Alfonso Bolado

Turquía: islam, laicismo, democracia
(Página Abierta, nº 187, diciembre de 2007)

            La llegada a la presidencia de la república turca de Abdullah Gül, ex ministro de Asuntos Exteriores y mano derecha del primer ministro Tayip Erdogan, cierra, es difícil saber si en falso, la crisis que abrieron en abril de este año Erdogan, presentando la candidatura de Gül a la presidencia, y el Ejército y el anterior presidente rechazándola, a título de asegurar la laicidad del Estado. En el intermedio, las grandes ciudades turcas se vieron sacudidas por multitudinarias manifestaciones en defensa del laicismo, a las que respondió Erdogan disolviendo el Parlamento y convocando nuevas elecciones que, en julio de 2007, otorgaron a su partido, el AKP, casi el 50% de los sufragios y 340 escaños de los 550 del Parlamento.
            La presidencia de la república no es un cargo meramente representativo, pues tiene competencias en diversas áreas, como la judicatura y la enseñanza superior; en ese sentido, el AKP refuerza su hegemonía en los órganos del Estado. Con todo, la presencia de Gül en la alta magistratura tiene un valor simbólico añadido que no puede desdeñarse: Gül es el primer militante de un partido declaradamente musulmán que la ocupa, sin que las instancias de la oposición laica hayan podido hacer nada para evitarlo. Lo que para algunos sería un episodio más de la pugna entre laicismo y confesionalidad, para otros significaría una síntesis entre la tradición islámica del país y el kemalismo modernizador y laico.

