Alicia Reigada Olaizola
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Trabajadoras inmigrantes en los campos freseros: hacia una
segmentación sexual y étnica del trabajo y la vida social


Resumen

           
La globalización de la agricultura, el incremento de las migraciones y la feminización de las mismas y las transformaciones producidas en el mundo del trabajo son algunas de las dinámicas fundamentales que convergen en el contexto de la nueva agricultura onubense. Desde la perspectiva de la antropología feminista nos proponemos abordar las principales características y cambios que han tenido lugar en los procesos de trabajo en el sistema de cultivo de la fresa de Huelva a raíz de la contratación en origen de cupos de mujeres procedentes de Europa del Este y Marruecos. Para ello partiremos de un enfoque integral interesado en analizar conjuntamente el mundo del trabajo, las formas de organización de la vida social y las percepciones culturales, y en articular la esfera del mercado de trabajo y la estructura de los grupos domésticos.

            I. Introducción.
            Algunas premisas de partida


            El estudio de los cambios económicos, sociales y culturales que se han producido en el contexto de la agricultura onubense en los últimos años, a raíz de la implantación del cultivo del fresón y la introducción de formas de capitalismo avanzado, nos van a permitir aproximarnos a algunas de las transformaciones principales que han tenido lugar en las últimas décadas en la Comunidad Autónoma andaluza. Concretamente, el texto que nos ocupa (1) intentará ilustrar las características y cambios que se han producido en los procesos de trabajo en el sistema de cultivo de la fresa de Huelva, en un contexto de creciente feminización y etnización del mercado de trabajo que encuentra en la adopción del sistema de contratación en origen de cupos de mujeres inmigrantes un punto de inflexión clave para comprender las viejas y nuevas lógicas económicas y culturales que están en la base de este modelo de agricultura intensiva y globalizada, las cuales, como veremos, tienen importantes implicaciones en las relaciones interétnicas y en los sistemas de sexo-género.
            El androcentrismo aun vigente en la investigación científica, que se traduce en una invisibilización de las mujeres inmigrantes o bien en una consideración de las mismas como meros sujetos pasivos, pone de manifiesto la necesidad de incorporar la perspectiva de la antropología feminista (2) al estudio de las migraciones. Tanto en las sociedades de origen como de destino el sistema de sexo-género, que varía de una cultura a otra y a lo largo de la historia, organiza y regula las relaciones sociales de sexo, los modelos de género y de sexualidad, estableciendo determinadas pautas de comportamiento y valores culturales en función del sexo, de ahí la necesidad de comprender y explicar las distintas posiciones, realidades y experiencias de las que parten los hombres y las mujeres durante el proceso migratorio, tanto en los países de procedencia como en las nuevas regiones en las que se instalan de forma temporal o permanente.
            Para abordar adecuadamente la situación y experiencia de estas trabajadoras inmigrantes partiremos de algunas aportaciones claves realizadas desde la teoría feminista a los estudios sobre economía y trabajo, las cuales han intentado superar: el pensamiento dualista presente en la teoría económica mayoritaria que establecía una rígida separación entre la esfera de la producción (asociada ésta únicamente al mercado de trabajo) y  la esfera de la reproducción (reducida ésta al ámbito familiar); los análisis que persiguen únicamente cuantificar la economía y analizar las actividades productivas, reducidas éstas al mercado, al margen de los procesos más amplios de reproducción social y de otras esferas de la sociedad; aquellos enfoques que no tienen en cuenta las dimensiones culturales y sociales del trabajo. Frente a estos enfoques consideramos que la opción metodológica seguida desde una perspectiva feminista debe ser la que aborda conjuntamente el proceso de reproducción social en su totalidad (Narotzky, 2004), lo que nos permitirá conectar la economía con otras esferas de la sociedad -como la sexualidad, las identidades de sexo-género, la organización de los grupos domésticos, las políticas públicas, los modelos de desarrollo, la crisis de los servicios sociales, etc.-, a la vez que contemplar los procesos de trabajo y los discursos sociales en relación con los contextos de integración socio-cultural en los que se insertan, atendiendo al modo en que la economía y el trabajo se articulan con la sociedad  y la cultura.
            En este contexto, en el que se redefinen los conceptos y enfoques teórico-metodológicos desde los que abordar el estudio del trabajo, nos proponemos analizar el papel central que adquiere el trabajo de las mujeres en las agriculturas intensivas orientadas a la exportación, a fin de especificar, como apunta Saskia Sassen (2003:69), los lugares estratégicos para la plasmación de las dimensiones de género y de las nuevas formas de presencia de las mujeres en la economía global: las consecuencias que para las mujeres tiene el empleo femenino creado, las dimensiones relativas al género que estructuran las cadenas de producción global, atendiendo a los rasgos más significativos del funcionamiento de estas cadenas (los eslabones de las cadenas, el trabajo formal e informal, la flexibilidad, cómo funciona el sistema productivo, las formas de organización y segmentación del trabajo) y a los costes sociales del empleo precario (Vara, 2006); pero también el examen de los grupos domésticos como categoría analítica clave para entender los procesos económicos globales, las nuevas formas de solidaridad transfronterizas y los modelos de integración social que se promueven.

            II. Feminización y etnización del trabajo
            en una agricultura globalizada


            Las premisas teóricas de partida expuestas anteriormente nos invitan a abordar la situación de las trabajadoras inmigrantes contratadas en el cultivo de la fresa desde un enfoque capaz de contemplar y articular las distintas dimensiones que configuran esta realidad social, entre las que nos interesa destacar: la importancia de atender simultáneamente a los contextos de origen y de destino, a fin de conocer las condiciones que llevan a estas mujeres procedentes de regiones periféricas a emigrar, y la necesidad de analizar de manera integral las formas de organización y división social del trabajo de mercado y las formas de organización de la vida social en las fincas y espacios de sociabilidad, lo que nos permitirá aproximarnos al modelo de integración socio-cultural que se promueve desde la nueva agricultura onubense.

