Pedro Arrojo

La crisis del agua en perspectivas de cambio climático
(Página Abierta, 193, junio de 2008)

            Vivimos en el Planeta Azul. Un mundo en el que el agua es abundante, hasta el punto de que merecería ser llamado el Planeta Agua. En estado líquido, en forma de vapor o congelada; con una elevada proporción de sales disueltas, en los mares, o con escasa salinidad en ríos, lagos y humedales, o en el subsuelo, formando acuíferos...; el agua es la clave de la vida que conocemos. La energía del Sol mueve masivos procesos de evaporación, condensación y precipitación, en forma de lluvia y nieve, que cierran un ciclo hídrico esencial para la vida en islas y continentes. La diversidad climática reparte ese ciclo en múltiples formas y ritmos, generando un impresionante mosaico de biodiversidad y de paisajes que marcan el carácter de los diversos territorios y de los pueblos que los habitan. Esa diversidad comporta contrastes entre zonas húmedas, otras que lo son menos, regiones esteparias, semiáridas, áridas e incluso desérticas... En este contexto de diversidad climática, los pueblos se han asentado siempre donde hay agua: cerca de un río, un lago, una fuente, o en territorios donde las aguas subterráneas son accesibles a través de pozos.
            A pesar de ello, Naciones Unidas estima que 1.100 millones de personas no tienen garantizado el acceso a aguas potables, mientras 2.400 millones no disponen de servicios básicos de saneamiento. Como consecuencia de esto, más de 10.000 mueren cada día, en su mayoría niños y niñas. Tomando como base estas dramáticas cifras, con frecuencia se habla de creciente escasez de agua en el mundo. Sin embargo, el problema suele estar más en la calidad que no en la cantidad de las aguas disponibles. Desde el modelo de desarrollo vigente, hemos quebrado la salud de ríos, lagos, fuentes y acuíferos. Primero han muerto peces, ranas y otros animales; y más adelante han acabado enfermando y muriendo las personas más vulnerables en las comunidades pobres que no tienen medios para paliar las consecuencias de esta crisis de insostenibilidad que hemos provocado en nuestros ecosistemas acuáticos.
Por otro lado, la ausencia de adecuadas leyes, el secuestro de derechos democráticos, la irresponsabilidad de las autoridades, la falta de conocimientos y de información en las comunidades más vulnerables, e incluso frecuentemente la corrupción, conforman otra clave del diagnóstico en torno a la gobernanza de los servicios básicos de agua y saneamiento.
            Afrontamos, en suma, una grave crisis mundial en torno al agua, generada por la convergencia de tres fallas críticas: de inequidad, con los consiguientes problemas de pobreza; de insostenibilidad, por degradación de los ecosistemas acuáticos y quiebra del ciclo hidrológico natural; y de gobernanza en la gestión de los servicios básicos de agua y saneamiento.

