Agustín Unzurrunzaga

Ministerio de la Identidad y la Inmigración
(Hika 192zka, 2007ko urria)

            En el Gobierno francés, formado después de las elecciones presidenciales del pasado mes de mayo, se ha constituido un Ministerio de la Identidad, la Inmigración y la Cooperación, que dirige Brice Hortefeux, antiguo colaborador del actual presidente Nikolas Sarkozy. ¿Cuál es el cometido de ese extraño ministerio, de connotaciones abiertamente orwellianas, como los ministerios del amor o la verdad, que junta en su enunciado la identidad nacional y la inmigración?
            Según Brice Hortefeux, la originalidad de su ministerio “radica en haber juntado las nociones de codesarrollo, integración e identidad nacional... la identidad nacional es nuestra herencia cultural, de la que la inmigración forma parte, y la voluntad de preservar el porvenir de la cohesión nacional” (Le Monde, 4-7-07) A su vez, en esa misma entrevista, el ministro se extrañaba de las críticas de las que era objeto y aludía en su defensa que “en la época de la descolonización, los pueblos concernidos luchaban por su identidad y un cierto número de sensibilidades políticas o intelectuales consideraban que eso era una idea formidable... Hace unos días, la comunidad homosexual desfilaba por París para defender su identidad. Pero, por el contrario, hablar de la identidad nacional sería inaceptable. Tal actitud es difícilmente explicable” (Le Monde, 4-7-07)
            Hay originalidades que hubiese sido mejor no haberlas puesto en marcha. Eso es lo que opinan los 200 firmantes, artistas intelectuales, sindicalistas, de una petición publicada el pasado 22 de junio en contra de la formación de dicho ministerio. Consideran estos firmantes que ese ministerio contribuye a la “confusión de roles y funciones” y a “reforzar los prejuicios negativos hacia los inmigrados... al inscribir la inmigración como problema para Francia y para los franceses en su mismo ser”. En un sentido semejante se manifestaba Violaine Carrere, portavoz de la Asociación GISTI (Grupo de Información Sobre los Trabajadores Inmigrantes), señalando que un ministerio de esas características hace “una amalgama peligrosa y demagógica con relación a las personas que están convencidas de que la inmigración es un problema, cuando no es más que un fenómeno” (Le Monde, debate con Violaine Carrere, 23-3-07). Maldita la gracia de ciertas originalidades.
            ¿Son la identidad nacional y la herencia cultural, una misma cosa, tal y como se desprende de lo dicho por el ministro? Creo que no. Las identidades, incluida la nacional, están construidos con múltiples elementos. Pero no es la cultura, ni la herencia cultural, inevitablemente múltiple y diversa, la que crea la identidad. “Son las condiciones de interacción las que establecen que rasgos culturales deben ser asociados a la identidad del grupo y que diferencias internas deben ser ignoradas”. “Los contenidos políticos y sociales asociados a la definición de la identidad nacional” son inevitablemente cambiantes.1
            En lo que dice el ministro subyace una idea que es falsa, la de una especie de herencia cultural homogénea, sobre la que se han ido depositando las aportaciones de la inmigración. Esa homogeneidad no existe. Toda cultura el móvil y cambiante. Y si no cambia se muere. ¿Qué es la cultura francesa?, se preguntaba el escritor de origen búlgaro afincado en Francia Tzvetan Todorov: “Su continuidad es indiscutible, y, sin embargo, ningún elemento permanece intacto. La lengua ha cambiado, también la religión, las vestimentas, tal como sucedió con el tipo físico... Pero los cristianos fueron invasores, los francos también, los galos por cierto, para no hablar de los romanos... Cambio y pluralidad se condicionan mutuamente. Se cambia en el interior de un país porque está hecho de culturas múltiples, que sacuden sus jerarquías y sus articulaciones y también porque el contacto con otras culturas es inevitable. Una cultura es como el navío Argos de la leyenda: entre la partida y el regreso, todas las velas cambiaron; sin embargo, es el mismo barco el que retorna al puerto”.2