            2.1. Apuntes contextuales: situaciones de partida y de llegada

            Para conectar adecuadamente los puentes que se establecen entre las regiones de destino y de origen en el caso que nos ocupa parece importante detenerse en la imbricación existente entre los flujos de trabajadoras/es inmigrantes y la dinámica de las áreas agroexportadoras mediterráneas. Siguiendo el concepto de “configuración social” desarrollado por Norbert Elias, los investigadores Iñaki García y Andrés Pedreño (2002) intentan distinguir y analizar los diferentes elementos que componen esta configuración social específica que denominamos “áreas agroexportadoras mediterráneas”, resultante de dos procesos con una temporalidad y naturaleza diferentes (la inserción de la agricultura mediterránea en las redes de distribución europeas y el fenómeno de la inmigración transnacional) que han venido a confluir modelando la estructura social y local. De un lado, debemos atender, a las características de la “nueva agricultura” (3), que nos permitirán explicar por qué  desde el año 2001-2002 se opta progresivamente por la contratación en origen de mujeres inmigrantes, primero en Rumanía y Polonía, y ahora también en Marruecos. Esta agricultura intensiva tiene su base en el proceso de intensificación de las formas capitalistas de producción y está totalmente orientada al mercado, sujeta, por tanto, a una aguda competencia de precios y a las leyes de comercialización y distribución impuestas por las economías centrales. Debido a su alto coste de producción, y con el objetivo de obtener la rentabilidad deseada, los empresarios se ven obligados a pedir préstamos financieros para poder afrontar las grandes  inversiones en capital y trabajo que exige este tipo de cultivos, fuertemente externalizado y dependiente, por tanto, de las innovaciones tecnológicas y los insumos procedentes de multinacionales extranjeras. A ello debemos añadir su creciente especialización hacia producciones en serie de productos hortofrutícolas, caracterizándose así por ser una agricultura de extracción (Delgado, 2002), y la necesidad de abundante mano de obra asalariada en determinadas fases del proceso productivo, planteando así las limitaciones del trabajo del grupo doméstico hasta entonces suficiente en las explotaciones familiares. Una fuerza de trabajo barata y flexible –primero la de las familias jornaleras andaluzas, poco después la de los inmigrantes portugueses de etnia gitana, magrebíes y subsaharianos, y actualmente la de mujeres polacas, rumanas y marroquíes- que permita, ante la situación de riesgo e incertidumbre en que se encuentran los empresarios de la fresa, reducir los costes de producción en el único eslabón de la cadena de producción global que controlan y adaptarse a la flexibilidad y fragmentación de los mercados globales agroalimetarios, lo que nos obligan a considerar la inmigración como un fenómeno condicionado por la dinámica interna de la nueva agricultura mediterránea.
            Por otro lado, debemos conectar esta demanda de trabajadoras/es inmigrantes desde las sociedades receptoras con las circunstancias de los países emisores que favorecen que los grupos de población respondan a dicha demanda. Las fuertes crisis políticas y económicas, que han desembocado en la desestructuración social de los países de Europa del Este tras la entrada de un capitalismo salvaje y en la acentuación de la posición periférica que continúa ocupando Marruecos, nos invitan a contemplar las consecuencias que tales crisis tienen también en función del sexo. La aplicación de las políticas de ajuste estructural en ambos países bajo las directrices de la OMC, el BM y el FMI (4)  han tenido importantes costes sociales sobre las mujeres favoreciendo una clara discriminación de sexo que condujo a una situación de desempleo femenino continuada o de feminización de los empleos más precarios y flexibles, en muchas ocasiones sumergidos e irregulares; además la pérdida de un puesto de trabajo asalariado con cierta estabilidad supone el incremento de la carga de otro tipo de trabajos invisibles necesarios para garantizar la supervivencia de los grupos domésticos. La creciente feminización de la pobreza, de determinados trabajos y de las migraciones como resultado de los procesos actuales de globalización evidencia cómo ésta afecta de un modo diferenciado (y desigualitario) a hombres y mujeres. Los costes sociales de este modelo económico podemos observarlos en los testimonios de las propias trabajadoras inmigrantes entrevistadas, las mujeres polacas y rumanas señalan que se decidieron a emigrar porque en sus países de origen los salarios como maestras, enfermeras, economistas o ingenieras les llegaban a pagar poco más que el alquiler de la vivienda; por su parte, las mujeres marroquíes cobran hasta seis veces menos en la recogida de la fresa en Marruecos que en la de Huelva y señalan que deben mantener a familias extensas castigadas por el desempleo estructural masculino.
            Pero, si bien es cierto que la falta de recursos económicos es una causa fundamental que lleva a las mujeres a abandonar sus países de origen, no podemos olvidar la heterogeneidad interna a los procesos migratorios que nos ocupan. Una primera mirada al colectivo de mujeres contratadas en distintos periodos en el cultivo de la fresa ya nos permite observar las diferentes situaciones de partida (y de llegada) de las mujeres jornaleras procedentes de otras provincias andaluzas, de las mujeres polacas y rumanas y de las mujeres marroquíes. Heterogeneidad que no sólo va a depender del país de procedencia y de su origen étnico, sino también de la situación económica particular de las distintas mujeres, de su situación familiar, de las expectativas personales que pretende cubrir con la emigración (las cuales a su vez van a estar condicionadas por su edad, por su origen rural o urbano, por su formación profesional, por los valores culturales adscritos a cada sexo en su sociedad de pertenencia...).  Estas diferentes situaciones de partida y de llegada nos invitan a pensar en uno de los retos que debe afrontar el pensamiento feminista contemporáneo, el de dejar de pensar en un sujeto (La Mujer), construido como homogéneo y singular, y reinventar un nuevo sujeto del feminismo, diverso y plural, capaz de integrar los múltiples ejes de diferenciación y jerarquización social (el sexo, la clase, la etnicidad, la raza, la opción sexual) y contemplar las diferencias existentes  entre las propias mujeres, diferencias que a la vez nos enriquecen y nos dividen, y que vienen a cuestionar las formulaciones universalistas del feminismo occidental que presuponían la existencia de una experiencia común de opresión transcultural (Mohanty, 2002) (5).    

            2.2. La organización social del trabajo y los espacios de convivencia
            La experiencia del proceso de contratación de las trabajadoras en origen


            El primer cambio significativo en el mercado de trabajo de la fresa tiene lugar especialmente en la segunda mitad de los noventa, periodo en el que progresivamente las familias andaluzas van siendo sustituidas por trabajadores procedentes primero de Marruecos y de Portugal (de etnia gitana) y poco después del África Subsahariana. Aunque los empresarios insisten en que la sustitución de la mano de obra andaluza por la extranjera se debió a la escasez de familias andaluzas, las cuales habrían ido abandonando el trabajo en el campo para insertarse en otro tipo de empleos, los sindicatos de izquierda y muchos jornaleros andaluces argumentan que fueron fundamentalmente las malas condiciones laborales y los bajos salarios los que les obligaron a buscar otra salida laboral. El segundo cambio significativo se produce a raíz de la implantación del sistema de contratación en origen de mujeres inmigrantes, que se consolida en el año 2001/2002 (6). La realidad que se configura a partir de este momento nos invita a detenernos en tres aspectos relacionados con  la decisión de adoptar este sistema de contratación y los criterios empleados para seleccionar una mano de obra determinada y rechazar otra.
            El primero de ellos se refiere a la propia lógica económica y política inherente al  sistema de contratación de cupos en origen, que persigue cubrir los intereses aparentemente contradictorios tanto del mercado, que demanda mano de obra femenina y extracomunitaria, como del Estado-nación, inmerso en una política de control de la inmigración y de cierre de fronteras que intenta asegurarse el regreso de las trabajadoras a sus países. Este sistema de contratación nos permite atender al modo en que confluyen las lógicas del sistema capitalista en su fase globalizada y postfordista, en la que el mercado de trabajo queda supeditado al mercado de capitales, con la consecuente demanda de una mano de obra flexible y barata (la que proporcionan las mujeres inmigrantes), y a los acuerdos y políticas de control en materia de extranjería e inmigración impulsados desde la Unión Europea, los cuales promueven un modelo de trabajador inmigrante que se traduce en una visión sectorial y estadística que reduce el fenómeno migratorio a la cantidad de mano de obra que necesita coyunturalmente el mercado de trabajo (de Lucas, 2002). La lógica de la política de cupos implantada en la nueva agricultura onubense constituye el máximo reflejo de esta visión instrumental –como trabajador invitado (Gastarbeiter)- de la inmigración que la reduce al número de trabajadores y trabajadoras necesarias temporalmente para la campaña del fresón (7), negando con ello las condiciones que hacen posible la integración social y el reconocimiento pleno de los derechos de ciudadanía de los trabajadores y trabajadoras que se desplazan a la zona a la vez que someten a estos colectivos a fuertes sistemas de control.
            Junto a ello debemos desvelar, en segundo lugar, las lógicas culturales y económicas que se hayan bajo los criterios empleados en el proceso de selección de la mano de obra que llevan a cabo los técnicos de las organizaciones agrarias en origen. Básicamente éstos se basan en cuatro criterios: que sean mujeres, que tengan experiencia en el trabajo en el campo (para evitar así que lleguen mujeres universitarias procedentes de núcleos urbanos, como ocurrió los primeros años con los contratos realizados en Polonia), un aspecto físico que se ajuste a las condiciones de trabajo (que no sean muy gruesas y sean ágiles) y, finalmente, que no sean muy jóvenes y tengan cargas familiares. A continuación nos detendremos en el primero de los criterios y en este último por resultar especialmente significativos desde una perspectiva feminista.
            Ante la pregunta sobre por qué se contratan casi exclusivamente mujeres desde que se inició esta modalidad de contratación los empresarios coinciden en aludir a las supuestas mayores cualidades que las mujeres ofrecen para el trabajo de recogida de la fresa: la mayor flexibilidad y agilidad y la delicadeza de sus manos, en comparación con las de los hombres, cualidades que se van a considerar idóneas para recoger un fruto tan delicado y perecedero como la fresa (8): “Por el trato a la fruta, las manos de una mujer tratando la fruta no es igual que las de los hombres, tenemos la sensibilidad distinta” (responsable de UPA). Sin embargo, las cualidades consideradas “propias” de las mujeres que las convierten en trabajadoras idóneas para realizar este tipo de trabajo no son las únicas razones que los empresarios exponen. Todos ellos insisten en que las mujeres son mucho más trabajadoras que los hombres, cumplen más con el trabajo y generan menos conflictos al empresario:

             “Las mujeres dan menos problemas que los hombres, tú manejas mejor setenta mujeres que setenta hombres, porque, bueno no es que tú vayas a hacer lo que te da la gana pero... qué te digo yo, a lo mejor hay poca fresa, o llueve y eso, y dices pues mira hoy no hay trabajo... son más humildes creo yo, se lleva mejor” (empresario mediano) “.
 
