Pedro Luis Arias Ergueta
Las víctimas de la violencia en el conflicto vasco
(Página Abierta, 166-167, enero-febrero de 2006)

Lo que sigue es la visión sobre las víctimas de la violencia de una persona que viene intentando desde hace casi 20 años contribuir a que se supere el conflicto violento en Euskal Herria. Probablemente ni siquiera seré capaz de expresar con claridad todo lo que pienso. Además, alguna idea no conseguiré explicarla tampoco con suficiente claridad. Se trata, por consiguiente, de una aportación, humilde y discutible, que ofrezco como un servicio en medio de otras voces y discursos entre los que, con seguridad, hay, en ocasiones, más conocimiento directo de esta realidad y experiencia personal de mayor hondura que la mía.
En primer lugar me gustaría precisar que para mí no existen víctimas abstractas. Las víctimas son personas concretas, afectadas de forma directa o indirecta por la violencia. No sintonizo con quienes defienden que una sociedad, una cultura o un pueblo pueden ser las víctimas, incluso las principales, de un conflicto o de una situación de injusticia. Puede que ese conflicto o esa situación injusta afecten a muchas personas o a la inmensa mayoría de la colectividad de que se trate. Aun así, para mí, víctima es cada uno de los seres humanos aplastados por una situación de opresión.
Quienes participen de una comprensión diferente a ésta que acabo de formular merecen mis respetos, pero me parece que corren un peligro importante. Cuando se abstrae y colectiviza el sujeto que padece la violencia y la opresión, nos podemos acabar vacunando contra la compasión que abre nuestra sensibilidad al sufrimiento de la persona concreta. No pocos proyectos de liberación han cavado su fosa al privilegiar la salvación de una víctima colectiva (un pueblo, una cultura), en cuyo altar no han tenido inconveniente en inmolar a víctimas concretas, cuyo sacrificio se justificaba por la grandeza de los objetivos perseguidos.
Por el contrario, el planteamiento de reservar la condición de víctima sólo para personas concretas podría parecer que presenta el riesgo de que se nos olviden las causas estructurales que han provocado la existencia de las mismas víctimas. No lo creo así. De hecho, cuando personas que han apostado fuerte por transformar el mundo en clave de justicia narran sus experiencias personales, casi siempre afirman que su rebelión nació de la experiencia directa o de la contemplación cercana de situaciones injustas concretas que afectaban a seres humanos con nombres y apellidos. La reflexión teórica, la elaboración de estrategias o la asunción de compromisos vinieron después.
Una segunda precisión, aún más importante que la anterior, tiene que ver con el respeto que me merece el tema que vamos a abordar. Frente a las víctimas de cualquier violencia, a veces se siente la tentación del silencio. Tentación nacida del temor a no acertar con las palabras precisas, a ensuciar todavía más una memoria que rebosa dolor. Pese a ese respeto profundo que me merecen las víctimas, me atrevo a aportar unas reflexiones en las que espero no molestar a nadie y con las que desearía aportar algún elemento adicional con el que nuestra sociedad acierte a relacionarse con la realidad sufriente de las víctimas, sin paternalismos baratos, sin arrogancia, con mucha presencia callada y poca palabra, con cercanía solidaria, con compromiso para que la justicia que se les debe, y que todavía sea posible, llegue cuanto antes.

El “conflicto vasco” y las víctimas de la violencia
en nuestra sociedad


La historia humana está jalonada por millones de seres humanos cuyas vidas fueron y siguen siendo aplastadas por la injusticia y su hermana la violencia. En las cuatro décadas últimas, en medio de la sociedad vasca, hemos asistido a una manifestación más de este sinsentido inhumano que, además, hemos exportado a otros lugares. Éste no ha sido el conflicto más sangriento de nuestra historia, ni ha sido la violencia más grave acontecida en el mundo durante estos últimos años, lo que debe ayudarnos a no relativizar otras realidades sangrantes. Pero ha sido la que nos ha tocado vivir de cerca a los vascos y vascas, aquella que hemos contemplado o que, incluso, nos ha afectado directamente. Es la que ha atravesado nuestra realidad y ha distorsionado la vida política, social y, en numerosas ocasiones, familiar y amical de todas las personas que aquí vivimos. Ha sido el conflicto cuyas víctimas hemos conocido de cerca, a veces  muy de cerca, en nuestro mismo entorno.

