Nuria del Viso
Los pasos perdidos de España en Afganistán.  Breve
balance de una década

(Página Abierta, 216, septiembre-octubre de 2011).

            Cuando en el primer trimestre de 2012 comience la retirada de las tropas españolas de Afganistán (1) y vuelvan a casa los equipos de reconstrucción de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), España habrá completado una década en aquel país. Podría pensarse que el repliegue obedece al cumplimiento de los objetivos internacionales enunciados después del 11-S. Nada más lejos de la realidad.

            Después del 11-S el Gobierno de EE UU se propuso combatir militarmente el terrorismo internacional vinculado a Al Qaeda con el argumento de preservar la seguridad internacional y la de los propios afganos. Con esta idea, lanzó una intervención militar en Afganistán en octubre de 2001 con un doble objetivo: erradicar el santuario del que gozaba Al Qaeda en Afganistán y derrocar al régimen talibán, que había cobijado a la organización.

            A los fines militares se unieron después algunos objetivos civiles: la consolidación del Estado afgano, el desarrollo de una democracia ejemplar para toda la región, la reconstrucción del país, la erradicación de la pobreza y mejorar la situación de las mujeres afganas, todo ello a realizar en pocos años y con un compromiso limitado (lo que el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, denominó de “huella ligera”). A partir de la invasión de Irak en 2003, Afganistán pasó a un segundo plano de las prioridades estadounidenses.
Si se revisan los argumentos aportados por EE UU para justificar la intervención –secundada ampliamente por la comunidad internacional–, debe concluirse que la misión ha fracasado; lo que se pretendía no encaja ni remotamente con la situación del país diez años después.

            La seguridad en Afganistán registra un constante deterioro desde 2003 y la violencia bate récords cada año, como reflejan los informes periódicos del secretario general de la ONU (2). En 2010 se produjeron 7.120 víctimas civiles vinculadas al conflicto (2.777 muertos y 4.343 heridos), un 19% más que el año anterior. Por su parte, las bajas de las tropas internacionales crecieron un 36%; 711 soldados murieron en 2010 (3). La insurgencia se ha extendido a zonas anteriormente seguras y hay distritos fuera del control del Gobierno en prácticamente las 34 provincias afganas.

            La seguridad internacional, principal razón de la presencia militar extranjera en Afganistán, no parece haber progresado mucho: se han seguido produciendo grandes atentados en diversos puntos del planeta, entre ellos en Madrid en 2004 (con posterioridad a la intervención); es más, las operaciones de Afganistán e Irak han alimentado el crecimiento del terrorismo, a juzgar por la situación de esos dos países y las declaraciones en ese sentido de distintos terroristas. Además, la presencia de Al Qaeda en Afganistán, otra de las razones, ha sido casi inexistente durante esta década, según declararon varias agencias de inteligencia de EE UU, y solo recientemente se ha detectado cierta presencia al este del país. Por el contrario, Al Qaeda se ha dispersado e instalado en otros países, principalmente en la zona del Sahel.

            Exceptuando los logros de la arquitectura institucional de los primeros años –celebración de la Loya Jirga, aprobación de la Constitución…–, la consolidación del Estado y la democracia han ido a trancas y barrancas; es más, se ha consolidado un sistema corrupto y elitista donde domina el clientelismo. Aunque los medios occidentales cargan toda la responsabilidad de estos hechos en el carácter “medieval” de los afganos y su supuesta incapacidad para la democracia, conviene recordar que: 1) EE UU no concedió ninguna atención a la construcción del Estado durante varios años y se centró solo en el componente militar; y 2) el menosprecio de los aliados, y especialmente de EE UU, hacia la soberanía afgana y la riada de contratistas sedientos de dinero fácil que inundó Afganistán no resultan un buen comienzo (ni ejemplo) cuando se trata de construir una democracia “express”. En este contexto, no es extraño que grupos poderosos vinculados al Gobierno estén aprovechando la bonanza ligada al conflicto (4). El fraude electoral registrado en las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2009 y 2010 es símbolo y síntoma de la extrema fragilidad de la democracia afgana.