             El grado de responsabilidad de una mujer trabajadora es mucho mayor que el de un hombre. A la hora de llegar a sus horarios de trabajo, a la hora de cumplir, el mantenimiento de una máquina, el cumplir con la normativa, eso lo hace mejor una mujer que un hombre.[...] Ten en cuenta que yo siempre digo que cuando una mujer viene aquí a trabajar... esa mujer ha echado aquí una peoná, como se dice trabajando, pero que al otro día por la mañana la va a echar en su casa, entonces la mujer viene con dos peonás echás, y nosotros no, nosotros terminamos aquí y prácticamente nos sentamos en el sofá.” (responsable de la mayor cooperativa de Palos).
             Desde un enfoque feminista nos interesa tener en cuenta tres aspectos a la hora de abordar el análisis de la feminización del trabajo en la agricultura de exportación y de la división sexual del trabajo, entre los que comenzamos destacando la necesidad de partir de un enfoque relacional e histórico del género (Scott, 1990) capaz de situar los argumentos referidos a las cualidades y habilidades atribuidas a las mujeres, su menor conflictividad y su mayor responsabilidad y capacidad de trabajo en relación con la valoración que los empresarios hacen del trabajo de los hombres. El segundo de los aspectos se refiere a la importancia de tener en cuenta las diferentes y desiguales condiciones en que hombres y mujeres se incorporan al mercado de trabajo, en la medida en que las mujeres continúa asumiendo una doble presencia (9), y, por otro lado, contemplar las características de los mercados de trabajo en los que se insertan las temporeras de la fresa, donde los procesos de transnacionalización de la producción aparecen ligados a la feminización del proletariado, en una estrategia por reducir costes de producción y conflictos sociales y laborales (10).
             En esta misma línea señalar que la preferencia por contratar mujeres de mediana edad y casadas y/o con hijos es el criterio que en mayor medida refleja los intereses que hay detrás del sistema de cupos. Desde el punto de vista de los empresarios y del Gobierno español, al contratar mujeres casadas o con cargas familiares se aseguran, en buena medida, que éstas se desplacen temporalmente a trabajar a la fresa obligadas por sus circunstancias personales y necesidades económicas, circunstancias que las convierten en una mano de obra más vulnerable y, por tanto, más dócil, pero, a la vez, que regresen a sus países de origen cuando finalice la temporada (11):
             “Una persona de 35 años y con una familia viene a ganar dinero, no se plantea otra cosa, una persona con 21 años pues viene a ganar dinero y si puede pasárselo bien mejor, entonces claro, es totalmente comprensible, (...)[El que esté casada te la] confianza de que esa persona va a volver porque tiene familia allí, porque dependen de ella o económicamente, o en algunos casos dependen única y exclusivamente del trabajo que haga esa persona que viene aquí a trabajar, por lo tanto tienes la garantía del regreso y tienes la garantía del trabajo” (Técnico de ASAJA).
            En tercer lugar, y junto a las razones expuestas que ofrecen los empresarios para argumentar la preferencia por la mano de obra femenina, debemos señalar todo un conjunto de discursos que vienen a justificar el rechazo hacia los trabajadores marroquíes anteriormente empleados en la fresa. En ellos se define a los trabajadores marroquíes como conflictivos y diferentes culturalmente, como personas “que no se adaptan a nuestras normas y costumbres y que no se quieren integrar” (12): “Aquí ha habido problemas con Marruecos porque esencialmente los que venían a trabajar eran hombres que tienen otra cultura, han dado problemas laborales generalmente y la gente no quería contratar más”, (técnico de ASAJA). En los campos de Huelva se reproducen, por tanto, los discursos asentados en nuestra sociedad en los que se considera que los inmigrantes del Este y los latinoamericanos tienen una cultura muy similar a la nuestra mientras que la cultura arabo-musulmana se percibe como incompatible. El peligro de estos discursos reside en, primer lugar, en la esencialización de la cultura arabo-musulmana, no teniéndose en cuenta el carácter histórico y cambiante de toda cultura, y más aún a lo largo de un proceso migratorio; en segundo lugar, en su estigmatización social  y la percepción de la diferencia cultural únicamente como problemática y, finalmente, en la tendencia a explicar determinadas situaciones de conflicto social –tales como los sucesos de El Ejido o los conflicto de Huelva de 2002-  a partir de la diferencia cultural, cuando realmente estas situaciones son el resultado de la desigualdad económica y de las pésimas condiciones de vida y de trabajo en las que se encuentran los colectivos de inmigrantes.

            “Trabajos de mujeres”, “trabajos de hombres”: percepciones y prácticas             de segmentación laboral