            La antropóloga Dolores Juliano abunda en la misma idea. “Prat de la Riba hablando de la cultura catalana hacía una metáfora comparando la cultura catalana con una piedra en la playa. Vinieron los romanos y la taparon, después se retiró el mar y la piedra apareció de nuevo, después se la volvió a tapar y más tarde volvió a aparecer. Puede ser una metáfora bonita pero es falsa ya que ninguna cultura es como una piedra. Una cultura es un elemento vivo, dinámico, cambiante. No solamente esta cultura; todas las culturas en tanto que culturas”.3
            Un ministerio de la identidad nacional tiene también su parte de confesión. Muestra a las claras que eso de la identidad nacional (y también las naciones) es una construcción de parte. La identidad, incluida la nacional, no tiene nada de natural. Como señala Zigmut Bauman, “La idea de identidad, de una identidad nacional en concreto, ni se gesta ni se incuba en la experiencia humana de forma natural, ni emerge de la experiencia como un hecho vital, evidente por si mismo”.4
            Étienene Balibar se pregunta si “¿hay, en rigor, un modo específicamente nacional de construir la identidad individual y colectiva?” Y plantea tres ideas. Una, “no hay identidad dada; solo hay identificación, es decir, un proceso siempre desigual, construcciones riesgosas que hacen un llamamiento a garantías simbólicas más o menos fuertes”. Dos, “la identificación así compelida oscila constantemente entre dos grandes modalidades de comportamiento... Los rasgos de hábito, o incluso de rito: en ello reside el elemento de similitud imaginaria; los rasgos de creencia o de fe: en ello reside el elemento de fraternidad simbólica, manifiesto ante todo en la respuesta común... a un llamamiento trascendente”. Tres, “en último análisis no hay identidad... sin que se establezca una jerarquía en las referencias comunitarias y además, por su intermedio, pertenencias”.5
            Para el sociólogo Danilo Martuccelli, “la identidad es considerada como aquello capaz de marcar lo que es único mediante lo que es común y compartido. Eso es debido a que hace frente a un doble escollo. Por una parte, aparece como demasiado colectiva para ser personal y, por otra parte, aparece como extrañamente vacía de todo contenido colectivo porque se declina, desde que se la mira de cerca, en manifestaciones demasiado singulares. La identificación es prisionera de una falta y de un exceso, lo que la constituye justamente como identidad, en ausencia de los cuales no existe, pero gracias a los cuales tiene una existencia accidentada”.6
            Insistiendo en ese carácter accidentado, el antropólogo Manuel Delgado señala que: “sometidas a toda clase de sacudidas e inestabilidades, las identidades modifican su naturaleza, cambian de aspecto y de estrategia tantas veces como haga falta. Su evolución sufre oscilaciones muchas veces caóticas e impredecibles. En definitiva, las identidades no solo deben negociar constantemente las relaciones que mantienen, sino que son esas relaciones. No son la base de un contraste, sino su fruto”.7
            Ciertamente, el hecho de que sea algo construido no le quita importancia, pero permite subrayar el carácter contingente, cambiante, de los diacríticos o marcadores identitarios utilizados en un momento dado para nombrarla, bien sea la lengua, la religión, o determinados valores, y la tendencia a arrinconar otros, en general los que son compartidos con los que se quiere diferenciar. A su vez, muestra que esos marcadores pueden modificarse, desecharse y echar mano de otros para mantener la cohesión identitaria, lo que le da a la identidad nacional un constante tono agónico, algo que necesita “vigilancia continua, un esfuerzo gigantesco y la aplicación de mucha fuerza para asegurarse de que se escucha y obedece” (Bauman, libro citado). En este caso un ministerio, con su correspondiente Dirección General o Secretaría para la identidad nacional, que dirá cuales son los marcadores identitarios que hay que promover, con los que se supone se tendrá que identificar la parte que ahora no se identifica suficiente a juicio de los que se arrogan ser los detentadores de la identidad, la inmigración en su conjunto o una parte de ella. Un ministerio que querrá hacerse escuchar y obedecer.
