Pablo Ródenas Utray

Qué hacer con la prostitución.
Un acercamiento poli(é)tico desde una
perspectiva autonomista

(Página Abierta, 190, marzo de 2008)

            Publicamos aquí el texto de la intervención de Pablo Ródenas, revisado por él mismo, en la mesa redonda “Prostitución: moral y derechos”, celebrada el pasado 7 de diciembre en las VII Jornadas de Pensamiento Crítico, presentada por Montserrat Oliván y en la que también intervinieron Carolina Gala y Cristina Garaizabal (1).

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            Mi intervención en este foro de pensamiento crítico se va a centrar en la cuestión de qué hacer con la prostitución. Para plantearla de una forma adecuada necesitaré hacer un experimento mental, experimento en el que voy a pedirles que participen. Y el primer y fundamental requisito es el de tomar distancia de nosotros mismos de forma individual y colectiva. Es un requisito tan práctico-moral como teórico-reflexivo, un requisito que de forma potencial está al alcance de las capacidades de cualquier ser humano que no esté moralmente mal constituido.
            ¿Quiénes vamos a ser en este experimento mental? Les propongo que simulemos que somos una asamblea mundial de personas que resumen toda la diversidad de los seres humanos. Imaginemos entonces que no sólo somos un grupo plural de gente de diferentes generaciones que desde hace cuatro décadas comparte algunas experiencias vitales (algunas mejores y otras peores) y algunas convicciones (unas más razonables y otras más prejuiciosas). Al simular que somos una representación completa de la humanidad, podemos imaginar que hay aquí y ahora gentes de diversas procedencias y colores, que por tanto tenemos distintas culturas y lenguas, y que nos dedicamos a diferentes actividades que realizamos con estilos de vida también diferenciados. Compartimos, pues, una misma situación, es decir, un “aquí”, la globalizada vida humana en el planeta Tierra, y un “ahora”, la evolucionada vida humana del último tercio del siglo pasado y principios del XXI, situación que en nuestro experimento se concentra en esta reunión de Leganés.
            ¿Para qué nos hemos reunido? Si mentalmente nos distanciamos de nosotros mismos, podemos dar cabida a algunos requisitos más: nos hemos reunido como si fuéramos la humanidad toda para tomar una decisión sobre la prostitución, la mejor decisión que podamos tomar. Para poder encontrarla suponemos dos cosas: que hemos podido acumular toda la información disponible sobre la cuestión, que son datos que se ajustan más o menos a la realidad, y que también tenemos sobre la mesa todas las interpretaciones desde las que se presenta la información, que son modos de pensar o perspectivas que inevitablemente la condicionan.

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            ¿En qué consiste el hecho de la prostitución? Si escogemos una sociedad occidental como la española para ilustrar esta información, lo primero que podemos observar es que, en términos generales, la prostitución se refiere a una actividad paradójica que está tan socialmente estigmatizada como socialmente aceptada. Así, por ejemplo, de una parte, el mayor insulto a una mujer es llamarle “puta”, e “hijo de puta” a un varón, pero, de otra parte, la publicidad que acogen los medios de comunicación es tolerada (resulta ser un buen barómetro de su aceptación). Además, encontramos que se nos dice (aunque no se puede asegurar que estos datos estén comprobados) que más del 1% de la población española se dedica a esta actividad (más de 500.000 personas, la mayoría mujeres), que más del 80% son actualmente personas inmigrantes (en su mayoría pobres y sin documentación legal en España), que un tercio de los varones adultos residentes hace uso de la prostitución (en su mayoría casados). Y aunque se carece de una información precisa y contrastada, se afirma que el volumen económico del negocio es alto –tanto si es legal como ilegal– y que va unido, entre otros factores, al maltrato, el sida, el tráfico de estupefacientes y la trata de mujeres (2).
            En cualquier caso, esta descripción sólo nos sirve para caracterizar la situación de un modo indicativo, dado que los datos específicos varían de una a otra de las sociedades occidentales, y mucho –y para peor– en el resto de sociedades del planeta. Lo que nos interesa es retener los aspectos cualitativos que se amalgaman en la prostitución.

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            Sin embargo, con esta somera descripción podemos captar ya que no se trata de una cuestión simple, sino de una problemática muy compleja y en el tiempo presente aún muy difícil de abordar. Son muchos los problemas interconectados, algunos de extraordinaria gravedad. El estudio de las encontradas interpretaciones con que contamos y de la información pese a ello resultante nos señala que se trata de una multiplicidad de fenómenos sobrepuestos cuya cáscara apenas deja ver la almendra del hecho básico de la prostitución. Porque la palabra “prostitución” se refiere en su núcleo conceptual, de forma necesaria y suficiente, a una cierta clase de relaciones sexuales interpersonales que se mantienen en tanto que servicio deseado y remunerado. Sin embargo, siendo la sexualidad humana, biológica y socialmente considerada, un asunto intrincado y hasta cierto punto misterioso, la relación sexual que se da en la institución de la prostitución no es en sí misma más complicada que la que se da en otras instituciones tan asentadas como la pareja, el matrimonio o el amor romántico, por ejemplo.
