Alfonso Bolado
La historia imaginada: cine e impostura
(Página Abierta, 242, enero-febrero de 2016).

Es bien sabido que los dioses fueron creados por los seres humanos para confortar su temor a lo inaprehensible. Y que después esos mismos dioses, a través de unos agentes que tenían muy bien puestos los pies en la tierra, se convirtieron en dueños de los humanos, hasta el punto de exigirles a menudo un gravoso tributo en sangre.

De la misma manera, la historia, hecha por todos los seres humanos pero escrita por unos pocos, se convirtió a través de estos en carcelera de la conciencia colectiva. Por eso, aunque en sustancia sea poco más que la historia de la lucha de clases (1), se aceptó que era simplemente  un relato más o menos fidedigno de lo que aquellos que la escribían consideraban cierto, hurtando o enmascarando (como en su campo la religión)  los impulsos profundos que la encaminan, lo que  incluye la compleja dialéctica entre dominación y subordinación, así como el marco material en que se desenvuelve y las ideas que realmente la ilustran. El historiador se convierte así en una especie de melómano que, ante una grandiosa obra barroca o clásica (pongamos la Misa en si de Bach) solo se muestra atento a las diferentes líneas melódicas, dejando de lado el bajo continuo, que es el que establece la jerarquía tonal y da densidad y estructura a la composición.

No cabe duda de que la historia contada de esa forma es más atractiva por cuanto más directa. Además es secuencial, es decir, en ella los acontecimientos se suceden unos a otros; quizá por eso ha sido objeto del interés de las artes, sobre todo la literatura, el cine y la pintura, que tienen la misma característica (2). En ellas, por su capacidad comunicativa, la historia alcanza su más completa dimensión como “historia popular”, es decir, la que el común debe saber y que, en general, suele ser la que deciden los sectores sociales a los que sirve el artista.

Al “arte de masas” se corresponde, pues, una “historia de masas”. Y en ese aspecto, el cine tiene todas las ventajas: no solo es secuencial como algunas artes y visual como otras; además es una industria dirigida directamente a un consumidor indiferenciado y, una vez que se interiorizan sus convenciones, accesible y directo. No tiene nada de raro que haya sido un importante propagador de ideología, y que además lo haya hecho con tanta eficacia; a la historia académica, tachada de aburrida y elitista, se ha opuesto una historia de consumo, que está tan ideologizada como la anterior, pero que ha contribuido mucho más a moldear la visión de la mayoría. Ningún arte ha ofrecido a la aceptación general tantos mundos falsos como el cine (3).

Con ello no se pretende insinuar que las artes hayan servido para transformar la realidad; esto  ha sucedido en muy contados casos; Umberto Eco afirma que solo Los miserables de Victor Hugo tuvo una influencia social importante, al impulsar reformas en el sistema penitenciario francés (a la que podría añadirse La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, que actuó positivamente, quizá por su edulcorada tibieza, sobre la visión que se tenía de la esclavitud). Sí pueden haber ayudado a cambiar actitudes individuales (la lectura del Werther de Goethe provocó una oleada de suicidios en su época) y, sobre todo, a explicar post factum los acontecimientos y, con ello, a consolidar la ideología dominante y el estado de cosas que arropa: la lucha por la historia no se libra en los campos de batalla del pasado, sino en los del presente.

Las dos películas sobre las que se reflexiona a continuación son otras tantas ilustraciones de lo que se ha propuesto anteriormente. Cada una de ellas se desarrolla en una época y con una estructura distinta, pero tienen aspectos similares: exaltan a los países implicados en momentos que estos consideran clave (el rush continental de Estados Unidos serviría para preparar la respuesta a la revolución cubana; los derechos del Estado de Israel se afirman frente a la retórica anticolonialista de Nasser); ambas se estrenaron en 1960, fueron importantes éxitos de taquilla a escala mundial y las dos tienen el tono épico que corresponde al  relato de un mito “fundacional”. Dichas  películas son El Álamo, de John Wayne, y Éxodo, de Otto Preminger.

