Naomí Ramírez Díaz
Siria: la lucha por la libertad
(Página Abierta, 216, septiembre-octubre de 2011).

            Habiendo obtenido su independencia del Mandato francés en 1946 y siendo escenario del primer golpe militar del mundo árabe que supondría la injerencia del Ejército en política de forma irreversible, Siria, el gran desconocido de Oriente Medio, uno de los sistemas menos transparentes del mundo y el país que ha mantenido su retórica de oposición a EE UU hasta hoy, está siendo testigo de una pugna entre una importante parte de la población deseosa de libertad y un régimen que se aferra al poder por medios cruentos para no ceder ni un ápice de sus prerrogativas. Este escenario ya ha dejado más de dos millares y medio de víctimas, además de miles de refugiados en Turquía y Líbano.

            El sistema instaurado por Hafez al-Asad tras su monopolización total del poder entre 1970 y 1971 puede definirse como un absolutismo presidencialista, garantizado por la Constitución que otorgó al país en 1973, donde el presidente tiene plenos poderes. Se trataba de un engranaje en el que él era la pieza central de la cual dependía el movimiento de todas las demás: sin su beneplácito ninguna orden se hacía efectiva, sus órdenes no eran cuestionadas y, además, servía de árbitro entre los distintos órganos o cuerpos para que todos mantuvieran la lealtad a su persona.

            Sin embargo, esta maquinaria necesitaba un soporte para no desplomarse. Tres eran los pilares fundamentales del sistema: el partido Baaz («líder del Estado y la sociedad» –artículo 8 de la Constitución– y del Parlamento, en el que domina el Frente Nacional Progresista, formado por una serie de partidos satélite admitidos en el juego político para dar apariencia de pluralismo, aunque en realidad, se trata de una cobertura ideológica del sistema), las Fuerzas Armadas (incluidos los servicios de seguridad e inteligencia, cuerpos encargados de mantener el control social) y la burguesía comercial damascena (que sirve de soporte económico del régimen sin incorporarse al sistema de forma completa).

            Esta maquinaria de poder y control social dio a Siria una estabilidad sin precedentes que es, precisamente, en la que el régimen se escuda actualmente bajo el lema de “O nosotros o el caos”, con su variante “O nosotros o la fitna”(1).

La sucesión por parte de Bashar

            Con un líder que había creado un culto alrededor de su persona, y muerto en 1994 el que parecía haber designado como heredero (su hijo Basil), la carrera hacia la presidencia de Bashar al-Asad y su preparación para mantener un sistema en el que todo el que no cerró filas en torno a él fue apartado, llevó un ritmo frenético, en el que él mismo experimentó una escalada a contrarreloj en el escalafón militar. El 10 de junio de 2000, fallecido Hafez al-Asad, la Constitución fue modificada de forma que la edad de Bashar al-Asad se ajustara a la estipulada como edad mínima para acceder a la presidencia (artículo 83) y, unos días más tarde, fue refrendado como presidente por la población con un predecible 97,3% de los votos, haciendo de Siria una república hereditaria.

            Muchos fueron los que recibieron a Bashar al-Asad cargados de una harto infundada esperanza de que de su mano vendrían las reformas políticas y económicas que aumentarían la libertad y el bienestar de la población. El orden de prioridades declarado del presidente se ajustaba (y ajusta) al modelo chino: primero la reforma económica y después la política. Pero el primer objetivo presentaba problemas en un país donde la inversión extranjera no cuenta con garantías y donde la nueva burguesía surgida en los noventa había acaparado tanto poder adquisitivo que el crecimiento del sector público no era posible, dada la concentración del capital en el sector privado y en manos de los magnates del régimen.

            Si a esto añadimos que la renovación generacional acometida por Bashar al-Asad en el seno del régimen cuando llegó al poder no afectó a los altos cargos militares y del partido ni se materializó en el diseño de políticas económicas y sociales más efectivas, podemos comprender cómo el sistema mantuvo la forma que le diera su padre treinta años antes: una empresa familiar al servicio de los intereses propios, que no son otros que el mantenimiento del poder. No en vano, un tándem de dos hermanos (Bashar y Maher al-Asad, este último responsable de la represión según varios testimonios) lleva las riendas del Estado, a los que se añade todo un entramado clánico-familiar (y no, como suele aducirse, de carácter confesional) que ha creado auténticos emporios dentro del sistema, conformando lo que ha venido a llamarse “la mafia gobernante”.