             El predominio de hombres o mujeres en los diferentes trabajos que conforman el cultivo de la fresa nos obliga a detenernos en el modo específico en que la división sexual del trabajo toma forma en el modelo de empleo que nos ocupa (13), articulándose con otras divisiones sociales que se establecen en función de la etnicidad  y de la clase social.  Históricamente, aunque el trabajo de las mujeres en el campo ha sido crucial, éste no ha sido considerado como un trabajo sino más bien como una “ayuda” al trabajo y al sueldo del cabeza de familia. Es por ello que en el cultivo de la fresa, cuando en algunas fases o jornadas se necesitaba menos mano de obra (por ejemplo, en la fase de plantación o cuando todavía hay poca fresa madura que recoger), eran siempre las mujeres andaluzas las que se quedaban en casa y los hombres los que iban a trabajar al campo. Susana Narotzky (1988) analiza la metáfora “trabajo es ayuda” construida en el mundo capitalista, según la cual el trabajo de la mujer en la fábrica, en la agricultura y dentro del hogar caía en el campo semántico de la “ayuda” entre otras razones: porque no es el trabajo principal que corresponde a la mujer en la división sexual del trabajo que atraviesa los grupos domésticos, porque se considera que complementa los ingresos principales del cabeza de familia idealmente masculino, porque la incursión de la mujer en el trabajo de mercado se percibe como circunstancial, como discontinua en el tiempo (lo que aparece ligado al ciclo de fertilidad de la mujer, de ahí que las mujeres se incorporen al mercado de trabajo antes de casarse y una vez criados los hijos).
             En el caso tanto de las mujeres jornaleras andaluzas como de las mujeres inmigrantes podemos observar cómo estas se han incorporado al mercado de trabajo, sin embargo, es importante apuntar una serie de apreciaciones al respecto. En primer lugar, su trabajo fuera del hogar queda en buena medida supeditado a la prioridad que continúan teniendo los varones de la familia para trabajar fuera del hogar (14). Esta situación nos lleva a plantear una segunda apreciación ya apuntada, aquélla que se refiere a la incorporación de  las mujeres al trabajo de mercado en condiciones de desigualdad en relación con los hombres, pues sobre ellas sigue recayendo el mayor peso del trabajo (aún no reconocido como tal) dentro del hogar y ahora también fuera de él, lo que les obliga a compatibilizar tiempos y espacios (Carrasco, 1999). En el caso de las jornaleras andaluzas deben asumir los trabajos domésticos y la criaza de los niños y los trabajos de recolección de la fresa en el campo:
             “Entonces en esa época tuve yo un niño, y resulta que me traje mi niño con nueves meses, que aquí arrancó mi niño a andar. [¿Y cómo se organizaba para trabajar?] Pues fíjate, me organicé bien. Porque me busqué una mujer que lo cuidaba en el pueblo, allí en Palos, y después me lo metía en la guardería. Yo se lo llevaba por la mañana temprano, antes de empezar el trabajo, ella lo metía en la guardería, lo recogía al medio día, le daba de comer, y pa cuando el niño iba a salir de la guardería ya estaba yo por él.
             [...]Yo me levanto a las seis y media de la mañana, le arreglo a mi niño el bocadillo que se lleva, si tengo que tender ropa la tiendo, me dejo mi cama hecha, me gusta dejármela hecha, me dejo la casa barrida, me lo dejo to recogido, me lo dejo bien. Ahora estamos metiendo mano a las ocho y cuarto, y hoy hemos dado de mano a las tres y cuarto y hemos empezado a las 16:30. Si no tenemos horas extras estamos desde la 15:15 aquí en la casa. (...) Yo por la tarde hago mis faenas, hago de comer, y cuando acabo si tengo tiempo me pongo a hacer croché, que me gusta”.
             Tampoco durante las migraciones las mujeres quedan exentas de los trabajos de (re)producción social cuando se incorporan al trabajo de mercado. Por una parte, son una vez más las mujeres del grupo doméstico (madres o hermanas de las mujeres inmigrantes) las que asumirán los trabajos de cuidados y atención de los hijos/as durante el periodo en que las trabajadoras emigran a la fresa, con lo que sigue sin trastocarse la distribución de estos trabajos en función del sexo y sin realizarse un verdadero reparto del trabajo doméstico y de cuidados. Las cadenas transnacionales de mujeres que se establecen entre los lugares de origen y de destino nos invitan a pensar en las redes sociales que tradicionalmente han ido construyendo las mujeres en sus vidas cotidianas así como en las nuevas formas de solidaridad transfronteriza (Sassen, 2003) y en las cadenas mundiales del afecto (Hochschild, 2001) que se establecen a raíz de la inmigración femenina transnacional (15). Por otra parte, la propia experiencia narrada evidencia las limitaciones de las clásicas dicotomías trabajo doméstico/trabajo de mercado, privado/público, reproducción/producción, femenino/masculino, siendo necesario sustituirlas por un análisis capaz de abordar la continuidad entre ambas esferas y el tipo de relaciones específicas que se establece entre ellas y que condiciona las posiciones y experiencias diferentes que viven hombres y mujeres, lo que nos lleva a comprender la producción y la reproducción como dos aspectos de un mismo proceso (16).
             Las ideologías sexuales sobre el trabajo vienen también a justificar la adscripción de determinados trabajos en el campo a uno u otro sexo. Como ya vimos, la recolección de la fresa se considera un trabajo de mujeres debido a las ventajas que los empresarios encuentran en ciertas cualidades atribuidas a la naturaleza fisiológica de la mujer que les lleva a considerar el trabajo de recogida como un trabajo menos físico y más “de flexibilidad y de postura(17), mientras que los trabajos más físicos y pesados, que requieren mayor fuerza, les corresponderían, igualmente “por naturaleza”, a los hombres: los trabajos considerados más adecuados para las mujeres son la plantación, la recolección y la manipulación de la fruta, mientras que los hombres cavan, cargan y descargan cajas, montan y desmontan los plásticos y los alambres, conducen el camión, el tractor y la moto (máquina que clava los plásticos en el suelo), tratan las plantas con los productos agroquímicos y se encargan del riego:
             “[Los empresarios] tienen a las mujeres recogiendo fruta y a los hombres quitando los alambres, los plásticos, los trabajos más de esfuerzo se destinan más al hombre, y a la mujer se le deja la recolección, y aquí en la cooperativa igual, si es verdad que en las líneas de las tarrinas de fresas están las mujeres, no hay ningún hombre que se meta en la línea, no le gusta, esas tarrinas no le parece un trabajo pa él” (cargo directivo de una cooperativa).

Sin embargo, si analizamos los discursos ideológicos con las prácticas sociales no deja de ser significativo que bajo el discurso de la mayor fuerza física de los hombres éstos acaben realizando trabajos que en la práctica no requieren tanto fuerza como una serie de conocimientos y experiencia práctica, algunos de los cuales, como el de tratamiento agroquímico de la planta, serán considerados trabajos más cualificados.
             Por otro lado, junto a las formas de segmentación del mercado de trabajo, debemos hacer alusión, aunque brevemente, a las condiciones laborales y a los costes sociales que sobre la fuerza de trabajo tiene una agricultura supeditada a las exigencias de los mercados globalizados. La jornada de trabajo establecida en el convenio es de 6 horas y media (a 32,45 euros), a partir de ahí les deben pagar horas extras y días festivos trabajados. Al ajustar los ritmos y tiempos de trabajo a las condiciones climáticas y a la demanda del mercado se produce una concentración del trabajo o, por el contrario, una escasez del mismo. Hay periodos en los que se trabajan muchos días seguidos y horas extras mientras que en otros periodos no se llega a trabajar ni tres días a la semana. Una de las principales quejas de las trabajadoras y de los sindicatos minoritarios se refiere al reducido número de días que trabajan al mes desde que se estableció el sistema de cupos (la media de las últimas campañas está en 15 quince días al mes) y que es el resultado de la contratación en origen de un número de trabajadoras muy elevado, para que el empresario pueda asegurarse que tiene disponible la mano de obra que necesita los días que los mercados demandan un gran volumen de fresas o los periodos punta de campaña (cada año más reducidos), número que es muy superior al que el empresario necesita de media los meses de campaña (18):
             “[...] Que es normal, pues hay que tener en cuenta que el empresario tiene que garantizarse la mano de obra que necesita porque el cultivo de la fresa es un cultivo muy delicado que depende mucho del tiempo y que si hay que recogerla un día necesitas toda la mano de obra ese día” (técnico de ASAJA).
             A ello debemos añadir los incumplimientos sistemáticos del convenio, facilitado por el hecho de ser una mano de obra con menos capacidad de movilización en comparación con la trayectoria reivindicativa del movimiento jornalero andaluz y las luchas y encierros encabezadas por los trabajadores marroquíes. Entre estos incumplimientos destacan: el impago de las horas extras (o bien se pagan como horas normales o bien a un precio muy inferior al establecido), el impago de la jornada completa los días que sólo trabajan unas horas debido, por ejemplo, a la lluvia (se les paga sólo las horas trabajadas) y el impago sistemático de los días festivos.  
             El análisis etnográfico nos ha permito observar empíricamente los altos costes sociales que involucra el modelo de la nueva agricultura onubense, los cuales ponen de manifiesto las contradicciones existentes en un proceso de modernización que en el discurso conduce al progreso y el desarrollo pero que en la práctica se sustenta en mercados de trabajo con un alto grado de inestabilidad, fragmentación y flexibilidad (19). La precariedad de las condiciones laborales y de vida  así como de las relaciones sociales sobre las que se sustenta este modelo nos refleja el modo en que la convergencia de los intereses del capitalismo y del sistema patriarcal, en la que desde hace décadas lleva poniendo el acento la corriente del feminismo marxista (Hartman, 1980; Benería, 1987; Sassen, 2003), toma forma en el momento actual en el sistema de cultivo de la fresa de Huelva, y nos invita a seguir los interrogantes que se plantea Jean-Pierre Berlan (1987) sobre qué modelo de desarrollo debe seguir la agricultura mediterránea de Europa: el modelo californiano, basado en la explotación de la mano de obra inmigrante, o un modelo que se adecue a los objetivos que Europa se había fijado orientados a reducir las desigualdades de desarrollo entre regiones y entre países.

