Paloma Uría
Las contradicciones de las políticas de igualdad
(Página Abierta, 214, mayo-junio 102).

            Hasta bien entrado el siglo XX, el modelo familiar en las sociedades urbanas occidentales se basaba en la llamada distribución del trabajo en función del sexo, según la cual, los hombres eran los encargados del trabajo “productivo”, es decir, de aquel que proporcionaba a la familia los medios necesarios para su subsistencia, mientras que las mujeres se encargaban del cuidado de los hijos y personas dependientes, así como del trabajo doméstico. Este reparto venía protegido y regulado por las leyes y avalado por un cierto consenso o contrato social.

            Más o menos, este contrato se rompe con la incorporación de las mujeres al trabajo productivo y, consecuentemente, a la educación y, en menor medida, a la esfera pública. Varios son los factores que inciden en este cambio: el desarrollo económico, el avance de las sociedades democráticas y el subsiguiente reconocimiento de los derechos de las mujeres y, last but not least, los esfuerzos del movimiento feminista.

            Después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el llamado Estado de bienestar, que domina en varios países europeos, favorece y en cierta medida protege esta inmersión de las mujeres en el mercado laboral estableciendo determinadas prestaciones: subvenciones y desgravaciones a las empresas que emplean mujeres, reducciones de jornada, permisos de maternidad, y, sobre todo, creación de servicios públicos para atender a la infancia y a las personas dependientes, pero no se produce un cambio profundo en el modelo familiar, pues los hombres apenas se incorporan al trabajo doméstico y al cuidado (1).

            Con el desarrollo de la sociedad de consumo, y más aún con las crisis económicas, la participación de las mujeres en el trabajo asalariado se incrementa y parece irreversible. Pero el Estado de bienestar ha tocado techo, cuando no retrocede, y en algunos países, como España, se ha implantado débilmente, con lo que la situación para las mujeres se hace cada vez más difícil. Disminuyen las prestaciones y la creación de servicios sociales, y la precariedad laboral se ceba especialmente en ellas. Al mismo tiempo, la familia está experimentando cambios profundos: disminuye drásticamente la natalidad, las separaciones y divorcios aumentan y las mujeres solas con hijos a su cargo ya no son una excepción. Además, la mejora de la salud pública aumenta la esperanza de vida y, simultáneamente, el número de personas dependientes, cuyo cuidado recae en las mujeres en mayor medida que en el Estado.

            ¿Cuáles han sido las consecuencias de todos estos cambios? Por una parte, han supuesto un avance de las mujeres en el camino de su mayor independencia, libertad e igualdad. Por otro lado, son muchas las mujeres que sufren un intenso malestar provocado por la doble jornada de trabajo (laboral y familiar), sin tiempo para sí mismas, para el ocio, la cultura... Pero no solo eso: el mercado laboral es, en líneas generales, más duro para ellas, con mayor precariedad, mayor índice de paro, menores salarios, de suerte que a veces se preguntan si no están pagando un precio demasiado alto por su independencia, y se plantean, o bien renunciar a tener hijos, o bien abandonar de nuevo el mundo laboral para volver a lo que en algunos casos parece una vida más fácil en la seguridad y el calor de la familia. Sin embargo, y a pesar de las dificultades, la participación de las mujeres en la vida laboral, cultural, social y política es imparable.

            ¿Cuál ha sido el papel del movimiento feminista? Es preciso tener en cuenta que el movimiento feminista en Europa surge precisamente cuando la democracia y el Estado de bienestar se han consolidado y las mujeres comienzan a reclamar su “mitad del cielo”. Un sector mayoritario del feminismo centra sus críticas en el trabajo doméstico por oposición al trabajo asalariado; este, dicen, es el que proporciona poder, prestigio y dinero: el trabajo socialmente valorado, mientras que el trabajo doméstico es un trabajo invisible, un trabajo no pagado, que se realiza sin horario ni descanso, que no goza de reconocimiento ni prestigio y que parece corresponder por naturaleza a las mujeres, quienes lo realizan gratuitamente a cambio de su manutención.

            Esta división del trabajo es, según diversas investigadoras feministas, la que proporciona poder a los hombres y sumisión y dependencia a las mujeres. Analizan también la enorme aportación del trabajo invisible de las mujeres a la economía de un país. Por todo ello, consideran que la liberación de las mujeres pasa, entre otros factores, por la incorporación masiva al mercado laboral.

            Pero, al mismo tiempo, en el feminismo se manifiesta también una corriente que valora las actividades que las mujeres desarrollan en el hogar familiar, la maternidad, la lactancia y su capacidad para la dedicación a los demás; reivindican la ética del cuidado y llaman a las mujeres a no renunciar a estos valores. Con lo cual el feminismo se encuentra en una contradicción: por una parte, reivindica el acceso de las mujeres al trabajo fuera del hogar, exige mejorar sus condiciones, igualdad salarial y de oportunidades con los hombres y servicios sociales públicos: comedores escolares, guarderías...; y, simultáneamente, solicita protección para cuidado y para la maternidad, ampliar los permisos de maternidad, de lactancia y los derechos de excedencia para el cuidado de los hijos y flexibilidad laboral (de horarios, de dedicación...), lo que contribuye a apartarlas del mercado laboral, a dificultar su promoción y a aumentar la segregación del mercado laboral en función del sexo.