Las políticas del AKP


            La victoria electoral del AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) se cimenta sobre los éxitos de todo tipo del Gobierno: después del hundimiento de 2001, en buena parte debido a la aplicación de una política económica desastrosa, el crecimiento ha sido del 7,5% anual de media durante todo el periodo, la renta per cápita se ha más que duplicado; las exportaciones y las importaciones se han triplicado, y ello con unas tasas de inflación que han caído desde casi el 30% a algo menos del 10%.
            Del mismo o mayor calado han sido las reformas sociales y políticas, en buena parte orientadas a la convergencia con la Unión Europea: abolición de la pena de muerte, limitación de los privilegios militares (que, con todo, siguen siendo importantes), reconocimiento de la cultura kurda. Hasta cuarenta artículos de la Constitución han sido modificados. Por otra parte, el gasto público ha crecido y ha sido gestionado con mayor eficacia. Actualmente, las escuelas y hospitales comienzan a ser los edificios más singulares de numerosas poblaciones, en lugar de los cuarteles y las mezquitas.
            Se trata de unos procesos que no tienen visos de detenerse; poco después de ganar las elecciones, Erdogan prometió “más democracia”; los empresarios privados, los mayores beneficiarios de la bonanza, aplauden la nueva política, de la que la presidenta de la Asociación de Empresarias de Turquía afirma: «No creo que Erdogan tenga una agenda oculta para imponer por la fuerza la ley coránica», y añade con tino: «Los partidos laicos se han radicalizado hacia el nacionalismo y el temor al terrorismo... mientras los islamistas han ocupado el centro social con un programa de crecimiento económico».
            El AKP nació en 2001 a partir de una escisión del viejo Partido de la Prosperidad, islamista  “ortodoxo”, fundado por Nemectin Erbakan, el gran patriarca del islamismo turco. En 2002, al amparo de una ley electoral precisamente pensada para impedir su acceso al poder, el AKP logró un resonante triunfo en las urnas. Las causas de esta victoria fueron, por una parte, el ofrecer un mensaje moderado y conciliador, la impotencia de los partidos laicos para ofrecer una salida a la persistente crisis social, política y económica y una imagen de  eficacia y honradez.
            El creador del AKP, Tayip Erdogan, antiguo y eficaz alcalde de Estambul, estuvo en prisión por haber incitado al “odio religioso”; supo extraer sus conclusiones del agotamiento del islamismo tradicional a partir de la experiencia de gobierno de los años 1995-1997, el golpe de Estado “postmoderno” de este último año y la represión de los años siguientes. Propugnaba un islam abierto, apartado de la lucha política, que renunciara a imponerse desde el poder del Estado (“islamización desde arriba”) y que se limitara a informar las vidas individuales; ello alejaba el fantasma –para los laicos– de la sharía y transfería el islam a las conciencias individuales, cuya manifestación pública sería el edeb (ádab en árabe), una mezcla de honradez y decoro, que es la actitud tradicional que debe presidir la vida del musulmán. Al apartar el islam de la esfera pública –no tanto de los valores que se expresan a través del edeb como de la orientación política– la labor de gobierno se convierte en una cuestión de eficacia; como Erdogan dijo en cierta ocasión: «No hacen falta personas de barba poblada que lean el Corán, sino personas que administren correctamente Turquía».
            Desde luego, una gestión de este tipo no puede ser neutral. En ese sentido, Erdogan define su partido como “conservador” en lo social y liberal en lo económico; en sus términos: «Somos demócratas conservadores que damos gran importancia a la familia, la religión y la moral».
            Así pues, ¿debe calificarse el AKP de “conservador democrático”, emparentado con las democracias cristianas occidentales? (está integrado en el Partido Popular Europeo). Muchos sectores laicos, tanto de Turquía como del extranjero, opinan que es una cortina de humo destinada a evitar la ilegalización por su carácter religioso, aunque aceptarían denominarlo “islamista moderado”, sin tener en cuenta los elementos de ruptura con la tradición islamista: su visión del papel político del islam, su defensa sin fisuras de la democracia, en fin, sus diferencias teóricas, organizativas y de fines con los partidos islamistas en la estela de los Hermanos Musulmanes, con su compleja estructura de partido, sociedad de socorros mutuos, ONG y, sobre todo y como rasgo más distintivo, de cofradía. Algunos analistas tienen en cuenta dichas diferencias, el papel de la religión en el nuevo partido y su apertura firme a la modernidad, así como su aceptación de la democracia, para calificarlo de “postislamista”, en el sentido de que en él se dan unas raíces islamistas, sin duda, pero desbordadas por una praxis teórica que lo aleja de tales raíces. Tampoco el postislamismo es una exclusividad turca, pues también aparece, aunque sin la relevancia política de este país, en Irán, en el pensamiento de Sorush y otros reformadores, y en Egipto, con el partido Wafa, escisión de los Hermanos Musulmanes.
            Por otra parte, el AKP es tributario de una tradición de tolerancia, uno de los rasgos más peculiares del islam turco. Procedente de la escuela jurídica hanafí, una de las más abiertas del islam, ha dado lugar a manifestaciones muy elevadas de cultura teológica al lado de ricas formas de islam popular. Junto a ellas, la impronta sufí, con su insistencia en la relación íntima con la divinidad y con su potente organización en cofradías. Ello, junto a la presencia de un robusto islam político, que se manifestó no sólo a través de los avatares del partido islamista, cuya alma fue Erbakan, sino también por otros partidos, como el Partido de la Madre Patria de Turgut Ozal (que también inspiró al AKP, en su acumulación, más que fusión, de islam, liberalismo económico y defensa de la modernidad; de hecho, la actual evolución de Turquía no podría entenderse sin referencias a la etapa de Ozal) dan un panorama muy diverso, en el que no existe una ortodoxia y sí muchas invitaciones a repensar el islam. Existen diversos teóricos (Ali Bulaç, Ismet Özel...) que merecerían ser más conocidos fuera de su país de lo que son por la riqueza de su pensamiento y su carácter innovador.
            Más allá de los aspectos políticos, el AKP representa el ascenso social de un nuevo grupo, el de los individuos procedentes del interior de Turquía y de medios tradicionales que, a base de esfuerzo y audacia, lograron una presencia cada vez más sólida en la economía y la política del país. Los mismos Erdogan y Gül son ejemplos: miembros ambos de familias humildes, estudiaron con becas –Erdogan en una Imam Hatip, escuela religiosa, antes de hacer Económicas– y realizaron distinguidas carreras profesionales en el extranjero. Éstos, los llamados “tigres anatolios”, mezclan una visión moderna sobre la gestión económica y tienen una formación profesional sólida, pero al tiempo sus puntos de vista sobre la moral y la religión son muy tradicionalistas.
            La existencia de sectores emergentes de este tipo se ha documentado en otras sociedades, como entre los afrikáners sudafricanos, los francocanadienses de Québec y los flamencos de Bélgica; por otra parte, en la misma Turquía existían antecedentes, como el movimiento de los nurçus (que en algunos aspectos recuerda al Opus Dei, por su combinación de religiosidad intensa y búsqueda de la excelencia profesional); un artículo ya antiguo de la socióloga Nilüfer Göle llevaba el título “Ingenieros islamistas y estudiantes veladas en Turquía”, en el que daba cuenta del ascenso de estos fenómenos.
            En este sentido, la crisis de primavera-verano de 2007, a propósito de la elección de presidente de la república, también podría leerse como un conflicto entre dos grupos sociales (y sus élites) por el control del aparato estatal para realizar un proyecto político; la pugna se daría entre, por un lado, el sector emergente de los “tigres anatolios”,  aliado a los sectores tradicionales de Anatolia o la emigración anatolia, de los que proceden, y la burocracia estatal y de las grandes industrias nacionalizadas, con el Ejército como punta de lanza, por el otro.

