Ana Rodríguez Ruano
Re-conciliándonos. ¿De qué conciliación hablamos?

(La Garuja, enero de 2009)

            Es raro el día que no encontramos en algún medio de comunicación alguna noticia o mínima reseña a la “problemática” de lo que se ha tenido a bien llamar conciliación. Ello no es sino otra muestra más de la importancia y absoluta vigencia que este tema tiene en la vida cotidiana de las personas. Aun sin mencionar el tan recurrido término, oímos conversaciones en diferentes círculos sobre los malabarismos que se tienen que hacer a diario para compaginar lo que consideramos vida personal-familiar, con la laboral. Frases como “¡La niña se me puso mala a última hora y tuve que dejarla en casa de mi madre para no faltar al trabajo!”, o “No sé qué haremos cuando les den las vacaciones en el colegio”, podemos escucharlas en la calle, el trabajo, o hablando con familiares o amistades.

            Es precisamente por este motivo por lo que creo que es necesario pararse a pensar en qué estamos entendiendo cuando aludimos al tema de la conciliación, de qué contenido se le está dotando desde el discurso social y político, al tema. Concretamente, lo que pretendo con este artículo es demostrar que existe un tratamiento del asunto que se basa en la consideración de la conciliación como un problema estrictamente personal, y que atañe solamente a las personas con trabajo remunerado, principalmente a las mujeres con empleo, en vez de entenderlo como una cuestión de derechos de ciudadanía, que implica a todas las personas que conforman la sociedad, tengan empleo o no. Además de esto, de forma más o menos implícita se está entendiendo que toda medida de conciliación debe ir en pro de la mejora de la productividad mercantil, dejando totalmente relegada la importancia de dar respuestas reales y efectivas a las necesidades de cuidados (entendidos en muy amplio sentido) que se dan en el seno de todo hogar.

            Cuando buscamos en Internet contenidos sobre “conciliación” aparece, entre otras cosas, una definición de conciliar como “componer y ajustar los ánimos de quienes estaban opuestos entre sí” (www.rae.es). Esto nos da una primera pista sobre el tratamiento generalizado que se le da al tema: como un enfrentamiento entre dos áreas, el área productiva, mercantil, o como comúnmente se conoce, la esfera laboral, versus el área de cuidado a otras personas y de autocuidado, es decir, el área personal-familiar.

            Si continuamos esta búsqueda focalizada, observamos que en los resultados obtenidos  en la red destacan un número importante de enlaces a páginas web de empresas que se dedican a “gestionar la conciliación” para lograr una mayor satisfacción del trabajador (nombrado en masculino, léase en femenino), y así favorecer el desarrollo del negocio, y la mejora de la productividad. Literalmente, encontramos un sitio en el que se afirma que “la gestión de la Igualdad de Oportunidades permite valorar y optimizar las potencialidades y posibilidades de todo el capital humano de la organización” (www.optimiza.com). Sin caer en demonizaciones, puesto que este tipo de entidades pueden representar un medio relevante para la consecución de ciertas mejorías en las condiciones sociolaborales, sí que es cierto que nos muestra a las claras el prisma desde el que eminentemente se está mirando el tema fuera de los círculos más académicos o de participación social y política (e incluso, en ocasiones, también en éstos). Es decir, toda medida o servicio orientado a conciliar la llamada vida personal con la laboral tiene como fin último la preeminencia de la productividad, la facilitación del desempeño del empleo. Dicho en otras palabras, se apañan remedios más o menos inmediatos, y de escaso alcance, que van parcheando las dificultades de la vida personal y familiar, para que en última instancia se disponga de más tiempo para la empresa. Y esta dinámica encuentra muchas veces un cómplice efectivo en los poderes públicos. Sirva como ejemplo una de las medidas de conciliación básicas establecidas por ley (concretamente la Ley 39/1999 de 5 de noviembre, para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las personas trabajadoras) para personas con empleo que tienen un hijo o hija: la hora de lactancia. Se trata de la posibilidad de trabajar una hora menos al día para, en principio, dedicarse a alimentar al bebé. Esta medida es valorada de forma mayoritaria como escasa para ese fin, una hora no da tiempo muchas veces para alimentar a un recién nacido-a, y al final termina siendo un tiempo que se dedica a tareas diferentes, principalmente a organizar los recursos para delegar el cuidado del bebé durante el resto de jornada. Esta medida, pues, no fue diseñada para dar una respuesta efectiva a esa necesidad concreta de cuidados, sino que en última instancia sirve como enlace hacia otras formas de conciliar, más informales, mientras duran las responsabilidades laborales.

