Mónica G. Prieto
Siria, de la revolución a la guerra civil
(cuartopoder, El faro de Oriente, 29 de diciembre de 2012)

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Ahora que los secuestros de periodistas se imponen en Siria, regresa a mi memoria la frase de un buen amigo y valiente activista de Homs. “Que Bashar Assad va a caer está claro. El problema ya no es ése, sino qué será de Siria después de su caída. Nos han abocado a ser el nuevo Irak”.

El joven ingeniero vio venir la guerra durante la caída de su barrio, Baba Amr, a manos del régimen sirio tras una inmisericorde campaña de bombardeos, en febrero de 2011. Lo intuyó cuando comenzó a atisbar vestimentas paquistaníes y afganas en las posiciones del Ejército Libre de Siria (ELS) y cuando empezó a detectar desavenencias entre las diferentes brigadas. Sabía que el tiempo corría en contra de la revolución, y que cuanto más tardase la comunidad internacional en reaccionar, más se hundiría el país en un pozo sin fondo empujado por el régimen y por los intereses regionales.

Diez meses después, resulta difícil calificar de revolución lo que sucede en Siria. Con cada bombardeo, con cada declaración sectaria y con cada matanza, la dictadura ha impuesto el escenario que más le convenía. O yo, o el caos: ese pareció ser el razonamiento que ha movido las acciones del régimen. De ahí que los vídeos que documentan las exacciones de elementos del ELS –decapitaciones de prisioneros, ejecuciones sumarias, ataques contra iglesias y husseiniyas o templos chiíes– no deben ser una sorpresa. Algunos de los grupos armados más radicales –aquellos que se declaran afines a Al Qaeda y que cuentan con yihadistas extranjeros en sus filas– son hoy en día los más fuertes, gracias a la financiación que les llega desde los países del Golfo que tratan de librar su particular guerra regional –suníes contra chiíes– en tierra Siria. Pretender que dichos grupos respeten las convenciones internacionales sobre Derechos Humanos es ingenuo, como lo es pretender que los grupos moderados presenten una conducta irreprochable en tiempos de guerra tras 20 meses de bombardeos indiscriminados. Su única escuela es la escuela del régimen, y las enseñanzas de éste han incluido torturas y asesinatos en sus 40 años de existencia.

La sectarización que carcome hoy a la sociedad siria –potenciada por el régimen cuando calificó, durante meses, de terroristas suníes a quienes participaban en las manifestaciones pacíficas– ha empedrado el camino para la guerra que ya se libra. Guerra y caos vienen de la mano, y el caos va siempre acompañado de criminalidad común disfrazada de entrega a la causa. Las denuncias de secuestros de civiles ya son comunes en Siria, aunque sólo salgan en los grandes medios cuando la víctima es extranjera. La mayor parte de las veces, se saldan con la entrega de uno o varios rescates –en un contexto de desempleo donde el dinero sólo está a disposición de familias acaudaladas– pero el simple hecho de que el fenómeno exista hace prever que lo peor de esta guerra está por venir. También hay que mencionar las miserias humanas, que afloran en tiempos de conflicto: los cercos militares y las carencias han disparado los precios de los escasos productos básicos que quedan, y hay quien llega a acaparar grandes cantidades de pan para revenderlo a un precio prohibitivo. Los taxistas han triplicado el precio las tarifas. Lo mejor y lo peor de cada uno sale a relucir en los momentos más duros. Para algunos, supervivencia está reñida con solidaridad. Para muchos, ambas cosas están intrínsecamente ligadas.

El alarmante aumento de secuestros, tanto de locales como de foráneos –hay un número indeterminado de periodistas capturados, además de un ingeniero italiano y dos rusos- y el auge de la criminalidad a expensas del desgobierno –o puede que promovida por el gobierno– recuerdan poderosamente a Irak. También el peso específico de organizaciones como Jahbat al Nusra o Ahrar al Sham, vinculadas ideológicamente con el extremismo wahabi en una posición que choca poderosamente con la tradicional moderación del islamismo sirio. En el vecino Irak, tras la invasión angloamericana, también llegaron yihadistas de medio mundo dispuestos a combatir a los ocupantes, pero no tardaron en dirigir sus coches bomba y atentados suicidas contra la comunidad chií –mayoritaria en ese país– confirmando un conflicto sectario que parecía diseñado por las potencias agresoras. Al principio fueron acogidos como héroes por la insurgencia suní, agradecidos de recibir ayuda exterior en su guerra contra los ocupantes, pero cuando terminaron declarando un Estado Islámico en el que se decapitaba y amputaban miembros a cualquier sospechoso de comportamiento poco musulmán, finalmente los grupos moderados suníes debieron aliarse con las tropas de Washington para combatir y expulsar a sus antiguos huéspedes.

No es el único escenario que podría estar gestándose en Siria. En Irak, no sería hasta 2005 cuando se comenzaron a producir movimientos demográficos sectarios –una suerte de limpieza étnica– promovidos por el miedo de las minorías o por las amenazas de los grupos armados. Hoy, en el país vecino, ya se comienza a hablar de aldeas alauíes abandonadas por sus residentes y ocupadas por el ELS en la costa de Latakia, un fenómeno que podría ser más extenso de lo que se conoce dado que el territorio acoge a una miriada de grupos étnicos y religiosos.