Cuando en un conflicto humano una o varias de las partes enfrentadas deciden recurrir a los métodos violentos, se cruza una frontera cualitativa. A partir de ese momento, usualmente muy pronto, aparecen consecuencias humanamente irreparables: muertes, mutilaciones, viudas, huérfanos, etc. Se entra, además, en una espiral en la que cada acto violento encuentra una de sus justificaciones más importantes al pretender servir como justificación a las atrocidades anteriores. Y así el número de víctimas va creciendo, hasta que la derrota de una de las partes o el reconocimiento por parte de los enfrentados de que nadie va a conseguir la victoria definitiva y completa acaba abriendo posibilidades al cese de la barbarie.
En una espiral de esas características entramos a partir de 1968 en nuestra tierra, cuando, como respuesta a la represión de un régimen que impedía el ejercicio de libertades ciudadanas básicas y aplastaba cualquier manifestación relacionada con la identidad vasca, unos cuantos jóvenes iniciaron la actividad terrorista frente al franquismo. Entonces, y durante los años inmediatamente posteriores, la dureza represiva del régimen franquista, una cierta ceguera moral y dosis importantes de un romanticismo que conectaba con las luchas revolucionarias del Tercer Mundo o con el espíritu del Mayo del 68 francés hicieron que muchos intentáramos, si no justificar, al menos explicar el que ETA atentara contra vidas humanas. Fue la época en que se celebraba en muchos lugares el asesinato del almirante Carrero Blanco o la del “algo habrá hecho” referido al policía o al guardia civil que ETA acababa de asesinar. Fue la época también más dura para las familias de estos muertos o mutilados, puesto que poca o nula solidaridad pudieron encontrar entre la inmensa mayoría de las personas que vivíamos en el País Vasco.
Con el advenimiento de la transición política, nuevas esperanzas aparecieron. La amnistía, el proceso que condujo a la Constitución, al Estatuto de Gernika, al Amejoramiento del Fuero, etc., sirvieron para que la inmensa mayoría iniciáramos un nuevo camino en el que entendíamos que la violencia no tenía ya ninguna justificación. Así lo entendieron también buena parte de los militantes de ETA-pm. No así otra parte, minoritaria, pero significativa, de nuestra sociedad. Con lo que, desde 1968 hasta la actualidad, hemos acabado acumulando un millar de muertos y otro montón de dolor y sufrimiento repartidos a lo largo de casi cuatro décadas; décadas en las que ha nacido toda nuestra juventud actual.
No haríamos justicia a nuestra historia como sociedad si no recordáramos aquí el proceso que a partir de los primeros años ochenta comenzó a movilizar a una parte de la ciudadanía en contra de estas vulneraciones de derechos humanos fundamentales al servicio de pretendidos fines de carácter político. Así nació la Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria en 1985, junto con otras realidades de mayor o menor entidad que han servido como plataformas para que el rechazo a la violencia y la solidaridad para con las víctimas de ésta salieran del ámbito privado a la escena pública.
Esta breve reseña histórica sólo ha pretendido situarnos en un contexto concreto en cuyo seno voy a plantear mi aportación. Ésta contará con dos apartados fundamentales. Uno primero en el que intentaré precisar los diversos tipos de víctimas que esta historia ha dejado entre nosotros. Otro segundo en el que buscaré vislumbrar cuáles pueden ser las actitudes a potenciar que deberíamos cultivar ante estas víctimas.