            Ahora bien, junto a la relación sexual específica de la prostitución se pueden encontrar, en mayor o menor medida, toda la serie de fenómenos concomitantes ya citados, que analítica y conceptualmente deben ser considerados de forma independiente. A saber: la estigmatización social y las secuelas físicas y psicológicas resultantes de la práctica continuada; el maltrato y la violencia contra las personas que realizan el servicio sexual; el abuso y robo en la remuneración por parte de quienes demandan, patrocinan u ofertan el servicio; el tráfico y consumo de drogas que se da en ese submundo; la pobreza –e incluso miseria– que mueve a su ejercicio y favorece el “turismo sexual” y las migraciones; la trata –e incluso venta y esclavización– de las personas que realizan servicios sexuales, mayores y menores de edad, por parte de redes mafiosas, empresarios de burdeles y proxenetas; y la connivencia y corrupción de funcionarios y políticos con esas lacras. En fin, el análisis nos debe obligar de forma imperativa a distinguir antes que a confundir.
            Todos estos fenómenos adheridos –la mayoría considerados delictivos en casi todas las sociedades– han de ser estudiados primero de forma desagregada y específica en cada situación social, para luego analizar si se encuentran o no, necesaria o contingentemente, sobrepuestos en la prostitución en tanto que hecho básico, el servicio sexual deseado y remunerado (3).

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            Partiendo de esta descripción y esta conceptualización, ¿cómo hay que interpretar el complejo hecho de la prostitución? Si seguimos pensando como si fuésemos una asamblea mundial representativa, habremos de convenir que, siendo la prostitución actual un multifenómeno que hunde sus raíces en los albores de la humanidad, no podemos interpretarla ex novo, sino in medias res, esto es, partiendo de lo que hay. Es decir, sólo podemos reinterpretarla, y esto a partir del análisis de las principales perspectivas existentes en la actualidad, a través de las cuales unos y otros tratan de llegar a su realidad misma. El debate ha sido cada vez más enconado, como no podía ser menos dada la progresiva liberación de la mujer y de las minorías sexuales de los yugos que las subordinan, explotan y oprimen. En los últimos veinte o veinticinco años la polémica ha ido cobrando una nueva viveza, hasta el punto de que se ha trasladado al interior de todos los movimientos de liberación, los “nuevos” (con el feminista al frente) y los “viejos” (como el sindical, sin ir más lejos), y se ha cargado de una emotividad argumental que hace imposible un acuerdo completo y general. Éste es un caso claro en el que la necesaria urgencia ética arruina la obligada prudencia política.
            Si ordenamos de forma esquemática el panorama interpretativo, nos encontramos con tres perspectivas estrictamente políticas sobre la prostitución. A la primera podemos llamarla perspectiva apologista. Se trata de una postura muy pragmática, basada en una ética utilitarista, y que es propia de quienes fomentan la gran y pequeña industria explotadora del sexo y se benefician de ella. Su médula argumental es de naturaleza crematística y ultraliberal, y más modernista que premodernista. Con la prostitución, tolerancia completa. De ella hay al menos una variante liberal-conservadora que busca armonizar esa postura con presupuestos ideológicos restrictivos y, en última instancia, reestigmatizadores (de la persona que presta el servicio y también –aunque en menor medida y con menor intensidad– de la persona que lo usa). Se trata de una postura que podríamos llamar apologista negativa: sí para los demás, no para los míos.
            Una segunda sería la perspectiva abolicionista, que es la postura de quienes se oponen a la anterior en términos absolutos y quieren erradicarla (es decir, arrancarla de raíz) por encima de todo. Su centro argumental es de naturaleza ideologicista y comunitarista, dado que cuenta con algunos elementos fundamentales que son más pre-modernistas que modernistas (4). El rasgo más característico de su ética es el fundamentalismo (5). Más que decir que hay en nuestro tiempo dos tipos de abolicionismo, me parece más adecuado decir que hay uno sólo que se subdivide en al menos dos variantes, muy radicales ambas, una comunitario-conservadora y otra comunitario-progresista, variantes que se retrotraen a concepciones morales densas de la condición femenina y de la sexualidad humana, concepciones que delimitan de forma impositiva –a la postre, no compartida y autoritaria– lo que es correcto y lo que es incorrecto en los roles de género y sexo, y que en ninguno de los casos rompen con la estigmatización de la mujer prostituta, que siempre será considerada como una víctima. Ésta sólo puede ser una víctima inconsciente, desviada y disociada, o una víctima consciente, renegada y traidora (6).
            La tercera perspectiva ha surgido no hace mucho más de un cuarto de siglo a partir de la práctica de la ética del respeto y de una doble argumentación planteada en su inicio desde las filas de las mismas personas protagonistas de la relación de prostitución. En primer lugar, de la crítica de algunos aspectos de las dos anteriores perspectivas que se consideran inaceptables. Y en segundo lugar, de la estrategia de integrar los aspectos resultantes en una nueva y unitaria postura, a la que algunos han llamado perspectiva reglamentarista. Como bien sabemos en este foro de pensamiento crítico, se trata de un punto de vista que la perspectiva apologista quiere anular, absorbiéndola, para garantizarse así el lucrativo negocio levantado sobre la existencia de relaciones sexuales de servicio, y que es incomprendido e ignorado –cuando no vilipendiado– desde la perspectiva abolicionista, bajo la acusación de que legitimaría la apología de la prostitución.