De las semillas del cambio a la situación actual

            Es innegable que el ambiente “revolucionario” o de levantamiento social en la zona ha tenido un enorme impacto en la población siria y más tras la caída de Mubarak, el bastión declarado de EE UU e Israel en la zona, que, además, contenía los movimientos en Gaza con el cierre de su frontera. Sin embargo, la sociedad siria no respondió de forma inmediata a la “llamada de la libertad” por varias cuestiones, entre ellas, el ingente aparato de seguridad del que dispone el régimen y, en segundo lugar, el miedo a la desestabilización del país (que sería todavía peor de darse una intervención militar extranjera) que aún mantiene a un importante porcentaje de la población indecisa.

            Sin embargo, antes del estallido de la movilización actual, tras la llegada de Bashar, varios intelectuales quisieron hacer resurgir a la sociedad civil inaugurando numerosos foros, clubes y grupos que buscaban una mayor participación social en la dirección del Estado, en lo que ha venido a llamarse la “primavera de Damasco” (cuando se liberó a varios centenares de presos políticos, como gesto de la buena fe del nuevo presidente), y a la que el régimen decidió poner fin escudándose en que «el desarrollo que no es dirigido por una fuerza masiva, capaz y popular está destinado a la anarquía y, posiblemente, al colapso… [aquellos que] piden la erradicación de la unidad nacional y la estabilidad y [piden un cambio político buscan] la vuelta atrás, al período de ocupación extranjera, golpes de Estado, tensión, anarquía y regreso social y económico» (“Circular nº 1075”, periódico Al-Munadil, 17/02/2001).

            A pesar del intento de Michel Kilo (exparlamentario y opositor residente en Damasco) en 2005 de aunar a las distintas corrientes de la oposición en la Declaración de Damasco, las cuatro décadas de gobierno del Baaz habían logrado neutralizar a la oposición política, tanto interior como exterior, ya fuera laicista o islamista.

            Finalmente, ha sido la población la que ha tomado cartas en el asunto, y, harta de los abusos del régimen que atentan directamente contra la dignidad de las personas, ha derribado el muro del miedo para enfrentarse a tales abusos, mientras la oposición política, tras meses de conferencias, aún no ha logrado definir una estrategia común (aunque se está intentando formar un órgano unificado) que debe empezar por el primer objetivo claro: derrocar al régimen.

            En este sentido, Burhan Gahlioun (2), un reconocido intelectual sirio que reside en París, hacía un llamamiento a la oposición política siria para que aunase sus esfuerzos y, haciendo uso de su experiencia en el terreno, desempeñara el papel del “dinamo” para agilizar la movilización y organización sociales. Con ello, aseguraba pretender evitar que el hastío de la población, que lleva tres meses de levantamiento, provoque un abandono del carácter pacífico de las manifestaciones o acabe por dar lugar a un sentimiento de enfrentamiento entre confesiones.

            Esta cuestión, la del sectarismo, es la baza con la que juega el régimen y con la que amenaza a la población, lo que ha provocado el rezago de las minorías confesionales en el movimiento nacional. Sin embargo, la población ha salido a las calles en más de una ocasión para insistir en el carácter aconfesional del levantamiento gritando “Ni islam ni cristianismo, yo profeso la libertad”. De hecho, si bien es cierto que la distribución confesional siria tiene paralelismos con la libanesa, puede decirse que, en Siria, la unidad nacional está por encima de tales divisiones (salvo excepciones [3]).

            Por ejemplo, cuando el Mandato francés quiso dividir el país en varios para-Estados que incluían una zona al sur (Montaña de los drusos) y otra en el noroeste (Montaña de los alauíes) que respondían a criterios confesionales también ligados con la división entre población urbana y rural, la mayoría de los habitantes del país decidieron acabar con las pretensiones de la potencia mandataria que ya había sido retada en anteriores ocasiones (4). Del mismo modo, durante los actuales acontecimientos, a finales de julio, un grupo de artistas e intelectuales, de todas las confesiones, salieron a la calle a manifestar su unidad y su apoyo al pueblo en un movimiento en el que los intelectuales no han sabido estar a la altura de las aspiraciones y en el que muchos conocidos actores se han puesto del lado del régimen.

