Pedro Martínez Montávez

El Islam árabe y la democracia
(Página Abierta, 196, octubre de 2008)

            Recientemente ha sido publicado el libro Pretensiones occidentales, carencias árabes, de Pedro Martínez  Montávez (coeditado por Visión Libros y la editorial CantArabia), en donde se reúnen casi sesenta artículos de este arabista aparecidos en diferentes medios de comunicación escritos entre 1995 y 2006. Con permiso de su autor, reproducimos aquí uno de esos textos: “El Islam árabe y la democracia” (*).  

            Cuando nos planteamos este tema de reflexión resulta sumamente difícil, por no decir imposible, que no pase lo que pasa cuando nos planteamos cualquier tema con el Islam relacionado: hacerlo sin cortapisas, desconocimientos, omisiones y oculta­mientos, sin asimetrías. Y ocurre principalmente así porque, en su exposición y discusión, el encuadre al que sometemos al Islam cuando de él tratamos resulta aún más opresor y determinante que en otras ocasiones: la referencia predominante a lo que nosotros llamamos Occidente cristiano y en comparación y en contraste con él. Ciertamente, el hecho parece en principio explicable y hasta mayoritariamente justificable, pero hacerlo de forma obsesiva e insuperable, como suele hacerse, sin tener en cuenta y valorar oportunamente los importantísimos desvíos y alteraciones que acarrea, es un error global. Y tal error de origen repercute in­evitablemente, con porcentajes y volúmenes variables, en otros errores derivados.
            Es un error global que tiene diversas índoles y dimensiones, de las que aludo aquí simplemente a tres: la conceptual, la tem­poral, la espacial. Evidentemente, ha adquirido también dimensión histórica, pero en ello no se diferencia esencialmente, aunque sí accidental o parcialmente, de cualquier otro hecho, porque todo hecho es, en mayor o menor medida, materia y objeto de historia. Por ello, no voy a referirme a este aspecto concreto de la cuestión, a pesar de su indudable importancia.
            Para quien se denomina occidental y se tiene por tal, el Islam es una teocracia, y no puede ser otra cosa. Es su visión, y no puede verlo de otra manera; como mucho, puede llegar a hacerlo de for­ma escasamente disminuida o mitigada, y a costa de inevitables licencias y forzamientos. En consecuencia, el Islam se opone frontalmente a lo que distingue y caracteriza al Occidente: la demo­cracia; es su opción opuesta, su antagonista, su negación. Y existe otra consecuencia añadida, coherente con esa visión esquemática: la democracia es imposible en el Islam, por naturaleza.
            Para la inmensa mayoría de los occidentales el único Islam existente, objeto de atención y digno de ella, es el Islam de hoy; el de rabiosa actualidad, empleando terminología engañosamente mediática. No es sólo que se desinteresen por completo de la pre­sencia y actuación multiseculares y continuadas del Islam, sino que lo que ellos consideran el Islam contemporáneo es el de hoy mismo, como mucho el de ayer, un ayer lo más próximo posible. El Islam contemporáneo, así, es el de nuestra cotidianidad, el de la estricta actualidad, el de lo que está ocurriendo en estos mismos momentos, y nada más. Para la inmensa mayoría de los occi­dentales, en el Islam sólo hay, por consiguiente, momentos, suce­sos, incidentes, pero no procesos, dinámicas, evoluciones. El Islam es el estatismo total, fatalmente siempre repitiéndose o re­apareciendo, aunque no lleguen a advertir tampoco la contra­dicción en esencia de esta visión. Los acontecimientos no son producto de incubación en el Islam, sino de erupción, por espas­mos. El Islam es sólo, en todo asunto, eruptivo, espasmódico.
            No es el único error de índole y dimensión temporales. Exis­ten otros muchos, pero voy a mencionar solamente uno, rela­cionado sin duda con esa visión inmediatista que del Islam se tie­ne. Para el Occidente, por el contrario, sí tenemos en cuenta los procesos, las dinámicas, las evoluciones. Aplicamos para nuestras cuestiones una visión, un sentimiento, una valoración del tiempo que son los opuestos rigurosos a lo que para el Islam –el Oriente– empleamos. Por lo que se refiere a esta cuestión de la democracia ello aporta el marco de entendimiento e interpretación adecuado: las modernas democracias occidentales son cuestión de tiempo, de evolución, de proceso. Y me refiero a las democracias occi­dentales modernas porque sus precedentes comparables sobran aquí en el marco muy reducido de esta reflexión.