            El meollo argumental de la perspectiva reglamentarista es integral porque trata de combinar la que considera la primaria naturaleza laboral de la prostitución con la protección jurídica, en principio, de las personas que trabajan realizando servicios sexuales. Pero también trata –a veces de forma contradictoria– de “proteger a la sociedad” de la prostitución. Y ésta es la razón por la que toda formulación de esta perspectiva tiende a escorarse, de forma hoy difícil de evitar, hacia una variante liberal-conservadora, que busca –con la falaz lógica del “mal menor”– regularizar sin visibilizar, y que, por tanto, resulta también estigmatizadora; o hacia una variante social-liberal, que tan sólo trata de desdramatizar el hecho básico regulado, la relación sexual de servicio deseado y remunerado, haciéndolo visible y creando así condiciones que permitan acabar con la estigmatización (7).

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            ¿Cómo debemos situarnos ante estas tres perspectivas y sus variantes principales? Dado que hemos convenido en nuestro experimento mental que estamos aquí y ahora reunidos en asamblea mundial para tomar una decisión sobre la prostitución, lo primero que hemos de exigirnos, como habíamos dicho, es tomar distancia crítica de nuestros propios prejuicios para examinarlas antes de adoptar una postura. Y para ello necesitamos ir de lo concreto a lo abstracto y de lo abstracto a lo concreto. Porque, ¿cuáles han de ser los criterios de evaluación que hemos de usar en ese examen? ¿Hemos de extraerlos de la parcialidad de intereses de alguna de esas perspectivas o debemos construir unos criterios ad hoc para su posterior aplicación?
            Mi propuesta apoya esta segunda opción y para presentarla con sencillez recurriré a la metáfora del recipiente medio lleno y medio vacío como metáfora de la vida. Si distinguimos tres superficies en el recipiente, la intermedia, la inferior y la superior, la parte inferior medio llena representaría lo fáctico, lo acaecido; la parte superior medio vacía representaría lo contrafáctico, lo anticipado; y la superficie intermedia representaría la actualidad existencial y social, el ámbito de la interacción humana que une pasado y futuro, la sociedad, y la sociedad como el ámbito en el que se da el hecho básico de la prostitución. Así, situados como estamos in medias res, la memoria histórica ha de descender hacia un hipotético fondo originario, y las ansias de la moralidad social han de ascender hacia un hipotético techo finalista. (Por supuesto, ese fondo –o principio de la historia– y ese techo –o final de la historia– no son más que ficciones metafóricas de la geometría del tiempo humano, ni más ni menos que ideales superficies de sentido, a las que no se podrá regresar ni llegar nunca).
            Hasta aquí nuestro problema era doble y ya habíamos superado el primer obstáculo, aunque sólo en parte. Por un lado, describimos, conceptualizamos e interpretamos de manera sucinta la superficie intermedia del recipiente, esto es, la sociedad actual y en ella la prostitución realmente existente (8). Por otro lado, queda por construir –como antes propusimos– unos criterios ad hoc para evaluarlo. Ahora podemos adelantar ya cómo hacerlo: uno, construyendo desde la situación fáctica unos criterios contrafácticos, para luego, dos, evaluar desde los criterios contrafácticos la situación fáctica, en un dinámico equilibrio reflexivo que no puede tener principio ni fin.
 
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            Entonces, ¿qué criterios contrafácticos tendríamos que hacer nuestros? El pensamiento crítico es crítico en la medida en que es pensamiento contrafáctico, al menos en parte. Por ejemplo, el pensamiento crítico transvalora, reconstruye viejos valores y construye nuevos valores. Éste es el procedimiento mediante el cual disponemos hoy de valores como la igual libertad, que postulamos para todas las personas. El valor de la igual libertad lo construimos a partir de nuestra convicción de que las personas debemos reconocernos mutuamente en tanto que fines en sí mismos: las personas no nos reconocemos como valores de cambio, a los que se puede fijar precio, comprar y vender, sino como valores intrínsecos e intransferibles. Y a ese valor que reconocemos a las personas es a lo que llamamos dignidad. Y la dignidad se fundamenta y se expresa en la autonomía de la voluntad para determinar libremente la propia conducta. Dignidad y autonomía, por tanto, a las que como tales sólo cabe reconocer y respetar.
             (Aquí podemos ya adelantar una pregunta e insinuar una conclusión provisional. ¿Se puede negar dignidad y autonomía en igual libertad a quienes establecen relaciones sexuales deseadas y remuneradas? ¿No hay que concluir pensando que considerarles indignos y privarles de autonomía equivale a negarles la condición misma de personas?).
            Continuando entonces con nuestro experimento, construyamos un esquema de horizonte contrafáctico que satisfaga esos valores como criterios de valoración, un horizonte de sentido que pueda ser compartido y aplicado sin lesionarlos. Pensemos que ese esquema se puede concretar en una idea razonable e inclusiva de sociedad. Es decir, un esquema de sociedad por el que luchar. No una quimera histórico-teológica de sociedad, sino un ideario ético-político, o como suelo llamarlo, un proyecto poli(é)tico de sociedad. Sería éste:
            i) una sociedad de personas que aun siendo muy diferentes entre sí han logrado relacionarse de forma democrática con igual libertad para todas y con reconocimiento pluralista de su dignidad y autonomía;
            ii) una sociedad cuyas personas, a pesar de sus diferencias, desigualdades y conflictos, han logrado crear instituciones constitucionales de derecho y de bienestar que facultan el que todos y cada uno de sus miembros accedan a la condición ciudadana (con reconocimiento político de sus derechos) (9) y reciban unos ingresos básicos garantizados, condicionados o incondicionados, que les garanticen un mínimo vital decente (10);
            iii) una sociedad civilizada, en definitiva, que concebida desde una teoría del contrato social o, más allá del contrato, desde una teoría del compromiso social, se autoprescribe como principal objetivo el subsistir luchando contra la dominación de unos seres humanos por otros.