Inequidad y pobreza

            Naciones Unidas estima en torno a 1.000 millones las personas que en el mundo viven en situación de extrema pobreza. Ello implica graves problemas de desnutrición, falta de los más elementales servicios médicos, salud pública y educación, además de graves problemas de acceso al agua potable. La marginación social y política de estas comunidades y sectores sociales, agudizada por graves problemas de falta de democracia, corrupción y opresión, bloquea toda perspectiva de superación de esta situación.
            La desvertebración del medio rural producida por la extrema desigualdad social y la falta de acceso de los más pobres a la tierra, a medios básicos de subsistencia y a los servicios más elementales, agudizada en muchos casos por las guerras, están provocando masivos procesos migratorios que engrosan los cinturones de miseria de las grandes ciudades
            La liberalización de mercados internacionales, sin criterios sociales de protección a las comunidades rurales, está acelerando la crisis de esos tejidos sociales. Las comunidades se ven abocadas a la diáspora, sin tiempo siquiera para poder evolucionar y afrontar por lo menos los correspondientes retos de supervivencia. El doble rasero de esas políticas liberalizadoras, que permiten masivas subvenciones agrarias y apoyos a la exportación en los países desarrollados, agrava la quiebra social del medio rural en países empobrecidos y en desarrollo.
            El desamparo social de los barrios de la periferia en las grandes urbes de estos países comporta, de forma generalizada, la falta de acceso a servicios básicos de alcantarillado y saneamiento, así como la frecuente falta de conexión a redes fiables de abastecimiento de agua. Ello supone no sólo graves riesgos para la salud de cientos de millones de personas, sino la necesidad de comprar, a costes desmesurados, aguas de dudosa fiabilidad a vendedores sin escrúpulos que hacen negocio de la necesidad de supervivencia de los más débiles.
            En el medio rural, la degradación de las aguas que tradicionalmente han abastecido a las comunidades fuerza a usar fuentes cada vez más alejadas, que con frecuencia, a pesar de todo, son infiables. Este duro trabajo, que exige muchas horas diarias de camino y duro acarreo, suele recaer sobre las mujeres, y con frecuencia sobre las niñas, que se ven así en la imposibilidad de ir a la escuela.
            Por otro lado, las políticas de agua suelen adolecer de graves problemas de inequidad interterritorial. El impacto de las grandes obras hidráulicas, y especialmente de las grandes presas, recae sobre los pueblos más pobres y vulnerables, a menudo comunidades indígenas, que se ven expulsadas de sus pueblos en nombre de un desarrollo que acaba beneficiando fundamentalmente a los más ricos y a los territorios más desarrollados. La Comisión Mundial de Presas, en su informe final presentado en Londres en el año 2000, habiendo valorado con precisión los metros cúbicos que pueden almacenarse en las más de 45.000 grandes presas construidas a lo largo del siglo XX, se confesaba incapaz de concretar cuántas personas fueron expulsadas a la fuerza de sus pueblos y valles, por inundación de los mismos. El hecho de que finalmente estimara entre 40 y 80 millones las personas afectadas marca no sólo la envergadura del impacto social, sino también la falta de conciencia que existe al respecto y la invisibilidad de las víctimas. En este campo, debemos encarar, tal y como reseña la Comisión Mundial de Presas, serios problemas de transgresión de derechos humanos de los pueblos afectados y de derechos ancestrales de muchas comunidades indígenas.

La insostenibilidad

            A lo largo del siglo XX, el desarrollo de la ingeniería hidráulica ha permitido controlar, almacenar, transportar y servir enormes caudales fluviales para muy diversos usos. El avance tecnológico en materia de perforación de pozos y bombeo ha permitido explotar los recursos subterráneos de forma masiva. Por otro lado, ríos, lagos y mares han sido usados como espacios para verter y evacuar millones de toneladas de residuos de todo tipo. Todo ello ha permitido, sin duda, desarrollar actividades productivas y servicios que han supuesto importantes mejoras en el nivel de vida de miles de millones de personas. Sin embargo, los impactos sociales y ambientales generados, directa e indirectamente, por este enfoque productivista son demoledores.
            Hoy, el medio hídrico continental es el que presenta los mayores índices de especies extinguidas o en peligro de extinción en la biosfera. Esta crisis de biodiversidad tiene una proyección trágica sobre la pesca, tanto en ríos y lagos como en costas marinas, agravando de forma dramática los problemas de hambre en muchas comunidades pobres y vulnerables. No en vano se dice que la pesca es la proteína de los pobres...
La degradación de ríos, lagos y humedales suele comportar la degradación de las funciones naturales de autodepuración de estos ecosistemas, aumentando su vulnerabilidad frente a los procesos de contaminación.
            Los grandes embalses han colapsado el flujo natural de sedimentos que durante miles de años ha alimentado deltas y playas, provocando su progresiva desaparición. Tal proceso se ve hoy acelerado por el crecimiento del nivel de los mares, como consecuencia del calentamiento global y la correspondiente fusión de masas polares.
La regulación intensiva de muchos ríos ha quebrado formas tradicionales de producción agraria y ganadera vinculadas a los ciclos de inundación de las llanuras aluviales, generando graves problemas de subsistencia en muchas comunidades vulnerables.
Pero quizás los impactos más demoledores de esta quiebra del ciclo hidrológico en continentes e islas son los que se refieren a la salud pública. Siendo el agua la clave de la vida, la hemos transformado en el agente de enfermedad y muerte más letal jamás conocido en la historia de la humanidad.