            Las soluciones democráticas que Occidente ha ido dándose a lo largo de los tres últimos siglos son ante todo eso: resultados de procesos, de evoluciones, de dinámicas, coherentes y progresivas. El Occidente ha tenido todo el tiempo necesario para llegar a soluciones demo­cráticas; el Islam no puede tenerlo, ha de proporcionárselas de inmediato. El Occidente moderno ha ido llegando a esa moder­nidad a lo largo del tiempo, de mucho tiempo. El Islam antiguo está en la antigüedad para siempre, y no saldrá de ella.
            ¿Por qué no aceptamos definitivamente que el Islam no es sólo enorme en extensión, sino que lo es también en diversidad, en pluralidad? Y lo es en todos sus aspectos y manifestaciones. Yo no me atrevo a afirmar que el Islam constituya ya en sí mismo una multiculturalidad plena, pero sí que en él hay múltiples elementos y factores de multiculturalidad potencial, embriones de ella diferente­mente desarrollados y latentes, hasta algunos no ya de incipiente desarrollo, sino aún por iniciarse. Considero yo que la gran mayo­ría de los propios musulmanes no tienen ni conciencia ni cons­ciencia de ello, pero esto no quiere decir que no existan. Sí que hay que identificarlos, interpretarlos y aplicarlos. Cuando he dicho que los tiene en todos sus aspectos y manifestaciones se entiende que en unos los tiene más que en otros. Es muy posible que sea en los hechos de carácter social y político en los que precisa­mente, aun existiendo, hayan sido menos identificados y tenidos en cuenta. La influencia negativa directa que esto ejerce en la cuestión de la democracia, de la posibilidad o no de la democracia en el Islam, queda así fuera de toda duda.
Siempre que se aborda esta cuestión de la democracia y el Islam –y concretamente el Islam árabe, que es la única variante de Islam que voy a tener en cuenta– resultan muy aclaratorias e ilus­trativas las consideraciones que hace al respecto el pensador ma­rroquí actual Muhammad Abid al‑Yabri. Lamentablemente, me veo forzado a trasladarlas aquí de forma muy fragmentada y resumida: «No le oculto al lector que cada vez que me pongo a pensar sobre la cuestión de la democracia en el mundo árabe: el antiguo, el mo­derno y el contemporáneo, siento como si quisiera meter en el cuerpo un elemento “extraño”. No obstante, lo que me hace resistir esa sensación y no rendirme a ella, es mi fe en que nada justifica el juicio de que este cuerpo, por naturaleza, “rechaza” tal elemento “extraño”: la democracia. (...) Podemos definirla positivamente diciendo que es el poder del pueblo expresado a través de las insti­tuciones que elige libremente. Y se sabe que esto es algo que perdimos y que seguimos teniendo perdido (...) Yo prefiero llegar a la democracia por medios democráticos, ya que sólo esto es lo que la hace hegemonía legítima. Porque los otros caminos no condu­cen, en nuestra situación árabe, sino a la vana repetición del des­potismo, con nocturnidad o a pleno día».
            ¿A qué se debe la indudable realidad de que la democracia es algo “extraño” para el mundo árabe, como acertadamente afir­ma al‑Yabri? Sencillamente, a que es un elemento importado, a que es un elemento de procedencia occidental cristiana. Esto no lo hace mejor ni peor por naturaleza sino, repito, ajeno e importado. No nos movemos en el terreno de las calidades, sino en el terreno de los orígenes, de las raíces, de lo que fácil y en gran parte enga­ñosamente puede entenderse, y sobre todo sentirse, como asunto de identidades, cuando en realidad no lo es plenamente. En tal situación, la mitificación y la mixtificación alteran la visión, el enten­dimiento, el sentimiento, radicalmente; lo desvirtúan, lo des­naturalizan. Porque no cabe negar las identidades –la gran cues­tión de nuestro tiempo, como ha afirmado alguien certeramente–, ­pero sí confirmar que son el resultado también de procesos múlti­ples y complejos, de dinámicas permanentes y encabalgadas, de evoluciones abiertas, constantes y taraceadas. Las identidades son realidades plurales por excelencia, pero nunca singulares. Por eso precisamente son incomparable materia de toda clase de dua­lismos. Por eso precisamente resultan también muy difícilmente definibles y determinables. Por eso precisamente son asimismo excelente objeto de polémica, confrontación y conflicto.