            Se trata sólo de un esquema hipotético de sociedad, ya digo, un horizonte por el que afanarse (11). La pregunta pertinente es si un proyecto de sociedad así tiene la suficiente razonabilidad e inclusividad como para ser democráticamente compartible y aplicable sin erosionar los presupuestos desde los que ha sido construida. En la imaginaria asamblea mundial en la que nos hemos convertido, mi respuesta es que semejante idea de sociedad sí es compartible y aplicable. Porque “compartible” significa que se arranca del desacuerdo hacia un acuerdo razonable e inclusivo de lucha contra toda dominación (en el entendido de que hay que renunciar al ideal ilusorio de que es posible una sociedad plenamente reconciliada a partir de un consenso unánime en el que no quepa disenso alguno) (12). Y “aplicable” significa que se dispone de criterios de valoración razonables e inclusivos para la interpretación crítica de la realidad y para la orientación de acciones que también sean razonables e inclusivas (serían lo que podemos llamar buenas prácticas concretas contra las injusticias sociales concretas).

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            Ahora les propongo que con estos criterios de evaluación y con esta idea de sociedad volvamos a lo concreto, a la problemática de la prostitución y a las tres perspectivas interpretativas. ¿Qué encontramos? Lo primero y fundamental es que una sociedad así articulada y orientada desaprobaría y limitaría todos los negativos fenómenos externos que se adhieren al hecho básico de la prostitución.
            De una parte, se dotaría de políticas sociales, económicas, penales y educativas contra la violencia, la esclavización, la enfermedad, la pobreza, la corrupción, la publicidad engañosa, etcétera. Aquí hay un extenso campo de acción que muy amplios sectores de las sociedades de derecho y bienestar pueden compartir de forma unitaria.
            De otra parte, queda planteada una pregunta que procede que nos hagamos. Con esas políticas, ¿desaparecería el hecho básico de la prostitución, esto es, la relación sexual de servicio deseado y remunerado? Creo que debemos pensar que, con bastante probabilidad, en una sociedad razonable e inclusiva la relación implicada en el hecho básico de la prostitución no desaparecería necesariamente. El corolario de esta afirmación es que también se precisan entonces políticas concretas y unitarias sobre la relación primordial del hecho básico. Pero, ¿políticas de propaganda apologética, o políticas de restricción abolicionista, o políticas de garantía reglamentarista?

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            Esto nos lleva, en segundo lugar, a las perspectivas interpretativas que hemos esbozado. De nuestro análisis podemos concluir que lo que no se puede decir de la perspectiva apologista en su versión principal, ultraliberal, es que sea hipócrita porque cultiva una doble moral. Le va bien con que la cultiven otros (por ejemplo, su variante liberal-conservadora). Sin embargo, con más o menos crudeza utilitarista, esta perspectiva política adolece de una reducción alienante de la libertad de las personas, que pasa a convertirse en mera liberalización de mercancías. La cosificación de las personas –por ejemplo, de la mujer que trabaja en la prostitución– se produce desde la indiferencia individualista. Así, de manera paradójica, se subvierte el respeto de la dignidad y la autonomía postulada por las mejores versiones del liberalismo clásico.
            Y desde esa plataforma queda arruinada también cualquier posibilidad de revalorización de la igualdad. Que ni siquiera sale indemne en su versión formal de igualdad ante la ley. Porque en sus versiones más agrestes, el ultraliberalismo y el liberal-conservadurismo se hacen antijurídicos y subvierten las leyes de forma reiterada. Como sabemos, sólo se atienen, en última instancia, a la “ley” del mayor beneficio: de ahí que necesite “comprar” a los sectores periodísticos y audiovisuales para hacer una permanente publicidad explícita y encubierta de la industria explotadora del sexo. La perspectiva apologista está, de hecho, por el recorte de los derechos de ciudadanía.
            La perspectiva abolicionista no tendría en principio por qué presentar mayores dificultades de análisis. Sin embargo, en la medida en que su fundamentalismo excluyente es compartido no sólo desde presupuestos conservadores sino también desde presupuestos progresistas, el análisis se hace más complejo. Los primeros son, en última instancia, tradicionalistas, y se basan en una concepción subordinada de la mujer y una concepción procreativa de la sexualidad humana. Pero los segundos fuerzan a un debate algo enrevesado, y no sólo en las diversas filosofías feministas, sino también en toda aquella filosofía social y política que quiera basarse en argumentos explícitos razonables e incluyentes.
            A mi juicio, el problema principal de la perspectiva abolicionista en su variante comunitario-progresista es que, aun siendo políticamente legítima, resulta moralmente dogmática. Su certidumbre moral hace que pretenda imponer una normatividad de parte y hacerlo de forma absoluta, excluyendo cualesquiera otras perspectivas, a las que de forma precipitada e irrazonable tacha de erróneas e incorrectas. Por excluir, hasta excluye la voz misma de las personas que realizan servicios sexuales, cuyo derecho a la palabra es lesionado. El pretexto que se da –unas veces ingenuo y otras no tanto– resulta premodernista por comunitarista. Se aduce que esas personas no pueden ser libres ya que no puede haber consentimiento moral alguno para hacer lo que no es ni deseable ni aceptable –desde el propio punto de vista abolicionista, claro está– que hagan (13).