La crisis de gobernanza

            El modelo de globalización promovido por el Banco Mundial (BM), por la Organización Mundial de Comercio (OMC) y por el resto de organizaciones internacionales económico-financieras no constituye, desgraciadamente, un ejemplo positivo en materia de derechos humanos y ciudadanos. Tales políticas se centran en ampliar las fronteras del libre mercado, transformando en espacio de negocio el medio ambiente y servicios públicos de interés general tan básicos como los de abastecimiento de agua y saneamiento.
            Hoy se puede afirmar que tales políticas, lejos de reducir los gradientes de inequidad y pobreza y de garantizar, en particular, el acceso a aguas potables a los más pobres, ha contribuido a fragilizar y empeorar su situación. Y es que transformar a los ciudadanos en simples clientes supone marginar a los más pobres en lo que se refiere a sus derechos humanos y ciudadanos.
            Los problemas de ineficiencia, opacidad e incluso corrupción, que con frecuencia caracterizan a la función pública en muchos países, y que vienen siendo denunciados en los informes de Naciones Unidas, no se resuelven a través de la privatización de servicios básicos de interés general, como los de agua y saneamiento, sino mediante profundas reformas democráticas que garanticen nuevos modelos de gestión pública participativa bajo control social.
            Hoy, Naciones Unidas reconoce el acceso a cuotas básicas de aguas potables como un derecho humano. Por otro lado, la comunidad internacional trabaja lo que se conoce como la tercera generación de derechos humanos basada en el derecho colectivo de los pueblos a la paz, al territorio y a un medio ambiente saludable. Todo ello, en materia de aguas, nos coloca ante la necesidad de reconocer el agua y los ecosistemas acuáticos como patrimonios públicos que deben ser administrados desde enfoques de gobernanza participativa e interés general.

