Agustín Unzurrunzaga

La exageración como gangrena

(Hika, 131, marzo de 2002)

Los problemas que ha tenido una joven inmigrante de origen marroquí para ir a la escuela vestida con un pañuelo que le cubriese el cabello, y las declaraciones efectuadas al calor de este asunto por el presidente del Foro de la Inmigración Mikel Azurmendi, a las que se sumaron, entre otros, el Delegado para la Extranjería, Enrique Fernández Miranda, y el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, han originado una curiosa polémica sobre el multiculturalismo, la democracia, la igualdad ante la ley, la aplicación de las leyes, la integración, la voluntad de adaptación de los inmigrantes procedentes del mundo islámico o la posibilidad de convivencia en el mismo espacio político y social de personas procedentes de espacios culturales parcialmente diferentes.

La discusión, por lo menos para mi disgusto, ha estado atravesada por la exageración, por la imprecisión y por las expresiones de sal gruesa. En sus protagonistas principales yo no he apreciado ningún ánimo de aclarar conceptos, o de ver los pros y los contras de éstas o aquellas prácticas que permitan una mejor convivencia. Más bien, todo lo contrario.

Dando por hecho que no siempre es posible elegir cómo y de qué discutir, entremos en la polémica.

El pañuelo o hiyab

Comparto la opinión de quienes dicen que el hecho de que algunas alumnas de religión musulmana vayan a la escuela, al instituto o a la universidad con el cabello cubierto por un pañuelo no hay que exagerarlo ni banalizarlo. Ello obliga, por tanto, y en primer lugar, a analizar las situaciones en concreto y a huir de las generalizaciones.

Hay un tipo de generalización que me parece particularmente perversa, y que consiste en hacer una especie de encadenamiento lógico: el pañuelo lleva a la ablación del clítoris, a la admisión de los castigos corporales, al corte de las muñecas y a la lapidación, todo en el mismo lote. Es el mismo tipo de encadenamiento que se suele hacer con el consumo de drogas por los jóvenes: se empieza bebiendo un zurito de cerveza y se acaba heroinómano perdido.

Pues no. No va todo en el mismo lote.

El pañuelo, u otras formas de velo, es un producto histórico la mar de contradictorio. En sus orígenes, privilegio de las mujeres que no eran esclavas, para diferenciarse socialmente de las esclavas y las prostitutas. En épocas más recientes, privilegio de las mujeres de las ciudades, frente a las campesinas. A su vez, uno de los espacios de confrontación entre la modernidad y la tradición, entre religión y laicidad, entre los movimientos feministas y los poderes políticos establecidos. Su uso o no uso ha estado sujeto a la evolución de esas confrontaciones y a las formas que esas confrontaciones han adquirido.

El pañuelo, conviene tenerlo en cuenta, no nos remite siempre a sociedad tradicional. «La costumbre del velo se estaba perdiendo en los países árabes, pero el resurgimiento islámico de los últimos años la hizo volver. Hoy podemos ver a las muchachas universitarias de la facultad de ciencias o de medicina del Cairo o de Damasco ir a sus cursos y practicar experimentos de laboratorio cubiertas con el velo legal (hijab Char´i)» (1). «Pero no se puede reducir el sentido de esta conducta a una lógica puramente religiosa o estrictamente política. La adopción del velo no representa un simple regreso al pasado, a las tradiciones. Tras el velo aparece un nuevo perfil de la mujer musulmana: educada, urbanizada, reivindicativa y que, por el hecho de estar velada, no es ni pasiva ni sumisa ni acantonada en el espacio interior. Por tanto, rompe con la imagen de la mujer musulmana tradicional» (2).

Teniendo en cuenta lo dicho más arriba, se puede concluir que: uno, el pañuelo, a pesar de su carga simbólica, no impide pensar a quien lo porta. Dos, que conviene distinguir entre si quien lo lleva lo hace por voluntad propia o por obligación, y no lo quiere llevar, lo que plantearía otro tipo de problemas. Tres, que si la escuela pública es el espacio en el que las niñas y los niños se educan en valores de respeto, democracia, libertad e igualdad de derechos de todas las personas, sería interesante que cualquier persona, lleve un pañuelo en la cabeza, o una cruz, o una medalla de la virgen colgada del cuello, se eduque en ellos. Y cuatro, que los signos externos no deberían excluir a las personas, e impedir que se eduquen en esos valores.

Marco Martiniello, en su libro Salir de los guetos culturales (3), cuenta una anécdota que me parece interesante para ilustrar lo dicho más arriba. En 1996 se produjeron en Bélgica varios asesinatos de niños y niñas que conmocionaron a la sociedad belga. Varias de ellas eran hijas o nietas de inmigrantes. En medio de ese drama descolló «...la personalidad de Nabela Benaissa, hermana mayor de Loubna (una de las niñas asesinadas). Labela ha desempeñado un papel crucial en la lucha de los padres. Esta joven, que lleva velo y proclama su fe musulmana -temida y relacionada con un arcaísmo predemocrático-, se ha distinguido por sus planteamientos lúcidos, mesurados, dignos y valientes. La sociedad belga se ha acostumbrado a la imagen de una joven con velo que habla un francés perfecto, reivindica tanto su condición de belga como su fe musulmana, lucha y comparte un conjunto de valores fundamentales con los otros padres de niños desaparecidos y un amplio sector de ciudadanos».