Los militares y el proyecto kemalista


            Cuando el jefe del Estado Mayor turco, general Yasar Büyükanit, dijo que los militares tenían que detener «los sinuosos planes destinados a socavar los logros de la República y a destruir su estructura secular y democrática» no sólo manifestaba su oposición a cualquier iniciativa del Gobierno tendente a aumentar la presencia pública del islam –en concreto, la elección de Gül como presidente de la república–, sino que renovaba la que desde el punto de vista militar es una de sus misiones fundamentales: hacer valer el legado modernizador y laico de Atatürk. El Ejército turco, el más numeroso, después del ruso, de Europa, se distingue de todos los del continente no sólo por sus privilegios y competencias en el Gobierno directo del país, aunque han sido parcialmente recortadas por el Gobierno del AKP, sino también por su fuerte impregnación ideológica.
            Como sucede en muchos Estados de reciente formación, el Ejército emergió de la tempestuosa etapa de la Primera Guerra Mundial, la presión de los vencedores en ésta, la agonía del sultanato y la guerra contra Grecia como la única institución implantada en todo el país, aureolada además por su digno papel en la guerra, a pesar de la derrota final, y la victoria frente a los griegos. El Ejército, además, tenía una tradición laica procedente de los Jóvenes Turcos, la mayoría de ellos, como el propio Atatürk, militares.
            El Ejército republicano, pues, no se limitó a aceptar las reformas de Atatürk sino que, de hecho, fue uno de sus inspiradores e impulsores; fue, además, un importante instrumento de “nacionalización” de las poblaciones y eficaz transmisor de la línea política oficial.
            Para ello goza de una importante autonomía; con todo, no puede calificársele de pretoriano, en el sentido de que no se ha dedicado a hacer y deshacer Gobiernos, sino a hacer valer la doctrina fundacional de la república, sobre todo frente a sus enemigos “naturales”: comunistas e islamistas, pero no sólo frente a ellos.
            Teniendo en cuenta sus características y la inestabilidad política turca –más por peleas de reparto del poder que por diferencias ideológicas–, que el Ejército sólo haya dado tres golpes de Estado (1960, 1980 y el golpe “postmoderno” de 1997) se puede considerar un hecho notable.
            Es difícil prever qué postura adoptará el Ejército frente a los previsibles cambios que produzca el nuevo poder islamista. Ciertamente, ahora se enfrenta a un contrario fuerte en apoyo popular, lo que hace azarosas las medidas de presión contra él, al margen de que las competencias del Consejo de Defensa Nacional, el órgano a través del que ejerce su tutela, han sido recortadas; sin embargo, su actual entronización como valladar contra el islamismo rampante le granjeará simpatías en los sectores laicos, aunque a veces dé lugar a comportamientos tan descorteses como impedir la presencia de las esposas de Gül y Erdogan, como era tradicional, en actos oficiales por llevar velo.
            Uno de los elementos de fricción más graves entre el Ejército y el Gobierno es la cuestión kurda, que sin duda merecería un análisis aparte. Los nuevos datos de ella han sido, por un lado, las políticas de apertura del AKP hacia la minoría kurda (aceptación del uso público de su idioma, autorización a que se presenten a las elecciones como independientes), y de otra, la invasión de  Irak y el surgimiento al otro lado de la frontera con Turquía de un Estado kurdo semiindependiente, que –posiblemente en contra de su voluntad– ha servido de retaguardia a la acción armada del PKK. Erdogan, frente  a la posición del Ejército, siempre ha favorecido las vías diplomáticas para rebajar la tensión, en buena parte porque los kurdos religiosos forman parte de su base electoral, y también por presiones estadounidenses, buena parte de cuyos suministros a Irak pasan por Anatolia.
            A partir de primeros de octubre de 2007 se ha producido un recrudecimiento de las actividades militares del PKK; esto ha dado al Ejército la ocasión de presionar al Gobierno de Erdogan para que adopte soluciones militares, en concreto, operaciones al otro lado de la frontera con Irak. Ello no sólo significaría un nuevo protagonismo del Ejército, sino también una reconstitución del frente nacionalista, lo que amenazaría a la base electoral del AKP, provocaría disensiones dentro del partido y desviaría votos hacia la extrema derecha, nacionalista y antieuropea.

