Paloma Uría

Don Quijote y la política
(Página Abierta, 168, marzo de 2006)
(VI Jornadas de Pensamiento Crítico, 4, 5 y 6 de diciembre de 2005)

La novela es el género literario caracterizado por la polisemia. Siguiendo a Bajtin, diríamos que es polifonía y diálogo. Polifonía, es decir, una multiplicidad de voces que nos hablan desde tiempos y espacios diversos; diálogo, es decir, recepción: los lectores respondemos, recibimos, reaccionamos desde nuestra particular circunstancia. Naturalmente, sólo las grandes novelas consiguen una polifonía perfecta y sólo ellas son capaces de entablar un diálogo fluido con el lector, la lectora, en cualquier tiempo y lugar.

El Quijote es una gran novela y, como tal, ampliamente polisémica. Así se explica que a lo largo de cuatrocientos años se haya leído e interpretado; haya hablado y haya dialogado, con múltiples voces, y haya sido leída, entendida y respondida desde los más variados puntos de vista.

Los contemporáneos probablemente lo leyeron como un libro divertido, burlesco, desenfadado, una parodia o sátira de los libros de caballerías. En otros tiempos, se admiró como la expresión del idealismo, la nobleza del espíritu frente al materialismo, el realismo vulgar, la sórdida realidad. Algunos quisieron ver en ella la esencia de España o el alma castellana, la última y desesperada protesta de un imperio que se derrumbaba engullido por la miseria y la injusticia del ocaso español. Hay lecturas desde la izquierda, según las cuales en El Quijote valen también los silencios, las críticas implícitas a la autoridad, a la Contrarreforma; mientras que otros han destacado la religiosidad y la defensa de la expulsión de los moriscos en aras de la unidad de la fe, tal como se puede apreciar en ciertos capítulos. Para algunos, Don Quijote es un héroe que no se rinde ante las adversidades, y Sancho un patán que no es capaz de despegarse de la grosera materialidad. Para otros, Don Quijote es un loco, o un tontaina, perdido en sus desvaríos, escapándose de una realidad que se ve incapaz de afrontar, y Sancho, una persona sensata, fiel, solidaria y cariñosa que tiene los pies en la tierra y trata de contrarrestar las locuras de su amo.

Pero las lecturas no sólo cambian con los tiempos. Un mismo lector, en este caso una misma lectora, confiesa haber leído la novela cada vez de forma distinta. Recuerdo lecturas juveniles en las que me emocionaba el idealismo de Don Quijote, su entrega a los desfavorecidos, su amor platónico y puro, y me sentía aludida en la parte más noble y abnegada de mi ser; eran los años entusiastas de la adolescencia. Recuerdo otras lecturas más radicales: Sancho defendiendo al morisco Ricote frente a la expulsión de los de su raza, Don Quijote desafiando a la Santa Hermandad al liberar a los presos a galeras...: eran los años de la lucha antifranquista, de la clandestinidad, del desafío a la autoridad. Hubo otras lecturas  posteriores más reposadas y más filosóficas, en las que las reflexiones sobre el ser y el existir, la confusión entre realidad y fantasía o entre el ser y el deber ser me proporcionaron irrecuperables momentos de placer intelectual: eran los años de profesora de Literatura, de reflexiones sobre la profundidad de la apariencia barroca: si para Calderón la vida es un sueño, si para Shakespeare la vida no es más que un cuento contado por un payaso borracho, para Cervantes los molinos de viento se truecan en descomunales gigantes: años de pesimismo emocional y de lucidez intelectual. Y años de lectura posmoderna, de disgregación del yo, de fusión de personalidades, D. Quijote disolviéndose en Sancho; Sancho quijotizándose. La ruptura del pacto de ficcionalidad: el narrador narrado, Cide Hamete Benegeli narrado por el narrador; Don Quijote, el narrado por excelencia, entrando en la narración que le narra Ginés de Pasamonte en el tablado de la maravillas; Don Quijote relatando su visión en la cueva de Montesinos, para a continuación dudar de su propia narración...
Pero, lamentablemente, ya no soy adolescente, ni luchadora en la clandestinidad, ni siquiera profesora de Literatura; ni mucho menos aprendiz de filósofa posmoderna... Nada de eso; resulta que ahora me he metido a la política. ¡Quién lo iba a decir! Y claro, tengo que buscar en El Quijote una voz nueva: El Quijote y la política. Y éste va a ser el tema de esta charla, por lo que perdónenme ustedes la larga digresión preliminar.

