Agenda Pública, 10 de junio de 2019.
Aunque no se lo parezca a todo el mundo (igual por haber vivido bajo la sombra de otros países nórdicos), Dinamarca ha sido considerado un destino inhóspito para las personas extranjeras desde hace años. Desde luego, no después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la industria danesa absorbió un buen número de trabajadores extranjeros, especialmente de Turquía, pero sí a partir de la crisis de 1973, cuando las leyes del país facilitaban la inmigración procedente sólo de otros países nórdicos.
Esta lógica de la priorización nacional, que se ampliaría posteriormente a los originarios de otros países europeos, ha sido una constante de la política de inmigración danesa que seguramente también explica también por qué el país, a pesar de formar parte de Schengen, mantiene un opting-out (refrendado en referéndum, el último en 2015) en materia de política de interior y justicia común. Esto supone, de facto, poder decidir no participar en las diferentes acciones de la política de inmigración y asilo europeas. Y también explica el debate que existe en el país sobre la integración; muy intenso en un país que, por lo demás, tampoco es uno de los principales destinos migratorios de Europa.