            A partir de ahí, todo lo demás resulta una deriva pan-moralizante que conduce a un completo absurdo político. Pues absurdo es que para defender la dignidad de la mujer se cuestione de facto su autonomía (rechazando que pueda mantener relaciones sexuales libres y remuneradas con quienes deseen tenerlas y pagarlas): de esta manera se termina por negarle la dignidad que se pretendía proteger. Y absurdo es que para defender la buena imagen de la mujer se discrimine de facto a la persona que ejerce libremente la prostitución (manteniendo así su estigmatización, es decir, su imagen de mujer mala): de este modo se termina por negarle la buena imagen que se pretendía proteger (14).
            Hay un problema práctico más: aun siendo la lógica política del abolicionismo más bien ideológica y, por tanto, estratégica, no puede evitar que, como consecuencia, conduzca al prohibicionismo táctico. Sin embargo, esta consecuencia política es silenciada en la mayoría de las ocasiones. Afrontada la abstracta perspectiva abolicionista desde el prohibicionismo jurídico concreto, toda la argumentación que la sostiene se desploma. Prohibir la relación sexual –como servicio solicitado y pagado por una persona, y realizado y cobrado por otra– es penalizar a una de ellas, o a las dos, a la persona usuaria y a la persona prestataria, con coacción y castigo sometidos a ley. Una nueva paradoja aparece así: el abolicionismo no puede evitar el convertirse en un instrumento ideológico más, en un nuevo martillo contra brujas y herejes, con el que justificar las políticas de represión social de los servicios sexuales libres por el solo hecho de ser remunerados.
            El problema político de fondo de la perspectiva abolicionista es su confusión conceptual, confusión que la hace autocontradictoria. Confundir el hecho básico de la prostitución (la relación sexual de servicio deseado y remunerado) con los múltiples fenómenos concomitantes (estigmatización y secuelas; maltrato y violencia; abuso y robo; tráfico y consumo de drogas; pobreza y miseria; trata, venta y esclavización; connivencia y corrupción) conduce a una revictimización de las personas implicadas, más allá de la piedad, compasión y caridad que el abolicionismo muestra con las víctimas de todas estas lacras sociales allí donde se den. Si el abolicionismo introdujera claridad conceptual en su discurso, se encontraría encaminado a su abolición. El respeto de la igual libertad política de las personas que demandan y ofertan servicios sexuales y el reconocimiento de su dignidad y autonomía moral llevan ineludiblemente a aceptar que se trata de una perspectiva insostenible por autocontradictoria (15).

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            Nos queda la tercera perspectiva. Si de hecho las perspectivas apologista y abolicionista, simétricas en su oposición, niegan la igual libertad de las personas usuarias y prestatarias de servicios sexuales remunerados, y por tanto lesionan su dignidad y autonomía, la perspectiva reglamentarista en su variante liberal-conservadora tampoco garantiza el respeto de estos valores. Porque si se infravalora la igualdad y se degrada la libertad, como lo hace todo pensamiento liberal-conservador, se devalúa de hecho la condición ciudadana y los derechos de ciudadanía. El reglamentarismo de derechas pone más énfasis en el control jurídico-político de quienes ejercen la prostitución que en su reconocimiento. Ahora bien, ¿puede la perspectiva reglamentarista en su variante social-liberal evitar esta devaluación?
            A mi juicio, la perspectiva reglamentarista en su variante social-liberal debe seguir abierta en un triple sentido: por una parte, debe continuar su propia evolución, sin estancarse; por otra parte, debe vigilar que la derecha ultraliberal no la absorba desde una perspectiva apologista; y por último, debe proseguir el debate con la perspectiva abolicionista desde una meta-perspectiva de unidad con diferenciación, es decir, desde la defensa de movimientos feministas pluralistas y unitarios.
            En este tercer sentido, cabe esperar que el exceso moralista y el déficit político de la perspectiva abolicionista comunitario-progresista, en su actual atrincheramiento ideológico respecto al hecho básico de la prostitución, sean paulatinamente desbordados por los acontecimientos, forzando a una evolución menos dogmática y más pluralista (como es obvio, no podemos ni debemos avanzar nada más en esta dirección). Mientras tanto, sí podemos añadir que cabe realizar una agenda común para la unidad de acción entre el abolicionismo y el reglamentarismo en todo lo relativo a los que he llamado fenómenos concomitantes sobrepuestos al hecho básico: estigmatización y secuelas, maltrato y violencia, abuso y robo, pobreza y enfermedad, trata y esclavización, connivencia y corrupción...
            En relación con el primero de los tres sentidos antes señalados, a la evolución de la perspectiva reglamentarista en su variante social-liberal, creo –si recordamos que también habíamos acordado tomar distancias respecto a ella– que se puede añadir lo siguiente. Si ha surgido de la integración de la primaria naturaleza laboral de la prostitución con la necesaria protección jurídica de las personas que la desempeñan, a mi juicio, su evolución quizá debería ir en la dirección de perseverar en esta dimensión integradora jurídico-laboral (16), pero poniendo un mayor énfasis en su auténtico fundamento y expresión ético-política –poli(é)tica–, que no es otro que la defensa de la autonomía de las personas para elegir y decidir entre sus expectativas reales de vida.