Todas las víctimas no son iguales


En este apartado no pretendo realizar una especie de clasificación taxonómica al servicio de una curiosidad cientifista. Me parece importante insistir en que las distinciones que siguen no implican, en absoluto, el que no debamos ser sensibles a todo el sufrimiento que ha provocado y que provoca un conflicto que quizá no se resuelva del todo nunca, pero que todavía no hemos conseguido humanizar suficientemente. Traigo aquí a colación unas palabras de uno de los teólogos que hicieron posible el Concilio Vaticano II. Henri de Lubac escribió: «Todo sufrimiento es único, y todo sufrimiento es común. Tengo que repetirme la segunda verdad cuando sufro yo, y la primera cuando veo sufrir a los otros». He aquí un reto para quienes habitamos en el País Vasco y en otros lugares. Cultivar una sensibilidad especial para con cualquier sufrimiento ajeno, por lejos que se encuentre de nuestras posiciones quien lo sufre, y ser capaces de desarrollar sentimientos de compasión genuina para con cualquier persona sufriente.
En este sentido bueno será que, en una autocrítica sincera, reconozcamos que determinadas muertes nos han conmocionado mucho más o que el sufrimiento de algunas familias lo hemos sentido mucho más cerca. Somos seres humanos y no ejercemos un control completo de nuestros sentimientos, ni en nuestro corazón están presentes con la misma fuerza todos los seres humanos (nuestros allegados lo están con una muy superior intensidad). Pero ello no exime del esfuerzo de reconocer el sufrimiento de otras personas.
Sin embargo, no todo sufriente es una víctima. O, por no enredarnos con el lenguaje, no todo sufriente es víctima de la misma manera. En la historia humana, también en la nuestra, hay víctimas inocentes: el niño que jugando golpeó la bolsa que contenía una bomba, los niños que jugaban en el patio del cuartel de la Guardia Civil en que vivían con sus padres o aquel que había recogido del colegio con el coche su padre policía. Como lo eran los trabajadores que murieron al asaltar la policía la parroquia de Zaramaga en Vitoria, hace ahora poco más de veinte años. Pero también lo eran los concejales del PP asesinados más recientemente o tantos y tantos miembros de las fuerzas de seguridad.
Víctimas también han sido los miembros de ETA fallecidos al manipular un explosivo con el que iban a atentar, los muertos en enfrentamientos con la policía –más recientemente, también con la Ertzantza– o en operativos policiales desgraciados, como el de 1998 en la calle de la Amistad de Bilbao. Pero víctimas diferentes a las anteriores.
Frente a las víctimas inocentes no basta con la compasión y la cercanía, es necesaria la denuncia de la horrorosa injusticia que se ha cometido en sus vidas, acabando con ellas o marcándolas indeleblemente para siempre.
Frente a la víctima responsable en buena medida de su situación debemos sentir compasión y cercanía, pero en este caso habrá que reconocer que nuestro clamor deberá interpelar a las conciencias morales deterioradas, a las suyas, si todavía es posible, o a las de los que han funcionado como ellos hasta el punto de creerse con derecho a disponer de la vida de otro ser humano. Reconocer que su decisión de utilizar la violencia responde a determinadas causas, que nos pueden merecer valoraciones muy diversas, no elimina la necesidad de criticar rotundamente los medios, por defendibles que nos puedan llegar a parecer los fines.
Y ello también en tiempo de violencia de “baja intensidad”. En primer lugar, porque las amenazas y destrozos continúan afectando a personas concretas. Pero también porque no vaya a ser que, confundidos en una marea de buenos sentimientos compasivos, acabemos creyendo que hubo alguna justificación para lo injustificable. Por ese camino acabaríamos revictimizando a las personas inocentes, al manchar su memoria pretendiendo que su sacrificio tendría alguna justificación, aunque sea de carácter parcial. Sólo una memoria de lo que ha ocurrido, abierta a la reconciliación, pero celosa para con la verdad, nos ayudará a construir un futuro sobre bases sólidas y firmes.
