Pablo Stefanoni
Brasil-Venezuela: ¿y ahora qué hacemos?
(Nueva Sociedad, mayo de 2016).

En este marco, la apuesta de la oposición venezolana es conseguir llegar a un revocatorio antes del 10 de enero de 2017: la ley señala que si Maduro es revocado antes de esa fecha se debe convocar a nuevas elecciones. Pero si se pasa el plazo de cuatro años del actual mandato (que se cuenta desde que Chávez asumió su último mandato, continuado por Maduro tras vencer por escaso margen en 2013), asumiría el vicepresidente Aristóbulo Istúriz. Por eso, la MUD presiona para que el órgano electoral verifique con rapidez las firmas que juntó para cumplir con el primer paso rumbo a la consulta. Y por eso también, el gobierno muestra muy poco apuro para llevar adelante esa tarea.

La vocación democrática de la oposición venezolana es discutible y allí está el frustrado golpe de 2002. Pero al mismo tiempo, el referéndum revocatorio es una figura constitucional –y no de la Constitución «moribunda» sobre la que juró Chávez a comienzos de 1999 sino de la Carta Magna bolivariana que «refundó» a Venezuela–. Para el chavismo, es problemático: si el referéndum se hiciera en 2016, sus bases deberían salir a hacer campaña por el presidente, en un contexto de decepción política que invade a las fuerzas bolivarianas y de la existencia de un «chavismo no madurista»; si ocurriera después podría servir para tratar de reorientar el proceso con Istúriz a la cabeza… ¿pero hay aún margen para ello? Muchas veces pareció que el chavismo estaba terminado, pero esa sobrevida continúa.

Con todo, los niveles de crisis (económica, de seguridad, de desorganización estatal, de corrupción) parecen llevar al país a un punto de no retorno, con riesgos de violencia política potenciados por la cantidad de armas que circulan por el país. Y en este escenario, la mera denuncia de elementos desestabilizadores con apoyo externo no puede explicar el estado de las cosas. Básicamente porque en gran parte de los actos especulativos (contrabando de gasolina a Colombia o enriquecimiento gracias a los tipos de cambio) son realizados por sectores del propio oficialismo, civiles y militares. Y los saqueos, la crisis eléctrica que casi paraliza al estado, la inseguridad galopante hacen que «socialismo» (en verdad una forma de neorrentismo socialista) vuelva a rimar no solo con colas y desabastecimiento, sino con una crisis sistémica de los cimientos del régimen bolivariano. Como lo señaló el exministro de Industrias Básicas y Minería de Chávez, Víctor Álvarez:

«En el año 2010 el presidente Chávez celebró la contracción de 5,8 % del PBI como «el velorio del capitalismo». En respuesta a quienes consideraron aquella caída como el «fracaso del gobierno», Chávez respondió afirmando que «la economía que está cayendo en Venezuela es la economía capitalista». Pero destruir la economía capitalista sin construir simultáneamente una eficiente economía socialista terminó siendo el atajo perfecto para hundir al país en este círculo vicioso de escasez, acaparamiento, especulación e inflación que atormenta a toda la población. Una Revolución verdadera es un proceso de destrucción creativa: destruye lo viejo e inferior y lo suplanta por lo nuevo y superior. Pero la gente que hoy sufre los estragos de la escasez, especulación e inflación ha llegado a la conclusión de que «si esta calamidad es el socialismo, mejor me quedo con el capitalismo». Pasará mucho tiempo para que la gente sencilla del pueblo vuelva a creer en el socialismo como vía para lograr una sociedad libre de desempleo, pobreza y exclusión social. Esto ya pasó en los países del llamado socialismo del siglo XX, pero la vanguardia chavista no aprendió esa lección.»

Asimismo, la tendencia de Maduro a gobernar mediante instrumentos de excepción (y discursos donde señala que «la Asamblea Nacional de Venezuela perdió vigencia política. Es cuestión de tiempo para que desaparezca»), plantea un escenario autogolpista. Estas derivas, sumadas a expresiones propiamente gangsteriles en el interior del propio régimen, ponen en riesgo a toda la izquierda continental. Un golpe como el que significó la derrota sandinista en 1990 (movimiento atravesado por una fuerte decadencia moral pero que efectivamente sí enfrentó una brutal agresión imperial) es hoy perfectamente posible y no se lo enfrentará con éxito con cierres de filas discursivos o épicas sobreactuadas.

Hoy, la derecha latinoamericana denuncia a Venezuela y apoya la conspiración antidemocrática brasileña y la izquierda «antiimperialista» opera como espejo invertido. Se trata, sin duda, de un difícil escenario para las izquierdas continentales, en un clima de fin de ciclo cada vez más evidente. No se trata de buscar equilibrios ideales ni de ser «almas bellas» o radicales de salón, pero sí de pensar de manera honesta (aunque no menos radical) qué tipo de instituciones requiere el cambio social, pensar en serio la democracia (sin tirar al niño democrático con el agua sucia de la bañera liberal): a menudo, las formas de «democracia popular directa» se transformaron en instrumentos poco democráticos, con la Jamahiriya libia como la combinación más grotesca de despotismo personal bajo la pantalla del poder popular. Pero también, la crisis refiere a las formas de construcción política (es notable la escasa convocatoria del PT frente a la suspensión de Dilma o la desorientación del kirchnerismo tras su salida del gobierno) y la corrupción –sea para construir mayorías y comprar coaliciones (Brasil), así como en su versión más caótica (Venezuela)–.

Al final de cuentas, las perspectivas de radicalización de la democracia promueven eso (su radicalización), no la transformación de los procesos de cambio en formas de régimen que ahogan el debate interno, alinean militarmente a los militantes, premian más las lealtades oportunistas que la eficiencia y la honestidad intelectual en un simulacro «leninista» que no solo podría no ser deseable sino que básicamente no es eficaz frente a las «nuevas derechas» que se expanden en la región. Después, solo podremos contentarnos con la consoladora «épica de la derrota».