            Por todo lo dicho, creo que habría que llamar perspectiva autonomista a la perspectiva reglamentarista social-liberal entendida al modo aquí planteado. Desde mi punto de vista, adoptar una postura autonomista es la mejor manera de satisfacer el avance hacia una idea poli(é)tica de sociedad razonable e incluyente. Pues al basarse en la ética del respeto a las personas, se ve impelida a promover una constitución e institución de lo social que incluya a las dos perspectivas rivales y sus variantes, cosa que, por el contrario, no pueden hacer éstas desde sus respectivas y excluyentes éticas, utilitarista (en el caso del apologismo) y fundamentalista (en el del abolicionismo). Y esto es lo que la hace también razonable.
            Como han visto, no he respondido ni pretendido responder a la pregunta inicial de qué hacer con la prostitución. Hacerlo habría sido por mi parte un acto de soberbia intelectual. Tan sólo he planteado la conveniencia de una reconceptualización y una reinterpretación argumentada de la amplia problemática de la prostitución, y, a partir de ahí, establecer unos requisitos imprescindibles para, entre todos, abordar nuevas respuestas prácticas a tan importante conjunto de cuestiones. No me cabe duda alguna en que es mucho lo que hay que hacer. Y los movimientos feministas de enfoque pluralista-unitario son, a mi juicio, los que al respecto habrán de seguir marcando la agenda y el camino a las sociedades de hoy y de mañana.

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(1) El autor ha añadido en forma de nota algunas referencias a las intervenciones en esa misma mesa de Cristina Garaizabal y Carolina Gala.
(2) Esta información es la que se recoge de la mayoría de las comparecencias individuales en la Comisión Mixta de la Cortes Generales a lo largo del año 2006, y también en el informe que se aprobó el 13 de marzo de 2007. Cristina Garaizabal, en su intervención posterior, cuestionó algunos de estos datos. Así, planteó: «Por el contrario, el trabajo que venimos haciendo en Hetaira desde hace 11 años nos dice que un 85% de las mujeres que captan su clientela en las calles de Madrid lo hacen por decisión propia, aunque obviamente esta decisión está condicionada por el nivel económico, cultural y social de estas mujeres, así como por el hecho de ser, en su mayoría, mujeres inmigrantes en situación irregular. Pero estas circunstancias no quitan para que muchas de ellas hayan venido a este país con la intención de trabajar como prostitutas y otras muchas lo han decidido una vez aquí, cuando han visto las posibilidades laborales que nuestro país les ofrecía. Un 5% de las mujeres que Hetaira se encuentra trabajan claramente obligadas por mafias, que las controlan permanentemente y que no dejan que hablen con nadie salvo con los clientes para establecer el trato. Así mismo, aproximadamente en un 10% de casos vemos que las mujeres tienen “amigos que las protegen” y que, probablemente, las someten a algún tipo de coacción, pues manifiestan miedos y están siempre muy alertas a lo que ellos puedan hacer. Parece claro que estas cifras no pueden generalizarse porque no están basadas en un estudio que tome una muestra amplia de la prostitución en el conjunto del Estado español, sino en nuestra experiencia en Madrid, pero creo que dan una idea más clara de la realidad, sobre todo de la prostitución de calle».
(3) Queda claro, pues, que la políticamente correcta caracterización de la prostitución que hizo la Ponencia parlamentaria citada en la nota anterior, a saber, que «la prostitución es una forma de violencia de género y una práctica que atenta contra los derechos humanos» (pág. 43), me parece muy desacertada, lo mismo que la afirmación de que el Estado no debe aceptar «la distinción entre prostitución libre o forzada» (pág. 42). Respecto a este desacierto último, Carolina Gala Durán cuestionó de hecho esta no distinción al analizar la jurisprudencia más reciente en el Estado español sobre la “prostitución no forzada”, aquella que compete al derecho del trabajo y no al derecho penal. Y previamente, Cristina Garaizabal había realizado ya una contunde y esclarecedora crítica de las conclusiones del informe de la Ponencia.
(4) Quisiera aclarar algunos aspectos de este vocabulario. Al decir elementos premodernistas quiero decir que se trata de elementos del presente provenientes del pasado, elementos actuales que pretenden retrotraer a la sociedad a modelos sociales anteriores al reconocimiento de la subjetividad moderna. Éste es el caso del comunitarismo antiliberal, que parte de la primacía de la comunidad frente al individuo, realizando así una operación que minusvalora los derechos de la persona y de ciudadanía (el individualismo ultraliberal realiza la operación contraria, con lo que a su vez prioriza los derechos civiles frente a los políticos y sociales, de raigambre más comunitaria, republicana y social-liberal). De lo dicho se deduce que es conveniente concebir la idea de comunidad desde y para la idea moral de persona y política de ciudadanía (entendida esta última desde la indivisibilidad de derechos, la pertenencia y la participación). Eugenio del Río, en el libro publicado en el marco de las Jornadas, Crítica del colectivismo europeo antioccidental, entiende el colectivismo de una manera equivalente al comunitarismo tal como aquí lo uso. Así, escribe: «El colectivismo designará el modo de ser y el marco ideológico de aquellas sociedades, agrupaciones o comunidades que anulan en buena medida las personalidades individuales, a las que someten a un cuadro normativo rígido y a un acentuado control social. (…) En los sistemas colectivistas el conjunto de los individuos queda subordinado a unas pocas personas que desempeñan un papel predominante en el sistema de encuadramiento colectivo» (Talasa, Madrid, 2007, pág. 11).