            Que es algo foráneo lo refleja hasta el lenguaje, el término que nombra la democracia en lengua árabe: dimuqratiya, habitual­mente, aunque exista también alguna que otra variante mucho menos frecuente, como dimuqrasiya. El lenguaje es siempre un excelente espejo de los hechos. Lo mismo ocurre en realidad –no resulta menos sintomático e ilustrativo– con aristocracia, aristu­qratiya. No ocurre sin embargo –y también es sintomático e ilustrativo– con otros términos del vocabulario político, como monar­quía o república, por ejemplo, que sí presentan en lengua árabe su equivalente propio y castizo, natural. No quiero adentrarme en este esclarecedor terreno, advierto, pero sí recordar asimismo, al me­nos, que también es un calco en lengua árabe imbiraturiya, im­perialismo, y no lo es en cambio el correspondiente a naciona­lismo, qaumiya o uataniya, aunque este último pueda significar también patriotismo. ¿Verdad que el lenguaje ilumina los hechos, o contribuye al menos a iluminarlos?
            Que se trate de algo ajeno, foráneo, y sobre todo de proce­dencia occidental cristiana, no significa que sea algo totalmente rechazable, inaceptable, inadmisible, imposible, en el medio árabe is­lámico. En realidad, el mundo árabe islámico moderno no puede entenderse ni explicarse sin la presencia y recepción de las múlti­ples y variadísimas aportaciones de la misma procedencia occiden­tal cristiana que ha ido experimentando y aclimatando. También, obviamente, de las que se ha negado a admitir e incorporar, o se ha mostrado reacio a hacerlo. Este problema, más que situarlo en los extremos, hay que situarlo en los recorridos, en las trayectorias, en los tramos intermedios. Porque es de naturalezas, sí, pero es también de condiciones y de circunstancias. Quiero decir que todo aquello que es de procedencia ajena y foránea ha de adaptarse a su nuevo medio de existencia y de actuación, y ahí está la clave.
            La democracia ha de ser también algo adaptable, susceptible de adaptación a ese mundo distinto en el que penetra. Como, por otra parte, lo ha venido haciendo en las diferentes partes del mundo occidental, en donde asimismo ha ido adaptándose a distintas naturalezas, circunstancias, situaciones e idiosincrasias. No es sólo una cuestión de principios, sino que es también una cuestión de modos, de ritmos, de tiempos. Y los modos, los ritmos y los tiempos no tienen una validez única y universal, ni una formulación única y universal, ni una aplicación única y universal. Por olvidar o minimizar algunos de estos aspectos absolutamente esenciales y entitivos pueden resultar parcialmente erróneos o inapropiados no pocos de los estudios y reflexiones que algunos pensadores y pensadoras, hasta del mismo espacio árabe islámico, y muy representativos de él, han hecho sobre este tema de la democracia: por ejemplo, la muy conocida socióloga marroquí Fatima Mernissi, lo que no significa en modo alguno que su obra no sea importante y, sobre todo, magnífico ejemplo de decisión, de valentía, de oportu­nidad.
            La aceptación y la aplicación de la democracia en el mundo árabe islámico actual no es básicamente un problema de falta de pensadores, ni de intelectuales, ni de creadores, ni de respon­sables culturales y sociales, y hasta en buena medida de carencia de conciencia y de determinación en grandes sectores de los pue­blos y de las colectividades, éstas sin embargo aún por constituirse definitivamente, en gran parte, como los elementos de actuación y transformación civiles adecuados e imprescindibles para que la aceptación y la aplicación de la democracia se produzcan. Al rei­vindicar «la democracia primeramente: la democracia siempre», el consagrado novelista árabe Abderrahmán Munif, finalmente apátri­da por muy distintas razones, sabe bien que la llave de la demo­cracia «no es mágica, ni constituye una solución por sí misma, pero sí es la herramienta‑condición que hará que nos enfrentemos di­rectamente a los problemas, que nos hará verlos con mayor clari­dad, para luego comprenderlos y saber comportarnos con ellos, como preámbulo para llegar a solucionarlos (...) Esto no significa que la democracia, y especialmente en su acepción predominante en Occidente, sea la solución mágica, y en particular en relación con los pueblos del Tercer Mundo».