Sin embargo, parten de una anécdota relativamente trivial: el acoso y exterminio de la guarnición de un pequeño fuerte, un episodio menor desde el punto de vista histórico, y la partida hacia Palestina de un barco de refugiados judíos de Europa central, así como su posterior llegada e instalación en la Altneuland (4),la tierra de promisión. Pero en ambas es la sangre derramada en el altar de la posteridad (dulcis et decorus est pro patria mori, decían los latinos) la que da sentido a los derechos de los vivos: los colonos texanos heroicamente caídos en El Álamo, la jovencita judía –cabellos de oro, inocencia a raudales–, compendio de la virtud frente la barbarie vengativa musulmana, en Éxodo. Ese “todo por la patria” como gesto único e irrepetible exime referirse a los antecedentes o consecuencias, gravosas para los pueblos oprimidos, del acontecimiento central y contaminarse, por tanto, del universo de lo real: una impostura que recurre de buena gana al pudoroso alibí de la “licencia histórica”.

Remember El Álamo

El 6 de marzo de 1836, un reducido ejército mexicano (unos 2.500 hombres) bajo las órdenes del general Santa Anna, después de nueve días de sitio, asaltó una pequeña misión reconvertida en fuerte y pasó a cuchillo, excepto a mujeres, niños y esclavos negros, a todos sus defensores. Estos eran unos 182, en su mayoría estadounidenses (solo había ocho texano-mexicanos), aunque otras estimaciones dan hasta 257 personas, incluyendo no combatientes: enfermos, mujeres y esclavos. El cerco y asalto fueron bastante desastrosos desde el punto de vista táctico y no tuvieron relevancia estratégica. Fue la posterior batalla de San Jacinto, en realidad otra carnicería sin interés militar, la que decidió la independencia de Texas, y se debió a que en ella fue hecho prisionero Santa Anna (5).

Estos acontecimientos se enmarcan en la insurrección de los colonos estadounidenses llegados a Texas a partir de 1825, atraídos por las facilidades que daba el Gobierno mexicano a su instalación, ante el temor de que la república unitaria significara un mayor control del territorio por el Gobierno central; en realidad, en la rebelión tuvieron un importante papel los aventureros recién llegados y dispuestos a beneficiarse del desorden (6). Los colonos eran en buena parte esclavistas –la esclavitud estaba prohibida en México– y muchos de ellos participaban en gigantescas operaciones especulativas de compras de tierra por cuenta de compañías de Nueva Orleáns; estaban orientados más hacia Estados Unidos que hacia México. El mismo Santa Anna lo sospechaba: «El Gobierno de los Estados Unidos pretende reclamar parte de nuestro territorio y en apoyo de su pretensión ha instigado secretamente, y aun auxiliado hace largo tiempo, movimientos revolucionarios en aquella región» (7). Ciertamente, los estadounidenses habían manifestado en distintas ocasiones su interés por comprar el territorio, como habían hecho con Luisiana en 1803, lo cual no hacía más que atender a la visión de Thomas Jefferson: «Nuestra Confederación debe ser considerada como el nido desde el cual toda la América, así la del Norte como la del Sur, habrá de ser poblada».

La independencia se proclamó en una convención reunida en Washington-en-el-Brazos (relativamente cerca de San Jacinto) a principios de marzo de 1836, mientras se producía el asedio de El Álamo. El nuevo Estado nunca fue estrictamente independiente. Ya en 1837, los texanos presentaron una primera solicitud de anexión, que fue rechazada por temor a que la aceptación produjera una guerra con México; siete años más tarde se iniciaron de nuevo las conversaciones; el tratado fue rechazado en primera instancia y aceptado en 1845, lo que provocó la guerra con México y la conquista de lo que actualmente son los Estados de California, Colorado, Arizona y Nuevo México.

La anexión fue precedida por un acuerdo de las cámaras estadounidenses en octubre de 1845 bajo la forma de decreto y no de tratado. En la urgencia, al margen de la voluntad de ambas partes, quizá influyese la aparición en agosto del mismo año, en la U.S.Magazine and Democratic Review, de un artículo del publicista John O’Sullivan con el título “Annexation”. En él, que comienza diciendo “Texas es ahora nuestra”,  insta a los parlamentarios a actuar con presteza, exponiendo los aspectos estratégicos de la decisión: «[Francia e Inglaterra tienen]… un espíritu de hostil indiferencia hacia nosotros, con el objeto confesado de frustrar nuestra política y entorpecer nuestro poder, limitando nuestra grandeza y retando a nuestro destino manifiesto de extendernos por el continente otorgado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestro crecimiento anual(yearly multiplying millions)».