El temor a que se reproduzcan los acontecimientos de Samarra también está presente en la mente de muchos. En 2006, la Gran Mezquita de Al Asqari, sagrada para la comunidad chií y enclavada en la ciudad suní de Samarra, sufrió un sofisticado ataque con bomba que destrozó su cúpula dorada e hizo estallar por los aires cualquier apariencia de normalidad entre las comunidades religiosas. La guerra civil ya había empezado pero fue confirmada por el ataque sectario: cientos de personas –se llegó a hablar de un millar- morirían en las represalias de la jornada siguiente. Siria puede encontrar su propia Al Asqari en Al Sayeda Zeinab, que acoge los restos de Zeinab, hija del Imam Ali –clave en la religión chií– y nieta del Profeta Mahoma. Los alrededores de la bella mezquita, situada en Damasco, son escenario de combates desde que la guerra llegase a la capital, el pasado verano.

La revolución siria fue abandonada a su suerte desde sus primeras semanas, y por eso los peores presagios se hacen realidad. La oposición  en el exilio dilapida fortunas en encuentros internacionales que no tienen consecuencia alguna sobre el terreno, pero no ha sido hasta el último foro que la Coalición Nacional de Fuerzas de la Oposición y Rebeldes salida de sus filas ha recibido el respaldo internacional masivo que le convierte en una alternativa al régimen. La solución parece demasiado forzada: los nombramientos de destacadas figuras opositoras –el clérigo moderado Mouaz al Khatib y los históricos disidentes Riad Seif y Soheir Atassi– se produjeron in extremis –y muy probablemente por imposición extranjera– tras lo que parecía un nuevo fracaso de las divididas filas de la oposición, incapaces desde el inicio de la crisis de estar a la altura de los sirios que se alzaron contra el régimen.

El problema no es su legitimidad o hasta qué punto representan a la población siria –algo difícil de calibrar, dado que un porcentaje de la misma sigue apoyando al régimen, por convicción, interés o miedo al escenario de guerra civil– sino qué poder tienen sobre el terreno. ¿Disponen de una estrategia militar que aúne a los grupos armados? ¿Planean poner coto a los extremistas o incluso excluir y/o combatir a los grupos que rechacen someterse al control de su mando militar? Casi 30 milicias se han alineado con Jahbat al Nosra, desvinculándose así de la Coalición Nacional y de su consejo militar, en respuesta a la inoportuna decisión norteamericana de incluir al grupo en la lista de organizaciones terroristas. Criminalizar a Jahbat al Nosra en plena guerra, cuando ninguno de los dos bandos en liza presenta ningún tipo de respeto por las convenciones internacionales, sólo aumentará su popularidad entre los sirios, que considerarán la medida la prueba de que Estados Unidos no desea la caída del régimen sino el caos en Siria.

Probablemente, el principal error del ELS fue aceptar a cualquiera que se ofreciese para combatir en sus filas. Producto o no de la desesperación ante la falta de interés internacional por las víctimas sirias, la organización que aglutina a desertores y civiles alzados en armas acogió de buen grado toda la ayuda externa e interna. De fuera llegaron fanáticos que no tardarán en enfrentarse a los moderados del ELS –esa será la siguiente fase de esta guerra, probablemente una vez que el régimen se descomponga– y, desde dentro, llegaron a alistarse elementos criminales liberados por la dictadura en sus anunciadas amnistías –que, curiosamente, no suelen incluir a presos de conciencia sino a convictos de pasado delictivo– sólo para hacerse con la cobertura necesaria para esgrimir un arma.

La división en las filas rebeldes es un hecho -ya se han producido episodios de combates en su seno- y es otra constatación de que la revolución inicial movida por valores y aspiraciones de libertad e igualdad ha sido devorada por la violencia. Tras comentar la anunciada ejecución de una periodista ucraniana a manos de una brigada del ELS en una red social, un seguidor me preguntó quiénes eran los buenos y quiénes los malos en Siria. Le contesté que no hay buenos ni malos, sino agresores y agredidos. Durante mucho tiempo, el ELS fue la respuesta a la agresión militar de la dictadura contra la población civil siria. Hoy en día, una parte (aún minoritaria) del ELS se ha transformado en agresora, lo cual no debería empañar la imagen de toda la organización.

No sé cómo terminará esta guerra, pero es fácil saber quién la va a perder: Siria, por las vidas humanas, una destrucción sobrecogedora que incluye los lugares declarados Patrimonio de la Humanidad y una convivencia social que tardará décadas en recuperarse. Negar que la revolución ha sido secuestrada por la guerra civil es  un flaco favor para aquellos que iniciaron el levantamiento social: no buscaban la destrucción sino la construcción de una nueva Siria donde haya espacio para todos. Cuanto más se tarde en asumirlo, más se tardará en evitarlo.