            El problema de la falta de adaptación y de aplicación plenas y definitivas de la democracia en el mundo árabe es básicamente un problema de indecisión, de incapacidad, de miedo, de falta de decisión de los poderes políticos para llevarlo a cabo. Precisa­mente por eso: para no perder el ejercicio privativo y privilegiado del poder. El sociólogo egipcio Saadeddín Ibrahim señaló no hace mucho tiempo que, en algunos países árabes al menos, el cuerpo dirigente del Islam político había visto lo insensato que resultaba emplear la violencia, al menos en esas circunstancias, y en su lugar, ese cuerpo dirigente había empezado a actuar pacífica­mente en el terreno político, económico y cultural siempre que había encontrado camino. Posiblemente se trataba más de una aspiración y un deseo, quizá de un espejismo, que de una realidad estricta. En todo caso, hablar ahora de un Islam político resulta ya equivocado e induce a error, porque las fuerzas y tendencias así calificables y que lo invocan, en su mayoría falazmente o al menos con evidente monopolización y falta de propiedad, han crecido en diversificación, en fragmentación, en heterogeneidad. Y la violencia no ha desaparecido ni disminuido, sino todo lo contrario: ha au­mentado en extensión y en capacidad destructora, tanto en el exte­rior como en el interior de ese mundo.
Pero ese fracaso en el hallazgo de soluciones auténtica­mente democráticas y realmente posibles en el mundo árabe islá­mico es también atribuible a quienes representan, ejercen y mono­polizan el poder político oficial, tampoco realmente representativo ni dotado de suficiente legitimidad. Su incompetencia y falta de voluntad política para el hallazgo y aplicación de estas soluciones –aunque fuesen enormemente complejas– se han puesto una y otra vez de manifiesto. Nunca se han propuesto sinceramente en­contrar y aplicar lo antes dicho: los modos, los ritmos, los tiempos, para democratizar el poder prácticamente total que detentaban, aunque sea a través de sistemas y mecanismos diferenciados, eso sí, entre unos y otros regímenes. En conclusión, y como el ya cita­do Ibrahim manifestó también, las sociedades árabes asisten so­brecogidas e inermes a esa alternativa falaz de «tener que elegir entre un gobierno de cascos o un gobierno de turbantes». Este es, lamentablemente, el balance casi total, hasta ahora. Es imposible establecer una democracia sin demócratas, como precisa el pen­sador libanés Gassán Salama. Y la responsabilidad de esa falta de demócratas corresponde mayoritariamente a quienes ejercen el poder político real.
            Pero precisamente el Occidente cristiano tampoco está exento de responsabilidad y de culpa en ese juego macabro, en el que táctica y estrategia se entremezclan y complementan. He di­cho antes que el universo árabe islámico moderno no se puede entender ni explicar sin tener en cuenta su permanente, directa, determinante y dialéctica relación con Occidente. Es una relación tan vasta como compleja, de la que sólo quiero recordar y destacar aquí algunos aspectos fundamentales, y que inciden directa y cla­ramente en la cuestión que aquí se expone.
La relación que el Islam ha ido manteniendo con el Occi­dente cristiano durante los últimos siglos se ha enmarcado casi en su totalidad en un hecho de alcance universal y absolutamente alterador: la expansión colonial europea, asumida y representada en especial por Reino Unido y Francia, aunque no únicamente por estas potencias. Dentro del Islam, el espacio propiamente árabe, en su casi totalidad, la experimentó de manera especialmente im­pactante y traumatizadora, fue sacudido por ella. Yo no quiero levantar aquí ningún tribunal contra el colonialismo occidental. Sería tardío, estaría desplazado, no vendría a cuento, y además está ya hecho. Lo que sí quiero que quede muy claro es el hecho de que, a todo lo largo y ancho de estos últimos siglos transcurri­dos, el Occidente cristiano ha sido el agresor y el Oriente árabe islámico ha sido uno de sus agredidos, posiblemente el que lo ha sido de manera más alteradora y revulsiva, repito. Como es una verdad y una realidad –en lengua árabe estos dos conceptos pueden expresarse con el mismo término–, conviene al menos tenerlo en cuenta siempre, cosa que con frecuencia no hacemos.