El multiculturalismo

Al calor de esta historia, las declaraciones hechas ante el Senado por Mikel Azurmendi, presidente del Foro de la Inmigración, en el sentido de que el multiculturalismo es la gangrena de la democracia, han causado un gran revuelo, y partidos como Izquierda Unida y el PSOE han pedido su dimisión. A esas declaraciones se sumaron Fernández Miranda y Enrique Múgica, Delegado para Extranjería y Defensor del Pueblo respectivamente. Posteriormente Mikel Azurmendi ha publicado un artículo en El País, bajo el título «Democracia y cultura».

Mi impresión es que por quienes han echado más leña al fuego de esta polémica, de una parte los arriba citados, pero también articulistas de periódicos y tertulianos de algunas radios, ni había ni hay demasiado interés en discutir en serio sobre los problemas del multiculturalismo o sobre las diferentes prácticas sociales a que ha dado lugar. Bajo el manto del multiculturalismo se está discutiendo de otra cosa: se está discutiendo sobre el Islam, sobre que hay que hacer con los inmigrantes procedentes de diversas partes de África y, especialmente, de los países árabes. El problema es que, de esa manera, no se puede discutir seriamente, con un mínimo de provecho, ni de una cosa ni de otra.

No es serio decir, como hace Mikel Azurmendi en su artículo «Democracia y cultura», que «Se llama ahora multiculturalismo al hecho de que en el seno del mismo Estado de derecho coexistan una cultura democrática, por ejemplo la nuestra actual, con otra u otras culturas no necesariamente democráticas», en velada referencia al Islam, o poner el sistema de apartheid sudafricano como ejemplo de lo que las personas que le han criticado y pedido su dimisión estuviesen reivindicando.

Multiculturalismo es un término muy poco preciso, que esconde ideas, prácticas sociales y formas de organizar las sociedades muy variadas. Bajo esa acepción nos podemos encontrar de todo, como en botica; desde formas blandas, formas de garantizar derechos a minorías, o extravagancias como las afrocentristas de Leonard Jeffries o el antisemitismo de Louis Farrakhan y su nación del Islam. Por tanto, no hay un multiculturalismo tipo, por más que habitualmente se hagan referencias a unos modelos, especialmente los de tradición anglosajona.

En la acepción norteamericana, el multiculturalismo, el Cultural pluralism, nos remite a la necesidad de mantener la variedad cultural como un elemento que enriquece a la sociedad y que permite que las personas participen en la vida social sin necesidad de romper con los valores y tradiciones de sus sociedades de origen. En qué medida eso ha sido llevado a la práctica, cómo lo ha sido, qué problemas ha resuelto y qué problemas ha creado y si estos son más importantes que los anteriores, es algo que forma parte de discusiones apasionadas, muy interesantes y de gran actualidad, que merecerían ser tratadas con seriedad; lo mismo que los resultados, las ideas y las prácticas sociales generadas por los modelos republicano igualitario-asimilacionistas; o por los modelos más o menos intermedios que pretenden eliminar las aristas más problemáticas del multiculturalismo y del asimilacionismo.

Todo lo anterior teniendo en cuenta que, como dice Martiniello, «...no conviene olvidar que los modelos sólo son productos ideológicos y políticos que, como mucho, proponen un ideal a alcanzar. No suelen aportar la clave para entender las dinámicas sociales y políticas, y menos aún pistas de soluciones prácticas para los conflictos diarios. En cierto modo, refugiarse en los modelos puede ser una forma de esquivar la realidad» (4).

Esta discusión, de contornos muy imprecisos, que enmascara otra, también ha servido para tapar la denuncia y la discusión sobre la situación real que tienen los y las inmigrantes a partir de la aprobación del cupo para el 2002 y la circular que lo acompaña, que está impidiendo la regularización de miles de ellos, abocándolos a trabajar en la economía sumergida, lo que favorece su sobreexplotación.

Porque, diga lo que diga Mikel Azurmendi sobre cómo nos concebimos, lo que busca cada yo y la democracia que tenemos, aquí hay miles de inmigrantes que se lo pasan muy mal, que están bajo la férula de una ley muy injusta, que consolida una visión policial del hecho migratorio, que vulnera derechos fundamentales de esas personas, fomenta su explotación laboral y les niega los derechos inherentes a la ciudadanía, en definitiva, su posibilidad de tomar parte en la construcción de la sociedad y la democracia, en igualdad de condiciones, con derecho a voz y voto. Porque la integración es cosa de todos, lo mismo que la participación en la vida cultural, social y política, lo que requiere el reconocimiento de derechos cívicos, sociales y políticos. Porque esta sociedad también tiene que ser la suya, y a todos los efectos, y no solo la nuestra con añadidos más o menos exóticos que solo tienen derecho a expresarse en el ámbito de lo privado.

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(1) Ikram Antaki, La cultura de los árabes, pág. 263. Siglo XXI editores.

(2) Nilüfer Göle, Musulmanas y modernas, pág. 11. Editorial Talasa.

(3) Marco Martiniello, Salir de los guetos culturales, págs. 95 y 96. Ediciones Bellaterra.

(4) Marco Martiniello, Salir de los guetos culturales, pág. 88. Ediciones Bellaterra.

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