            La situación de las mujeres afganas, otro de los argumentos de peso de la intervención, apenas ha mejorado, con la salvedad de las cuotas de representación femenina en las instituciones oficiales. Por su parte, la pobreza continúa ampliamente instalada en Afganistán, donde un 73% padece pobreza severa y, de ellos, un 36% vive en pobreza absoluta (5).

Obama y la “nueva” misión internacional

            El fracaso evidente del enfoque del Gobierno de Bush hacia Afganistán motivó una revisión estratégica tras la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca. A solo dos meses de asumir la presidencia, Obama anunció su estrategia: a) afganización, es decir, el traspaso de la responsabilidad al Gobierno afgano, en primer lugar de la seguridad; implica un nuevo ímpetu en la formación de las fuerzas de seguridad afganas; b) reconciliación, que implica tanto la reinserción de los combatientes –soldados y mandos medios– y la negociación con la cúpula insurgente para buscar un acomodo político o un “exilio dorado”; y c) una estrategia regional, por la que se trata de obtener la colaboración de los países vecinos en la estabilización de Afganistán, abandonando su interferencia en los asuntos internos del país.

            Obama también dio un nuevo impulso al componente militar con el envío de 17.000 soldados con fin de debilitar a la insurgencia antes de una posible negociación. Estas medidas, sin embargo, seguían centradas en el aspecto militar y no resolvieron los problemas de Afganistán.

            El deterioro constante de la seguridad y la fatiga de las opiniones públicas de los países de la OTAN forzaron a Obama a anunciar una nueva revisión en diciembre de 2009, en la que decidió un aumento del contingente en 30.000 soldados durante 18 meses –y 10.000 soldados más del resto de los aliados– y fijó 2014 como fecha para culminar el repliegue del grueso de las tropas internacionales. Las medidas fueron respaldadas por los países con tropas en Afganistán, representantes afganos y de los países vecinos en la Conferencia Internacional de Londres de enero de 2010.

            Sin embargo, ni la primera ni la segunda estrategia de Obama han logrado hasta el momento encauzar la operación. En contraste, ya no se busca una democracia modelo: basta con la estabilización de Afganistán y la creación de estructuras que impidan la implantación de grupos terroristas internacionales. Tampoco se plantea ya atajar la pobreza. Solo salir cuanto antes.

            La idea de afganizar la misión, cediendo la responsabilidad al Gobierno afgano, ha ido cobrando impulso desde 2009. Comienza por ceder la responsabilidad de la seguridad, aunque para ello es necesario acelerar el esfuerzo de formación del ejército y la policía con equipos de formadores empotrados en los destacamentos afganos. En la primavera de 2011 se proyectaba la formación de 195.000 efectivos del ejército y  170.000 oficiales de la policía para noviembre de 2012 (6), aunque esta cifra se ha modificado al alza sucesivamente y es muy posible que en 2014 se haya incrementado. Desde julio de 2011 la afganización es una realidad en siete enclaves: tres provincias (Bamiyan, Panshir y la mayor parte de Kabul) y cuatro ciudades (Herat, Lashkar Gah, Mehterlam y Mazar-i-Sharif) en las que el ejército y la policía afgana velan por la seguridad.

            Si bien la afganización es un paso necesario, la forma que adopta plantea dudas sobre su viabilidad. El primer reto es la creación de un ejército nacional cohesionado, eficiente y bien formado, capaz de contener a restos de grupos insurgentes y/o terroristas con vínculos internacionales con una formación de apenas unas semanas y en un tiempo récord. La urgencia por salir de Afganistán de la forma más decorosa posible parece estar detrás del acelerado calendario de traspaso de responsabilidades al Gobierno afgano, que debe liderar este proceso, un Gobierno que, por otro lado, ha sido duramente criticado por su incompetencia y corrupción.
Otro asunto importante es la financiación de las fuerzas de seguridad, que con casi  400.000 efectivos (7) conllevará unos costes que tendrá que pagar la comunidad internacional durante muchos años, extremo un tanto cuestionable a la vista de la crisis financiera y de la aparición de nuevas demandas, como la operación de la OTAN en Libia.
 