            Organización de los espacios y formas de control más allá del trabajo


             Las trabajadoras vienen con contratos de 3, 6 y 9 meses y se desplazan en autobuses que tardan cuatro días en llegar desde Polonia y Rumanía a los pueblos freseros, donde son alojadas en las casas que los empresarios han construido en las propias fincas. Se trata de casas que tienen las características de una casa de campo, son pequeñas, donde se alojan entre ocho y doce mujeres, no están aisladas del frío, no tienen salón y a ello se suma que están totalmente aisladas de los pueblos (es normal que haya entre 4 y 7 km hasta llegar a los pueblos). Se observa, por tanto, que no existe una separación clara entre los espacios de trabajo y los espacios privados. Ello se refleja no sólo en la medida en que las viviendas están en las fincas y el tiempo libre se pasa en ellas, sino también en cómo los mecanismos de control sobre el trabajo se prolongan al ámbito privado: en muchos casos los empresarios hacen visitas a las casas de las mujeres, controlan quién entra y sale de las fincas, se les prohíbe a las mujeres invitar a hombres y personas ajenas a las casas (20) y consumir alcohol (con el argumento de que al día siguiente no rinden en el trabajo), y se les intenta controlar las salidas nocturnas. Es importante tener en cuenta que son normas cuya necesidad sólo ha surgido a raíz de los contratos en origen de mujeres, por tanto, no sólo se parte de un trato paternalista hacia estas mujeres adultas, a las que se sitúa en el mismo nivel que a jóvenes adolescentes,  sino que además se presupone esa mayor tendencia de las mujeres a no cuestionar la imposición de normas, pues difícilmente los empresarios se hubiesen si quiera planteado con la misma seguridad y “normalidad”  establecer este tipo de normas si se tratase en su inmensa mayoría de hombres trabajadores, en tal caso probablemente la prohibición de bebidas alcohólicas y el establecimiento de horarios de salida nocturna dejasen de verse como “normas elementales de sentido común”. Bajo la tensión existente entre el derecho de los empresarios a controlar unas viviendas que son de su propiedad (“las casas son suyas pero porque el empresario se las pone para vivir ellas”, responsable de UPA) y el derecho de plena libertad de las trabajadoras durante su tiempo libre y espacio privado (“el empresario debe poner normas, siempre y cuando no atenten contra la libertad de los derechos del trabajador”,técnico de ASAJA) se establecen formas de control sobre sus prácticas cotidianas fuera del horario de trabajo.
             Otro aspecto decisivo en el sistema de distribución de las trabajadoras/es en los alojamientos se refiere a la organización de los mismos en función del sexo y la nacionalidad. Se considera que hombres y mujeres no pueden compartir alojamiento, en primer lugar, por una cuestión de intimidad, la cual suele reducirse únicamente a la intimidad de las mujeres, esto es, la presencia de hombres alteraría la intimidad y privacidad de las mujeres. En segundo lugar, la división sexual del espacio se argumenta a partir de las mayores facilidades que las mujeres tienen para organizarse en  casa y en la convivencia diaria en comparación con los hombres:
             “Nunca se te ocurrirá montar una casa en plan mujeres, en plan hombres, primero por la intimidad entre ellas, después, y hay que reconocerlo como hombre que soy, una casa no la lleva igual... por eso son mujeres: primero por el trato a la fruta, las manos de una mujer tratando la fruta no es igual que las de los hombres, tenemos la sensibilidad distinta; segundo, y fundamental, es porque las mujeres solas pueden convivir y vivir solas, los hombres solos somos un poco desastre. Meter en una casa todo hombres no funciona tan bien como una con todo mujeres, las mujeres se organizan de otra manera a la hora de hacer sus cosas, su limpieza, su lavado. Entonces, hay que hacerlo, primero por sexo, eso es normal, y segundo por nacionalidad. Entonces siempre se escogerán a mujeres antes que a hombres” (P.S., responsable de UPA y de la cooperativa CORA). 
             El discurso que argumenta la distribución de las viviendas en función del sexo se apoya sobre las bases de ese ideal que asocia la feminidad al mundo privado y de la intimidad, la cual se vería alterada y corrompida ante la presencia masculina. Este imaginario entra en armonía con aquel que concibe a las mujeres como seres menos conflictivos, con mayores capacidades para mantener buenas relaciones entre ellas, para organizarse y realizar las tareas cotidianas en el hogar de manera conjunta, en una especie de “comunidad” femenina; también se las piensa más limpias que los hombres, considerados más conflictivos, menos limpios y con menor capacidad para organizar las tareas del hogar.
             La distribución en función de la nacionalidad se justifica igualmente bajo el propósito de facilitar la convivencia y evitar conflictos. Aunque la mayoría de los empresarios opina que las mujeres de Rumanía y Polonia comparten una cultura muy similar, insisten en que es mejor separarlas porque no mantienen buenas relaciones  y se dan formas de competencia entre ellas. La cultura, o más bien la diferencia cultural, se convierte sin embargo en la categoría principal a tener en cuenta para comprender la separación que se produce de determinados grupos étnicos: los colectivos de origen marroquí y de etnia gitana. Una vez más parece ser de “sentido común” instalar a las mujeres marroquíes y a las mujeres rumanas de etnia gitana en casas a parte debido a las grandes diferencias culturales que los empresarios encuentran entre ambos colectivos. De un lado se insiste en que la culturamarroquí es “un mundo a parte”, “totalmente diferente a las demás”, y de otro que las mujeres de etnia gitana son portadoras de comportamientos y hábitos cotidianos no sólo diferentes sino problemáticos para la convivencia: se afirma que son personas más sucias, menos respetuosas con el espacio comunitario y más proclives al enfrentamiento y la discusión. Esta definición estereotipada de las mujeres gitanas y marroquíes pone de manifiesto la capacidad que tienen el estereotipo y el prejuicio de “entregar una cantidad mínima  de información a cambio de una comunicación lo más masiva posible. […] Portador de una definición del Otro, el estereotipo es el enunciado de un saber colectivo que se cree válido” (Khader: 1994: 83). Sólo desde una antropología reflexiva es posible la puesta en práctica de la “duda radical” para romper con el sentido común (Bourdieu, 1995) que se instaura en el saber cotidiano, y en no pocas ocasiones en el saber científico, y que presenta como evidentes todo un conjunto de supuestos y prenociones. La consideración de la diferencia cultural como una variable fundamental desde la que separar no tanto a dos grupos que se consideran diferentes entre sí, sino separar “al grupo” etiquetado como diferente e incompatible con las demás culturas, nos invita a volver a reflexionar, como ya hicimos al analizar el rechazo hacia los antiguos trabajadores marroquíes, sobre el modo en que los esquemas del racismo culturalista se manifiestan y toman forma en realidades concretas. De este modo, en la vida cotidiana de los campos de fresas se ve plasmada la ideología que está en la base de la denominada tesis sobre el “choque de civilizaciones”, que postula la incompatibilidad entre determinadas culturas (Huntington, 2002) (21), y el racismo culturalista y neoasimilacionista que separa el paradigma pluralista, considerado como positivo, del multiculturalismo, definido como un “cáncer para la sociedad” (Sartori, 2001) (22).

