José Mª Ruiz Soroa
Pasión y realidad
(El Correo, 10 de mayo de 2009)

 

            Después de diez años de ejercicio del Gobierno vasco, Ibarretxe abandona la vida política. Es el momento de hacer balance de su actuación. Y ello plantea una cuestión delicada: ¿Cómo se valora a un político, a ese peculiar tipo de ser humano que ha hecho del uso del poder su profesión única durante un lapso prolongado de tiempo? Puede parecer una pregunta de fácil respuesta, pero no lo es tanto. Resulta fácil, sí, hacer valoraciones del personaje desde la perspectiva ideológica (enjuiciar su proyecto nacionalista o soberanista), o hacerlas desde la personal (era buena persona o era un malvado), o incluso desde la gestión ordinaria (era un buen administrador de lo público o era un manirroto). Pero para hacer una valoración de esa persona como político es preciso, primero, tener claro cuál es el patrón de juicio, es decir, establecer primero qué es exactamente un político y qué virtudes le son exigibles.

            De entre las innumerables definiciones de la esencia del político me quedo con dos, coincidentes en último término. Ortega decía que el político tenía que poseer dos cosas: un impulso y un freno. O lo que es lo mismo, manejar una fuerza de aceleración del cambio social y, al mismo tiempo, una fuerza de contención que impidiera la vertiginosidad. Sin lo primero no hay político, sino sólo aburrido administrador. Sin lo segundo nos encontramos con el profeta, el visionario o el revolucionario. Max Weber, por su lado, decía en un ensayo memorable que el político debía poseer tres virtudes: la pasión por una causa, una amplia dosis de mesura y sentido de la responsabilidad. Faltando alguna de ellas, el personaje era un mal político, por mucho que fuera un soberbio pensador o un ordenado gestor.

            Si aplicamos este patrón a Ibarretxe no parece difícil deducir que estamos ante un mal político. Insisto, pudo ser una excelente persona, un honesto y frugal trabajador, un acertado gestor, un ideólogo clarividente, un nacionalista profético. A pesar de ello, no ha sido un buen político. Y no lo ha sido porque le ha sobrado eso que Ortega llamaba impulso y Weber denominaba pasión, en tanto que le ha faltado contención o mesura prudente. Ha sido un político radicalmente descompensado, siempre escorado hacia la pasión y siempre desdeñando la mesura y el sentido de la responsabilidad.

            La mesura es ser capaz de sopesar por anticipado, desde la reflexión y el consejo deliberado, los efectos sociales de las propias decisiones. Porque no le vale al político decir como excusa que sus intenciones eran honestas y valiosas. A él se le juzga, sobre todo, por la capacidad de haber previsto adecuadamente la forma de ejecutarlas y sus efectos en la sociedad que gobierna. Por su parte, el sentido de la responsabilidad consiste en saber en forma casi intuitiva cómo funcionan las cosas en su mundo, cómo encajan unas piezas con otras, qué sucederá en el puzzle social si ésta o aquella pieza se mueven desde el poder.

            Ibarretxe definió el problema que iba a tratar en forma simple y directa: ese problema era la falta de encaje adecuado de Euskadi en España. Ésa fue su pasión: resolverlo. Para ello propuso una ecuación igual de sencilla: la aritmética, de contar voluntades. A la voluntad de la mayoría no hay obstáculo que se le resista, querer es poder. Y mantuvo su receta, impávido ante las dificultades, hasta el final. Lo que no tuvo Ibarretxe fue un freno, una prudencia o un sentido de la realidad. Probablemente porque no deliberó suficientemente su idea, o su entorno áulico no la deliberó con él. El sentido de la realidad le habría dicho, sin duda, que el problema de Euskadi no era tan simple como él lo pensaba y, sobre todo, que intentando resolverlo como lo hacía tensionaba a la sociedad vasca hasta el límite del sufrimiento, al tiempo que chocaba con una pared poderosa: la legalidad establecida. Su proyecto, tal como intentó realizarlo, se volvía imprudente. No tenía en cuenta el contexto.