            El fin de la presencia de la OTAN en Afganistán puede conducir a una intensa lucha por el poder en el interior del país, que fácilmente podría desembocar en un conflicto armado entre distintas facciones. Sin embargo, la OTAN no ha anunciado planes a este respecto. En cualquier caso, con su salida oficial, la organización se desvincula  de posteriores acontecimientos. Conviene recordar que pese a la anunciada retirada de la OTAN de Afganistán no será una retirada total. De hecho, EE UU lleva tiempo ampliando su base militar en Bagram y las declaraciones de militares estadounidenses indican que EE UU se prepara para quedarse mucho tiempo.

Reconciliación y reintegración en una estrategia regional

            Actualmente se trabaja contrarreloj para lograr un acercamiento a la insurgencia que permita sellar un pacto para estabilizar el país. Esta medida implica el reconocimiento de que la vía militar ha fracasado. Las medidas políticas, que debieran haber sido el punto de partida, llegan ahora en una situación de deterioro tal que se reducen sus posibilidades de éxito. La negociación con la insurgencia se basa en el Plan de Paz y Reconciliación del Gobierno afgano, ejecutado por un Alto Comité de Paz, y exige tres condiciones a los combatientes para ser reinsertados en la sociedad: 1) renunciar a la violencia; 2) romper sus lazos con Al Qaeda, y 3) aceptar la actual Constitución (8).

            Aunque el plan se ha presentado bajo la etiqueta de la reconciliación, se trata, por un lado, de una iniciativa de desmovilización, desarme y reintegración (DDR) para los mandos medios y soldados rasos, ofreciendo apoyo económico y formación; y, por otro, en una negociación con los dirigentes para hallar un acomodo político dentro del marco del actual régimen y su renuncia a las armas a cambio de su rehabilitación social (suprimir sus nombres de la lista de terroristas de la ONU, si procede; desbloquear sus activos bancarios, etc.).

            Después de años de retórica antitalibán y de subrayar su lazo con Al Qaeda, puede resultar complicado ahora justificar la negociación con la insurgencia. La razón que se ha utilizado se basa en la existencia de talibanes moderados, con los que se puede negociar, y talibanes “irreconciliables”, más cercanos a Al Qaeda. Este argumento ha servido para delimitar la “línea roja” de la comunidad internacional, señalando hasta dónde está dispuesta a llegar o, más bien, con quién está dispuesta a hablar y con quién no. Al Qaeda y las organizaciones satélites se excluyen tajantemente. Existe mucho debate sobre la consistencia de ese argumento y si tal distinción se ajusta a la realidad; países como la India, Irán o Rusia lo han rechazado abiertamente, aunque últimamente están moderando su posición.

            Hace tiempo que se vienen realizando discretos acercamientos a la cúpula insurgente. Uno de los principales problemas para esta vía es que la insurgencia considera que la presencia de las tropas extranjeras constituye una ocupación, y al actual régimen, un Gobierno títere con el que se niega a negociar. Es también previsible que los insurgentes exijan reformas en la Constitución afgana; la cuestión es en qué medida demandarán cambios y de qué naturaleza, asunto que preocupa en Afganistán a los grupos de derechos humanos y de mujeres.

            El último punto de la estrategia internacional da reconocimiento al importante papel de los países de la zona en la pacificación de Afganistán, un punto que, aunque evidente, ha quedado relegado hasta ahora. Es más, durante los años de George W. Bush se dio estatus de aliado preferente a Pakistán, país que fue clave durante los años ochenta en la organización de grupos yihadistas contra la URSS y en los noventa en el desarrollo del fenómeno talibán.

            Con la llegada de Obama, se ha reconocido la ambigüedad de las acciones del Estado pakistaní. Cada vez se hace más patente la responsabilidad de una parte del Ejército pakistaní y de la agencia de inteligencia –el poderoso ISI– del apoyo a la insurgencia en Afganistán. En este contexto, las relaciones entre EE UU y Pakistán se han enfriado, con momentos de fuerte tensión, como fue el exterminio de Bin Laden (9).