Y al  fondo, Europa


            Europa es otro de los campos de batalla de las dos grandes fracciones turcas. Frente a las reticencias de la Turquía laica hacia Europa, temerosa de que las exigencias de la Unión en cuestiones como la tortura y la pena de muerte –en la perspectiva militar, necesarias para la seguridad–, la subordinación del Ejército al poder político, el respeto a las minorías, la reforma de la Administración o la privatización de la economía, socavaran las bases de su hegemonía social, el AKP, en cambio, apostó fuertemente por Europa. Para ello, valiéndose de su mayoría, logró entre 2002 y 2007 una consistente modernización, en la vía de la convergencia con Europa, como ya se ha visto.
            La posición contraria al ingreso de Turquía en la Unión está abanderada por países tan importantes como Francia y Alemania, y la comparten Austria, Dinamarca y los Países Bajos, así como posiblemente un sector importante de la opinión europea, movilizados por los partidos de derechas, el Papa e incluso, de forma más sutil, por órganos de prensa como El País. De repente, la Unión Europea, que sólo había tenido exigencias de carácter técnico para el ingreso, como en el caso de los otros candidatos, comenzó a poner dificultades de carácter social y político: el temor a que la representación turca en las instituciones europeas, en proporción a su población, dé una influencia decisiva a Turquía; la prevención ante una “invasión” de emigrantes que se consideran, como musulmanes, poco proclives a la integración...
            El fracaso de las negociaciones sería un golpe muy fuerte para el AKP y supondría una ascenso de la extrema derecha xenófoba del Partido del Movimiento Nacional.

Laicismo, democracia, islam: ¿falsos dilemas?


