No fue un golpe de Estado ni un pronunciamiento: respuesta a Santos Juliá

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ctxt.es, 24 abril 2018

Abandonar la idea de que en Cataluña ha habido un golpe es imprescindible para pensar en soluciones democráticas al problema de la secesión.

 

¿Qué sucedió realmente en Cataluña durante la fase final de explosión del procés, en los meses de septiembre y octubre de 2017? La respuesta a esta pregunta es clave para valorar políticamente tanto las estrategias del movimiento independentista como la respuesta del Estado a la crisis catalana.

Hay una interpretación de los hechos de otoño de 2017 que se ha extendido en el establishment español y que muchos dan ya por supuesta, como si fuera una verdad auto-evidente: en Cataluña hubo un intento de golpe de Estado, frenado en seco por el Estado de derecho. Esta tesis aparece frecuentemente entre políticos y tertulianos de la derecha española, pero también ha alcanzado a autores “liberales” que, en otros asuntos, habían adoptado tesis más moderadas. Sirva como ejemplo el artículo que publicó Santos Juliá en el diario El País hace unos días, titulado “Doblegar al Estado”. El artículo condensa muchos de los errores de planteamiento que envenenan la crisis catalana.

El texto de Juliá se abre con una prolija introducción de corte generacional en la que habla de aquellos que, como él mismo, nacidos entre 1930 y 1939, fueron bautizados como los niños o los hijos de la guerra. En su opinión, fue una generación que entendió la necesidad de superar el trauma del enfrentamiento fratricida de nuestra Guerra Civil y que elaboró un proyecto político pensando más en el Estado que en la nación; dicho proyecto se llevaría a la práctica en la transición democrática, cuyo logro más valioso fue la Constitución de 1978. Como miembro de aquella generación, Juliá describe, con una mezcla de horror e indignación, los sucesos de la crisis catalana que, cuarenta años después de la aprobación de la Constitución, han supuesto el quebranto de esta. La aprobación de las leyes de referéndum y transitoriedad durante los días 6 y 7 de septiembre y la posterior declaración de independencia el 27 de octubre serían, desde su punto de vista, el equivalente a un “alzamiento” de las autoridades catalanas contra el Estado.

Juliá analiza las acciones del Gobierno y el Parlamento catalanes a la luz de un golpe de Estado. Dice en más de una ocasión que los nacionalistas catalanes se “alzaron” contra el Estado y utiliza términos como “sedición” y “pronunciamiento”. Admite, en cualquier caso, que se trata de un tipo muy especial de “pronunciamiento”, pues la propia definición de la RAE establece que un “pronunciamiento” es un “alzamiento militar contra el Gobierno”; por ello mismo, se inventa una nueva categoría, una categoría sui generis, la de “pronunciamiento civil”, que Juliá no explica en qué casos podría aplicarse más allá de Cataluña en octubre de 2017. Pero para que no haya dudas, compara la acción de los representantes del pueblo catalán con golpes de Estado como el del general Primo de Rivera en 1923, el (fallido) del general Sanjurjo en 1932 y el (también fallido) del teniente coronel Tejero en 1981.

¿Intentaron realmente las autoridades catalanas dar un golpe de Estado? ¿Fue un “pronunciamiento civil”? Un golpe de Estado supone siempre el ejercicio de la violencia o la amenaza de esta. La violencia es un elemento esencial de todo golpe de Estado. Así se reconoce en las definiciones habituales de los diccionarios y también en la literatura académica sobre golpes de Estado. Los “rebeldes” o bien ejercen la violencia o bien amenazan con usarla. En la historia hay numerosos casos de golpes incruentos en los que las autoridades legítimas abandonan el poder de forma pacífica porque saben que, de lo contrario, sufrirán violencia de manos de los golpistas. La violencia, pues, desempeña un papel crucial, es el medio coactivo mediante el cual los golpistas tratan de hacerse con el poder.

El movimiento independentista catalán no ha sido violento ni se ha basado en una amenaza de violencia. Se podrán mencionar casos puntuales de violencia en algunas movilizaciones populares, pero la violencia no ha formado parte de la estrategia política de las autoridades catalanas. Si no hubo violencia, no pudo haber alzamiento, ni pronunciamiento, ni golpe. Utilizar estas categorías para entender la crisis catalana carece de rigor. Y, lo que es peor aún, nos condena a resolver el problema a través de la justicia penal, pues nada cabe negociar ni pactar políticamente con quienes participan en un intento de golpe. La defensa de la tesis del golpe de Estado o pronunciamiento legitima las acusaciones atrabiliarias de la Fiscalía y del Tribunal Supremo sobre la rebelión, que tanta extrañeza provocan entre analistas y periodistas fuera de España.

Afirmar que el proceso catalán ha sido violento es situarse en contra de la realidad. Sólo es posible percibir así los hechos utilizando unas gruesas lentes ideológicas que nos devuelven una imagen deformada de lo sucedido. Son las lentes de un nacionalismo español intolerante que parecía superado.