Valores en juego y prioridades éticas

            Desde la lógica neoliberal que inspira el modelo de globalización vigente, se tiende a considerar el agua como un simple recurso económico que se debe gestionar desde la lógica del libre mercado. Sin embargo, a diferencia de otros recursos naturales, renovables o no, el agua está vinculada a funciones y valores que deben ubicarse en categorías éticas no gestionables desde criterios de mercado.
            El agua cumple ante todo funciones de vida, no sólo esenciales para las comunidades humanas, sino también para el resto de seres vivos en la biosfera. Al igual que entendemos que los bosques son mucho más que simples almacenes de madera, debemos asumir que ríos, lagos y humedales son mucho más que canales o depósitos de H2O. Son ecosistemas vivos de cuya salud depende la pesca, esencial en la dieta proteica de comunidades pobres y vulnerables. Ecosistemas que cumplen funciones esenciales de autodepuración de sus propios caudales. Acuíferos y humedales que regulan el ciclo hídrico natural, almacenando y liberando caudales en tiempos de sequía y estiaje. Ríos que gestionan no sólo flujos de agua, sino también de sedimentos y nutrientes que han creado huertas en las llanuras aluviales y deltas en las desembocaduras fluviales. Flujos que cumplen también importantes funciones de fertilización de la vida y de las pesquerías en las plataformas litorales marinas; al tiempo que alimentan de arena las playas, clave del desarrollo turístico en muchos casos.
Por todo ello es esencial entender la necesidad de pasar de la mera gestión de recurso a la gestión ecosistémica, igual que hemos pasado de la gestión maderera a la gestión forestal, abriendo nuevas perspectivas de gestión integrada y sostenible.
Más allá de sus funciones ambientales, el agua es un recurso clave para la salud pública, el bienestar y la cohesión ciudadana. Por otro lado, es un recurso esencial para las más diversas actividades económicas, tanto en la agricultura o la producción eléctrica, como en el desarrollo industrial o el sector servicios. Pero más allá de esos valores productivos tangibles, el agua en sí misma y los ríos, lagos, fuentes y humedales representan valores intangibles, emocionales y espirituales, que marcan la identidad cultural y paisajística de pueblos y territorios.
            Esa diversidad de valores en juego se vincula a derechos individuales y colectivos que no sólo corresponden a las generaciones actuales, sino también a las futuras. Quienes hoy vivimos no tenemos más derecho a disfrutar de ríos, lagos, humedales, fuentes y acuíferos que el que tuvieron nuestros padres y abuelos, o el que tendrán nuestros hijos, nietos y las generaciones que habiten el planeta en el futuro. Ni siquiera el concepto de herencia es el adecuado en este caso. No se trata de ser generosos con las generaciones futuras, sino justos. El principio ético de equidad intrageneracional, a la hora de acceder a esos patrimonios naturales y disfrutar de ellos, debe complementarse con el de justicia y equidad intergeneracional. Los ecosistemas acuáticos, al igual que el conjunto de la naturaleza, deben ser considerados patrimonios de la biosfera en usufructo de las generaciones actuales, bajo el compromiso ético de conservarlos para las generaciones futuras.
            Esta complejidad de valores y derechos en juego, muchos de los cuales son inconsistentemente sustituibles por bienes de capital, desborda la sensibilidad, la coherencia y las capacidades del mercado. Estamos ante la necesidad de garantizar principios y de gestionar valores y derechos que deben inscribirse en el ámbito de responsabilidad pública o comunitaria que Aristóteles identificaba como res pública, cosa de todos y todas, desde la perspectiva del interés general.
            Reconocer esta diversidad de valores y derechos en juego es tan importante como identificar las categorías éticas en las que deben ubicarse, a fin de establecer adecuadas prioridades y criterios de gestión en cada caso. Aunque el agua sea siempre H2O, deben distinguirse diversas categorías éticas distinguiendo:
            El Agua-vida, en funciones básicas de supervivencia, tanto de los seres humanos como de los demás seres vivos en la naturaleza. Debe ser priorizada, de forma que se garantice la sostenibilidad de los ecosistemas y el acceso de todos a cuotas básicas de aguas de calidad, como un derecho humano. En este ámbito deben incluirse también los derechos ancestrales y tradicionales a los caudales necesarios para producir los alimentos básicos de los que depende la supervivencia de las comunidades.
            El Agua-ciudadanía, en las funciones de salud y cohesión social que brindan los servicios domiciliarios de agua y saneamiento; así como, en general, en actividades de interés colectivo. Debe situarse en un segundo nivel de prioridad, en conexión con los derechos de ciudadanía y con el interés general de la sociedad. Su gestión debe  vincular tales derechos con los correspondientes deberes de ciudadanía, desde adecuados modelos de gestión pública participativa bajo control social.
            El Agua-crecimiento económico, en funciones productivas, debe reconocerse en un tercer nivel de prioridad, en conexión con el derecho que tenemos a mejorar nuestro nivel de vida. Ésta es, de hecho, la función en la que se usa la mayor parte del agua extraída de ríos y acuíferos, siendo clave en la generación de los problemas más relevantes de escasez y contaminación en el mundo.
            El Agua-delito: cada vez son más los usos productivos del agua sobre bases ilegítimas, cuando no ilegales (vertidos contaminantes, extracciones abusivas...) Tales usos deben ser evitados y perseguidos mediante la aplicación rigurosa de la ley.
Desgraciadamente, hemos antepuesto, o permitido que se anteponga, el derecho a ser más ricos, generalmente de los más ricos, sobre el derecho humano al agua potable de los más pobres, sobre el interés general de la sociedad y sobre la necesidad de preservar la sostenibilidad y la salud de los ecosistemas. Hemos asumido como razonable que se contamine o se sobreexploten ríos y acuíferos en nombre del desarrollo, relegando a un segundo plano las consecuencias sobre la salud pública o los derechos de las comunidades más vulnerables.