            Si además aplicamos un filtro de género, observamos que las medidas se plantean y dirigen eminentemente a las mujeres empleadas, reproduciendo la responsabilización personal y femenina sobre el cuidado de los y las demás, responsabilidad que además se debe compaginar con esa dedicación al empleo. ¿De qué manera hacerlo? Utilizando esos recursos implementados desde las Administraciones Públicas y las empresas, que como decimos, se dedican a “aligerar” puntualmente las responsabilidades domésticas, para conseguir más tiempo para producir. Como dichos recursos son claramente escasos, muchas mujeres, y cada vez más hombres, han de buscar estrategias que completen los enormes vacíos que esas medidas parciales dejan. De ahí, por ejemplo, la emergencia en los últimos años de las “abuelas cuidadoras”, mujeres, y también hombres, aunque menos, que dedican su tercera edad al cuidado cotidiano de sus nietos-as, a la crianza de una tercera generación, para que la segunda pueda seguir participando en el ámbito productivo, ya no sólo por deseo de realización personal, sino por pura necesidad económica.

            Recapitulemos. Si tomamos como ejemplo base una pareja con un hijo, para que esta pareja pueda desarrollar una vida personal y familiar lo más plena posible, es necesario que dispongan de unos ingresos que satisfagan las necesidades más materiales de ellos mismos y de su hijo, pero además, debe ingeniárselas para buscar los medios para asegurar el cuidado de la criatura, combinando el recurso a redes de parentesco y amistad, con los recursos más formales de conciliación; recursos cuyo fin último será proporcionar más tiempo para que esa persona se lo dedique a su empleo, tiempo que se le resta a la dedicación personal y familiar. El caos está servido.

            Ante esta situación, ¿qué podemos proponer? Hay muchas autoras y autores que desde diferentes disciplinas (antropología, sociología, economía…) promulgan un cambio radical en el tratamiento de este tema, que, siguiendo a la economista feminista Cristina Carrasco, podemos denominar como el problema de la “sostenibilidad de la vida humana”, ya que, a fin de cuentas, se trata de buscar fórmulas que proporcionen los medios materiales (proporcionados por el empleo) e inmateriales (los relativos a los cuidados propios y hacia otras personas) que garanticen la reproducción del sistema social.  Desde esta perspectiva, se promulga que es necesario entender la conciliación no como reajuste de esferas diferenciadas y enfrentadas, tal y como afirmaba la definición de la real academia, sino que vida laboral, familiar y personal se entienda como un continuo de realidades, que colaboran juntas en la sostenibilidad de la vida. Se trata de centrar el debate en la realidad indiscutible de los cuidados dados y recibidos a lo largo de la existencia humana (todas las personas recibimos y proporcionamos cuidados a lo largo de toda nuestra vida), de forma que el fin sea buscar las formas en que estos cuidados pueden ser mejor proporcionados. Esto implica en la práctica que no se trate de un tema más dentro de la política social, sino que atraviese toda intervención política. Un ejemplo claro de ello lo encontramos en las nuevas perspectivas de urbanismo, de carácter alternativo a las corrientes dominantes, que buscan centrarse más en la realidad cotidiana de las personas con diversidad funcional, y que en última instancia proponen desplazar el canon con el que se piensan las ciudades actualmente, y minimizar la importancia de los coches, a favor de barrios más humanizados y accesibles (por ejemplo, mediante rampas que no sólo sirven para personas en sillas de ruedas, sino también para personas que vayan con carritos de bebés), de mejoras en el paisaje urbano, de inversión en transportes públicos, etc. A fin de cuentas, se trata de darle a los cuidados el espacio (no sólo simbólico, sino también físico) que precisan.

            Pero además, esa consideración de la conciliación, que no entiende que el fin último es la producción mercantil, sino el reconocimiento de la importancia de esa sostenibilidad de la vida, debe aspirar a trascender el “deber de cuidar” y empezar a hablar del “derecho a ser cuidado-a”, y que por tanto, si bien reconozca la aportación del trabajo que supone cuidar, y concretamente lo enmarque dentro de la aportación histórica y actual de las mujeres al desarrollo del conjunto social, trascienda este hecho y lo entienda como una realidad transversal, que afecta por igual a hombres y a mujeres y en la que todas las personas debemos estar implicadas.

            Por tanto, es necesario componer un análisis de la “sostenibilidad de la vida” (no es necesario hablar de conciliación de nada con nada) que se base y busque medidas orientadas al reparto de trabajos igualitario y no definido por géneros entre mujeres y hombres; en el imprescindible reconocimiento social de los trabajos de cuidados; y en la necesaria integración, dentro de la reflexión práctica y política de los territorios, de estos trabajos de cuidados, buscando la facilitación y la garantía de la adecuada realización de éstos. De este modo, no lograremos solamente una mejora en la vida de las mujeres, sino también la consecución de todo un derecho social que integra y afecta también a los hombres, como es el derecho a prestar y recibir cuidados, un avance en toda regla hacia la igualdad de géneros.