            Un ministerio de esas características será un órgano que creará su función: la selección de los y las inmigrantes suficientemente identificados, que dirá quien se identifica con eso que el propio ministerio dirá que es la identidad nacional y en qué medida, y quien no lo hace suficiente o no llega a los estándares identitarios. El problema es que los que mismos que van a exigir el esfuerzo serán los encargados de juzgar los resultados, y ya se sabe que quien es juez y parte, además de exigente puede ser voluble.
            Me resulta curioso, por otro lado, que en la entrevista citada más arriba el ministro de la identidad y la inmigración llame en ayuda de la identidad nacional a una forma de identidad sexual. De facto, queriendo o sin querer, hace una referencia expresa a la pluralidad de identidades que tienen las personas, pero extraña, viniendo de donde viene, del representante de un país en el que la identidad nacional se ha colocado siempre por encima de cualquier otra. Tal vez sea un signo de los tiempos, de unos tiempos en los que las identidades nacionales atraviesan por una profunda crisis, o en la que se evidencia más una crisis que siempre ha estado presente. El problema no es, haciendo de nuevo referencia a las palabras del ministro, hablar o no de la identidad nacional, sino como se habla de ella, a que se le asocia y que consecuencias previsibles tiene semejante asociación.
            Durante la campaña electoral, sus impulsores afirmaban que Francia solo debía acoger inmigrantes que hablasen y escribiesen en francés, que amasen a Francia y respetasen sus valores. También decían que con ese ministerio querían promover valores republicanos, tales como la laicidad y la igualdad entre el hombre y la mujer. Nicolás Sarkozy se preguntaba como se podía llevar a cabo la integración sin hablar de lo que somos.
            Todo Estado suele promover medidas para aumentar la cohesión social y cultural de las personas que habitan en su territorio. Pero, ¿puede la intensidad del amor a Francia determinar los derechos de las personas, ser acogido o ser expulsado? ¿Y quien mide la intensidad de ese amor? ¿Y ese amor tiene que ser correspondido? ¿Y como se mide esa correspondencia? Es cierto que en los últimos años ha habido en Francia múltiples acontecimientos que mostraban que personas que allí residen, incluso con nacionalidad francesa y con unos grados de asimilación cultural muy altos, evidenciaban públicamente su desafección, como cuando en un partido de fútbol entre la selección francesa y la argelina una parte del público, jóvenes de origen argelino, silbaron al himno nacional. O cuando los jóvenes de las banlieus, y de las cités gritan eslóganes como nicke la France (más o menos, que le follen a Francia). Pero, de la misma manera que ahora se les pide que amen al país en que residen, y que lo muestren, cabe preguntarse quién les ama a ellos, y si es amor lo que han recibido, cuando todo el mundo reconoce que han sido fuertemente maltratados, relegados espacialmente, estigmatizados por vivir donde viven, con altísimos índices de desempleo, víctimas de fuertes dosis de xenofobia. ¿Qué amor les dispensa el presidente de la república, que públicamente les ha tratado de racaille (escoria) y proponía que debían ser karcherizados (lavados con karcher, un detergente industrial)? ¿Se identificarán más y mejor nacionalmente después de ser lavados con karcher?
            En cuanto a la laicidad y la proclamación de la igualdad entre hombres y mujeres, y aún teniendo en cuenta las particularidades que tiene la laicidad francesa, y el papel simbólico que ese concepto ha jugado y juega a la hora de la identificación colectiva, hay que decir que son hoy dos valores compartidos por la práctica totalidad de los regímenes democráticos. No son valores propiamente nacionales franceses, sino valores compartidos por las democracias tanto en Europa como en otras partes del mundo. Formaban parte, por ejemplo, de la en este momento aparcada Constitución Europea. Y es obligado señalar que los ataques de envergadura que en estos momentos sufre la laicidad, no vienen principalmente de tales o cuales capas de inmigrantes, sino de instituciones tan poderosas como la iglesia católica y de otras religiones y confesiones religiosas, y de los diversos fundamentalismos presentes en todas ellas.