            2.3. Percepciones culturales e imaginarios socio-sexuales


             El sexo y la etnicidad se van a convertir, ahora en los contextos de integración social, en dos variables fundamentales para comprender el marco de relaciones interculturales que se establece, las cuales van a estar condicionadas, en parte, por la distinta percepción social que los habitantes de los pueblos tienen de las personas inmigrantes. Desde la reciente contratación en origen de mujeres marroquíes se ha generalizado entre los empresarios una visión negativa hacia éstas, visión que se reproduce igualmente entre los vecinos de los pueblos. Una vez más se insiste en que las mujeres polacas y rumanas “son más parecidas a nosotros y se integran mejor”,  mientras que las mujeres marroquíes “rompen la idiosincrasia del pueblo”, “van todas juntas, con el pañuelo, y no se relacionan con nadie”. No deja de resultar paradójico cómo a pesar de la escasa participación y presencia de las mujeres marroquíes en las actividades culturales, redes y espacios sociales de los pueblos se las pueda hacer responsables de romper la idiosincrasia y la cultura local. Esta falta de correspondencia entre la realidad y las percepciones sobre la misma nos lleva a destacar cómo -sin ánimo de negar las diferencias culturales existentes entre los distintos colectivos de mujeres inmigrantes- se trasladan automáticamente las visiones estereotipadas de la mujer musulmana (tradicional, religiosa y que no se integra) sobre las trabajadoras marroquíes que emigran temporalmente a la fresa y sobre las que viven desde hace años en los pueblos y trabajan en los comercios y tiendas, obviando con ello la heterogeneidad interna de este colectivo de mujeres.
             Si la imagen de los trabajadores y trabajadoras marroquíes aparece ligada a la tradición y la diferencia cultural, entendida ésta como problemática, la de las mujeres procedentes de Europa del Este ya no se construye a partir de esta diferencia cultural, pues son percibidas como “europeas”, esto es, “modernas” y similares culturalmente, sino más bien a partir de su diferencial sexual. El siguiente testimonio de un vecino ilustra la distinta percepción que se tiene de la cultura de origen y de la integración social de unas y otras:
             “Las únicas que no aguanto son a las moras, porque todas se quedan, y que haya 20 no molestan pero cuando se juntan 500 en una plaza ya es otra cosa... van todas andando juntas, tan tapadas... no se integran. [Las compara entonces con las mujeres del Este:] ¡Qué diferencia!, éstas al mes ya están integradas, hablan nuestro idioma, van a la fiestas, a la romería, adoptan nuestras costumbres, se ríen, en cuanto pueden bajan haciendo autostop al pueblo, se montan en los coches, se lían con los hombres de aquí, van a los bares, son jóvenes y se divierten... Las marroquíes no salen de allí” (vecino de Moguer).
             Por otra parte, el discurso basado en la diferencia sexual se articula en dos planos fundamentalmente: a partir del tipo del trabajo que realizan y en relación con su aspecto físico y su sexualidad. En el primer plano no nos detendremos pues ya ha sido analizado anteriormente; junto a los discursos que consideran que las mujeres son más idóneas para coger un fruto tan delicado como la fresa encontramos otro tipo de discursos basados en la (hiper)sexualización de estas trabajadoras. Al referirse a las trabajadoras polacas y rumanas los distintos actores sociales coinciden en comentar automáticamente el impacto que ha supuesto la llegada “de autobuses llenos de mujeres que viajaban solas, de mujeres rubias, atractivas y guapas” (23). Sobre estas mujeres se ha trasladado el imaginario socio-sexual consolidado en nuestro país sobre las turistas suecas durante los años sesenta y setenta, desde el que se definirá a las trabajadoras de la fresa fundamentalmente a partir de su aspecto físico y de sus relaciones sentimentales y sexuales con hombres de la zona. En el caso que nos ocupa esta estrategia resulta especialmente significativa pues se construye una imagen de las mujeres de Europa del Este ajustada a unos  parámetros de belleza que responden a un modelo de género y de sexualidad –el de una mujer rubia, de piel clara, con cuerpos jóvenes, muy cuidados e hipersexualizados, muy liberal y abierta en el disfrute de su sexualidad, culta e independiente- casi opuestos a los que subyacen bajo la imagen de la jornalera andaluza definida con la expresión  “mujer de campo”, que remite a una mujer de mayor edad, con arrugas, con las manos “muy trabajadas”, la piel estropeada del sol, con una mentalidad cerrada y conservadora en relación con las prácticas sexuales, inculta y dependiente del hogar. En este sentido, resulta de gran interés analítico observar cómo los imaginarios se construyen a través de un juego de comparaciones: el imaginario socio-sexual que en la actualidad andaluces y andaluzas construyen sobre las mujeres inmigrantes del Este, y que lleva implícita la comparación con la mujer autóctona, activa el imaginario socio-sexual construido sobre la mujer andaluza, el cual, igualmente, fuel elaborado desde el exterior (24) y asumido y reproducido en muchas ocasiones por la propia sociedad andaluza. Carmen Mozo y Fernando Tena (2003) han observado que en las visiones estereotipadas sobre los hombres y mujeres de Andalucía presentes en los escritos literarios de los viajeros románticos y en la producción etnográfica de los antropólogos estadounidenses y británicos el género aparece fuertemente articulado con la sexualidad; esta misma estrategia va a estar en la base de los imaginarios socio-sexuales construidos sobre las mujeres inmigrantes del Este, como intentaremos mostrar a continuación.
             Un ejemplo muy ilustrativo del modo en que este imaginario socio-sexual ha sido reproducido y amplificado por los medios de comunicación lo encontramos en un texto periodístico publicado recientemente y titulado “Flores de otro mundo”, en el que el periodista construye ese discurso basado en la diferencia sexual que se articula en dos planos: a partir de las “habilidades femeninas” para recoger la fresa y en relación con el aspecto físico y la sexualidad de las trabajadoras:
             “Cada año, con el fresón, llega al campo onubense la revolución de las pieles blancas. Más de 20.000 mujeres de Polonia, Bulgaria y Rumanía responden a la llamada de la agricultura de primor que pide manos femeninas e inunda de cuerpos níveos, desinhibidos bajo los túneles ardientes  de plástico, su vida provinciana. «Flores de otro mundo» que de marzo a abril se dejan el espinazo y, muchas, también la soltería. Aquí, más del 30% de los matrimonios son entre españoles y extranjeras. Ellas ganan marido y papeles y no vuelven a pisar el campo. Ellos, dicen, obtienen el bien impagable del amor. ¿Matrimonios de conveniencia? «¿Y quién lo dice? ¿Quién en España –inquieren- se casa por inconveniencia?»” (ABC, 21/02/06).
             Sin embargo, si vecinos y vecinas comparten el construir una visión de las mujeres polacas y rumanas basada en su sexualización, no coinciden tanto en la valoración e interpretación que hacen de la misma: mientras que la mirada masculina construye esos cuerpos sexuados y sexualizados desde la atracción que le provoca, las mujeres de los pueblos lo hacen desde un sentimiento de recelo, ven en ella una forma de amenaza esta vez no tanto hacia su cultura local como hacia sus estructuras familiares y sentimentales. Veamos ambos tipos de valoración. Ya en los procesos de selección de las trabajadoras inmigrantes contratadas en origen podemos encontrar expresiones que muestran esa imagen sexualizada de las mujeres del Este y esa tendencia a su cosificación, a su reducción a ciertas partes del cuerpo: “Pónmelas güenecitas”, le indica un joven empresario riéndose a una de las monitoras de COAG refiriéndose a las mujeres del Este recién llegadas a Palos de la Frontera en autobús que serán seleccionadas para su finca. “Nosotros les miramos las manos, no el culo, como hacen otros empresarios de aquí de Huelva”, apunta un técnico de COAG encargado de hacer los contratos en origen. Esta mirada masculina que se re-crea en los cuerpos de las mujeres del Este queda manifiesta en la tendencia de aquellos empresarios y vecinos de los pueblos a describir a las trabajadoras en función de su aspecto físico en el marco de unas conversaciones en las que este dato resulta irrelevante. Así ocurre con un empresario que cada vez que narra la historia de las trabajadoras de su finca hace alusión a su apariencia física: “Daniela, que es una chica monísima, acabó en la prostitución en Palma del Río con una banda de rumanos. (...). Mónica, que es una preciosidad, se trajo a su marido y a su hija pequeña de ilegal...”. Manolo Ruiz, otro empresario de la fresa, cuenta la historia de una trabajadora rumana que sufrió abusos sexuales por parte de su patrón, al preguntarle por la frecuencia de este tipo de abusos responde: “Hombre Alicia, aquí llegan mujeres que son preciosas... y los hombres son como son, y tiran siempre pa donde tiran”. Aclara que él nunca ha mantenido relaciones con ninguna trabajadora porque no le merecería la pena engañar a su esposa, a la que le ha entregado toda su vida, “por pasar un rato con una rumana. Todos mi compañeros me dicen que soy tonto, que eso que me llevo a la tumba, pero yo nunca lo haría. Pero yo reconozco que eso [el que esté ahí su esposa] es lo que a mí me mantiene... porque mira, yo tengo ahora una rumana, Paola, que es una preciosidad, tiene 21 años, rubia, fina... y tú sabes lo que yo hago, le digo a las más mayores «cuidarme a Paola para que no se nos vaya con los moros», y a los dos días me la veo en un coche con los moros...”.
