres como a hombres como objeto de deseo sexual.

            El hecho de que algunos feminismos no tengan en cuenta la diversidad y las contradicciones entre las mismas mujeres y no se replanteen ese singular mujer tan negador de las diferencias entre ellas, el hecho de que ese feminismo mayoritario no cuestione para nada una identidad fuerte de mujer frente a la también sin fisuras identidad hombre es, asimismo, uno de los pilares sobre los que se sustenta este feminismo capaz de concebir la sociedad dividida en dos bloques fundamentales, enfrentados y contrapuestos. Esta visión de la realidad, que tan mal da cuenta de ella y tanto dificulta su transformación, impide replantarse la negativa a que los hombres participen en la acción feminista.

            Se puede responder que sí pueden apoyar, pero eso, apoyar. Pero ¿por qué? ¿Por ser hombres están obligados a agarrarse a los privilegios que su situación les otorga y por ello no debemos darles la palabra? ¿No pueden aportar nada? No sería este mi punto de vista, es más, creo que sería muy poco democrático pretender una posición seguidista por parte de los hombres y complacerse de ella; sería una posición muy poco digna tanto para las mujeres como para los hombres comprometidos con la igualdad. No creo que las mujeres, por el hecho de ser mujeres, tengamos “la verdad” sobre nuestra situación de discriminación, ni que los hombres, por formar parte de un grupo que tiene una situación privilegiada frente a las mujeres, estén incapacitados para desarrollar ideas que ayuden a avanzar en la igualdad.

            Pero aún creo que se debe dar un paso más adelante. Si realmente queremos transformar la sociedad y esta se compone de hombres y mujeres que se relacionan entre sí, que entablan relaciones de amistad, de amor, de deseo, ¿cómo lo vamos a conseguir si no contamos con su apoyo? El hecho de que el feminismo preponderante vea en bloque a los hombres como el enemigo que hay que combatir supone un gran obstáculo para la participación de los hombres, para su implicación con el feminismo. Y de ello solo se puede derivar un feminismo sectario y bastante estéril. Y, aun más, si desde el feminismo se señala al conjunto de los hombres como violadores, maltratadores, opresores... ¿cómo vamos a conseguir que se sumen a la lucha feminista, que consideren que es algo que también a ellos les afecta?

Hacer visibles a las mujeres

            Desde la perspectiva actual, hay un elemento que estuvo en la base de esa decisión de un movimiento solo de mujeres que, desde mi punto de vista, tuvo también una enorme validez.

            Si el papel que nos había correspondido en la sociedad, sin que esta formulación signifique aceptar análisis tan simples como que las mujeres hemos estado siempre recluidas en el hogar, se justificaba porque éramos seres incapaces de coger las riendas de nuestras vidas y porque nuestras “virtudes” iban encaminadas al cuidado, era vital que las mujeres emergiéramos, nos hiciéramos visibles y mostráramos a la sociedad que éramos capaces de decir cómo queríamos que fueran nuestras vidas; era necesario valorar a las mujeres frente a la minusvaloración histórica que habíamos sufrido, negándonos inteligencia y arrinconándonos en el mundo de la irracionalidad. No cabe duda de que esto fue así, que este efecto se consiguió, y para ello baste recordar el impacto y el “revolcón” que supusieron las Jornadas de Granada. Esta presencia escandalosamente femenina fue un auténtico revulsivo y una señal llena de optimismo para quienes lo vivieron directamente y para quienes lo hicieron a través de los medios de comunicación. Porque, sobre todo, la prensa difundió en todo su esplendor esta visibilidad de las mujeres como sujetos. Era un hecho tan sorprendente que resultaba noticia indiscutible; era una realidad tan transgresora en sí misma que no podía ser silenciada. Los temas que se trataron eran transgresores, pero la mera imagen de las jornadas lo era también. 

            Las organizaciones de mujeres fueron, del mismo modo, un espacio en el que las mujeres intercambiaron experiencias y reflexionaron sobre su propia vida, sobre su sexualidad con hombres y con mujeres, sobre sus miedos y sobre sus esperanzas, sobre sus relaciones con los hombres. Y este espacio era necesario. Fueron grupos de autoconciencia, grupos en los que por primera vez, de modo colectivo, las mujeres hablaron de sus vidas y reflexionaron sobre su significado, sobre las situaciones de discriminación y subordinación que sufrían y sobre lo que debían reivindicar. Estas charlas contribuyeron a crear lazos entre las mujeres al descubrir aspectos comunes en sus vidas, en el trabajo, en la vida doméstica, en la sexualidad y en el tiempo libre. Se veían también aspectos claros que nos hacían diferentes, aunque sobre ello poco se reflexionaba. El descubrimiento de lo que significaba ser mujer en esta sociedad fue tan fuerte que silenció la diferencia.

            Fueron también espacios en los que las mujeres aprendieron a valorar a otras mujeres; en los que las mujeres aprendieron a valorarse a sí mismas y a las otras; en los que reconocieron autoridad a otras mujeres. Y si algo era evidente, es que la autoridad, también la intelectual, había sido básicamente masculina.

            Fueron espacios en los que se desarrollaron importantes relaciones de amistad. Fueron espacios en los que las mujeres disfrutamos de estar solo con mujeres.

            Fueron espacios en los que, en una palabra, se puso en común lo que en común teníamos las mujeres. Y las mujeres que pusieron en pie el nuevo feminismo tenían más en común que el hecho de ser mujeres: el grueso pertenecíamos a mundos de izquierda y habíamos sido luchadoras antifranquistas. Había mucho en común porque, a pesar de que hoy sabemos que, en parte, fabricamos una identidad para la lucha, el hecho de ser mujeres –y más en aquellos tiempos en los que carecíamos de todo tipo de derechos– era evidente que nos marcaba a todas, aunque fuera de maneras diferentes, incluso muy diferentes. Y solo un pequeño apunte: carecíamos de muchos derechos en la ley, pero en la vida algunos los habíamos ganado ya.

            Creo, pero de ello tendrán que hablar las mujeres jóvenes, que hoy, pese a todos los avances conseguidos, el hecho de ser mujer sigue suponiendo experiencias en algunos sentidos parecidas y que pueden seguir haciendo falta espacios en los que compartir lo común, en los que apoyarnos mutuamente para seguir con la lucha adelante. Dar valor a las relaciones entre mujeres está en la base de la lucha feminista, en los avances de las mujeres como colectivo.

            La experiencia irá mostrando cuánto de mixto y cuánto solo de mujeres convendrá, pero lo que sí está claro es que hay hombres que quieren sumarse a nuestras luchas, que esto es ya una victoria de las mujeres y que –creo yo– un feminismo como el de Otras Voces no puede renunciar al apoyo de aquellos hombres que comparten nuestras ideas y quieren recorrer un camino con nosotras ni a la lucha codo a codo con ellos. Y creo también que un lugar como unos encuentros en los que venimos a debatir sobre feminismo, sobre temas nuevos que han saltado a la palestra es un espacio muy adecuado para compartirlo con compañeros que necesitan de espacios para discutir con nosotras. Lo que hoy nadie puede creer es que las mujeres que formamos Otras Voces tenemos miedo a que nos resten protagonismo. ¡Poco hubiéramos avanzado en casi 40 años de feminismo!

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(*) Unas partían de los hombres y las mujeres como dos clases definidas en función de la explotación de las mujeres en el modo de producción doméstico (Christine Delphy); otras, por el modo de reproducción (Shulamith Firestone, Lidia Falcón), y otras, por el patriarcado (sistema cultural por el que los hombres dominan a las mujeres) (Kate Millet).