            El Islam árabe, así, ha podido conocer y recibir el impacto directo del Occidente de las dos caras contrarias y dispares y de los dos comportamientos antagónicos, que deberían ser excluyen­tes entre sí: el Occidente civilizador y el Occidente depredador; el Occidente culto y el Occidente salvaje; el Occidente digno de ser imitado y el Occidente que merece el rechazo y el olvido; el Occi­dente de la justicia, de la igualdad y de la democracia, de puertas para adentro, y el Occidente de la injusticia, de la desigualdad y del totalitarismo, de puertas para fuera; el Occidente de la doble vara de medir, el Occidente del turbio dualismo; el Occidente de la con­ciencia y el Occidente de la sin conciencia. Y lógica y justificada­mente, entonces, ha podido preguntarse, siempre: ¿A cuál de esos dos Occidentes corresponde y pertenece el mensaje de la demo­cracia? ¿Nos fijamos en el Occidente moral, y lo seguimos, o en el Occidente inmoral, y lo rechazamos?
            El dilema puede parecernos simplista, ingenuo, y hasta lleno de doblez y embaucador, pero está, como digo, justificado, es totalmente explicable. ¿Por qué nos negamos, recalcitrantemente, a verlo y a aceptarlo también así? ¿Por qué nos otorgamos tanta superioridad moral cuando en muchas ocasiones no la tenemos, o la olvidamos, o la traicionamos? Todo árabe, tanto la gran mayoría musulmana como la minoría cristiana, se ha hecho esta pregunta, claramente política además: ¿Cuál de esos dos Occidentes ha contribuido poderosísima y eficazmente a la creación y consolidación del Estado llamado Israel, y a la frustración de Palestina?
            He hecho en esta reflexión referencia a procesos, a evoluciones, a dinámicas. Conviene ahora precisar algo más, porque la inmensa mayoría –por no decir la totalidad– de los occidentales piensa que el debate sobre la democracia en el mundo árabe es una cuestión de hoy mismo, iniciado hace muy pocos años: es decir, que no tiene precedentes, ensayos y experiencias ante­riores, ejemplos a considerar. Obviamente, en el marco histórico moderno, propiamente contemporáneo –si empleamos nuestras categorías de ordenación cronológica–, y sin atender a presuntos ejemplos antiguos acaecidos en él mismo. Estos últimos, en reali­dad, son prácticamente inexistentes, insignificantes. Tampoco con­viene engañarse a este respecto.
            Y los ejemplos, ensayos y experiencias existen, se pro­dujeron, aunque alcanzaran poco desarrollo y entidad y fueran más bien devaluados reflejos del original occidental. Basta con hacer una sola referencia: la época de entreguerras durante el siglo XX, con sus naturales pequeñas ampliaciones tanto en el inicio como en el final. Buena parte al menos del mundo árabe –que, vuelvo a recordar, se encontraba entonces sumergido en la expansión colonial eurooccidental– fue escenario y laboratorio entonces de ensayos y experiencias supuestamente democratizadores, con formato parlamentario y profusión de partidismo político, aunque no todos encontraran las mismas posibilidades de formación y duración. Y lo menos que puede decirse es que no sirvió práctica­mente para nada, y sí contribuyó, por el contrarío, a la alteración parcial de la dinámica histórica en la que aquel mundo árabe estaba incurso. ¿Hará falta recordar que Israel se constituyó entonces?