La crisis de las estrategias “de oferta” vigentes
desde principios del siglo XX

            A lo largo de la última década se ha desarrollado en España un interesante debate sobre el agua. La reacción frente al Plan Hidrológico Nacional del Gobierno del PP, con sus más de ciento treinta grandes embalses y el controvertido trasvase del Ebro, suscitó una movilización ciudadana sin precedentes. Este movimiento, bajo el lema de la Nueva Cultura del Agua, suscitó un debate similar al que se produjo en EE UU en los 70, y que culminó en los 80 con el veto presidencial de la Hit List. Un veto que bloqueó una oleada de grandes obras hidráulicas, que incluía trasvases a 2.000 kilómetros de distancia, desde el Estado de Washington hasta Los Ángeles.
            Hace un siglo, Costa planteó, con acierto, la necesidad de regenerar la función pública, tomando como eje central la gestión de aguas. Eran tiempos de pujanza de las ideas liberales que impulsaron la expropiación y reprivatización en manos de la burguesía de tierras de la Iglesia y de la nobleza, a fin de dinamizar su productividad. Sin embargo, la iniciativa privada fracasó en promover las grandes obras hidráulicas que ya por entonces se podían construir. Las inversiones precisas eran demasiado elevadas y los plazos de amortización demasiado dilatados. En estas circunstancias, Joaquín Costa acertó al plantear la necesidad de recuperar, desde la modernidad, el viejo derecho romano, que consideraba las aguas superficiales como res pública. Se trataba de que el Estado asumiera el reto de “dominar losríos” para poner sus aguas al servicio del desarrollo agrario e industrial en nombre del “interés general”.
            Se implantaba así un modelo “de oferta” en el que la escasez de recursos hídricos dejaba de ser una limitación inexorable derivada del clima en cada región, para pasar a ser una responsabilidad del Estado. La Administración debe hacer las obras precisas para que los caudales demandados estén disponibles, bajo masiva subvención pública. Desde este enfoque, las mal llamadas demandas pasan a ser más propiamente requerimientos bajo expectativas de cuasigratuidad. Este modelo “de oferta” ha marcado nuestra historia a lo largo del siglo XX. Hoy, más de 1.300 grandes presas, con una capacidad de unos 53.000 millones de metros cúbicos, hacen de España el país del mundo con más presas por habitante y kilómetro cuadrado.
            A finales de los años 60, empezaron a surgir en EE UU las primeras críticas a la construcción de grandes presas. En los 70, los argumentos económicos y ecológicos acabarían poniendo en crisis el modelo en cuestión. El veto presidencial de la Hit List certificaría el ocaso de las llamadas estrategias “de oferta” y abriría nuevos enfoques basados en estrategias de gestión de la demanda (ahorro y mejora en la eficiencia) y de conservación de los ecosistemas acuáticos, nuestras fábricas naturales de aguas de calidad.
            A principios de los 90, Daniel P. Beard, director del Bureau of Reclamation de EE UU, en su discurso ante la Comisión Internacional de Grandes Presas, en Sudáfrica, decía: «El Bureau of Reclamation de los EE UU fue creado como un organismo de construcción de obra pública hidráulica… Las presas de Hoover, Glen Canyon, Grand Coulee y otras fueron construcciones monumentales, motivo de orgullo para nuestro país y nuestros empleados. Sin embargo... nos hemos dado cuenta de que los costes de construcción y operatividad de proyectos de gran envergadura no pueden recuperarse... Con el tiempo, la experiencia nos ha dado una apreciación más clara sobre sus impactos medioambientales. Fuimos lentos en reconocer estos problemas, y aún estamos aprendiendo cuán agresivos son y cómo corregirlos… También nos hemos dado cuenta de que existen diferentes alternativas para solucionar los problemas de uso del agua, que no implican necesariamente la construcción de presas. Las alternativas no estructurales son a menudo menos costosas de llevar a cabo y pueden tener un menor impacto ambiental...El resultado ha sido que la época de construcción de presas en los EE UU ha tocado a su fin».