            Existe un amplio consenso respecto a la necesidad de un enfoque regional, pero lo que no está claro es qué implica exactamente. Una de las ideas que se han lanzado es la posibilidad de organizar una conferencia regional. La falta de progresos claros en este sentido puede atribuirse a la complejidad de los problemas de la región y los difíciles equilibrios entre sus miembros, aunque también puede deberse a que varias de las cuestiones colaterales que se plantean exceden con mucho el marco de la problemática afgana (Cachemira, Línea Durand y la cuestión pastún, principalmente).

España en Afganistán

            España se unió a la misión en Afganistán en diciembre de 2001, cuando el Gobierno de José María Aznar autorizó en el Consejo de Ministros del 14 de diciembre de 2001 la integración de un máximo de 190 soldados en la Operación Libertad Duradera, liderada por EE UU; dos semanas más tarde –el 27 de diciembre de 2001– España se adhirió a la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad en Afganistán (ISAF), auspiciada por la ONU, autorizando un máximo de 485 efectivos. Las primeras tropas españolas llegaron al país centroasiático a finales de enero de 2002.

            Durante el Gobierno de Aznar, la misión en Afganistán pronto quedó en un segundo plano por la inminente invasión de Irak. Con los Gobiernos de Rodríguez Zapatero la presencia en Afganistán ha ido en alza tanto en su compromiso político, diplomático y de cooperación –centrado en la provincia de Badghis desde 2006– como en la presencia militar –patente en el volumen de tropas y en las responsabilidades asumidas–.

            Desde la llegada de Barak Obama a la Casa Blanca, el Gobierno de España ha multiplicado el número de soldados destinados en Afganistán hasta 1.550 (el doble que en 2009 y el triple que en 2004). Hasta este momento, un total de 96 miembros de la misión española –93 militares, dos agentes de la Guardia Civil y un traductor– han muerto en la operación (10). La misión ha costado unos 2.000 millones de euros desde 2002 y absorbe más de un millón de euros al día.

            Desde 2002, los argumentos de los Gobiernos españoles de distinto signo sobre la operación en Afganistán se han mantenido constantes y en línea con el discurso difundido desde la OTAN sin apenas haber evolucionado, pese a los profundos cambios del contexto afgano, de la estructura de la misión y de las funciones de los soldados españoles (11).

            En el discurso del presidente del Gobierno en el pleno del Congreso el 15 de septiembre de 2010, Rodríguez Zapatero recordaba las razones de la presencia de España en Afganistán: «Estamos en Afganistán por la seguridad internacional y por la seguridad de nuestro país», aludiendo más adelante a «nuestro compromiso con la seguridad de la población afgana». Además de subrayar que se trata de «una intervención legal, consensuada y justa», el presidente indicaba que «seguimos allí para evitar que el terrorismo extremista vuelva a adueñarse de Afganistán y seguiremos allí para evitar que ese terror sacuda de nuevo a nuestros pueblos». Conviene recordar que la misión en Afganistán recibe el apoyo casi unánime de todos los grupos parlamentarios, salvo formaciones minoritarias (IU, BNG y Nafarroa Bai).

            Representantes del Gobierno han afirmado en distintas ocasiones que la misión en Afganistán es la más dura, la más compleja y la más arriesgada de las que ha participado España. De hecho, absorbe elevados recursos, tropas y equipamiento. Actualmente, de las  cinco misiones con unidades en marcha, la de Afganistán es, notablemente, la que cuenta con el contingente más numeroso, superando ya a los 1.100 soldados destacados en Líbano. Además, suele ser la primera en recibir el equipamiento más moderno, ya se trate de aviones no tripulados o unidades de transporte con blindaje reforzado e inhibidores de frecuencia de explosivos.

            El protagonismo que se concede a la operación afgana no se corresponde, sin embargo, con el discreto papel desempeñado por España en el conjunto de la operación ni con el bajo nivel de información pública sobre sus objetivos y planes. En contraste, los sondeos muestran que los españoles no son indiferentes a esta cuestión y un 31% reconoce preocuparle.