             El imaginario socio-sexual que queda reflejado en los testimonio expuestos es el que está presente tanto en los empresarios -en los espacios de trabajo- como en los vecinos -en la vida en los pueblos. Una visión bien distinta de las mujeres de Europa del Este es la que tienen las mujeres de Palos y Moguer, cuyo sentir queda reflejado en la siguiente conversación que mantienen Rocío Luque y Laura González, dos mujeres jóvenes de Moguer:
             Comentan, en relación a los distintos colectivos de inmigrantes instalados en el pueblo (magrebí, subsahariano, latinoamericano, del Este de Europa), que “en el pueblo cada uno va a su bola... no se mezclan, no hay problemas por eso, si acaso los problemas que hay es entre ellos” (R. L.), mientras que cuando se les pregunta por las temporeras de Europa del Este  responden que “las que no lo llevamos también somos nosotras... esas sí que se relacionan y mezclan más con hombres de la zona”(R. L.). “Moguer es el pueblo con un mayor índice de divorcios de la zona desde la llegada de estas mujeres” (L. G.). Para ilustrar esta situación Rocío Luque cuenta el caso de su vecino, “que está casado y con hijos, y que le ha puesto un piso a la amante rumana y la mantiene, y claro, la rumana ya no viene ni a trabajar, como el otro la mantiene está encantada. La mujer de aquí sabe que tiene la amante y se aguanta, discuten y le grita que a la otra bien que la sacaba más que a ella”, y a continuación añade que “mis vecinos son dos muchachos rumanos muy guapos, y yo no me voy detrás de ellos, pero se ve que los hombres aguantan menos”. Laura González explica así la reacción que tienen los hombres de Moguer: “mira, es que ellas se ponen tan rubias a coger fresas en bikini, con el culo en pompa, y claro, es normal, ellos se ponen...” (25).
             Son habituales en este sentido los comentarios de las mujeres de Palos y Moguer en los que se quejan  de que las mujeres inmigrantes de Europa del Este “vienen provocando”, “vienen a quitarnos a nuestros maridos”, “y ellas saben de sobra que ellos están casados y tienen hijos... y les da igual”; o la insistencia alarmante por parte de muchas vecinas de que Moguer es el pueblo con el índice de divorcios más elevado de toda la zona.
             En relación con los imaginarios construidos sobre los distintos colectivos de mujeres nos gustaría destacar un último punto de interés que se detiene en analizar el modo en que se vinculan, en la elaboración de la imagen de las mujeres rumanas de origen gitano, el discurso basado en la diferencia cultural y aquel otro sustentado en la diferencia sexual. Para empresarios y vecinos de los pueblos estas mujeres quedan fuera de ese ideal físico y sexual construido sobre las mujeres del Este puesto que, al ser definidas antes como mujeres gitanas que como rumanas, se vuelve a activar el discurso de la diferencia cultural desde el que se marca no sólo la distancia de los valores y costumbres culturales sino también la distancia del modelo ideal de belleza impuesto en nuestra sociedad. El exotismo de los cuerpos sexuados de las mujeres del Este desaparece cuando estos cuerpos quedan marcados por las huellas de la etnia gitana.  
             De este modo, mientras que en los discursos sobre las mujeres marroquíes se pone el acento en los cuerpos (excesivamente) cubiertos bajo la ley musulmana (representada ésta en la figura del hijab),  en los discursos sobre las trabajadoras polacas y rumanas la mirada se detiene esta vez en los cuerpos (semi)descubiertos (26). Los aspectos que se hipervisibilizan  son, en este sentido, opuestos en  cada tipo de representación. Estos imaginarios nos invitan a pensar en otra de las preocupaciones clave de la teoría feminista, el modo en que se construyen e interpretan las diferencias y cómo éstas continúan siendo, aunque adoptando ahora nuevas estrategias y modalidades, uno de los recursos más eficaces para establecer la jerarquización  social. Diferencias que no son “dadas” ni naturales, sino construidas culturalmente, pues la consideración misma del sexo, la sexualidad, la raza o la etnicidad como marcadores es ya una elección cultural que nos conduce a la pregunta sobre cómo y por qué determinadas diferencias se tornan significativas. Es precisamente en su apariencia natural, bajo la que se ocultan las huellas de su proceso de fabricación, donde reside su poder de legitimación. 
             Uno de los espacios principales sobre el que se proyectan y toman forma las diferencias, a la vez que se las dota de contenido simbólico, es el cuerpo. En tanto que lugares de intervención social y expresión cultural, los cuerpos se han convertido en objeto de estudio de diversas investigaciones interesadas en abordar la construcción sexuada y racializada del cuerpo y el modo en que éste es modelado por la cultura y el cambio social. Los imaginarios sociales que nos ocupan nos permiten observar la importancia que adquiere el cuerpo como soporte sobre el que se materializan e inscriben las diferencias sexuales, raciales y étnicas. El cuerpo interioriza y naturaliza así un orden social donde se confunde lo cultural con lo natural. Desde la antropología, Lourdes Méndez (2002) retoma el concepto de “habitus” de Pierre Bourdieu para señalar cómo a través de habitus corporales sexuados se nos enseña a controlar nuestros cuerpos y a interiorizar y reproducir lo que la sociedad espera de nosotras y nosotros en tanto que mujeres y varones; en este caso, se trataría de los comportamientos e imágenes corporales  que se esperan (tanto por parte de las culturas de origen como de las culturas de destino) de los cuerpos de las mujeres marroquíes, de un lado, y de los de las mujeres del Este, de otro. En el primer caso es la percepción del hijab o pañuelo islámico como símbolo de diferencia cultural la que permite proyectar sobre las mujeres musulmanas, a través de una concepción estática y ahistórica del Islam, la sensación de que por ellas no parece pasar el tiempo ni la historia, en comparación con los discursos que enfatizan los cambios que ha sufrido la situación de la mujer en Occidente. En los imaginarios elaborados sobre las mujeres del Este esta vez es la diferencia sexual la que se imprime en sus cuerpos en tanto que cuerpos femeninos y cuerpos extranjeros. No podemos dejar de obviar el modo en que esta interpretación de las diferencias va a mediar y condicionar sobremanera el tipo de relaciones sociales que se establece en los pueblos freseros.
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* Grupo de Investigación GEISA. Universidad de Sevilla.
(1) El presente trabajo constituye una versión ampliada de una comunicación presentada en el V Congreso sobre la Inmigración en España (Valencia, 2007). Todos los nombres empleados en los testimonios citados son ficticios, a fin de garantizar la privacidad de los informantes.
(2) Entendida ésta como una perspectiva transversal, y no como un campo de estudio específico e independiente, que persigue provocar rupturas fundamentales en los planteamientos y premisas de partida de las distintas disciplinas, en este caso la Antropología Social y la Economía.
(3) Para una aproximación a la características de la nueva agricultura véase Márquez, 1986; Pedreño, 1998/1999; Martín, Melis y Sanz, 2001.
(4) Medidas que no han hecho sino endurecerse desde que Polonia, primero, y Rumanía, poco después, se convirtieron en países candidatos a entrar en la Unión Europea, y desde que muchos países de la Unión, entre ellos España, han aumentado los acuerdos comerciales con Marruecos.
(5) Para una aproximación a las críticas realizadas desde los feminismos periféricos constituidos desde las fronteras al feminismo occidental, acusado de centrarse en el ideal de mujer occidental, blanca, burguesa y heterosexual y de no atender a las experiencias de otros grupos de mujeres véase bell hooks, 2004 [1984], Brah, 2004 [1992].
(6) Este segundo proceso de sustitución deriva en la aparición de campamentos de chabolas formados por los antiguos trabajadores marroquíes y subsaharianos y las familias portuguesas de etnia gitana ahora desplazados del mercado de trabajo.
(7) El giro que han sufrido las políticas migratorias no sólo refuerza este modelo de inmigrante económico/trabajador de temporada sino que además promulga otras dos visiones de la inmigración estrechamente vinculadas a la percepción de la misma como problema social: la inmigración como generadora de inseguridad ciudadana y la inmigración como conflicto cultural (de Lucas y Torres, 2002).