            En España, la vigencia de este tipo de estrategias “de oferta”se ha prolongado hasta nuestros días. Tales enfoques, en sinergia con el modelo de desarrollo imperante y la orfandad de planes de ordenación territorial razonables, nos han llevado a quebrar los límites de sostenibilidad de nuestros ecosistemas acuáticos, especialmente en el área mediterránea.
            El giro en materia de gestión de aguas llega, bajo la presión del movimiento ciudadano por la Nueva Cultura del Agua, con la aprobación en Bruselas de la Directiva Marco de Aguas (DMA). La decisión de Cristina Narbona, en la pasada legislatura, de derogar los proyectados trasvases del Ebro, para priorizar las modernas tecnologías de desalación, ha supuesto un punto de inflexión similar al que supuso en EE UU el veto de la Hit List del presidente Carter.
            Durante las últimas décadas, el crecimiento de demandas (especialmente agrarias y urbano-turísticas) y la gestión irresponsable de vertidos (incluida la contaminación agraria difusa) han ido agotando y degradando los recursos cercanos. Ello ha motivado la búsqueda de nuevas fuentes cada vez más lejanas. Sin embargo, las nuevas tecnologías de membranas semipermeables, aplicadas a la desalación y regeneración de caudales, están ganando la batalla a las tradicionales estrategias hidráulicas basadas en grandes presas y trasvases, especialmente cuando las demandas se sitúan en línea de costa. En este sentido, la opción de priorizar la desalación frente a los trasvases del Ebro ofrece hoy un balance claramente positivo, al demostrar ventajas incuestionables que podríamos resumir así:
            Ofrece aguas de alta calidad, mientras las aguas trasvasables del Ebro superarían la salinidad máxima recomendada por la UE para aguas prepotables.
· Garantiza producción y disponibilidad de recursos, incluso en ciclos de sequía, mientras que el propio PHN reconocía, en la letra pequeña de los anexos, que el 20% de los años, en sequía, no se podría trasvasar ni un metro cúbico, al afrontarse sequías regionales que suelen afectar a las diversas cuencas mediterráneas.
            Permite una mayor flexibilidad y modularidad en las estrategias a desarrollar.
            Exige un menor consumo energético por metro cúbico, especialmente con las nuevas membranas de baja presión y las cámaras isobáricas, en torno a 3,5 kilovatios/hora por metro cúbico, frente a más de 4 kilovatios/hora para llevar un metro cúbico desde Tortosa hasta Almería.
            Resultan costes económicos claramente inferiores, en torno a 0,4 euros por metro cúbico, mientras que trasvasar caudales hasta Almería hubiera supuesto del orden de 1,5 euros por metro cúbico. 
            Sin embargo, el Gobierno no se atrevió en la pasada legislatura a cuestionar el modelo de desarrollo imperante, especialmente en el litoral mediterráneo, ni la insostenibilidad de las demandas que genera. Tampoco se atrevió a promover el tránsito de las tradicionales estrategias “de oferta” a nuevos enfoques basados en la “gestión de la demanda”. Enfoques que requieren una reforma tarifaria basada en el criterio de recuperación de costes propugnado por la DMA.
            Aun así, no debe subestimarse la trascendencia y el valor de los cambios históricos promovidos por Cristina Narbona. Aunque la disolución del Ministerio de Medio Ambiente en el de Agricultura augura un camino plagado de contradicciones, difícilmente la historia dará marcha atrás; de la misma forma que el mencionado veto del presidente Carter no se revirtió cuando ganó las elecciones el Partido Republicano.

