Paloma Uría
La libertad y la igualdad en el feminismo
(Página Abierta, 184, septiembre de 2007)

            Podríamos decir que las ideas y las luchas emancipatorias en Occidente se basan en los principios ideológicos que constituyeron el lema de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Los tres están relacionados, pero cada uno de ellos tiene fuerza propia y plantea complejos problemas, tanto en el terreno filosófico o teórico, como en su aplicación práctica.
            El feminismo decimonónico, mayoritariamente, se planteó la lucha por la igualdad
, entendida como la adquisición de derechos civiles que equiparasen a las mujeres –al menos en algunos campos– a los derechos civiles de que disfrutaban los hombres, pero en muchos casos no se cuestionó la extensión de dichos derechos: por ejemplo, un sector del sufragismo aceptó el sufragio restringido. Hay que tener en cuenta que el sufragismo surge en los momentos en los que la democracia se ha congelado, y el pensamiento liberal e ilustrado considera que a una sociedad casi perfecta sólo le falta la igualdad de la mujer.
            Por otra parte, un sector importante del feminismo de aquellos tiempos fue sumamente restrictivo en lo que a la libertad sexual de las mujeres se refiere y también fue represivo ante la libertad sexual masculina,  que el feminismo moral consideraba libertinaje.
            Este primer feminismo, salvo excepciones, generalmente de mujeres a título individual, no se planteó reivindicaciones relacionadas con el concepto de libertad.             Se asumía el papel subordinado de las mujeres; su misión como esposa, madre, su dependencia del varón... El feminismo liberal tampoco se planteó abordar las desigualdades sociales entre las mujeres; éste será el papel que corresponderá al  socialismo y al marxismo.
            Es el que podemos llamar nuevo feminismo; es decir, el que se inicia a finales de los sesenta del siglo XX y se desarrolla con fuerza sobre todo en la década de los setenta y, en España, en los ochenta, el que enarbola la bandera de la libertad
.
            Hay varias explicaciones: las principales reivindicaciones relacionadas con la igualdad de derechos estaban conseguidas; el Estado del bienestar parecía difuminar las desigualdades sociales; las mujeres accedían al empleo, a la Universidad...                         Recordemos que, al mismo tiempo, en España, pronto se dan avances espectaculares en materia de democracia e igualdad.
            Este nuevo feminismo tampoco se planteó abordar las desigualdades entre las mujeres, no porque las desconsiderase, sino porque éste era un campo que pertenecía a otros ámbitos de la acción social, en el que muchas feministas también participaban. El feminismo pretendía abordar aquellas situaciones de discriminación y opresión que atañían a “la mujer”. Recordemos que el movimiento feminista parte de configurar una identidad de género, más o menos acusada.
            Se abordan, pues, desde el feminismo toda una serie de exigencias que tienen más que ver con lo que podemos llamar libertad, autonomía y realización personal. De ahí, el lema “lo personal es político”. Reivindicaciones como la anticoncepción, el aborto, la libertad para disponer del propio cuerpo y de la propia sexualidad: “amor libre”, lesbianismo, prostitución, legitimidad de determinadas prácticas pornográficas, rechazo del matrimonio (o la pareja) como destino, renuncia a la maternidad sin menoscabo de la personalidad, el derecho a un divorcio que no implique pérdida de autonomía, facilidades para poder desempeñar un trabajo digno: son reivindicaciones que caen más, como digo, en el ámbito de la libertad
y de la autonomía, aunque, evidentemente, sólo son posibles en una sociedad bastante igualitaria.
            El feminismo adquiere, así, un acusado carácter subversivo puesto que plantea un nuevo modelo de relaciones sociales, relaciones entre los hombres y las mujeres, que ponen en cuestión la propia estructura familiar, la sexualidad y su relación con la reproducción y, en definitiva, los respectivos papeles de hombres y mujeres, algo que, fuera de algunas experiencias de socialistas utópicos, ninguna revolución se había atrevido a plantear. Transgrede, además, la moral cristiana que la sociedad occidental había hecho suya.     
            Con la perspectiva que nos dan los treinta años que han pasado, prácticamente una generación, podemos constatar que se han producido profundos cambios, tanto en las mentalidades como en la posición real de las mujeres; pero también el feminismo ha experimentado cambios de importancia. La  actividad feminista ha dejado de constituir un potente movimiento social, se ha institucionalizado y el feminismo ha pasado a formar parte de las ideas “políticamente correctas”, pero a cambio de perder una gran parte de su fuerza transgresora. En la medida en que el feminismo se fue institucionalizando, fue perdiendo poco a poco, aunque nunca del todo, su ímpetu libertario. Y digo que no del todo porque muchas de las ideas que entonces agitamos tienen todavía hoy su peso.
            Hoy hay una clara conciencia de los límites
para avanzar, tanto en igualdad como en autonomía e independencia de las mujeres. La Igualdad y sus límites han vuelto al primer plano. Éste es un hecho positivo, pues pone sobre el tapete el viejo lema de que “igualdad ante la ley no es igualdad ante la vida”, pero tiene algunos inconvenientes, tal como se presenta la cuestión.
            Lo mismo que ocurrió en el primer feminismo, y, de alguna manera, también en el de los años ochenta, se obvian las desigualdades entre las mujeres, pues se considera, no los sujetos individuales, sino el “género”, y se toma como pauta la mujer de cierto estatus (universitaria, profesional, trabajadora fija, ama de casa con estabilidad familiar o económica), que es la mujer que puede beneficiarse de las medidas paritarias y de acción positiva, pero se olvidan varias cuestiones:

1. Los derechos son derechos individuales, exigibles para todas y cada una de las personas: sólo de esta manera son derechos legítimos. Pero no se pueden obviar las profundas desigualdades sociales que, lejos de disminuir, se acentúan, sobre todo con la desregulación del mercado laboral y la inmigración.
De aquí se desprende que la reivindicación de igualdad con “el hombre” es una reivindicación abstracta si no se tiene en cuenta la diversidad de las mujeres y las múltiples trabas que se oponen al ejercicio de sus derechos, trabas que no se derivan sólo ni siempre del factor “género”.
2. No se abordan las causas profundas de la desigualdad entre hombres y mujeres, que nos remiten, de nuevo, al papel de las mujeres en la familia, la maternidad, la atención a las personas dependientes, etc. Y que hacen muy difícil el ejercicio real de la igualdad y de la libertad.
Por ejemplo, el derecho al aborto en una pareja, para ser ejercido por la mujer con libertad, implica unas relaciones igualitarias; es decir, que el hombre admita el derecho a decidir de la mujer. Pero estas relaciones igualitarias, y por tanto, la libertad de decidir, no se derivan necesariamente de un reconocimiento legal de derechos, implican un cambio más profundo en las relaciones entre hombres y mujeres y la puesta en cuestión radical del papel de las mujeres en la sociedad, cosa que no hizo el feminismo decimonónico, y sin embargo, fue la principal innovación del feminismo contemporáneo.
3.- Confianza acrítica en el Estado y sus instituciones. La izquierda y los sectores progresistas, de los que el feminismo se nutre en sus orígenes, mantenían una marcada desconfianza ante el papel del Estado, en tanto que representante de los sectores dominantes, poderosos, de la sociedad. La posición ante las instituciones era instrumental: se pueden utilizar, pero con un margen de desconfianza. Es la movilización social, el protagonismo de la sociedad civil, lo que puede hacer avanzar las leyes en un sentido positivo y mejorar la situación de los desfavorecidos. Asistimos hoy a una pérdida del carácter progresista de la izquierda en su cuestionamiento del Estado y sus instituciones. Por el contrario, el feminismo oficial basa toda su actividad en la política institucional, en las reformas legislativas y, lo más inusitado, en la tutela penal. ¡Quién lo diría de un movimiento que participó activamente en la crítica a la represión carcelaria y que propuso alternativas para la prevención y tratamiento de los delitos!


            El feminismo que podemos llamar oficial o “políticamente correcto” ha perdido su carácter de revulsivo: hoy, como en el siglo XIX, parece que nuestra sociedad marcha bien y sólo falta la palabra mágica: la paridad.
Con esto no quiero decir que abandonemos nuestras campañas a favor de la igualdad o que bajemos la guardia con respecto a esa exigencia, pero debemos ser conscientes de sus limitaciones. Veo problemas ante la insistencia del feminismo institucional sobre la igualdad o, mejor dicho, no que se reivindique la igualdad, sino cómo se hace (considerando a “la mujer” como un bloque; sin tener en cuenta las desigualdades entre las mujeres; dando a la reivindicación de la paridad un efecto mágico; dejando de lado aspectos estructurales, como el papel de la familia y la maternidad, por ejemplo, o la persistencia de la norma heterosexual).
            Y creo que debemos también retomar el hermoso lema de la libertad
con todas sus implicaciones. La libertad de las mujeres exige una revolución en la vida y en las costumbres sociales, y exige cambios radicales en el modelo económico y productivo. Ante esto, el objetivo de la paridad se queda enano. Puede ocurrir como en el chiste: sí, somos iguales, pero unas más iguales que otras.