(8) Recordemos que las ideologías sexuales sobre el trabajo no hacen sino justificar y legitimar, a través de un proceso de naturalización de las diferencias, la división sexual del trabajo. Carmen Mozo (1999) analiza cómo la incorporación de las mujeres al sector de la venta de seguros se justifica igualmente planteando la existencia de una serie de ventajas en términos de género (las mujeres no son percibidas como sujetos agresores lo que favorece la actitud relajada del cliente, se les atribuye una serie de cualidades de género femenino como la delicadeza, bondad, la atención desinteresada, la mayor facilidad para atraer a un cliente, etc.). “Ellas son incorporadas a la venta [en nuestro caso al cultivo de la fresa] como  mujeres, no como profesionales asexuadas, y ello las sitúa en un estatus de subordinación” (Mozo, 1999:287).
(9) Es en esta doble jornada de trabajo donde los empresarios encuentran la razón que explica la mayor responsabilidad y cumplimiento de las mujeres en el trabajo en relación con los hombres, tanto en la recolección de la fresa como en el trabajo de manipulación en las cooperativas: “todo lo que la mujer es trabajadora porque nace trabajando...”; “entonces la mujer viene con dos peonás echás”.
(10)  Para un análisis de la situación de las mujeres en la cadena de valor de la confección y en la de los productos agrarios de exportación véase Vara, 2006; en el trabajo industria a domicilio en México Benería 1987, y en diferentes zonas francas del mundo Benería, 1991; en las agroindustrias chilenas Barrientos, 1999;  en la industria maquiladora mexicana González, 2004; y en la industria maquiladora en Guatemala Paz y Pérez, 2004.
(11) Habría que preguntarse, sin embargo, por las estrategias que las propias mujeres consideran más favorables para mejorar sus circunstancias personales y familiares, pues las entrevistas realizadas reflejan que entre estas estrategias las mujeres prefieren mantener desde España a sus familias en lugar de regresar cuando finalice la temporada y volver a encontrarse sin trabajo en sus países de origen.
(12) Así lo reflejan las siguientes declaraciones del presidente de Freshuelva:  «Hay que reconocer que el trabajador marroquí es más polémico porque tiene otras costumbres, otra cultura, diferente a la nuestra. Le cuesta más convivir con razas distintas a la suya porque tiene una cultura distinta. Y esto no significa ser racista. Estamos en una economía de mercado en la que las empresas y las Administraciones han intentado traer a personas lo menos polémicas posibles»  (El País, 08/03/02).
(13) Frente a las autoras que sitúan en la institución familiar y en las “actividades reproductivas” las relaciones primarias de subordinación/dominio  entre los sexos (Benería, 1981), siendo éstas  las que explicarían la segmentación sexual del trabajo remunerado, consideramos que las trabajadoras de la fresa lejos de insertarse a un sector laboral asexuado, son incorporadas a una práctica claramente sexuada y generizada, que responde a estrategias específicas desplegadas por el mercado, lo que impide explicar  el lugar que ocupa el trabajo de estas mujeres en tales sectores  laborales a partir únicamente de su papel en las llamadas “actividades reproductivas”.  
(14) Aunque hoy en día podemos comprobar, sin embargo, cómo esa prioridad de la que gozaban los hombres tiende a desaparecer ante las necesidades económicas que sufren los hogares de los países y regiones periféricas y la demanda de mano de obra femenina en determinados nichos laborales.
(15) Para un estudio de las redes de mujeres que se establecen en el marco de las migraciones femeninas procedentes de la República Dominicana puede consultarse Gregorio, 1999, donde la autora analiza cómo  la estructura matrifocal en el país de origen permite reemplazar a las mujeres que emigran.
(16) Para una aplicación de este enfoque al caso concreto de las mujeres inmigrantes que se insertan en los servicios de proximidad en España véase Parella (2003).
(17) La antropóloga Cristina Cruces (1993:3) señala, entre los cambios que ha provocado la “agricultura de primor” en los procesos de trabajo, la alteración que se ha producido en la concepción tradicional del trabajo agrícola como “masculino”, ya que se han hecho indispensables otros valores no asociados necesariamente a la fuerza física y construidos culturalmente como “femeninos” (primor, delicadeza, habilidad), que son los que precisamente otorgan valor añadido a esta mercancía.
(18) Este problema lejos de solucionarse no hace sino acentuarse, pues cada año se incrementa el número de contratos en origen (de los 7.000 realizados en el año 2001-2002 hemos pasado a casi 33.000 en 2005-2006).
(19) Lo que viene a poner en tela de juicio la denominación de “cultivos sociales” (Márquez, 1986) atribuida a los cultivos intensivos, que se supone favorecían a un tiempo el desarrollo económico y el desarrollo social.
(20) Manolo Ruiz, un empresario de Moguer comenta que con las normas  “sí me pongo muy serio el primer día, esta finca es para vosotras pero es mía y aquí no entra ni un amigo, ni un hermano ni un marido ni nadie”.
(21) Las tesis del choque de culturas quedan plasmadas en el discurso no sólo de los empresarios sino también de representantes de algunas ONG´s, quienes creen que “en el futuro el conflicto ya no será entre banderas sino entre culturas” (voluntaria de Cruz Roja).
(22) Giovanni Sartori (2001) defiende la existencia de unas sociedades abiertas y democráticas basadas en asociaciones voluntarias, las occidentales, esto es, a la que pertenecen los empresarios, y unas sociedades o culturas cerradas e intolerantes basadas en asociaciones involuntarias, a las que pertenecerían la población marroquí y de etnia gitana.
(23) Tanto los empresarios y vecinos de los pueblos como los representantes de los sindicatos minoritarios y ONG´s coinciden en aludir al impacto que ha supuesto la llegada masiva de mujeres a la fresa y el aspecto físico de las mujeres del Este, aunque desde luego es muy distinta la valoración que los distintos sectores sociales hacen de ese impacto y la consideración que muestran hacia estas trabajadoras.
(24)Para un análisis de los imaginarios socio-sexuales construidos sobre las mujeres y hombres andaluces, primero desde la mirada de los viajeros románticos del siglo XIX y poco después desde las etnografías mediterraneistas de la segunda mitad del siglo XX, véase Carmen Mozo y Fernando Tena 2003. Como apuntan los autores,  estas visiones deben entenderse tendiendo en cuenta los modelos hegemónicos de género y sexualidad existentes en los países y culturas desde los que se construyen; de modo que los imaginarios que se elaboran en los pueblos freseros sobre las mujeres del Este o sobre las mujeres  marroquíes nos hablan no sólo de la realidad descrita sino también sobre el lugar (el modelo societario) desde el que se mira a esos colectivos de inmigrantes.
(25)Estos últimos comentarios, al igual que otro citado unas líneas más arriba ( aquí llegan mujeres que son preciosas... y los hombres son como son, y tiran siempre pa donde tiran”), ilustran el imaginario socio-sexual construido sobre las temporeras del Este a la vez que esa interpretación de la sexualidad femenina como pasiva y reprimida (“mis vecinos son dos muchachos rumanos muy guapos, y yo no me voy detrás de ellos”)frente a la masculina, activa e incapaz de controlar los impulsos sexuales (“pero se ve que los hombres aguantan menos”; “... y claro, es normal, ellos se ponen...”). No deja de resultar paradójico que sobre las temporeras del Este se proyecte, sin embargo, una imagen de la sexualidad femenina activa, que no se reprime; es por ello por lo que puede resultar peligrosa, en tanto que fuente generadora de conflictos.  Esta concepción de la sexualidad de las mujeres del Este enlaza con la idea afianzada de “que las rumanas tienen otro concepto de la fidelidad distinto al nuestro, ellas se piensan menos lo de engañar a sus maridos” (empresario de la fresa).
(26)Es interesante al respecto la utilización en los periódicos de titulares que presentan a las trabajadoras polacas a través de la metáfora de las sirenas (“Sirenas polacas en mares de plástico”, El Mundo, 09/03/02), las cuales suelen ser representadas en la literatura sobre el tema con el pecho descubierto. Asimismo, el reportaje publicado en El País en junio de 2003 introduce varias fotografías de mujeres trabajando con las ropas remangadas o con un pantalón corto y la parte de arriba del bikini. Una de ellas va acompañada del siguiente pié de foto que evidencia de un modo ejemplar el interés del periodista en resaltar esta imagen de cuerpos semidescubiertos y la mirada masculina, ya sea del periodista, del fotógrafo o de los hermanos españoles, que los observa: “La transformación es espectacular. Daniela lleva ahora un vestido corto de color verde lima, y posa para la cámara. Dos hermanos españoles que trabajan en la finca la miran con admiración”.