La incertidumbre de una legislatura sin Ministerio de Medio Ambiente

            El reto de esta legislatura debería ser aplicar la Directiva Marco de Aguas, desde unos nuevos planes hidrológicos de cuenca presididos por los siguientes objetivos:
            1. Recuperar el buen estado de ríos, humedales, lagos y acuíferos;
            2. Promover la responsabilidad y la eficiencia mediante estrategias de gestión de la demanda basadas en la progresiva asunción del criterio de recuperación de costes;
            3. Diseñar y aplicar planes de ordenación territorial y urbanística sostenibles.
            Ello exige pasar de los tradicionales enfoques de “gestión de recurso” a nuevos enfoques de “gestión ecosistémica”. Al igual que entendemos que los bosques no pueden ser tratados como simples almacenes de madera, la DMA plantea que los ríos no pueden seguir siendo gestionados como simples canales de H2O. Se trata de pasar de la gestión del agua, como simple recurso productivo, a la gestión de ríos, humedales y lagos como ecosistemas vivos; al igual que hemos pasado de la gestión maderera a la gestión forestal.
            Desde ese enfoque ecosistémico, el objetivo central de la Directiva no es otro que recuperar y conservar el buen estado de ecosistemas hídricos y acuíferos. Las razones que han llevado a asumir esa coherencia, tanto en la UE como en EE UU, son de carácter esencialmente económico. Se podría decir que desde el pragmatismo anglosajón se ha entendido que es interesante cuidar a “la gallina”, no tanto por amor al animal, sino por los “huevos de oro” que pone cada mañana... Desde ese enfoque, una tala a mata-rasa se entiende no sólo como un error ecológico, sino como un pésimo negocio. Análogamente, se entiende que sobreexplotar o contaminar un río o un acuífero, en nombre del desarrollo, acaba siendo un desastre económico, más allá de un error ambiental.
            Por otro lado, la Directiva Marco propugna pasar de lo que se conoce como estrategias “de oferta”, basadas en la sistemática subvención pública de los diversos usos económicos del agua, a nuevas estrategias de gestión de la demanda, basadas en el principio de “recuperación íntegra de costes”. La mayor parte de las demandas de agua están generadas por usos económico-productivos. Es lo que podríamos denominar el agua-economía, o agua-negocio, que poco tiene que ver con esos 30-40 litros por persona y día que reconoce Naciones Unidas como un derecho humano. En las zonas mediterráneas de desarrollo económico más activo, como la comarca de Almería, los consumos medios se elevan a 3.000 litros (tres toneladas) por persona y día. Decenas de miles de hectáreas de regadíos intensivos bajo plástico (legales e ilegales), además de miles de chalés, con jardines británicos y campos de golf, generan estos consumos. Apelar en estas condiciones a más recursos bajo subvención pública resulta injustificable.
            En España, actualmente, disponemos de casi 4 millones de hectáreas de regadío, de las que tres cuartas partes se riegan con aguas superficiales bajo masiva subvención pública. El coste pagado apenas representa entre el 10% y el 20% de los costes totales reales. Y lo que es más grave, en la mayor parte de los casos, los regantes pagan por hectárea y no por metro cúbico consumido, lo que desincentiva el ahorro y la eficiencia. Buena parte de esas tierras se riegan por inundación, lo que lleva, según las últimas valoraciones del Ministerio de Medio Ambiente, a una eficiencia media global del regadío por debajo del 50% (incluyendo pérdidas en regulación, transporte y aplicación en parcela).
            En las ciudades, aunque las tarifas son más elevadas, generalmente no llegan al 50% de los costes totales de un servicio eficiente que incluya el mantenimiento de una red eficiente y los costes del saneamiento que exige la DMA. Dependiendo de las ciudades, el porcentaje de caudal no facturado suele oscilar entre el 30% y el 50%, con pérdidas en red, en muchos casos, superiores al 20%. Hablar de escasez en estas condiciones resulta casi un sarcasmo.
            Cuando se trata de usos económicos, la escasez debería dejar de ser una tragedia a evitar a toda costa, para pasar a considerarse una realidad inexorable que se debe gestionar con criterios de racionalidad económica, aplicando el principio de recuperación de costes que propugna la DMA. Todos los bienes económicos son, por definición, “útiles y escasos”.