            Y no creo que en materia de igualdad de derechos entre hombres y mujeres se pueda hacer la distinción entre autóctonos que la practican e inmigrantes que la rechazan. Los problemas, en diferentes escalas, están en el conjunto de la sociedad y son de muy diverso tipo. En este sentido, no estaría mal que los propios políticos franceses se mirasen con un poco de espíritu crítico, ya que su propio parlamento, hoy en día, es de los que menos presencia de mujeres tiene en toda Europa. Esos dos valores democráticos fundamentales para el funcionamiento de cualquier democracia moderna, deben ser promovidos y trabajados en el conjunto de la población. Y a fe que queda trabajo por hacer. Pero el problema de un ministerio de ese tipo es que tiende a hacer ver que los problemas, las carencias, cuando no algo más, están siempre en una parte, en la inmigración de forma genérica o en una parte de ella, sospechosa de no amar lo suficiente al país en el que residen, de no identificarse suficientemente con tal o cual marcador identitario, o con tan o cual valor democrático.
            ¿Y por qué este repentino afán por la identidad, hasta dedicarle un ministerio? El sociólogo polaco de origen judío, privado de su nacionalidad como castigo por el régimen comunista, y exiliado en Inglaterra, Zigmunt Bauman, dice que “la identidad, la palabra y el juego de moda, debe la atención que atrae y las pasiones que despierta a que es un sucedáneo de la comunidad: de ese supuesto hogar natural o de ese círculo que se mantiene cálido por fríos que sean los vientos del exterior... La identidad brota en el cementerio de la comunidad, pero florece gracias a la promesa de resurrección de los muertos”.7
            La comunidad cálida no debería ser compatible con la exclusión social, la relegación espacial, el desempleo persistente y el racismo que sufre una parte significativa de la población, que incluye a una parte de la población inmigrante o descendiente de inmigrantes, objetos de ese ministerio. Y eso no se resuelve con más identidad, o con más declaraciones de amor a la patria. Más y más intensos marcadores identitarios no van a poder ser los sustitutos que hagan olvidar las realidades sociales en las que se vive día a día. Lo de la identidad va a seguir siendo un sucedáneo. Reparar el conjunto del tejido social va bastante más allá que insistir en tal o cual marcador identitario, y no al revés, como al fin y a la postre parece que quiere el presidente Sarkozy.
            No creo que la profunda crisis por la que desde hace tiempo atraviesa el modelo de integración socio económica de la inmigración en Francia, pueda ser resuelto poniendo el acento sobre la identidad nacional. Eso seguirá siendo un sucedáneo. Volviendo a citar a Bauman, “las batallas de identidad no pueden cumplir su función de identificación sin dividir tanto o más de lo que unen. Sus intenciones globales se entremezclan con (o más bien se complementan con) intenciones de segregar, eximir y excluir”.9 Y me temo que ese es el gran problema de ese ministerio, que más que a unir, va a tender a segregar, eximir y excluir.
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1. Ignasi Alvarez, ¿Cuanto nacionalismo cabe en la gestión de la pluralidad cultural? Ponencia presentada en las Jornadas sobre Inmigración y minorías nacionales, Bilbao 2006.
2. Tzveten Todorov, Deberes y delicias, entrevistas con Catherine Portevin, Fondo de Cultura Económica.
3. Dolores Juliano, Viure i Conviure, la realitat de la inmigració. Conferencia inaugural del curso 2003, ayuntamiento de Igualada.
4. Zigmunt Bauman. Identidad. Conversaciones con Benedetto Vecchi, Losada.
5. Etienne Balibar. Violencias, identidades y civilidad, Gedisa.
6. Danilo Martuccelli, Gramáticas del individuo, Losada.
7. Manuel Delgado, La ciudad de la diferencia, Fundación Baruch Spinoza.
8. Zigmunt Bauman, Comunidad. En busca de la seguridad en un mundo hostil, Siglo XXI.
9. Zigmunt Bauman, Identidad, Conversaciones con Benedetto Vecchi, Losada.