Me gustaría sostener la tesis de que la dedicación de Don Quijote a la política supone un proceso de aprendizaje, desde el ímpetu entusiasta e irreflexivo, dominado por la acción armada, hasta el predominio de la reflexión, la palabra, e incluso el pacifismo, para desembocar en la desilusión y la melancolía. Veámoslo más despacio.
¿Qué se propone Don Quijote cuando sale de su lugar de la Mancha? Se propone nada más y nada menos que desfacer entuertos (112): defender a los débiles y menesterosos, derrotar a los malandrines, reparar las injusticias, y todo ello sin esperar recompensa alguna a no ser la satisfacción de luchar por un ideal, el ideal caballeresco, ganar honra y fama y servir a Dulcinea (véase Parte I, Capítulo 1, página 13) [*].

Y así lo expone ante los asombrados cabreros en un memorable discurso:
«Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío... Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia... No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen» (I, 11, pp. 97-98).

¿Qué es esto sino la utopía? ¿Qué metas más altas se puede proponer un ser humano? ¿Qué objetivos más nobles se puede proponer la acción política? Y a ello se pone Don Quijote con la fuerza de su lanza. En este estadio, Don Quijote no es precisamente un pacifista. Nada le arredran, ni gigantes descomunales, ni la desigual batalla. No importa que los hechos sean tozudos, que la realidad no se ajuste a sus propósitos, que a cada empeño siga un fracaso. Porque lo que importa no son los logros, sino el esfuerzo realizado. Lo que da valor a la acción es el objetivo perseguido, no los resultados, y el fracaso, que nunca se reconoce, que se atribuye a factores externos a la propia acción, el fracaso, digo, no es más que un reto para continuar la lucha. Es la acción por la acción, la ética de la abnegación sin premio. Y así cuando, tras la victoria sobre el vizcaíno, Sancho reclama el prometido gobierno de la ínsula, Don Quijote le contesta:
«Advertid hermano Sancho que estas aventuras y las de a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se saca otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos» (I, 10, p. 90).

Y así, con esta convicción, Don Quijote se enfrenta a los opresores. En su primera salida, tiene oportunidad de impartir justicia ante un hecho real, pues todavía la fantasía no domina su acción: un labrador rico está azotando a su zagal porque le ha perdido varias ovejas. Don Quijote rescata al muchacho y ordena al atemorizado labrador que le entregue la paga que le debe. Como era de esperar, cuando Don Quijote se aleja, Juan Haldudo vuelve a azotar a Andresillo. Que Juan Haldudo sea cruel y no cumpla su palabra, que Andresillo salga descalabrado no entra dentro de los cálculos de nuestro caballero andante.

En la segunda salida, ya acompañado de Sancho, Don Quijote se entrega a sus más descabelladas fantasías y se enfrenta a peligros inconmensurables. Así, entabla desigual combate con unos desaforados gigantes que los encantadores convierten en molinos de viento, y se enfrenta a poderosos ejércitos enemigos sin que el hecho de que sean carneros constituya algo más que un accidente, una coyuntura imprevisible, y a los desalmados yangüeses, “gente soez y de baja ralea”, a los que ataca en defensa de Rocinante.

Esta primera incursión de Don Quijote en la política está llena de lances peligrosos, de actividad guerrera y de fracasos que, sin embargo, sufre con entereza. En puridad, sólo podemos encontrar un éxito en este empeño del caballero por deshacer entuertos. Y es cuando, inesperadamente, en su mundo ilusorio que sólo él conoce, entra un personaje tan real como cualquiera, pero tan alucinado como nuestro héroe: el caballero vizcaíno (Parte I, capítulos 8 y 9).

El Quijote es también y sobre todo un libro sobre la justicia, que es, en mi opinión, lo que justifica y motiva la acción política, un libro sobre la libertad y la resistencia a la autoridad. El episodio paradigmático que confirma esta interpretación es el de la aventura de los galeotes, cuando Don Quijote, convencido de que nadie debe ser conducido contra su voluntad, pone en libertad a una cuerda de delincuentes que iban a penar su culpa remando en las galeras del rey. Las reflexiones de nuestra caballero sobre la culpabilidad, la administración de la justicia y la rehabilitación de los delincuentes son de una actualidad que asombra:

«De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no so dan mucho gusto y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad y que podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros de éste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo y aún forzando que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuánto más, señores guardas –añadió don Quijote–, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza» (I, 22, p. 207).