La anexión de Texas era un paso crucial hacia una etapa superior de la expansión territorial estadounidense: la llegada al Pacífico, por los frentes de Oregón y de California, que será «…la próxima en caer, por la laxa relación que un país como México mantiene con la provincia… Estúpido y distante, México no puede ejercer una autoridad real sobre semejante región». De ese modo, la resistencia de El Álamo –que se había presentado falsamente como lo que había posibilitado la reagrupación de fuerzas para la batalla de San Jacinto y la independencia texana– se convirtió en la clave simbólica de la construcción del poder imperial.

El Álamo de Hollywood

No es, por ello, de extrañar que la literatura (incluida la de “ficción”) y el cine se hayan volcado en el acontecimiento. De todo el material –ditirámbico, aunque en ocasiones crítico–, el filme de John Wayne (el actor solo dirigió dos, este y Boinas verdes, ambos de alto contenido patriótico y militarista) es particularmente significativo. Wayne estaba formado en la escuela del western, en particular la de John Ford, y eso se nota en su filme, que se desarrolla como una película de aventuras y que contó con un presupuesto sumamente elevado.

Pero su “mensaje” está claro: en los defensores brillaba el individualismo, el heroísmo sencillo y honorable, la religiosidad (con una risible especie de credo aparentemente metodista de los sitiados) y, sobre todo, el amor por la libertad, que se proyecta en la liberación “nacional” y que excluye a los indígenas texano-mexicanos, a los amerindios y por supuesto a los esclavos (8). Un compendio de las virtudes estadounidenses que son, en última instancia, las que han forjado la grandeza del país.

No hay ninguna reflexión “política” que enturbie la claridad del paisaje. Santa Anna y sus hombres, 7.000  según la película, brillantemente uniformados como un Ejército monárquico europeo (“Es el más bonito Ejército que jamás haya visto”, dice David Crockett-Wayne), son meros, y crueles, representantes de un poder tiránico sin más. Algo bastante falso: el Ejército mexicano, después de una larguísima y agotadora marcha de 88 días en unas condiciones climáticas terribles, estaba debilitado, pobremente uniformado y con un armamento de inferior calidad. Su disciplina “europea” se confunde con la pasividad del súbdito frente a la capacidad de iniciativa y la independencia de juicio  de los estadounidenses, de los cuales se sugiere la superioridad moral.

El asedio y caída de El Álamo participa de la calidad épica de los defensores; sin embargo, la defensa no fue tan denodada, simplemente porque los mexicanos se limitaron a mantener un cerco no muy estricto (durante todo él salían correos del fuerte), los estadounidenses estuvieron esperando refuerzos, que no llegaron en buena medida por la excesiva prudencia de los generales  Houston y Fannin, y la batalla final, que duró media hora, se desarrolló de forma caótica: muchos mexicanos murieron en la oscuridad por el fuego cruzado de sus compatriotas. Por cierto, el asalto final fue en realidad al amanecer y no a pleno día.

La calidad moral de los protagonistas, que en la película es inmensa, quizá no lo fuera tanto: Travis no pasaba de ser un individuo militarista, jugador empedernido, que había  abandonado a su familia y era “orgulloso, egoísta, vano, con fuertes sentimientos de grandeza” (Ben H. Procter, The battle of the Alamo). Bowie era un “fanfarrón” que se dedicaba a la especulación de terrenos, recurriendo al fraude. En cuanto a David Crockett, Alexis de Tocqueville, que lo conoció durante su viaje a América, lo define como «… un hombre que no ha recibido educación, que puede leer con dificultad, que no tiene propiedades ni domicilio fijo, que dedica su tiempo a cazar… y pasa su vida en el bosque» (9).

La heroica muerte de los tres protagonistas no lo fue tanto, al parecer. Travis murió al principio de la batalla  de un tiro en la frente. De Bowie, que estaba enfermo, unos dicen que murió como un cobarde (coronel Carlos Sánchez Navarro), tratando de esconderse, y otros que había muerto antes de la batalla. Crockett no murió haciendo estallar el polvorín, sino que sobrevivió al asalto y fue fusilado después de tratar de esconder su participación, una revelación que levantó una considerable polémica en Estados Unidos. Históricamente todo esto resultaría irrelevante, incluso comprensible, si no fuera porque el mito pide la entrega generosa de la propia sangre. Un bel morir tutta una vita onora, dijo Petrarca.