Existe otro mundo de víctimas constituido por los familiares de quienes han sufrido directamente el impacto de la violencia. Ellos y ellas sufrieron, en muchas ocasiones, una segunda experiencia traumática al no percibir en su entorno expresiones de cercanía y apoyo o, incluso, percibirlas de rechazo. En sus relatos podrá haber elementos incorporados un tanto irracionalmente y nacidos del trauma padecido, pero también existen causas objetivas para el malestar que expresan. Sólo en los últimos años hemos sido capaces de realizar gestos o de participar en iniciativas serias haciéndonos cargo de esa realidad. Sin menospreciar algunas actuaciones anteriores muy meritorias, pero puntuales e insuficientes.
Entre estas víctimas indirectas se cuentan las familias de etarras muertos o encarcelados. Su sufrimiento no siempre lo hemos sentido cercano, al menos éste es el caso de bastantes personas y grupos que conozco. A veces, ni en las ocasiones en las que los malos tratos o la tortura han aparecido como realidades acreditadas. En primer lugar está el rechazo que nos provoca lo que sus hijos o hermanos han hecho. A veces, desde las asociaciones en que estos familiares se han venido organizando se nos invita a iniciativas en las que se mezclan elementos que podemos asumir con otros que no compartimos. Por último, en ocasiones, hemos llegado a pensar que la decisión por la violencia del hijo tenía uno de sus orígenes y, consecuentemente, ahí residía parte de la responsabilidad, en los valores que esos padres habían transmitido. Cuando hemos podido conocer de cerca a alguna de estas familias, la mayoría de estos esquemas han quedado desenmascarados y, poco a poco, parece que algunas personas nos hemos ido abriendo a esa realidad en la que también se ha acumulado mucho sufrimiento.
Otras víctimas que deberemos tener muy presentes en el futuro son todos esos jóvenes socializados en la más absoluta intolerancia. Adolescentes a los que se ha enseñado que quien no piensa como ellos es su enemigo, al que está justificado agredir. En algunos de los casos se trata de jóvenes con otro tipo de problemas en origen y que tienen que ver con la radical injusticia con que tenemos organizado este mundo. En casi todos los casos no ha sido despreciable la influencia de una ausencia importante de horizontes para la vida adulta: elevadas tasas de paro, altos índices de fracaso escolar, etc. La interpelación para las Administraciones públicas, el sistema educativo, la Iglesia y otras organizaciones sociales es evidente. Pero también lo es para toda la ciudadanía. No podemos aceptar que no se pueda reconducir ninguna vida, por marcada que ésta esté. Aquí, como en otros temas asociados con este problema de la violencia, se mide la calidad de nuestra esperanza.
Quizá otros y otras podamos pecar de pretenciosos si intentamos constituirnos también en víctimas de la violencia. Seguramente es cierto que la violencia ha impedido que otros problemas importantes que nos afectaban se resolvieran antes o de mejor manera. Tal vez lo que somos y lo que lleguemos a ser está condicionado por lo vivido en relación con todos estos problemas. Pero quizá sería mejor y más justo preguntarnos por las ocasiones en que hemos podido ser simples espectadores de lo que acontecía (fuera ETA o los GAL o cualquier otro sujeto el responsable), y por ello, o por comportamientos aún peores, cómplices de esa injusticia manifestada como violencia.
La irreversibilidad de la mayor parte de todo este sufrimiento es una permanente llamada a la humildad, a no ser arrogantes, a vivir interrogándonos sobre cómo podemos contribuir a la difusión efectiva de una cultura de paz.