            Hora bien, constatado lo anterior, que Ibarretxe ha carecido de virtudes esenciales para poder ser considerado un político, y que ello nos deja con la incómoda sensación de que se han perdido diez años en un forcejeo estéril, la cuestión verdaderamente importante (a la que quizás habría que dedicar una sección especial de ese Congreso de la Cultura Vasca que se anuncia) es la del porqué de ese tan frecuente extravío del sentido de la realidad en que incurren los políticos vascos. Ese extravío de la pasión que consiste en definir Euskadi como un problema, pero no ser capaces de describirlo con nitidez: De manera que, al final, no parece sino que nuestro gran problema es que todos los vascos sentimos que tenemos un problema, pero no nos ponemos mínimamente de acuerdo en cuál es ese nuestro problema como sociedad.

            Hay quien dice que nuestro problema es la persistencia de la violencia terrorista y la falta de fibra moral de la sociedad ante ella. Pero hay quien añade que también forma parte del problema el enquistamiento de un revolucionarismo activo en una amplia parte de la sociedad, que impide acabar con la violencia o, por lo menos, normalizar la convivencia democrática. Y otros añaden que eso no es sino la manifestación de un conflicto más hondo: la inserción forzosa del País Vasco en España sin suficiente consenso político. Aunque otros afirman que el problema es la falta de acuerdo interno sobre el planteamiento mismo del conflicto, debido a la pluralidad constitutiva de la sociedad. Que a su vez, también otros denuncian como el verdadero problema, que se resolvería homogeneizando esa sociedad. Andando, andando, así terminamos en la constatación de que el problema es establecer qué es el País Vasco exactamente. Que es éste el que constituye en sí mismo un problema, probablemente un problema de orden metafísico.

            Esta conclusión, precisamente por lo exagerado, puede sernos de utilidad, porque recuerda poderosamente al planteamiento de 'España como problema' que dominó la mente de los intelectuales durante gran parte del siglo XX, y que colaboró como pocas a emborronar los problemas concretos y sus cauces de solución en la península. De tanto plantear lo que no era en el fondo sino retraso sociopolítico de una sociedad en su adaptación a la modernidad como un problema ontológico particular (sólo España tenía problema existencial, el resto del mundo europeo no), medio país terminó extraviado en las brumas de 'la novela de España'. De la que sólo se salió con el desarrollo económico y la aceptación tranquila de que los hispanos éramos más bien corrientes en el mundo, nada del otro jueves. Igual que nuestros problemas.

            Ibarretxe, como un Alonso de Quijano moderno, y con él medio país, están atrapados en un texto, 'la novela de Euskadi', que cuenta nuestra realidad como un problema desmesurado, tan grande que se resuelve sólo con muertos, revoluciones, secesiones y demás hercúleas contribuciones. Euskadi es así la última novela de caballerías que se lee en serio en Europa, tan en serio que encandila la pasión de unos ciudadanos que, sin embargo, están a la cabeza de Europa en muchísimos indicadores de desarrollo social y humano modernos. Se comprueba en ello la verdad de la que se ha llamado 'ley de la importancia creciente de las sobras': cuanta más positividad existe en una sociedad, cuanto mejor se vive en ella, los restos o sobras de negatividad persistentes en su seno se perciben como más graves e intolerables. Probablemente tenemos menos problemas y conflictos que en ningún momento de nuestra historia pasada, vivimos como nunca nuestros padres soñaron poder hacer, y sin embargo nos sentimos rodeados de problemas y conflictos gigantescos y absorbentes. Si los viéramos como lo que son, como 'sobras' de escasa relevancia objetiva, probablemente los definiríamos mejor. Y los políticos podrían bajarse de la pasión por desfacer entuertos que duran siete mil años y por rescatar a gentiles naciones-doncellas, cerrar por fin la novela y encontrar causas o motores más humildes en la realidad prosaica que nos rodea.

            El autor analiza el permanente grado de inestabilidad e insatisfacción política de Euskadi y deduce que, «al final, no parece sino que nuestro gran problema es que todos los vascos sentimos que tenemos un problema, pero no nos ponemos mínimamente de acuerdo en cuál es ese nuestro problema como sociedad».