El papel de los mexicanos, en particular de los texanos, es bastante menos lucido. En realidad solo aparece uno, quizá Juan Seguín, un terrateniente de San Antonio; su papel, servil y poco digno, recuerda al del “moro amigo” de la mitología africanista. Wayne hace que se hable bien de ellos, en parte por razones comerciales o quizá porque sus tres esposas eran de ascendencia latina. Poco que ver con la realidad; para David Burnet, presidente interino de Texas, los mexicanos solo eran “… una raza de españoles degenerados e indios más depravados que ellos”. En cuanto a su cultura, Wayne incurre en el tópico del “flamenco mexicano”, que también aparece en Veracruz, de Anthony Mann, y otras películas “del oeste”: durante una –inexistente– incursión de los estadounidenses, estos pasan cerca de una fiesta que, a falta de mejores referencias, copia al pie de la letra, o de la imagen, el cuadro El jaleo de John Singer  Sargent (1882, museo Isabella Stewart Gardner), basado en una visita del pintor a España en 1879. No pasa nada: España es un país “latino” y por tanto exótico; además, todos los países latinos, como los musulmanes, se parecen mucho. Lo de menos es si el director del filme sabía eso o no; lo importante es lo que se trata de insinuar al público, y esto no es más que una visión colonialista de las víctimas finales de la historia.

En busca de la Tierra Prometida

Nunca se insistirá suficientemente en que Eretz Israel (La Tierra de Israel) es una de las más asombrosas reconstrucciones de la historia que se conocen, sobre todo por la unanimidad que ha obtenido y por el daño que está provocando, en su ideología y praxis actuales, a la estabilidad y la equidad del mundo. Con todo, son muchos los historiadores y científicos sociales que, desde hace tiempo, han puesto en cuestión el discurso mayoritario. Arqueólogos como Israel Filkenstein y Neil Silbermann, Mario Liberani, Giovanni Garbini o Zeev Herzog han situado el Pentateuco ante su verdadera dimensión mítica y ahistórica; historiadores como Nur Masalha y Shlomo Sand, para la historia antigua, y los “nuevos historiadores” israelíes (Benny Morris, Ilan Pappé, Avi Slaim…), para la actual, politólogos como Virginia Tilley, moralistas como el padre Michael Prior… han abierto una brecha en la “historia oficial”, que es la que tiene mayor repercusión popular (10).

Todos ellos demuestran en sus diferentes ámbitos que buena parte de la Biblia –que sustenta los derechos históricos del “pueblo de Israel”, más a través del pensamiento protestante que de la religión judía–  es mítica, comenzando por el éxodo, que nunca se produjo. También que la reivindicación nacional de Theodor Herlz es fruto de una reflexión Volkisch (11) de raigambre centroeuropea, que durante mucho tiempo fue minoritaria y que su éxito se debió en buena parte a su carácter colonialista («Para Europa  seremos una avanzadilla contra Asia. Seremos la vanguardia de la civilización frente a la barbarie», El Estado Judío).

El Estado de Israel  fue legitimado por el genocidio nazi, que en buena lógica colonial traspasó a los más débiles, la población autóctona de Palestina, las responsabilidades europeas en la discriminación de los judíos.

Tras la Segunda Guerra Mundial, una organización destinada a llevar judíos europeos a Palestina pudo trasladar en barcos a unos 70.000 emigrantes en 64 barcos. Uno de ellos, el más famoso, fue el Exodus que, aunque no llegó a su destino (salió de Sète, en Francia, y erró por el Mediterráneo hasta recalar por fin en Hamburgo) a causa de la oposición británica (12), se convirtió en símbolo de la falta de humanidad británica y de la decisión judía. Este barco, de nombre simbólico, es el que inspira el de la película.

Un Pentateuco moderno

Los temas bíblicos han sido muy solicitados por Hollywood, en parte por la tradición biblista del protestantismo estadounidense (todavía en la actualidad hay biblias en casi todos los hoteles), en parte por el hecho de que muchos productores de Hollywood eran judíos. De algún modo, filmes como Sansón y Dalila (1949),  Los diez mandamientos (1956) o Salomón y la reina de Saba (1959) son los antecesores de Éxodo.