(5) Entiendo aquí por fundamentalismo el rasgo de certidumbre absoluta compartido por diversas posturas éticas que se consideran apoyadas en razones dogmáticamente justificadas e incuestionablemente universales. Este fundamentalismo es pan-normativista y antipluralista y aspira a imponerse como criterio de verdad y corrección a toda la sociedad y a todas las sociedades.
(6) Sobre este último aspecto puede verse la contribución de Raquel Osborne (“El sujeto indeseado: las prostitutas como traidoras de género”) en el libro La prostitución a debate. Por los derechos de las prostitutas, coordinado por Mamen Briz y Cristina Garaizabal (Talasa, Madrid, 2007), que ha visto la luz al mismo tiempo que se celebraban estas Jornadas.
(7) Cristina Garaizabal, una de las representantes de esta última corriente, planteó en su intervención: «Ofrecer servicios sexuales a cambio de dinero debe ser considerado una actividad lícita y como tal debe ser reconocido legalmente como un trabajo, acabando con la hipocresía que hoy existe al respecto, articulando los derechos sociales y laborales que se desprenden de ello. Seguir negando esto y mantener a las prostitutas en la situación actual colabora a que sigan siendo explotadas laboralmente, perseguidas y acosadas por la policía y sufriendo abusos y agresiones de cualquiera que se lo proponga, como está sucediendo últimamente en Barcelona y Madrid».
(8) Desde la hipótesis del contrato social moderno, las sociedades contemporáneas podrían ser consideradas como constituidas e instituidas desde un triple contrato social: el contrato sexual, el contrato económico y el contrato político, que las convertirían en sociedades patriarcales, capitalistas y liberales. Se basarían así en la “ley” de los varones, de los burgueses y de los amigos, respectivamente, que sería la metanorma implícita que conformaría los espacios del hogar, el mercado, y el Estado, como espacios de discriminación interna de los subordinados (las mujeres), de los explotados (los trabajadores) y de los oprimidos (los enemigos). Habría además una exclusión externa de estos tres espacios: las personas dedicadas a los servicios sexuales, las personas dedicadas al trabajo no reconocido y las personas sin derechos de ciudadanía reconocidos, respectivamente. Así, en algunas personas concretas se acumulan y sobreponen todos los rasgos negativos de la vida social del presente: discriminadas como mujeres, como trabajadoras y como enemigas, excluidas como prostitutas, como trabajadoras no reconocidas y como no ciudadanas reconocidas. Son las mujeres desposeídas de la tierra, junto a sus hijos y mayores dependientes. La abstracta teoría del contrato social sólo puede aspirar, como cualquier otra teoría, a una explicación de la dinámica de las sociedades concretas, y no es necesario suscribirla para encontrar en ella una indicación de los más graves e inaceptables problemas de discriminación y exclusión contemporánea.
(9) Estos son derechos políticos de libertad, de igualdad y de bienestar, derechos que se doblan en los mismos deberes y responsabilidades políticas hacia los demás ciudadanos. Desde el punto de vista de las instituciones los llamo derechos de las tres “p”, derechos de protección de las libertades, de participación en igualdad y de prestación de bienestar.
(10) Garantizar esta última condición, como prestación de bienestar, es necesario como modo de incorporar en nuestro horizonte contrafáctico de sentido la no pervivencia de la pobreza. Sin embargo, no es estrictamente necesario pronunciarse aquí sobre la centralidad del trabajo como fórmula exclusiva de salida de la pobreza, o sobre la posibilidad de que también haya de forma simultánea ingresos garantizados –individuales e incondicionados– para todos, junto a los provenientes del trabajo en condiciones no indecentes.
(11) Esta idea poli(é)tica de sociedad se puede entender, de forma literal, como un esquema de mínimos, tal como creo que es suficiente entenderla. O como un esquema de máximos, en parte implícitos y derivados. Advierto a quien quiera entenderla de esta segunda manera, que semejante idea, en tanto que utopía poli(é)tica, debería alejarse –a mi juicio– de todo esquema de sociedad perfecta (que nunca será un máximo posible y viable, sino una disutopía), e incorporar tan sólo que se trata de un esquema de sociedad transpatriarcal, transcapitalista y transliberal. Esto es, una sociedad en la que se reconoce, se garantiza y se defiende que el hipotético contrato, o el efectivo compromiso social, constituyente e instituyente, habrá de ser no discriminador e incluyente de las mujeres, de los trabajadores y de (los mal nombrados) “enemigos”, por lo que indistintamente recibirían igualdad de trato como personas que han accedido a la condición ciudadana con todas sus prerrogativas y responsabilidades.
(12) Quiero señalar que este acuerdo (en forma de contrato o compromiso constituyente/instituyente) ha de ser estrictamente político-público, es decir, un acuerdo normativo fuerte aunque con mínimos poli(é)ticos como los planteados, pero no un acuerdo ético-público fuerte, con una eticidad normativo-comunitarista impuesta políticamente a toda la ciudadanía como imperativo legal. Las políticas panmoralistas son siempre políticas intolerantes y represivas, contrarias a que las personas puedan desarrollar en sociedad sus muy diversos planes de vida individuales desde su propia moralidad personal y en libertad.
