Alberto López Basaguren

El lugar natural del euskera
(El Correo, 11 de mayo de 2008)

            El documento para el debate sobre la política lingüística recientemente presentado está provocando numerosas reacciones. De eso se trataba; de que también sobre la política lingüística se pudiera debatir con normalidad, sin correr el riesgo de ser acusado de 'enemigo del euskera'.
            La política lingüística ha estado cubierta por uno de los muchos tabúes que aquejan a la sociedad y a la política vasca. Pero el tabú se rompe con la palabra, hablando, afrontándolo directamente. Esa es la primera gran virtud del debate abierto: nada podrá ser ya igual a partir de ahora. Por eso hay que impulsarlo, para impedir que las cosas vuelvan a lo que muchos consideran su 'orden natural'. Pronto surgirán potentes voces que lo pretendan.
            El objetivo no es juzgar la política lingüística desarrollada, sino abrir caminos nuevos, dar la oportunidad de plantearla de forma diferente. Pero esto exige un diagnóstico que permita fundamentar las opiniones sobre sus fines y sus límites; sobre lo que se debe y no se debe hacer, sobre lo que se puede y no se puede hacer.
            El objetivo es lograr un consenso, no sólo político sino, muy especialmente, social, que sea vivido y sentido realmente por los ciudadanos. Pero, en mi opinión, esta pretensión choca con la perseverancia en una política lingüística como la presente, en la medida en que se identifica crecientemente con el nacionalismo, lo que la aboca a la desafección por cada vez más ciudadanos. La experiencia vital dota a los ciudadanos de resortes de percepción que les permiten constatar las consecuencias concretas de una determinada política. Y hay ya muchos damnificados de la política lingüística, que perciben que su sacrificio no tiene fundamentos razonables. Estas actitudes se manifestarán cada vez con mayor naturalidad y amplitud.
            Cada vez sirve menos apelar al destino del pueblo vasco para conjurar este peligro; ni es suficiente afirmar la renuncia a instrumentalizar políticamente el euskera. Para lograr un consenso de este tipo no sirve ya 'vender' como inevitable una determinada política lingüística, presentarla como la única posible. En una sociedad crecientemente madura estas pretensiones tendrán cada vez peor fortuna.
            Un consenso de esta naturaleza obliga a muchas renuncias. Por eso tiene tanto valor que el debate no se haya limitado al mundo euskaldun, y se pretenda que participen activamente quienes no hablan euskera, para lo que el documento se ha presentado también en castellano.
            La política lingüística debe establecer lo que podríamos denominar el 'lugar natural de euskera'. En mi opinión, ello exige cumplir unos requisitos básicos.
            En primer lugar, el principio de libertad de opción lingüística debe mantenerse como la base de todo el sistema. Sobre ello fue posible el consenso de 1982 y sin ello no es posible consenso alguno. Libertad de lengua, básicamente, también en la escuela.
            En segundo lugar, la política lingüística debe asentarse en la realidad social de las lenguas. La fortaleza política del nacionalismo ha llevado a diseñar una política lingüística que ignora o desprecia el hecho real del euskera como lengua minoritaria. El desarrollo legal del estatus del euskera como lengua oficial no se corresponde con esa realidad. Aunque se presente como algo natural, es una situación absolutamente excepcional en el mundo que nos rodea. La realidad social impone límites en relación a lo que se puede hacer y a lo que se debe hacer. Límites que se han ignorado, que se han despreciado.
            En tercer lugar, debe desterrarse el voluntarismo sobre el que se ha asentado la política lingüística. Entre otras muchas razones, porque ha equivocado su objetivo, centrándolo, obsesivamente, en la expansión de la lengua en lugar de situarlo en el fortalecimiento de la comunidad lingüística. Se ha creído erróneamente que la radical inversión de la planta lingüística era posible en una sociedad como la nuestra; y, además, de forma acelerada. El sistema educativo ha debido cargar con una tarea en la que estaba -y está- abocado a fracasar irremisiblemente; lo que no se remedia, como algunos parecen creer, con una vuelta de tuerca más al sistema: la escuela se enfrenta a un serio riesgo de sobredosis lingüística.
            La convicción de que el conocimiento traería aparejado el uso del euskera se ha demostrado puramente ilusoria. Es el gran fiasco de la política lingüística. La brecha entre vasco-hablantes formales -quienes aparecen en las estadísticas- y reales -quienes lo usan realmente de forma cotidiana- no cesa de crecer y puede alcanzar niveles peligrosos para la estabilidad de la comunidad lingüística. En cualquier sociedad sensata sería una política insostenible. Pero debiera aterrar especialmente a quienes persiguen, con sinceridad, el fortalecimiento de la comunidad lingüística euskaldun; porque hay ejemplos, como el de la República de Irlanda, que muestran los efectos letales que una política lingüística expansiva provoca sobre una comunidad lingüística débil y minoritaria. Casi todos los irlandeses saben algo de gaélico, pero el gaélico es una lengua casi muerta. Ese es el resultado de la política nacionalista irlandesa tras la independencia. ¿No estamos cada vez más cerca de un riesgo semejante?
            La gran coartada de la política expansiva reside en la voluntad de los ciudadanos. Pero en ello se escudan quienes la han fomentado sin límite ocultando a los ciudadanos sus costes y sus riesgos, transmitiendo una visión irresponsablemente idealizada de sus efectos, ocultando sus defectos. Estos procesos exigen condiciones y cautelas que la política lingüística ha ignorado.
            Finalmente, la exigencia de conocimientos lingüísticos debe estar vinculada a una real necesidad de uso de la lengua. Se trata de una cuestión no siempre simple de precisar; pero hay que desterrar la naturalidad con la que parece que se ha instalado la expansión de exigencias lingüísticas en las administraciones públicas en puestos en los que su uso, en el mejor de los casos, llegará a ser anecdótico. Porque ello no hace nada por el fortalecimiento de la comunidad lingüística y hace mucho contra un consenso posible en esta materia.
            El fomento del desarrollo del euskera debe situarse en este contexto, de forma que no sea incompatible con los fundamentos señalados.
            El debate es muy importante. Podremos alcanzar el consenso buscado o fracasar en el intento. Pero el hecho de plantearlo tiene ya un gran valor. Que haya sido impulsado por los responsables de la política lingüística en el Gobierno vasco le otorga una trascendencia muy especial y merece un sincero reconocimiento. Algunos se preguntarán por las razones que les han impulsado. Cualesquiera que hayan sido no afectan para nada a su significado. Y debo constatar que, en lo que he vivido, en mi condición de miembro del grupo redactor de la ponencia base, el debate se ha desarrollado en un ambiente de flexibilidad y honestidad democrática no demasiado habitual, por desgracia, entre nosotros. Confío en que sea un buen augurio.