            Aunque es innegable que existen ciertos indicios de tensión sectaria, sobre todo en las grandes ciudades, más conservadoras que las zonas rurales, muchos lo achacan al hecho de que el discurso del régimen de ser el garante de la protección de las minorías contra el islamismo radical ha calado en parte de la sociedad. Por otro lado, la antigua burguesía urbana, de mayoría suní, se mostró muy reticente al ascenso de la burguesía rural (que, en muchas ocasiones, pertenecía a las minorías) con la llegada del Baaz, un descontento que se convirtió en un importante factor en la insurrección de Hama de 1982, que no fue un mera revuelta islamista contra un Gobierno de minorías.

            Esta dualidad rural-urbana que divide a la sociedad ha sido especialmente tensa en la capital, donde la inmigración masiva de habitantes de toda Siria en las últimas tres décadas ante la difícil situación del sector agrícola y la falta de planificación en un sector público obsoleto ha provocado una subida de los precios básicos, agravada por la masiva oleada de refugiados iraquíes llegados tras la invasión estadounidense. Así, el factor económico se une a las diferencias sociales que laten entre los contextos rural y urbano, viniendo ambos a confluir en Damasco y, en parte, en Alepo, pulmón económico del país.

            Es en estas dos ciudades donde el régimen cuenta con más apoyos, sobre todo entre las clases medias y aquellos que prefieren mantener el statu quo para seguir disfrutando de sus prerrogativas y beneficios económicos. Tarde o temprano, esos beneficios en la ahogada economía siria, que, además, está siendo castigada con sanciones, lo que ha llevado al régimen a tomar préstamos de Irán o Kuwait, se verán mermados.

            Hasta no hace mucho, el régimen se había cuidado bastante de no abusar de la violencia en estos dos bastiones, aunque sí había coartado la organización de manifestaciones mediante el despliegue de un gran aparato de seguridad. Sin embargo, la irrupción en una mezquita en la Noche del Destino (27 de Ramadán), que ha logrado que la Unión de Ulemas de Damasco acabe por condenar los crímenes del régimen sirio, y el intento de manifestantes de toda Siria de convertir la plaza de los Abbadíes en una nueva Tahrir, nos lleva a considerar que, finalmente, estos apoyos se han malogrado y el régimen ha perdido la capital.(5)

La tensión confesional, étnica y tribal

            Retomando el tema de las mezquitas, es interesante destacar aquí que el grito de “Dios es grande” a la salida de las mismas (su empleo como punto de partida de las manifestaciones debe entenderse en el contexto de una sociedad donde la libertad de reunión está prohibida y sólo los lugares de rezo escapan a tal prohibición) no implica un matiz de radicalismo, sino que es una expresión que denota un desafío contra un régimen que consideran injusto y opresor.

            Muchos manifestantes cristianos se han unido a sus conciudadanos en sus salidas desde las mezquitas para asegurar su total implicación con la revuelta y, finalmente, varios clérigos cristianos han terminado por condenar lo que estaba sucediendo. No obstante, no puede negarse que sigue existiendo una tensión confesional latente en la sociedad que muchos achacan al propio discurso del régimen de ser el garante de la unidad y estabilidad nacionales, aunque, bien es cierto, la corriente salafí (que también integra las manifestaciones aunque es minoritaria, pese a que goce de simpatías en determinadas zonas) tiene sus reservas ante la idea de la instauración de un Estado civil.

            El fenómeno más interesante es el que se ha producido en Latakkia, ciudad con una importante concentración de alauíes, donde los enfrentamientos entre partidarios y detractores y la represión han sido continuos, ya que, desde la óptica del régimen, los alauíes deben apoyarles porque ellos garantizan su bienestar. Para ahondar más en el sentimiento sectario, en julio, en Homs, según los testigos presenciales, el régimen mató a tres alauíes en un barrio suní y acusó a la población de incitar a la violencia sectaria. Las contradicciones entre las versiones de cada parte mantienen aún a un importante sector de la sociedad incapaz de ponerse de un lado o de otro.