(13) La perspectiva abolicionista se apoya en dos argumentaciones falaces en las que aquí no nos podemos extender. Por un lado, irrealistamente, niega la naturaleza laboral de los servicios de prostitución. Sus portavoces son incapaces de observar que en las actuales sociedades “terciarizadas” no sólo se dan trabajos de servicios productivos, distributivos y sociales, sino también –y cada vez más– servicios personales (servicios no sólo sexuales, sino de hogar y de atención o cuidado [niños, mayores, discapacitados y enfermos]). Por otro lado, igualmente de forma irrealista se concibe la sexualidad de la mujer completamente diferenciada y dominada por la del varón, a la que a veces se considera mucho más intensa y agresiva. El patriarcado se convierte en una categoría que se usa de forma desacertada para justificar que toda relación heterosexual no es más que un acto de sometimiento de la mujer. En algunas ocasiones incluso se insiste en que es un acto de violación machista. El servicio sexual deseado por un varón y remunerado a una mujer no sólo no sería en algunas versiones del abolicionismo un trabajo realizado por ésta, sino la esclavizadora compra de su cuerpo, colonizando su yo y arrebatándole su dignidad. La crítica de las dos argumentaciones precedentes pasa por el rechazo de que la prostitución consista, en tanto que hecho básico, en el saqueo esclavizador de un cuerpo, un yo y una dignidad. Como hemos planteado, si no se quiere confundir lo que es central con lo que es periférico, el servicio demandado y ofrecido no puede entenderse nuclearmente más que como una prestación sexual remunerada.
(14) Aunque el abolicionismo sea de carácter ideologicista, no por ello renuncia a su realización. Carolina Gala Durán recordó en su intervención las sentencias del Juzgado de Granollers de 22-11-2002 y del Juzgado Social nº 2 de Vigo de 9-1-2002, que son, a mi juicio, sentencias cargadas de ideología abolicionista comunitario-conservadora. Y podrían citarse aquí, en el mismo sentido, algunas resoluciones políticas internacionales (como el Convenio de Naciones Unidas para la Represión de la Trata de Personas firmado en 1948, que considera de manera confusa que hay explotación sexual aunque exista consentimiento de la “víctima”; o la resolución del Parlamento Europeo de 2006, que insta a luchar contra la idea abolicionista de que la prostitución sea un trabajo).
(15) Recupero una interesante pregunta que se me planteó en el debate: ¿Por qué no podría establecerse un paralelismo entre la lucha abolicionista contra la esclavitud, en la que algunos esclavos no querían dejar de serlo, y la lucha abolicionista contra la prostitución, aunque algunas personas no quieran dejar la prostitución? Mi respuesta es que no cabe tal paralelismo, porque los hechos básicos de la esclavitud y la prostitución son analíticamente opuestos. La prostitución se ejerce, la esclavitud se impone. Mientras el hecho básico de la esclavitud elimina la autonomía y la dignidad de la persona esclavizada, el de la prostitución no. Sin embargo, que algunas de las personas que ejercen la relación sexual deseada y remunerada sean esclavizadas, no señala un paralelismo sino una sobreposición de un hecho sobre el otro, y exige que se sigan impulsando con toda firmeza políticas antiesclavistas. Si en la modernidad se reconoce y defiende el derecho a ser sujeto de derechos es porque –como dijimos– la dignidad es el valor supremo que damos a las personas en tanto que fines en sí mismos, que son fines contra los que no se puede atentar ni traficar sin acabar con ellos. La autonomía de la voluntad para elegir y decidir tiene su límite precisamente en que no puede volverse contra sí misma sin inmolarse, sin inmolar la dignidad que fundamenta y expresa, algo que socialmente no le es dado a la autonomía. La autonomía no puede ser autonomía indigna, no puede volverse contra sí misma aceptando –por ejemplo– un contrato de esclavitud porque en las sociedades de derecho y bienestar los consideramos ilegítimos, ilegales y delictivos.
(16) El trabajo sexual por cuenta propia es actualmente lícito y se rige, como cualquier otro tipo de trabajo autónomo, por lo dispuesto recientemente en el Estatuto del Trabajo Autónomo. Así lo mostró en su intervención Carolina Gala Durán al analizar la sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de diciembre de 2003, donde se reconoce la plena licitud de la prostitución ejercida por cuenta propia. Respecto a su consideración por cuenta ajena manifestó: «De lege ferenda y partiendo de que se procediera a la reforma del Código Penal y, en consecuencia, se permitiera un ejercicio subordinado de la prostitución (…) podría darse el paso de regular la prostitución como posible objeto de un contrato de trabajo, a través de la forma específica de una relación laboral de carácter especial en la que se contemplasen todas las especialidades subyacentes a este tipo de actividad (ordenación del tiempo de trabajo, retribución, causas de rescisión o suspensión de la relación laboral, ejercicio del poder de dirección empresarial, prevención de riesgos laborales, etc.) y se garantizasen los derechos de las trabajadoras sexuales y, especialmente, se reconociera el mayor margen posible de autonomía en el ejercicio de su trabajo».