            Asistimos ahora a una nueva reescenifícación de la repre­sentación, sin saber cómo se desarrollará: ¿será drama, tragedia, farsa, sainete, esperpento, auténtica comedia, es decir, obra dra­mática, especialmente de enredo y desenlace feliz? Esta es la clave esencial y el gran enigma: ¿qué desenlace tendrá? Estoy cada vez más convencido –y lo estoy después de reflexionar pro­funda, larga y objetivamente, en desnudez, sobre la historia re­ciente– de que el siglo XX ha sido para la existencia árabe “el siglo circular”. Es decir, ha terminado de forma muy parecida a como empezó: si en el tránsito del siglo XIX al XX se produjo la expansión colonialista, en el tránsito del XX al XXI se está produ­ciendo la expansión neocolonialista, que quizá sería más acertado llamar neoimperialista. Aunque el ejecutor de la iniciativa ya no es doble, sino uno solo: los Estados Unidos de América, y esto supo­ne una novedad fundamental y agrava mucho la situación. Entre otras cosas, porque actúa con mayor impunidad, con mayor altane­ría y con mayor maquinaria bélica. Hay otro dato no menos impor­tante también y quizá determinante: el espacio árabe está segura­mente más fragmentado e indeciso que nunca.
            Desde el estallido total de la crisis del Golfo Pérsico‑Arábigo, a comienzos de la década de los noventa del siglo pasado, la si­tuación ha entrado en una fase diferente, sin duda alguna, ha cambiado radicalmente, toda la dinámica histórica empieza a tener que seguir otros rumbos. Principalmente en la región del Próximo ­Medio Oriente, el Maxreq; es decir, en pleno corazón y centro del espacio árabe islámico. Los casos de Iraq y de Palestina –nuevo el primero, añejo el segundo– se presentan de forma tan turbia, des­equilibrada, falaz, precaria y cambiante que en realidad para lo único que sirven es para incrementar la inseguridad, la incer­tidumbre, el temor. ¿Crecerá la desesperanza frente a la espe­ranza, la desesperación frente al júbilo? Quien afirme que tiene una respuesta segura y convincente, miente. O es inconsciente total. O busca estrictamente su único y espurio beneficio.
            En esta coyuntura se reabre en ese espacio árabe islámico precisamente, y de manera muy especial en su vertiente maxrequí, el debate y ensayo de la democracia. En una coyuntura sacudida por dos enormes corrientes devastadoras, que parecen radical­mente opuestas pero que no sabemos hasta qué punto actúan con simultaneidad: terrorismo y neoimperialismo. El terrorismo mal llamado islámico, y que merece mejor el calificativo de islamista o de islamistoide, porque es evidente que monopoliza falazmente el Islam y por él, no menos falazmente, trata de reivindicarse. El neo­imperialismo estadounidense, que pretende reordenar totalmente la región a su antojo y en beneficio propio ante todo. Como con gran acierto se ha preguntado recientemente el politólogo egipcio Muhammad Ahmad: ¿es verdad que estamos ante una auténtica oportunidad histórica?
            En esta circunstancia se encuentra la nueva experiencia democratizadora en el espacio árabe islámico. A la vuelta de la esquina, repito, están los resultados que puedan producirse en Palestina y en Iraq, si es que se producen y cómo se produzcan. Ese es el futuro inmediato. El que cae un poco más allá es absolu­tamente impredecible. Yo sólo tengo una certidumbre: el problema de la democracia, en ese universo plural, complejo, heterogéneo, resultado de tantas convergencias y comuniones como de diver­gencias y disensiones, de tantos factores de cohesión como de división, es sobre todo cuestión de modos, de ritmos y de tiempos, de adaptaciones diversas, flexibles y conscientes. Es también una cuestión de voluntad. Pero no es una cuestión de imposibilidad fatal y total, también fatal y totalmente insuperable.

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(*) Esta obra se alza como una visión y análisis sobre la evolución de las relaciones neocoloniales entre Occidente y el Magreb-Maxreq en los últimos años. Como señala Carmen Ruiz-Bravo en la presentación: «El título hace referencia en su primera parte a “la pretendida superioridad moral de Occidente”, que muchos occidentales aducen para legitimar o justificar el colonialismo; en su segunda parte el título se refiere a las carencias y déficits árabes implicados, implícitos, e inducidos en los avances coloniales, tal y como denuncian los propios intelectuales citados». El artículo que recogemos en estas páginas fue publicado en la revista Turia (Teruel), núms. 73‑74, de marzo‑mayo de 2005.