Si no fue un golpe, ¿qué fue? Según lo entiendo, y como he tenido oportunidad de argumentar en extenso en un libro reciente (La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana, Catarata 2018), deberíamos hablar de una crisis constitucional profunda producida por un choque de legitimidades. En una crisis constitucional se desobedecen las normas, se cuestiona y desafía el orden jurídico, pero no se utiliza la violencia. Con ello no quiero minusvalorar o disculpar la conducta de las autoridades catalanas, las cuales, en mi opinión, cometieron errores graves por los que cabe exigir responsabilidades políticas y legales. La desobediencia de una parte del Estado es un asunto muy serio, pero no es un golpe de Estado, ni un alzamiento, ni un pronunciamiento (ni una rebelión) mientras no medie violencia o amenaza de la misma.

La crisis constitucional del otoño de 2017 es la consecuencia última de un proceso que se abre con la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 sobre la reforma del Estatut. En aquella sentencia, recuérdese, se niega de raíz toda posibilidad de desarrollo plurinacional de España. Según el Tribunal, la única nación que existe es la española, titular de la soberanía. Que la soberanía la hayamos troceado renunciando a competencias políticas básicas en beneficio de la Unión Europea (políticas monetaria, comercial y de competencia, por ejemplo) no es motivo de alarma para nuestro Tribunal Constitucional, ni tampoco lo es que el derecho europeo esté por encima del derecho español; sin embargo, que el preámbulo de un Estatuto de autonomía se haga eco de una declaración del Parlamento catalán sobre la existencia de una nación catalana es considerado por el alto Tribunal inadmisible en nuestro ordenamiento jurídico. La nación española puede compartir soberanía con holandeses, búlgaros y portugueses, pero no puede compartirla con la nación catalana o la vasca.

Tras esta sentencia, el nacionalismo catalán fue radicalizando sus posiciones ante la indiferencia o la intransigencia, según el caso, de las autoridades españolas. A pesar de los múltiples e infructuosos intentos de establecer alguna vía de negociación con el Gobierno de España, nada se ha movido desde 2010 en la cuestión territorial, salvo una recentralización más o menos encubierta con el pretexto de la crisis económica. El Gobierno de España dejó pudrir el conflicto político a pesar de recibir numerosas advertencias de que, si no tomaba cartas en el asunto, el procés acabaría explotando.

Como consecuencia de las irresponsabilidades cometidas por unos y otros, se ha consumado una crisis constitucional que surge de un doble conflicto sobre el “demos”. En primer lugar, un conflicto en el conjunto de España: una parte considerable de la sociedad catalana no se siente española y no quiere seguir tomando decisiones colectivas con el resto de España, así que no se considera vinculada por lo que ordene el Gobierno o el Tribunal Constitucional. En segundo lugar, un conflicto en el interior de Cataluña entre quienes desean y quienes rechazan la independencia.

Robert Dahl analizó en profundidad el problema político del cuestionamiento del “demos”. Mostró que no hay una solución clara, pues la democracia funciona en la medida en que hay consenso sobre quién pertenece al colectivo que toma decisiones conjuntamente. Cuando se produce una crisis de “demos”, no hay principios indubitables que sirvan de guía. Pero al menos podemos intentar encauzar el conflicto según valores democráticos, tratando de encontrar puntos de acuerdo que satisfagan a todas a las partes y, de este modo, eviten la ruptura. Eso es lo que distingue a las democracias de otros regímenes políticos. En España nos encontramos en una situación paradójica, pues, pese a ser el nuestro un país democrático, el Gobierno de España no ha querido hacerse cargo del problema, el Tribunal Constitucional ha cerrado toda vía de reforma plurinacional,y el Govern y el Parlament catalán han actuado con desprecio del principio democrático al realizar una declaración de independencia que no cuenta con suficiente apoyo popular.

Ante un problema de esta envergadura, lo lógico es que desde la sociedad civil intentemos preservar los principios democráticos buscando puntos de encuentro que desactiven la crisis constitucional y el enfrentamiento político que se ha creado tanto entre Cataluña y el resto de España como en el interior de la propia Cataluña. Pero lo que hemos visto en estos meses es algo muy distinto. Se ha producido un resurgir del nacionalismo español intransigente que se manifiesta en que jueces, políticos, periodistas e intelectuales hayan etiquetado de golpe de Estado o rebelión el desafío independentista y, en consonancia con ello, apuesten por el encarcelamiento de los líderes del independentismo catalán como solución al problema político de fondo. Para muchos de mi generación, la de los “nietos de la guerra”, que crecimos en democracia, resulta doloroso que tantos “hijos de la guerra” hayan acabado defendiendo la tesis endeble y falta de rigor según la cual en Cataluña ha habido un golpe de Estado fallido. Es como si, al final de sus carreras, hubieran perdido la sintonía con los valores democráticos (tolerancia, pluralismo, consenso, concordia) que hicieron posible la transición que ellos mismos protagonizaron.

Un primer paso para superar el problema consiste en no forzar los conceptos más de lo debido. Abandonar la idea de que en Cataluña ha habido un golpe es imprescindible para pensar en soluciones democráticas al problema de la secesión.


AUTOR
Ignacio Sánchez-Cuenca
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia (Alianza, 2014).

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