Actitudes ante las víctimas


A lo largo de los apartados anteriores he ido planteando repetidas veces la necesidad de una postura crítica para lo que han sido y siguen siendo nuestras actitudes ante las víctimas. Sólo reconociendo las carencias y los errores propios podremos intentar, en esta nueva coyuntura, acertar en la indudablemente difícil tarea de conjugar cercanía y solidaridad con respeto y comedimiento.
Esta necesaria autocrítica debe realizarse en el plano personal y social. Creo que en ambos niveles no hemos sido capaces de estar a la altura de las circunstancias.
Como ya he indicado, estas carencias aparecen en relación con todos los diversos tipos de víctimas. Cada uno y cada una, cada partido político y sindicato, cada confesión religiosa y cada organización social habremos de descubrir dónde han estado los déficit más clamorosos y en qué medida estamos siendo capaces de enmendarlos.
Pero no basta con la autocrítica. Ésta, a veces, nos sirve únicamente para una complaciente mirada sobre nuestro ser y hacer. Hay que descubrir caminos nuevos. Debemos preguntarnos por cuáles han de ser las actitudes que debemos cultivar frente a la realidad de las víctimas.
Así, una primera actitud que hemos de cultivar es la de la cercanía y la escucha. Las víctimas necesitan contar lo que han vivido y cómo lo han vivido. A veces repitiéndolo monótonamente. Sólo así pueden ir exorcizando la huella de la violencia e ir sanando sus heridas. Si en vez de forzar a que avancen en el camino que nosotros percibimos como el que puede conducirles hacia la superación, siempre parcial, de lo que han padecido, o, lo que es aún peor, si en vez de manipular su sufrimiento, nos colocamos simplemente lo más cerca que ellas nos permitan y nos ponemos a escucharlas, habremos comenzado bien nuestro acercamiento a su realidad.
Una segunda actitud ligada a la anterior y, en cierta medida, ya indicada, es la de la espera paciente. Tenemos tantas ganas de pasar esta página dolorosa de nuestra historia, que corremos el peligro de pretender que la cicatrización de las heridas recibidas por las víctimas se produzca ya. En un mundo en el que esperar pacientemente equivale muchas veces a tener la sensación de perder el tiempo, hay que permitir una curación que no cierre en falso ninguna huella de la violencia. Respetar los ritmos de las víctimas es una exigencia que no podemos ahogar en nuestra impaciencia.
Otra actitud imprescindible es la de la compasión. Es ésta una palabra con mala prensa; parece que compadecerse suena a asunto pasado de moda y que da la espalda a las causas estructurales que subyacen a toda injusticia. Pero rectamente entendida significa intentar participar en el sufrimiento de las víctimas, no cómodamente, desde fuera, sino junto a, con ellas. Intentando recordar (en su sentido etimológico de pasar por el corazón) lo que esas personas han vivido. Utilizando una terminología que está más de moda, se podría decir que debemos intentar empatizar con ellas. Nunca podremos tener sus mismas experiencias, pero las nuestras propias, probablemente mucho menos dramáticas, pueden ayudarnos a que nuestra cercanía y nuestra atención sean más profundas y solidarias.
Por último, habremos de adoptar una actitud abierta a lo nuevo. Nunca seremos los mismos, ni nunca la sociedad vasca será la misma, después de las experiencias traumáticas que hemos vivido. Pero al construir una nueva realidad podemos acertar con aprender de los errores pasados o, por el contrario, condenarnos a volver a repetir parte de lo vivido. He aquí un reto: caminar hacia una sociedad verdaderamente reconciliada o seguir en una chapuza, hecha de prisas y componendas, de arreglos apresurados y de ocultación de una buena parte de lo acontecido.
Insisto en la importancia que para esta tarea tendrá la memoria de las víctimas. En un texto reciente que el superviviente del holocausto Elie Wiesel titulaba “Carta a un joven alemán” se recoge esta idea con una enorme fuerza: «A las puertas del siglo XXI, toda la cultura debe ser ética. Y la ética implica una actitud humana hacia el prójimo: hacia el atrapado por la esperanza y hacia la víctima de la injusticia. Como guía y orientación, defended el derecho a recordar que tiene toda persona...».
Creo que con estas actitudes podremos conseguir ayudar a que el don precioso del perdón les sea concedido a los victimarios por aquellas personas que pueden otorgárselo: sus víctimas. De esa manera, quienes hoy han iniciado un camino de abandono de la estrategia violenta, movidos por criterios de eficacia y no de ética, quizá lleguen un día, como otros antes que ellos, a descubrir que, al contrario de lo que recoge la tradición marxista más clásica, la violencia no es la partera de toda vieja sociedad preñada de otra nueva, sino la memoria de las víctimas de la vieja situación. O con palabras del teólogo J. B. Metz: «El día en que el ordenador, que no es capaz de recordar porque tampoco es capaz de olvidar, sea el sustituto de nuestra memoria, dejaremos, seguro, de poner en marcha rebeliones contra injusticias sociales y de otra índole, pues tales rebeliones sólo se producen cuando el hombre es capaz de recordar el sufrimiento». No debemos permitir que la única memoria de lo acontecido, especialmente de lo sucedido a las víctimas, quede en un disco duro, en un CD-ROM o en el archivo de un periódico.