            En esta contradicción se han movido las políticas públicas a favor de la igualdad entre mujeres y hombres. Por una parte, estas políticas van dirigidas a facilitar la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado mediante acciones positivas para fomentar el empleo femenino y planes de igualdad. Por otra parte, han desarrollado algunas medidas para lo que se ha dado en llamar conciliación de la vida laboral y familiar que tienen como finalidad facilitar a las mujeres que trabajan fuera de casa el poder dedicarse también a las tareas del hogar. Uno de los problemas de estas medidas de conciliación es que, como señala Teresa Torns, la conciliación está pensada para que la actividad laboral o la disponibilidad sea el eje central, y la vida familiar queda subordinada a este eje (2). Además, son medidas que van dirigidas en la práctica solo a las mujeres, quienes siguen siendo las que tienen que conciliar la vida laboral con la dedicación a la familia; a pesar de las intenciones declaradas por los poderes públicos, la realidad es que solo en algunos países de la UE, y con bastantes limitaciones, estas medidas van dirigidas a los hombres o son utilizadas por ellos.

            Un buen ejemplo lo tenemos en las ayudas a la maternidad, paternidad y cuidado de los hijos que centran en la mayoría de los países las políticas de conciliación.

            Estos permisos son de tres tipos: permiso por maternidad, que es un permiso remunerado que suele compensar casi la totalidad del nivel salarial que tiene la madre en su empleo; permiso por paternidad, un permiso remunerado reservado a los padres que oscila entre unos días y unas semanas, según los países, y puede simultanearse con el permiso de maternidad; y el permiso parental o por cuidado infantil, que puede ser un derecho conjunto o transferible entre los dos progenitores, aunque algunos países han ido estableciendo cuotas intransferibles para ambos.

            La Directiva del Consejo de Europa 96/34/CE l establecía que el permiso parental debería configurarse como un derecho individual de las personas trabajadoras, hombres y mujeres; es decir, un derecho individual y no transferible entre padres y madres. «Sin embargo, las reformas legislativas que se han ido sucediendo representan una contradicción con el espíritu de la normativa europea, ya que si bien el permiso parental existe en todos los países de la UE, no se da siempre su carácter de derecho individual e intransferible» (3), y esto da como resultado el que sean las mujeres las que mayoritariamente lo disfrutan. Los únicos países en los que el porcentaje de hombres que usan el permiso parental supera el 10%  son Suecia, Islandia, Holanda y Noruega; el resto de países tienen tasas de participación inferiores al 10%. Los hombres tienden a coger solo la parte intransferible del permiso cuando está remunerada y no cogen nunca los permisos no remunerados, mientras que las mujeres sí. La Unión Europea aconseja que los permisos parentales no sean transferibles, que sean remunerados,  no demasiado largos y que se preserve el reingreso en el puesto de trabajo.

            Todas estas facilidades para que las mujeres dediquen tiempo a la maternidad y al cuidado de los menores repercuten negativamente en la dedicación al trabajo asalariado, en la promoción del puesto de trabajo y, en líneas generales, en la dedicación a la vida pública. Tienden a potenciar la dedicación de las madres en exclusiva al cuidado y las aparta, al menos temporalmente, del mercado laboral. Además, la flexibilidad laboral que contempla la legislación de diversos países hace que, si bien las mujeres tienen un índice de empleo elevado, también lo es que predomina el trabajo a tiempo parcial, con lo que implica de menor salario y menor cotización. La experiencia de algunos países nórdicos muestra un resultado paradójico: los países con mayores tasas de empleo femenino son también los que registran mayor segregación laboral.

            Nuestra propuesta no es que se abandonen o restrinjan las facilidades de las mujeres para el cuidado, sino que se fomente con medidas efectivas la participación de los hombres de la forma más igualitaria posible, con políticas que incentiven la utilización de los permisos de paternidad y los parentales y la flexibilidad en la jornada laboral también para ellos. Esto implica un nuevo contrato social que los cambios en las estructuras familiares hacen imprescindible; un consenso entre hombres y mujeres para afrontar de manera estrictamente igualitaria las tareas del cuidado. Solo así podrá ser también igualitario el acceso de hombres y mujeres al mundo laboral y a la actividad social en su conjunto.

            Pero el Estado no puede hacer dejación de sus obligaciones. El cuidado de los menores y de las personas dependientes es también responsabilidad de los poderes públicos. Por ello es imprescindible la creación de una red amplia de servicios escolares y guarderías, así como de atención a la dependencia, que facilite una forma más armoniosa de que hombres y mujeres se dediquen tanto a la vida pública como a la privada.

            Por último, es preciso reflexionar sobre la duración de la jornada laboral. Aunque en estos tiempos de reformas neoliberales, de crisis y de paro puede parecer utópico, una jornada laboral más corta y una sociedad menos consumista suponen un horizonte al que no podemos renunciar.

________________
(1) Me refiero siempre a las parejas heterosexuales; sin embargo, actualmente muchos de estos problemas pueden afectar también a parejas del mismo sexo, especialmente si tienen hijos o personas dependientes a su cargo.
(2) Véase Teresa Torns: “Del porqué la conciliación de la vida familiar y  laboral no acaba de ser una buena solución”, Centro de Estudios e Investigación e Historia de Mujeres, Fundación 8 de Marzo.
(3) Carmen Castro García y María Pazos Morán, “Permisos de maternidad, paternidad y parentales en Europa: algunos elementos para el análisis de la situación actual”,  pág. 5. Los datos y reflexiones de este apartado siguen este artículo, así como los gráficos.