Obligación de convivir

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El Correo, 19 de noviembre de 2017.

Aparentemente ha sido uno de los aspectos más laterales o accesorios del desarrollo del proceso catalán, pero creo que en el fondo es la herencia más importante que nos ha dejado el frustrado intento secesionista. Me refiero al hecho de que, a lo largo de ese proceso, la Unión Europea ha ido definiendo progresivamente su posición ante los nacionalismos subestatales irredentos en un proceso que ha virado desde la simple neutralidad inicial a la franca oposición final, con el corolario de unas conclusiones últimas de largo alcance. En efecto, la posición de la Unión ante la reivindicación catalana consistió, en un primer momento, en un simple recordatorio de las reglas de pertenencia ya existentes: «si Cataluña se sale de España quedará fuera de la Unión, tendrá que solicitar su ingreso como un tercer país nuevo». En un segundo momento, se añadió una posición más substantiva, pero todavía de marcado carácter neutral, que no valoraba ni a favor ni en contra la independencia en sí misma: «es una cuestión interna de España sobre la cual Europa no se pronuncia». Pero en un tercer y último momento, Europa ha adoptado una posición que es ya declaradamente normativa: «la Unión está en contra de la segregación de cualquier región de un Estado miembro porque es incompatible con sus valores».

Esta postrera toma de postura (formulada por la Comisión, la Presidencia y el Parlamento), que rechaza la secesión o disgregación de un territorio de un Estado miembro como un auténtico «mal moral», no se ha tomado por los dirigentes europeos sólo por motivos de puro realismo político (al final, la Unión es una comunidad de Estados, luego está interesada en su estabilidad interna). No, ha existido una referencia argumentativa concreta y extensa al extremismo nacionalista como una de las pesadillas del pasado europeo que no puede volver. Europa ha considerado que el nacionalismo disgregador va en contra de los valores europeos y pone en riesgo la continuidad de su progresiva construcción. Y lo ha considerado así a pesar de que los dirigentes políticos legítimos de la comunidad territorial en cuestión, y una parte notable de su población en un referéndum más o menos dudoso, han apelado a los valores de la democracia para intentar mover su ánimo a favor de la secesión. A pesar de ello, la respuesta política de los dirigentes de la Unión ha sido de rechazo. Una vez confirmado que Cataluña goza de un estatus de autogobierno razonable (discutible como todo, pero razonable), han considerado que un hipotético ‘exit’ va en contra de los valores en que se funda la Unión, los cuales, por el contrario, obligan a todos los ciudadanos españoles -catalanes incluidos- a mantener su convivencia dentro de las fronteras de su Estado.

En el ámbito internacional, y más aún en el más restringido europeo, la práctica y toma de postura política de los Estados es una fuente normativa relevante. Lo que los Estados declaran con su práctica que es, o debe ser, el ordenamiento internacional en una concreta cuestión tiene una fuerza significativa. Pues bien, lo que el conjunto de Estados europeos han dicho este pasado mes de octubre va más allá de la habitual declaración de que el derecho de autodeterminación no es aplicable en Estados democráticos que respeten su pluralismo constitutivo. No han dicho sólo que no existe derecho de autodeterminación aplicable, han dado un paso más y han dicho que los catalanes están obligados a mantener su convivencia dentro de España. Que podrán seguir discutiendo y negociando el régimen de su autogobierno, pero que están obligados a convivir dentro del Estado. Se ha pasado así de una actitud negativa -no hay derecho a la secesión- a una más positiva -la Unión exige mantener la convivencia dentro de las fronteras-. Parece un paso tímido y sólo conceptual, pero la fuerza de sus consecuencias se verá en el futuro.

«Obligación de convivir». No es una idea nueva. Destacados filósofos de la política y del Derecho (por ejemplo, Ramón Maíz o Luigi Ferrajoli) han sostenido en los últimos años que en un Estado democrático que reconozca de hecho su complejidad nacional constitutiva y garantice un sistema de autogobierno efectivo para sus minorías nacionales, éstas vienen obligadas por los valores implícitos en el modelo mismo democrático liberal a mantener la convivencia dentro del Estado. En pocas palabras, obligadas a renunciar a la reclamación de secesión o independencia. Ese supuesto ‘derecho a la estatalidad’ que esgrimen los nacionalismos se considera incompatible con la paz mundial y con la convivencia ordenada de países cada vez más interdependientes. Sería un derecho autodestructivo y por ello carente de valor moral. Un Estado multinacional democráticamente institucionalizado para acomodar las diferencias es normativamente superior a la segregación en Estados mononacionales separados.

Estas eran ideas. Bien fundadas, pero ideas. La Unión Europea con su práctica concreta en el reciente caso catalán parece haberles añadido el espaldarazo de la política institucional real, al considerar que los valores en que se funda la propia Unión son incompatibles con la disolución o fragmentación de un Estado miembro a manos de sus minorías nacionales o culturales. Puede en este sentido considerarse que en Europa se está quizás produciendo el nacimiento de un nuevo paradigma de tratamiento del problema de los nacionalismos subestatales que supera con mucho el canadiense de fin del siglo XX, y que se asienta en un concepto original: el de la «obligación de convivir» como alternativa o vuelco radical al llamado «derecho a decidir».

Se viene hoy a las mentes aquel diálogo de ya hace bastantes años entre Ibarretxe y Rodríguez Zapatero en el Congreso: nosotros tenemos derecho a decidir con quién queremos vivir, decía el primero. Pero es que, argüía el segundo, resulta que ya vivimos juntos desde hace siglos. La convivencia ya existente, si es de verdad democrática, se impone sobre la posibilidad de redefinir de manera adánica con quiénes se vive o no. Ahora lo ha dicho la Unión. Importa.

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