El episodio de los galeotes marca un punto de inflexión en la forma de hacer justicia de Don Quijote, probablemente influido por la profunda desilusión que a no dudar le provoca la ingratitud de los presos liberados. A partir de este capítulo, en la novela predominará la palabra sobre la acción: podemos decir que Don Quijote deja las armas y, sorprendentemente, se impone en él la prudencia, con un cierto punto de cobardía. Pocas veces veremos ya a Don Quijote en actitudes belicosas e incluso, ya avanzada la segunda parte, le veremos haciendo proclamas pacifistas y llamando a resolver los conflictos por medio del diálogo (véase Parte I, Cap. 45).
Después del episodio de los galeotes se retira a Sierra Morena a hacer penitencia y meditar sobre su amor por Dulcinea: es, también, un proceso de interiorización, de autorreflexión; se encierra en sus ilusiones, pero sin intención ya de compartirlas e incluso contemplándolas con una buena dosis de ironía y de dudas sobre su propio mundo de fantasía, como en su descenso a la cueva de Montesinos o en su nueva visión de Dulcinea. Es entonces cuando se convierte, y se llama a sí mismo, en el Caballero de la Triste Figura (véase I, 23-26, y II, 26).

Sancho nunca ha dudado de que su amo le daría el gobierno de una ínsula y al fin ve cumplido su deseo. En mi hipótesis sobre la acción política de la novela de Cervantes, sostengo que, una vez abandonada la utopía, nuestro héroe deja paso a Sancho Panza. Ya no es el caballero andante quien va a resolver entuertos, sino su escudero, que será, al fin, gobernador de la ínsula Barataria. Si antes he sostenido que la novela es un libro sobre la política o sobre la justicia, añado ahora que es, además, un libro sobre la compasión. Cuando Don Quijote pronuncia sus famosos consejos a Sancho Panza sobre cómo comportarse en tanto que gobernador de una ínsula, no podemos dejar de apreciar que algo importante ha cambiado en la conciencia de nuestro caballero:

«Cuado pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino de la misericordia.

»... Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campa a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia» (II, 42, pp. 869-870).

¿Cómo se comporta Sancho? Con realismo, ecuanimidad y sentido común en la resolución de los pleitos que le plantean y así, para sorpresa de todos, realiza un buen gobierno. ¿Se ha convertido ahora el sentido común en la mejor vía para impartir justicia frente a la fuerza de las armas y de la palabra y la fantasía e ilusión que había derrochado Don Quijote? ¿Se trata acaso de la otra cara de la moneda de un mismo empeño? Bien es verdad que el caballero se había propuesto grandes metas, mientras que el escudero resuelve pequeños y mezquinos conflictos cotidianos. En todo caso, el gobierno de Sancho se basa, además, en su austeridad, aunque forzada, su inequívoca honradez y su declarado pacifismo. Finalmente aprende una lección definitiva: no le  compensan los sinsabores del gobierno:
«Yo, señores, porque lo quiso vuestra grandeza, sin ningún merecimiento fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo y desnudo me hallo; ni pierdo ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He declarado dudas, sentenciado pleitos... Acometiéronnos enemigos de noche, y, habiéndonos puesto en grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con victoria por el valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen verdad... No he pedido prestado a nadie ni metídome en granjerías; y aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso de que no se habían de guardar... Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio... Así que, mis señores duque y duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha granjeado en sólo diez días que ha tenido el gobierno a conocer que no se le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el mundo. Y con ese presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies... doy el salto del gobierno y me paso al servicio de mi señor don Quijote, que, en fin, en él, aunque como el pan con sobresalto, hártome al menos, y para mí, como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices» (II, 55, pp. 973-974).

Don Quijote, por su parte, se ha convertido paulatinamente en un espectador, o bien del gobierno de Sancho, o bien de la forma de hacer justicia del bandido catalán Roque Guinart. A veces interviene en la solución de conflictos, como los consejos que da al cabrero, o al caballero del Roto, o como la famosa aventura del rebuzno o en la historia de la hija del morisco Ricote. Si alguna vez se ve obligado  tomar las armas, tanto al final de la primera parte como en la segunda, es, o bien porque sueña, como en la aventura de los cueros de vino, o porque se ve inmerso en una historia que no es la suya, como en el caso del Retablo de las Maravillas, o porque es desafiado por el Caballero de los Espejos.

Vemos, pues, en esta Segunda Parte, a un caballero desilusionado, víctima de toda suerte de burlas y engaños, preocupado solamente por conseguir el desencantamiento de Dulcinea, como si fuese la última ilusión –la belleza de Dulcinea– a la que no quiere renunciar. También ha renunciado a su mundo alucinado, a la fantasía y a las ilusiones. La fantasía ya no es suya, se la crean como una burla los que habían leído la Primera Parte.

Don Quijote ha sustituido definitivamente las armas por la palabra. Por eso no es de extrañar que, cuando al fin se vea obligado a luchar, le llegue la derrota definitiva a manos del Caballero de la Blanca Luna, el mismo caballero, entonces Caballero de los Espejos, al que gloriosamente había vencido con anterioridad, y ya no puede sobreponerse al fin de sus ilusiones.
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[*] Las citas y referencias siguen la edición de la Real Academia Española, 2004.