Este último filme, basado en una novela del estadounidense Leon Uris, cuenta con un elenco excepcional, aunque el protagonista indiscutible es Paul Newman; no sorprende que el Moisés del nuevo éxodo sea un hombre rubio y de ojos azules: imagen que responde al atavismo centroeuropeo del sionismo, puesto de relieve por el poeta israelí Yitzhak Laor, que hace hincapié en la superioridad –racial– de los colonos frente a los indígenas. Laor recuerda que los héroes de los tebeos de su infancia, aguerridos militantes sionistas, eran rubios y denuncia el afán de muchos de los escritores israelíes actuales por ostentar sus raíces culturales europeas. Para él, los judíos son «… una especie de colonizadores colonizados, una versión tardía y puede que la última de pieds noirs» (13). En una escena reveladora, un oficial británico afirma a Ari Ben Canaan (Newman) que a los judíos se les distingue por el aspecto; como crítica jocosa al racismo es bastante ridícula, sobre todo en una persona como Ari, que afirmaba que “solo podemos contar con nosotros mismos”, precisamente en conversación con un aliado chipriota. Esta contradicción entre querer ser al tiempo “distintos” e “iguales” sigue dominando las actitudes  de los sionistas de hoy.

La película no abunda en alusiones al genocidio, aunque se cita en ocasiones para  justificar determinadas iniciativas; todavía no se había establecido esa “religión civil del Holocausto” de la que hablan tantos autores, judíos y no judíos; en la construcción de la nación tienen más importancia las víctimas propias, como Dafna, que dio nombre al poblado-escuela en el que viven los protagonistas y que murió torturada por los árabes. Sí que hay un importante espacio para el terrorismo del grupo sionista Irgun, y curiosamente no para criticarlo: los terroristas son simplemente idealistas impacientes, luchadores por la liberación nacional (un proceso del que se ha excluido a los árabes, como sucedió en Texas con los mexicanos), cuyas tácticas son inoportunas ante las negociaciones en las Naciones Unidas.

La población autóctona solo sirve, como en las buenas películas de temática colonial, de telón de fondo. Ni trazas de la insurrección de 1936-1939, en cuya represión los colonos judíos habían colaborado con los británicos. Los árabes no tienen motivaciones políticas ni sociales, son perversos y sin rostro; son los que siguen a Amin al-Husayni, el tenebroso gran muftí de Jerusalén, los que mataron a Dafna, la mujer de Ari, y al final del filme, a la virginal Karen.

La única figura árabe positiva es  Taha, el mujtar de la aldea próxima. Este, como el Juan Seguín de El Álamo, es el “moro bueno” que colabora con los sionistas.

El modelo de este personaje parece extraído de la novela de Herlz Altneuland (Vieja tierra nueva), una utopía sobre las maravillas de la colonización sionista en Palestina; en ella, el protagonista pregunta a un árabe cómo se siente en la nueva sociedad. «¡Vaya una pregunta! –responde–. Para nosotros ha sido una gran bendición… Todos se han beneficiado de las medidas progresistas de la nueva sociedad, tanto si se sumaron a ellas como si no”. ¿Es esto lo que esperaba el mujtar que, por supuesto, sería asesinado por los suyos? Así lo da a entender Preminger, cuando termina su filme, después de la  proclamación de la independencia y el entierro de Karen y Taha, con una frase redonda  que habría suscrito Martin Buber: «Llegará un momento en que árabes y judíos vivan juntos en paz en esta tierra unida por la muerte».