            Por último, a diferencia de Líbano, Siria cuenta además con un porcentaje de minorías étnicas (circasianos, turcomanos, etc.) entre las que destaca, por su número, la kurda. Ahora bien, ha de establecerse una diferencia fundamental entre sus homólogos en Turquía o Irak, porque su reclamación no es la independencia ni la autodeterminación.

            En Siria, los kurdos llevan décadas exigiendo recuperar la nacionalidad siria (y con ella los servicios a los que da derecho, como la escolarización o al trabajo no sumergido), que les fue arrebatada en 1962 en un censo poco riguroso y que se ha convertido en un problema que afecta ya a la tercera generación. Ajeno a esto, el régimen ha aprovechado cualquier movilización kurda para acusar a este colectivo de separatista y no ha dudado en reprimir cualquier movilización, como la que se produjo durante un partido de fútbol en la zona de Qamishle, que acabó impregnada de tintes políticos y, por consiguiente, causó decenas de víctimas.

            Esta zona, como la de Deir Ezzor o las zonas situadas más al sudeste del país, tiene un importante componente tribal. No es secreto que una sociedad tribal tenga armas y que el código de venganza está muy presente. Conociendo la facilidad con que las armas pueden filtrarse a esas zonas, el régimen fue cuidadoso en la represión de las manifestaciones allí (donde, según testigos presenciales, se limitaban a observar las manifestaciones con suspicacia). Irónicamente, los “grupos armados” de los que hablaba el régimen no estaban en las zonas donde mayor probabilidad de uso de armas había.

            Este ejemplo y el de Damasco y Alepo son ilustrativos de por qué la represión del régimen no se extiende a todas las zonas por igual, del mismo modo que explica la capacidad de organizar movilizaciones en ciudades con una tradicional enemistad con el régimen (como Hama o Homs), frente a lo que sucede en sus bastiones, donde, además, se concentra su aparato de seguridad.

            Sin embargo, aunque se haya hecho hincapié en lo referente a la cuestión económica en Damasco y Alepo, no debe entenderse esta revuelta como una revuelta del pan, sino una revuelta, como ellos mismos la llamaron en su comienzo, de la dignidad y la libertad.

            Ante las atrocidades cometidas por el régimen, muchos indecisos y antiguos partidarios del sistema han terminado por salir a la calle y, en esa calle, no se puede distinguir a unos de otros. Todos son sirios y todos piden libertad de forma pacífica, tal y como rezan sus consignas.

            El problema es que la protección internacional que piden los manifestantes, que ha de entenderse en el marco de la entrada de organizaciones humanitarias y de comisiones de investigación (las que han ido, de momento, lo han hecho en tours guiados por el régimen), no parece que vaya a llegar pronto. Si a eso añadimos el triunfo de la revolución libia y los tres millares de muertos, podemos entender que se haya iniciado un nuevo debate, aunque marginalmente, sobre la necesidad o no de tomar las armas, que hasta ahora se han usado en casos puntuales en defensa propia.

            Un conflicto armado sería desastroso para el país y para una zona que ya ha sido vapuleada por decenas de conflictos. En su intento de mantener al régimen que ha preservado la estabilidad de la zona durante décadas, la comunidad internacional condena a los sirios y se condena a sí misma a escenarios inimaginables de producirse verdaderamente una insurrección armada, algo que los propios sirios intentan evitar por todos los medios. Miles de campañas de concienciación se han puesto en marcha para tal fin.

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(1) La fitna es una escisión en la comunidad. La gran fitna en el mundo islámico fue la división entre las doctrinas suní y chií. Así, generalmente, cuando se habla de fitna, suele tener un matiz confesional.
(2) Al-Yazira, 7 de junio de 2011.
(3) Por ejemplo, durante las décadas de los 70 y los 80, la llamada Vanguardia Combatiente, grupo con una relación no del todo clara con los Hermanos Musulmanes, llevó a cabo atentados contra militares alauíes al considerar que el régimen no era legítimo. Pero los episodios de violencia confesional son cuanto menos escasos en la historia reciente del país.
(4) El episodio más conocido es la revuelta liderada por Sultan al-Atrash, un líder druso de Sweida, al sur de Damasco, entre 1925 y 1927.
(5) Véase también la entrevista con Burhan Ghalioun en Le Monde (31/08/2011).