La significación política de las víctimas

Por último, acabo refiriéndome a un debate actual y recurrente. Se trata de la discusión sobre hasta qué punto las ideas y proyectos esgrimidos por los victimarios con la pretensión de justificar su actividad terrorista deben ser excluidos del debate político por respeto a la memoria de las víctimas. Quienes argumentan así defienden que posibilitar que los objetivos perseguidos con la violencia se consigan tras su finalización supone un insulto a esa memoria, ya que equivaldría a reconocer, de alguna manera, que la violencia ha conseguido lo que pretendía.
No comparto esta posición. Me parece que un proyecto político, o de otro tipo, siempre que sea respetuoso con los derechos humanos fundamentales y se exprese democráticamente, puede presentarse en el ágora pública. Otra cuestión bien distinta es la de que, en un mundo lleno de víctimas, uno de los criterios más importantes para valorar un proyecto político es el de cómo prevé respetar la memoria y dignidad de esas víctimas, así como trabajar para que no se produzca ninguna más en la medida de lo posible.
En última instancia, me parece muy importante no caer en la tentación de separar medios y fines, tanto cuando unos medios intolerables nos sirven para criticar unos objetivos excluyentes e inhumanos, como cuando hemos de reconocer que una pretendida Euskal Herria independiente o una España mononacional construidas mediante un proceso pacífico y democrático no tiene nada que ver, como objetivo final, con una Euskal Herria que alcanzara su independencia o una España que se configurara con una única identidad nacional por medios violentos. Los medios no sólo califican el objetivo para estropearlo, también lo configuran de tal forma que no se persigue el mismo fin, aunque se utilicen palabras y discursos similares, cuando los medios se compadecen bien con nuestra humanidad que cuando se utilizan medios inhumanos.
Planteado desde otra perspectiva, pero con el mismo problema de fondo, podemos hacernos la pregunta: ¿cuál es la autoridad política de las víctimas? Creemos que es posible contestar estableciendo un doble nivel de autoridad.
Existe, en primer lugar, una autoridad teórica por su parte que permite huir de todo idealismo político a la hora de enfrentarnos al análisis de la realidad. En nuestro contexto, la existencia de víctimas concretas, con nombres y apellidos, profesiones y afiliaciones, etc., nos impide elaborar discursos generalistas, ideologizados, abstractos. Además, si la realidad de un país, como dolorosamente nosotros comprobamos, no es la misma con víctimas que sin ellas, su mirada, específica, forma parte de la realidad y ha de ser tenida en cuenta; como decía Adorno, «dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad». La víctima es una realidad no prevista por el sistema democrático y por ello complica y corrige todo análisis de carácter político, introduciendo un elemento (la asimetría radical de la víctima) que obliga a cuestionar, revisar y corregir todas las seguridades conceptuales previas.
Existe, en segundo lugar, pero no por ello menos importante, una autoridad práctica de las víctimas. Ellas son ejemplo de realización de humanidad en medio de un contexto de suma inhumanidad. En ellas radica y se expresa la derrota ideológica y política de la causa por la que las asesinaron (y no necesariamente la victoria de la causa que ellas representaban). Ellas reflejan, bien el fracaso, bien el mal funcionamiento del sistema político, la asimetría radical que cuestiona las evidencias democráticas: un igual ha sido desigualmente tratado. La situación moral (y política) excepcional es precisamente la normalidad de las víctimas. Como decía Walter Benjamin, «para los oprimidos, el Estado de excepción es la regla».