            Otro reto que se debe abordar en esta legislatura es el de la prevención de la sequía bajo las vigentes perspectivas de cambio climático. Tal y como estableció la Comisión de Expertos en Sequía promovida por el Ministerio de Medio Ambiente en la anterior legislatura, la clave está en aplicar el principio de precaución, incluyendo la prevención de sequías en el núcleo duro de la planificación hidrológica. De las múltiples directrices propuestas por la comisión tres son, a mi entender, las principales:
            1. Reforzar la resiliencia (*) del ciclo hídrico, recuperando el buen estado de acuíferos y humedales e integrando la gestión de aguas superficiales y subterráneas.
            2. Promover un Plan de Reconversión del Regadío que permita garantizar la sostenibilidad del sector, impulsando un nuevo enfoque de desarrollo rural.
            3. Flexibilizar el sistema concesional con la creación de centros de intercambio en las cuencas vulnerables, de forma que se mejore la gobernanza de la escasez en sequía.
Una de las claves principales de nuestra vulnerabilidad ante la sequía radica en el uso maximalista que hacemos, en años de normalidad, de nuestras capacidades de regulación (embalses y acuíferos). La superficie regada en la actualidad desborda ampliamente las capacidades sostenibles que nos brindan nuestros ríos y acuíferos, si asumimos con realismo las perspectivas de cambio climático en curso. En la agricultura, las reconversiones han sido siempre dictadas por el mercado, de forma brutal, sin planes públicos que amortiguaran los impactos sociales.
            Sin embargo, en otros sectores, como el de la pesca, se ha actuado con más diligencia. Cuando constatamos que el ritmo de capturas era insostenible, nadie propuso recrecer la flota pesquera, sino que se puso en marcha un plan de reconversión que buscó asegurar perspectivas de sostenibilidad, protegiendo a los sectores más débiles. Se trata, en definitiva, no sólo de frenar, sino de revertir la irracional previsión de nuevos regadíos, tanto del PHN como del Plan Nacional de Regadíos, promoviendo una retirada, con adecuadas compensaciones, de regadíos salinizados y de baja productividad. Ello supondría ahorrar ingentes caudales que permitirían generar márgenes razonables de garantía de riego y abastecimiento urbano en ciclos de sequía.
Por último, la Directiva Marco exige pasar del tradicional enfoque tecnocrático de gestión a nuevos enfoques participativos. Ya no se trata simplemente de gestionar caudales, sino de garantizar una gestión sostenible de los complejos ecosistemas que se vertebran en una cuenca fluvial. Los valores en juego no sólo son económicos, sino también ambientales, sociales, culturales y emocionales. Por ello, el enfoque de gestión necesariamente debe de ser holístico y abierto a la participación ciudadana. Los actores llamados a participar no pueden ser sólo los beneficiarios principales –regantes e hidroeléctricos–, los políticos y los técnicos de la Administración, sino toda la sociedad. Retomando el símil antes empleado, el bosque deja de ser cosa de las empresas madereras para transformarse en cuestión ciudadana. Por ello, la Directiva Marco insiste en la necesidad de promover nuevas formas de participación pro-activa, siguiendo los principios de la Convención de Aarhus, y no limitarse a simples procesos de información pública, a posteriori, cuando ya está todo decidido.
            Desgraciadamente, la aparente inclusión de la gestión ambiental en el Ministerio de Agricultura, aunque se maquille con el nuevo nombre de Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino, augura una vuelta a viejos enfoques productivistas, centrados en la gestión del agua como simple recurso agrario. Esta posible involución ambiental del nuevo Gobierno y la actitud del Partido Popular, anclado en el pasado, pueden retrasar el avance en la aplicación consecuente de la Directiva Marco. Ello augura nuevos tiempos de movilización por la Nueva Cultura del Agua.

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Pedro Arrojo es profesor en el Departamento de Análisis Económico en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Zaragoza y preside la Fundación para una Nueva Cultura del Agua. En el año 2003 fue galardonado con el Premio Goldman de Medio Ambiente.

(*) Resiliencia: resistencia de un cuerpo a romperse ante un choque.