            Ya se ha visto que la aparición del AKP, su perfil ideológico o su victoria electoral no son fenómenos surgidos de repente, como anomalías de la historia turca o del islam. Una visión de este tipo está abonada por ideas como la incompatibilidad del islam con la democracia o con una política laica. Sin embargo, una comprensión más cabal y menos reduccionista de la evolución política de Turquía lleva a conclusiones muy diferentes.
            Desde el primer cuarto del siglo XIX, durante la llamada época de las Tanzimat, reformas de carácter modernizador, muchas veces impuestas por las potencias occidentales, Turquía (entonces, el Imperio otomano) ha estado realizando con mayor o menor fortuna síntesis entre la modernidad europea y la tradición islámica; en ellas ha habido retrocesos y avances en cualquiera de las direcciones, pero sí dejó, particularmente en las élites (políticas y militares), la idea de que la modernización era la condición indispensable para salir de la postración del “hombre enfermo de Europa”, como se llamaba al Imperio; pero al mismo tiempo, de que las reformas debían tener en cuenta la sensibilidad religiosa no sólo de la mayoría musulmana, sino también de las importantes minorías cristianas (griega, armenia...) o la hebrea. El sistema de millet (“naciones”, en el sentido de comunidades) hacía que el Gobierno tuviera que abordar la religión  con una neutralidad que se aproximaba de alguna forma al laicismo; por otra parte, los movimientos reformistas, como los Jóvenes Turcos, negaban cualquier papel de la religión en la política. No debe olvidarse que esto conectaba con la posición de las potentes cofradías sufíes, que orgánicamente desdeñaban el activismo político.
            Esta visión se impuso de la forma más radical tras la victoria de Atatürk en la guerra contra Grecia. El laicismo de Atatürk, conforme a su visión, que era la de buena parte del Ejército, era positivista y jacobino, con fuertes contenidos antiislámicos, y se impuso por medios autoritarios.
            Debido a ello, la recuperación islámica tuvo dos ejes: la reivindicación democrática y la redefinición del laicismo. La primera, sin duda, podía ser en un principio táctica, pero es evidente que fue ganando en contenido y sinceridad a medida que se consolidaba su base social y el autoritarismo entraba en un callejón sin salida. Entre el Erdogan que decía: «Nuestras referencias son el islam» y el que afirmaba, pocos años después: «No somos la continuación de ningún partido, no somos un partido centrado en lo religioso», no media el oportunismo, sino una mayor comprensión de los parámetros en que se desenvuelve la sociedad turca. En cuanto a la redefinición del laicismo, existe cierto consenso en exigirla, pero eliminando su carácter compulsivo: si en la república se diera una separación estricta de Estado y religión, esta última podría desenvolverse sin trabas, a condición de desaparecer de la vida política; este laicismo de nuevo cuño se complementaría con un reconocimiento de las otras religiones, a las que se añadirían algunas tan sorprendentes como el positivismo y el comunismo (por supuesto, eso las apartaría también de la lucha por el poder).
            El modelo del AKP muestra que no existe una “excepción islámica”. La mayor lección de la experiencia turca es justamente ésa. Sin duda, en Turquía se dan condiciones que apenas apuntan en otros países islámicos, en muy buena parte por el carácter dictatorial de sus regímenes; ello hace que se hayan frustrado iniciativas como la plataforma de Sant Egidio, que firmaron partidos de todo el arco constitucional argelino (incluidos los islamistas de FIS) a principios de la guerra civil de 1992, o que la persecución de los Hermanos Musulmanes impida que éstos den contenido a la opción democrática.
            Curiosamente, la inmensa mayoría de los Estados musulmanes están dirigidos por laicos (la excepción sería Arabia Saudí y, en parte, Irán) y también tienen un carácter intensamente totalitario. Frente a ellos, como adelantó el politólogo egipcio Nazih Ayubi, de raíz gramsciana, la sociedad civil está desvertebrada; Ayubi afirma que son los islamistas los que podrían realizar una función vertebradora. Es justamente eso, junto a las secuelas del colonialismo, lo que impide la construcción de las síntesis –que, con todo, no son plenas e incluso podrían producirse regresiones: la política turca está muy crispada–  que han dado a Turquía su ejemplaridad.

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Tres libros en castellano sobre Turquía

A. B.

Últimamente se han publicado tres libros sobre Turquía sumamente útiles para conocer la realidad del país. Los tres son recomendables por distintos motivos.
El primero de ellos es Turquía, entre Occidente y el islam (Ed. Viena, Barcelona, 2004), de Gloria Rubiol. Historia de carácter muy narrativo, con escasa reflexión sobre los sustratos sociales y culturales, pero muy completa y de cómoda lectura.
El segundo es una obra fascinante y reveladora: El islam en la Turquía actual, de Thierry Zarcone (Bellaterra, Barcelona, 2005). Se trata de una panorámica de los distintos islames turcos (popular, oficial, sufí, político), con una excelente descripción de cada uno de ellos, así como de los distintos ejes de reflexión y sus pensadores e instituciones más relevantes.
El tercero es El turco, de Francisco Veiga (Debate, Madrid, 2006), una obra exhaustiva; el autor es historiador, establece muy bien las periodizaciones y profundiza con solvencia en los acontecimientos. La mejor obra de conjunto, aunque a veces es de difícil lectura.