La condición de víctimas es fuente tanto de razón como de derecho. En demasiadas ocasiones hemos identificado equivocadamente a la víctima como “lo otro” distinto de la razón política, en vez de reconocer la razón que le asiste, la razón “del otro” (Dussel). Posiblemente, es exagerado decir que las víctimas tienen toda la razón (¿frente a quién o en qué?), pero seguramente sus razones son en estos momentos las más importantes. Lo que es innegable es que las víctimas, por ser tales, tienen unos derechos sin los cuales no hay democracia ni derecho, es decir, no hay política que se pueda considerar moral.
Resultaría del todo incoherente que quienes, sin justificarlo, han dado un significado político al terrorismo, como expresión –eso sí, inaceptable– de un conflicto político, negaran tal significado a las víctimas de la actuación terrorista. No se puede hacer política auténtica y real entre nosotros actuando como si no hubiese víctimas. Su presencia es incómoda (incluso se llega a negar su existencia, porque demanda el correlato de un verdugo), “políticamente incorrecta”, pero ineludible.

Aunque de modo radicalmente distinto, la mirada de las víctimas ha sido y habrá de ser el arbiter de nuestra vida política. Hasta ahora las víctimas han sido “testigos invisibilizados” por nuestra propia insensibilidad; a partir de ahora han de ser “jueces de nuestra cotidiana injusticia”.
En definitiva, frente a quienes a la vez que consideran necesario un reconocimiento moral, social y material, niegan a las víctimas legitimidad para asumir ningún papel y protagonismo en los procesos de paz y en la vida política de nuestro país o incluso creen que esto es el mejor favor que les podemos prestar, reivindicamos su protagonismo político, en beneficio no sólo de ellas mismas, sino de todos nosotros, de la sociedad en su conjunto. A la asunción de la perspectiva de las víctimas le debe acompañar, para evitar todo peligro de mero emotivismo, una perspectiva propiamente institucional, política. No basta con ponerse (sentimentalmente) en el lugar del otro, hace falta (políticamente) hacerle un lugar al otro. La política es el arte del reconocimiento del otro, y la víctima es el radicalmente otro. No hay auténtica política sin reconocimiento, también político, de la víctima.
Este reconocimiento de la víctima como sujeto político adquiere una modulación diversa, analíticamente diferenciable:
· Es, en primer lugar, un sujeto político que ejerce una tarea interpelante y crítica, frente a la satisfacción generalizada y el olvido interesado del statu quo.
· Es, en segundo lugar, un sujeto político que demanda precisamente a la sociedad que se le haga justicia, siendo resarcido en lo posible de los males y sufrimientos padecidos.
· Es, en tercer y último lugar, un sujeto político que tiene derecho a intervenir en el debate acerca de lo opinable en el foro público, no teniendo sus propuestas en ese terreno otro valor principal distinto del de las razones que las justifican y fundamentan.
Por último, como nota crítica a todo lo dicho, no está de más recordar aquí la precaución que destila el pensamiento adorniano respecto a la esperanza de cambio social que puedan representar quienes son sus víctimas, pues la sociedad tiene a menudo la diabólica capacidad de transformarlas precisamente en colaboradoras y difusoras de sus injusticias.

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Pedro Luis Arias Ergueta
es profesor de la Universidad del País Vasco y miembro de Gesto por la Paz.