Luis Hernández Navarro

El zapatismo y la sociedad civil
(La Jornada, México, 11 de noviembre del 2003)

 

El surgimiento público del zapatismo transformó significativamente el rostro de la sociedad civil en México, abriéndole un nivel inédito de interlocución política. Presente como actor de primer orden desde los sismos de 1985, la sociedad civil desempeñó un papel central en las jornadas contra el fraude electoral de 1988 y alcanzó el cenit de su protagonismo a raíz de los comicios federales y del levantamiento armado de enero de 1994.

Simultáneamente, la acción de esa sociedad civil, solidaria con la causa rebelde pero no necesariamente con el uso de las armas, modificó la ruta de lucha que el zapatismo se había trazado. Su iniciativa creó las condiciones para encontrar una salida pacífica al conflicto y para transformar del país por vías no violentas.

Durante dos décadas el concepto de sociedad civil sirvió para que se identificara a sí mismo un conjunto de actores no partidarios y no empresariales, enfrentados al Estado autoritario, la desintegración del tejido social por una modernización salvaje y la falta de derechos políticos y sociales. En un país con partidos políticos débiles, medios de comunicación electrónicos estrechamente ligados al poder y sindicatos verticales y antidemocráticos, surgió, a mediados de los ochenta, un nuevo asociacionismo producto del encuentro de sectores de la intelectualidad crítica con el descontento social, que elaboró una agenda con dos ejes centrales: la construcción de una ciudadanía ampliada, y una nueva forma de inserción en el espacio público basada en la más amplia participación ciudadana en las instituciones gubernamentales.

La camiseta de sociedad civil agrupó a una heterogénea constelación de voces: académicos e intelectuales dedicados a dar transparencia y certidumbre a los procesos electorales, movimientos por la liberación de la mujer o la defensa del medio ambiente, grupos de defensores de derechos humanos, organizaciones no gubernamentales (ONG) de promoción al desarrollo, organizaciones cívicas, asociaciones de campesinos o pobres urbanos, medios de comunicación, artistas y personalidades democráticas.

El activismo y la radicalidad de la sociedad civil crecieron durante el gobierno de Carlos Salinas (1988-1994), al posponerse indefinidamente la reforma del Estado por la reforma económica y hacer del combate a la pobreza el espacio para dotar a su proyecto político de una base social. La modernización económica vertical, excluyente y autoritaria hizo surgir un enorme y soterrado descontento popular, que no pudo canalizarse electoralmente por el asedio y la persecución sufrida por el naciente Partido de la Revolución Democrática. Las islas que integraron el archipiélago de la participación de la ciudadanía organizada que, más allá de sus diferencias políticas y del terreno específico de su intervención social, coincidían en la necesidad de democratizar el país y atemperar la desigualdad social, sufrieron un bloqueo político asfixiante. Su lugar en la mesa de la política nacional era secundario, cuando no inexistente.

El levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) dio un manotazo al tablero de ese ajedrez político. De la noche a la mañana modificó el horizonte de la lucha social. La arquitectura institucional del régimen se cuarteó. Esta fuerza rebelde, antisistémica, extraparlamentaria, de vocación emancipatoria, convencida de que la soberanía de la nación radica en el pueblo, encontró en la causa ciudadana y su certeza sobre el protagonismo transformador de una sociedad que se organiza un espacio de lucha hasta entonces inusitado.

Una parte de la sociedad civil se involucró activamente en el proceso de paz. Aunque no todos sus integrantes simpatizaron con el zapatismo -y algunos vieron en él un "retroceso democrático"-, prácticamente todos disfrutaron de una nada despreciable renta política. La insurrección hizo posible que viejas demandas se hicieran realidad: el Instituto Federal Electoral se ciudadanizó, las organizaciones campesinas fueron atendidas por funcionarios dispuestos a resolver coyunturalmente parte de sus reivindicaciones, diversas ONG fueron "escuchadas" por el gobierno federal y los medios de comunicación comenzaron a reportar de manera más sistemática expresiones de descontento social.

Sin embargo, a casi 10 años de distancia del inicio del encuentro entre el EZLN y la sociedad civil, ésta es muy otra, distinta a la que era. Ha perdido mucho de su vitalidad, de ingenio para articular intereses y movilizar recursos. Dentro de sus filas se ha producido un fenómeno simultáneo de agiornamiento y de pobrización, de integración a la política institucional y radicalización de la confrontación social. Los intelectuales han perdido mucha de la influencia y prestigio de los que disfrutaban. No son hoy capaces de movilizar las fuerzas de la convicción y la razón. Algunas ONG aspiran a que se les reconozca como representantes de un campo que, por definición, es irrepresentable. Otras se han convertido en clase política. Con frecuencia su aspiración de insertarse en la arena pública terminó en cooptación. Mientras tanto han surgido movimientos con una gran carga de rencor social, duros, distanciados de las clases medias. Son movimientos plebeyos, que atemorizan a los sectores acomodados y a muchos medios de comunicación, o pequeñas asociaciones locales. Son ellos quienes más se identifican con los rebeldes del sureste mexicano.

Pero, con todo, la sociedad civil se mantiene como realidad política y responde a las convocatorias del EZLN. Los llamados rebeldes siguen teniendo sentido para amplios sectores de la población. Ubicado al margen de la clase política, el zapatismo reconoce a la sociedad civil como su interlocutora y parece seguir viendo en ella un poderoso agente de cambio social. Las jornadas para celebrar los 20 años de fundación de esa organización insurgente y los 10 del levantamiento armado serán, sin duda, un terreno privilegiado para que ambos retomen ese diálogo.