            Desde hace varios años, con ligeras basculaciones, las posiciones a favor y en contra de la misión se reparten prácticamente al 50%. Sin embargo, en la calle este asunto solo parece cobrar cierta atención cuando muere algún soldado, y el debate público se restringe a algunas iniciativas de plataformas u ONG y actividades de centros de investigación. Estos hechos encajan con la ausencia de apoyo institucional para un verdadero debate nacional.

            España se encamina rápido hacia una profunda transformación de su presencia en el país centroasiático con el repliegue de su componente más importante, el militar, y una reorganización de sus actividades de cooperación. Sin embargo, se conoce muy poco de esos planes, de significativa importancia para la opinión pública española tanto en el plano político como en el económico. Es significativo del estado de opinión general que el breve anuncio del presidente en junio pasado apenas ha recibido eco público, como cabría esperar. Quizá cuestiones nacionales más urgentes absorben la atención de la ciudadanía.

            La estrategia internacional ofrece a la OTAN una vía de salida rápida del “avispero afgano”, aunque es previsible que los problemas del país continúen durante mucho tiempo, ya que los llamados “irreconciliables” muy posiblemente continuarán combatiendo y realizando atentados después de la retirada de las tropas extranjeras. La capacidad de las fuerzas de seguridad afganas será crucial en uno u otro sentido.

            Más allá de 2014, España, como el resto de los países de la OTAN, a excepción de EE UU, tendrá una implicación militar muy reducida, si es que tiene alguna. Sin una presencia militar, la cooperación al desarrollo directa cesará, aunque se mantendrá por otras vías y es probable que se encauce a través de la ONU, tal como indicó el exembajador español para Afganistán y Pakistán, Elías de Tejada.
           
            Para España, esta nueva situación le permite reequilibrar su papel global y adaptar sus actuaciones al de la potencia media que es. Para Afganistán, el futuro se presenta complejo y mucho dependerá de la impecabilidad o no del proceso de retirada de las tropas internacionales y los acuerdos que sirvan para franquear su salida.
______________
Nuria del Viso es analista del CIP-Ecosocial.

(1) “El 10% de las tropas españolas volverá de Afganistán antes de julio de 2012” (El País, 25 de junio de 2011).
(2) http://unama.unmissions.org/Default.aspx?tabid=1746.
(3) http://icasualties.org/oef/.
(4) A este respecto, ver el informe Warlord, INC., sobre las compañías de seguridad locales. Informe del Congreso de EE UU, junio de 2010  (http://www.cbsnews.com/htdocs/pdf/HNT_Report.pdf).
(5) Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Human Rights Dimension of Poverty in Afghanistan, OACDH, marzo de 2010.
(6) Secretario general de las Naciones Unidas, The situation in Afghanistan..., p. 2, op.cit.
(7) Mientras que los ingresos anuales del Gobierno afgano se sitúan en unos 2.500 millones de dólares, solo el coste de las fuerzas de seguridad oscila entre 6.000 y 8.000 millones de dólares. Greg. Carlstrom, “Economic depression’ looms in Afghanistan”, Al Jazeera,  8 de junio de 2011.
(8) Sobre el proceso de negociación y sus implicaciones, ver Nuria del Viso, “Negociación y reconciliación en Afganistán”, Política Exterior, nº 137, septiembre-octubre de 2010.
(9) El hecho de que el “terrorista número 1” y máximo responsable de Al Qaeda, Osama bin Laden, llevara años residiendo cerca de Islamabad sin mayores problemas aporta nuevos elementos acusatorios  contra el Gobierno pakistaní.
(10) De ellos, 81 han fallecido a causa de accidentes –62 en el Yakovlev 42, 17 en el helicóptero Cougar y dos en accidente de tráfico–; y 13 como resultado de ataques armados y dos por causas naturales.
(11) Para un repaso de la evolución de la misión y de los argumentos de los distintos Gobiernos de España y de los grupos parlamentarios, ver Nuria del Viso, “Lealtades incómodas: argumentos y debates en torno a la presencia de España en Afganistán (2001-2009)”, Relaciones Internacionales, nº 13, febrero de 2010, http://www.relacionesinternacionales.info/ojs/index.php?journal=Relaciones_Internacionales&page=article&op=view&path%5B%5D=196
.