Buen intento. Por entonces, Ben Gurión afirmaba a quien quería escucharlo que «… no se conformaba con una parte del país…, salvo sobre la base de que crearíamos un Estado poderoso… y nos extenderíamos sobre la totalidad de la tierra de Israel». Y en el filme, los colonos marchan hacia la guerra. No se sabe contra quién.
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(1) Esta idea de Marx, que abre el Manifiesto Comunista, se encuentra en embrión en épocas muy anteriores. Ya en Salustio (La conjuración de Catilina, XXXVII) se lee lo siguiente: «En resumen…, todos los que agitaron la república…, aunque simulaban el bien público, luchaban en realidad por sus propios intereses».
(2) La pintura es un arte secuencial, aunque implícito, como reflejan los títulos de los cuadros: los abundantes Sacrificio de Isaac, por ejemplo, solo plasman un momento del episodio, habitualmente cuando el ángel detiene la mano de Abraham; el resto se presupone. Es el artista, desde una perspectiva más ideológica que estética, quien elige el momento que mejor lo condensa.
(3) El western, por ejemplo, es una deliberada reconstrucción de la historia y la sociedad que describe, que resulta no solo precapitalista, sino incluso a veces  preburguesa; curiosamente, muchos de los valores “modernos” que sugiere se han asimilado al cine de temática medieval, contribuyendo a la confusión sobre dichos valores a lo largo de la historia. Los novelistas “históricos” del siglo XIX (Walter Scott, Dumas, el mismo Espronceda) no habían llegado tan lejos. Lo mismo sucede con otros géneros, como el cine de piratas: la diferencia entre los personajes que encarnaron, entre otros, Errol Flynn o Johnny Deep y los que muestra el libro de Alexandre Oexquemelin Piratas de la América (trad. cast., 1682) es abrumadora. En España se ha aceptado con alegría –misterios del imperialismo cultural– una filmografía en la que los españoles aparecen casi siempre como estúpidos, corruptos y cobardes.
(4) Título de una novela utópica del fundador del sionismo, Theodor Herzl. Más abajo se hablará un poco de ella. La nave Exodus, en la que se inspira la del filme, tuvo mayor repercusión.
(5) El general Antonio López de Santa Anna (1794-1876) es uno de los personajes más dañinos de la historia de México. Fue borbónico, partidario del imperio de Iturbide y republicano, casi siempre en el bando unitario. Mal militar y peor político, presidió los destinos de México en distintas etapas entre 1833 y 1847.
(6) En la convención que proclamó la independencia, «… tres cuartos de los delegados eran nativos de los Estados esclavistas del Sur y solo 10 de 59 habían vivido más de seis años en Texas. Una buena parte solo  había residido en Texas los últimos tres meses» (Long, Duel of Eagles, Nueva York, 1990; cit. en Paco Ignacio Taibo, El Álamo, México, 2011).
(7) Cit. en Fuentes Mares, Santa Anna, el hombre, México 1981.
(8) En un momento  casi  chistoso por su hipocresía, el esclavo de Jim Bowie dice cuando este le da la libertad: «Si soy libre, prefiero quedarme aquí [en el fuerte], porque tengo entendido que vuestra lucha es precisamente por la libertad». Eso lo decía cuando en el mundo real la Convención texana de Washington-en-el-Brazos decretaba la legalidad de la esclavitud. Por supuesto, muere cubriendo con el cuerpo a su antiguo amo. Joe, el esclavo de Travis, que en el filme aparece como un viejo sentencioso al que los blancos tratan con cordial condescendencia, era en realidad un joven  de unos 23 años.
(9) Traducido del inglés, al no haber encontrado la versión francesa. El aristócrata  Tocqueville hace esta reflexión al hilo de la condición de congresista por Tennessee del popular aventurero. Posteriormente, en La democracia en América, el francés destacaba (I, 5): «Al entrar en la sala de los Representantes se queda uno impresionado por el aspecto vulgar de esta gran asamblea… En un país donde la educación está casi universalmente extendida, se dice que los representantes del pueblo no siempre saben escribir correctamente». El francés tiene mejor opinión del Senado, más elitista.
(10) Todos ellos tienen obras traducidas al castellano, además muy recomendables. En un tono muy menor, el que firma estas líneas ha dedicado algunas reflexiones a la cuestión en esta revista; muy particularmente en el artículo “Israel. Los mitos de legitimación” (Página Abierta, 197, nov. de 2008; reproducido, por las mismas fechas, en las páginas web Pensamiento  Crítico, Rebelión y CSCAweb). Perdónesele la inmodestia.
(11)  La expresión alemana puede asimilarse al nacionalismo etnicista de carácter conservador.
(12)  Los británicos habían cerrado la emigración judía a Palestina a raíz del Libro Blanco de 1939, una de las consecuencias de la Intifada palestina que comenzó en 1936. La organización judía Aliyah Bet no hizo caso a la prohibición.
(13) Yitzhzak Laor, Las falacias del sionismo progresista, Bellaterra, Barcelona, 2012.
(14) Filósofo judío, nacido en Viena y muerto en Jerusalén (1878-1965). Su pensamiento, de raigambre religiosa y humanista, se basa en el concepto de diálogo (del ser con Dios, de los seres humanos entre sí).  Aunque sionista, fundamentalmente en el plano cultural, rechazaba la agresiva visión judeocéntrica de Herlz, y preconizó, junto a  Judah Magnes, la concordia con los árabes palestinos.