Paloma Uría

Ángel González.

Nada grave

(Página Abierta, 195, septiembre de 2008)

            La editorial Visor ha puesto en marcha, en enero de este año, una nueva colección de poesía con el título “Palabra de Honor”. Los tres primeros libros editados han sido, por este orden, Mundar, de Juan Gelman; Vista cansada,de Luis García Montero, y el que aquí comenta Paloma Uría: Nada grave, de Ángel González. Así ha celebrado Visor sus cuarenta años de edición de poesía, ensayos literarios, filología... 
            La publicación de Nada grave, una cuidada edición de Visor, ha venido a paliar el sentimiento de pérdida por el  silencio que creíamos definitivo de Ángel González (1).
Se trata de una colección de veintisiete poemas breves, algunos de intenso lirismo, y de un pesimismo demoledor, atenuado por rasgos de ironía que recuerdan al mejor Ángel González, ironía que queda ya patente en el mismo título: Nada grave, con el que el poeta parece querer quitarle hierro a su profunda desolación. El paso del tiempo, la conciencia de la muerte, la futilidad de la vida y, a pesar de todo, el amor y la belleza de la palabra enlazan con Áspero mundo (1956) y cierran un ciclo poético y, al mismo tiempo, su ciclo vital.
            Hay mucho de Áspero mundo en Nada grave; hay algo de permanencia en la poesía de Ángel González: la reflexión sobre el tiempo, que es uno de los temas presentes en la literatura de la modernidad, y que el poeta bebe, cuando menos, en sus lecturas juveniles de Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez.
            Áspero mundo expresa ya ese pesimismo teñido de desesperanza y decepción ante un mundo hostil, una decepción primero íntima y personal, próxima al existencialismo, pero que pronto se tiñe de historia para convertirse en pesimismo generacional, en un paso obligado del Yo al Nosotros que enlaza con la poesía social: el yo poético se relaciona y se funde solidariamente con los otros. Este tránsito será patente en sus siguientes libros: Sin esperanza y con convencimiento (1961), Grado elemental (1962) y Tratado de urbanismo (1967).
            Ángel González forma parte de una generación de poetas que comienzan a publicar en la década de los sesenta, distanciándose en parte de la poesía social realista de la década anterior (Gabriel Celaya, Eugenio de Nora...), y que algún crítico denominó “poetas de la experiencia personal” (Gil de Biedman, Valente, Claudio Rodríguez...) Parten, en efecto, de experiencias personales, de la vida cotidiana: la ciudad, las amistades, un amor, el recuerdo nostálgico de la infancia, de la familia, el fluir del tiempo, y muestran su protesta, su inconformismo ante un mundo plagado de injusticias, de dolor, de insolidaridad..., en un tono irónico, cargado de escepticismo que les aleja de la poesía social; aunque bien es cierto que el recuerdo de la Guerra Civil (que vivieron de niños), la pobreza y el ambiente asfixiante de la posguerra impregnan también su poesía de protesta que, gracias a la ironía y a los elementos simbólicos, consigue burlar la censura. Junto al inconformismo, la conciencia de aislamiento, de soledad, de desarraigo...
            El estilo poético de Ángel González, como el de sus contemporáneos, es aparentemente sencillo, con frecuencia coloquial, pero es fruto de una consciente labor de depuración, de una búsqueda de la exactitud y la precisión de la palabra, y de la belleza del lenguaje.
            En el prólogo a una antología preparada por el autor (2), Ángel González propone una lectura de su obra que tenga en cuenta dos elementos: las circunstancias en las que escribe y las intenciones que le mueven. Las circunstancias, como ya hemos visto, eran suficientemente duras como para que el poeta no pudiera “encerrarse en su torre de marfil” a fin de hacer una poesía bella, alejada de la realidad, aunque las lecturas de aquellos años –Machado, Jiménez, los poetas del 27– le llevaran a valorar la obra bien hecha, la precisión del lenguaje, el gusto por la belleza.
            En cuanto a las intenciones, poco hacía que Gabriel Celaya había proclamado que la palabra era un arma cargada de futuro, que la poesía era un instrumento capaz de transformar el mundo. Ángel González se muestra ya escéptico ante esas posibilidades de la palabra poética; sin embargo, afirma su intención de «tratar de clarificar el caos..., de testimoniar el horror en el que me sentía inmerso...» De ahí que en los libros antes citados aparezca, junto a la expresión más lírica, de su yo más íntimo, ese acercamiento a la realidad presente y pasada, esa fusión entre el yo y los otros, una cierta adecuación entre las intenciones y las circunstancias no sólo personales. Su yo es un yo cordial, su pesimismo, su desolación, su soledad, es la de toda una generación, y su inconformismo empuja a la protesta, con convencimiento, aunque sea sin esperanza.
            Pero han pasado casi cuarenta años desde Tratado de urbanismo hasta Nada grave. La situación histórica es evidente que ha cambiado. ¿Qué han significado estos cambios para el poeta? ¿Cómo ha vivido, cómo le ha condicionado en su escritura la evolución histórica y social de España, del mundo? No lo sabemos, pero si atendemos a sus últimos poemas, está claro que el alejamiento, el desinterés por la realidad histórica es total: ya no hay convencimiento, sólo persiste la desesperanza. Lo que sí parece claro es que sus circunstancias personales son muy otras: la falta de ilusiones, la llegada de la vejez, la intuición de la muerte; sus intenciones parecen ser el deseo de comunicar esta desolación, esta conciencia de la nada. Pese a todo,  pervive el oficio de poeta: la palabra exacta, aunque sencilla, la emoción y la belleza evocada.
            Varios de los poemas contenidos en Nada grave son breves sentencias, o reflexiones  sobre la vida, en las que el poeta expresa su desencanto y desesperanza, con un tono coloquial y a veces desenfadado:

SIEMPRE LA ESPERANZA

Esperar la desdicha
¿es una forma de esperanza?
La menos peligrosa en cualquier caso.
La que no puede defraudarnos nunca.

POR RARO QUE PAREZA

Me hice ilusiones.
No sé con qué,
pero las hice a mi medida
debió de haber sido con materiales de muy poca consistencia.

DE TODAS FORMAS

Lo que queda
 –tan poco ya–
sería suficiente
si durase.

            En los poemas más largos, de mayor aliento poético, son temas recurrentes el paso del tiempo, el fracaso de las expectativas vitales, el amor perdido, la vejez, el abandono y la soledad.
            Un fracaso que viene ya expresado en el poema que abre el libro, “Orazal” (p. 21), que termina con dos versos muy expresivos de su estado de ánimo: –No todavía la muerte:/ el fracaso de la vida. El inmisericorde paso del tiempo, el fluir hacia la nada quedan patentes en algunos de los más bellos poemas del libro: ”No hay prisa” (p. 51), en el que se contempla con serenidad el transcurrir de la existencia, y “El poema de los 82 años” (p. 55), en el que el poeta recupera el tono irónico y coloquial, junto con el gusto por la utilización poética de la frase hecha. En ambos poemas, el poeta se detiene con nostalgia en momentos felices. En “Ya casi” (p. 67), por el contrario, el dolor le impulsa a desear el fin, la nada.
            El tono poético que empleó magistralmente en sus primeros libros reaparece también en el soneto “Todo el mundo lo sabe” (p. 65), con referencias intertextuales a Machado y a Blas de Otero: juegos de palabras, rima interna, encabalgamientos sorprendentes, ironía..., todo ello provoca un distanciamiento poético que hace aflorar en el lector una sonrisa cómplice y comprensiva.
            Venciendo el paso del tiempo, triunfando sobre la destrucción y sobre la desolación, permanece la belleza de la juventud en “Nunca” (p. 37), poema en el que podemos encontrar vestigios de una antigua protesta y denuncia del poder y de la injusticia: la inmortalidad de la alegría, aunque sea fugaz, rompe la eternidad del poder y lo reduce a cenizas. En  “Esta montaña” (p. 69), casi al final del libro, aparece invencible la belleza de la luz, del aire, del sol, de la noche, como si pudiera conjurar la soledad y la muerte. Pero éstas –soledad y muerte– triunfan en sus dos últimos poemas, impregnados de tristeza y de desolación: en “Algunas tardes” (p. 71), la muerte del día da paso a la nada: Y la noche es el sueño: al fin la nada; mientras que en “Caída” (p. 73), presintiendo el vacío, el poeta recurre al tono irónico para alejarse de todo patetismo: Me duele sólo el alma./ Nada grave. Y así, con estas dos palabras “nada” y “grave”, que cierran sus dos últimos poemas, Ángel González nos lega un último testimonio de su inolvidable quehacer poético.

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(1) Ángel González: Nada grave, Madrid, Visor, 2008, Col. “Palabra de honor”, con prólogo de Luis García Montero.
(2) Ángel González: Poemas, Madrid, Cátedra, 1982.

 

TODO EL MUNDO LO SABE

De tarde en tarde el cielo está que arde.
En el jardín la luz declina rosa
rosae, y la fuente rumorosa
conjuga en el silencio de la tarde

el presente de un verbo evanescente
que articula el mañana y el ayer.
“Todo lo que ya fue volverá a ser”,
murmura el cuento claro de la fuente.

El cuento de la fuente es eso: un cuento.
Quemó el cielo la luz en la que ardía,
y el día se deshizo en un memento

homo, humo, ceniza, lejanía.
Eso es lo que nos queda de aquel día.
Quien quiera saber de él, pregunte al viento.

NO HAY PRISA

Deja que pasen estos días,
deja que pasen estos años,
y entretanto
agradece el regalo de la luz
del cielo de diciembre,
tan discreta
que es casi sólo transparencia,
no ofende y es muy bella.

Deja que pasen estos años,
son pocos ya,
sé paciente y espera
con la seguridad de que con ellos
habrá pasado
definitivamente todo.