Andrés Laguna

No con nosotros
(Página Abierta, nº 135, marzo de 2003)

Catedráticos de Derecho Internacional Público y de Relaciones Internacionales participaron en un acto en la Universidad Autónoma de Madrid de afirmación de su crítica a la guerra que se avecina contra Irak. A continuación extractamos las intervenciones de Luis Ignacio Sánchez Rodríguez, Jorge Cardona Llorens y Paz Andrés Sáenz de Santamaría.

Siete catedráticos de Derecho internacional y Relaciones internacionales componían la mesa de oradores del acto contra la guerra celebrado en la Universidad Autónoma de Madrid el pasado 19 de febrero. Con él, además, se pretendía presentar en público un manifiesto firmado por numerosas personas de este colectivo universitario. De maestro de ceremonias en esta mesa redonda ejerció Roberto Mesa, de la Universidad Complutense de Madrid, que en su inicial intervención resaltó la ilegalidad de la guerra “preventiva”, las mentiras que sostienen esta doctrina y la necesidad de dejar claro lo principal: que si se producía la acción propuesta por EE UU y sus aliados, ésta habría de ser considerada como una guerra de agresión.
A continuación, intervino Luis Ignacio Sánchez Rodríguez, también de la Universidad Complutense. A él le tocó recordar la doctrina básica sobre la guerra contenida en la Carta de Naciones Unidas, y que el Derecho Internacional consideraba totalmente vigente.
Le siguió en el turno la catedrática Paz de Andrés, de la Universidad de Oviedo, que centró su intervención en los antecedentes de lo que ella llamó “la deriva del Derecho Internacional”, fijando su crítica al unilateralismo actual, al que calificó de “consentido”. Para lo cual hizo historia de cómo ha sido usado e interpretado el sistema de Naciones Unidas y su Carta fundacional en los casos de Irak desde 1991, y en la intervención aliada en Afganistán, pasando por la de la OTAN en Kosovo (ver texto aparte).
Después, a Diego J. Liñán Nogueras, catedrático de la Universidad de Granada, le tocó hablar sobre la actuación de la Unión Europea (UE) en esta coyuntura. Se detuvo a analizar el desacuerdo entre los Estados miembros y lo que suponía para la UE, sus causas, los antecedentes de situaciones similares, el papel de EE UU en ello..., en definitiva, la crisis abierta en su seno.
La siguiente intervención corrió a cargo de Jorge Cardona Llorens, catedrático de la Universidad Jaume I de Castellón. Su papel consistía en analizar la postura del Gobierno español en la crisis actual.
El último en intervenir fue Antonio Remiro Brotóns, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y uno de los principales impulsores del Manifiesto contra la guerra y de ese mismo acto. Hizo un crítica dura, profunda y por momentos jocosa a la estrategia de EE UU, a sus pretensiones sobre Irak, a la falta de legalidad internacional de sus planes, al lacayismo de los gobernantes españoles... Ideas y argumentaciones ya expuestas por él en estas mismas páginas (ver PÁGINA ABIERTA, número 130, de octubre de 2002).

I. Defensa de la Carta de Naciones Unidas

En su intervención, Luis Ignacio Sánchez Rodríguez comenzó destacando los objetivos de prevención de la guerra que encabezan la Carta fundacional de Naciones Unidas; y leyó, al respecto, algunos párrafos del preámbulo y del capítulo primero, que fija los propósitos de la ONU y los principios por los que ha de regirse en función de esos propósitos.
En el inicio del preámbulo se dice que «los pueblos de las Naciones Unidas» están «resueltos: a preservar a la generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles».
[Y aunque no se señaló, en esta misma introducción también se dice que están resueltos «a asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio de un interés común...». Lo que invita a recordar constantemente tanto lo del “interés común” como a partir de a qué principios y con qué métodos acordes con la Carta puede ejercerse una acción armada].
El primer propósito marcado por el capítulo I de la Carta, y leído por Luis Ignacio Sánchez, insiste en lo señalado en el preámbulo:
«Artículo 1.º Los propósitos de la Naciones Unidas son:
1. Mantener la paz y la seguridad internacionales y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos, y de conformidad con los principios de la justicia y el Derecho internacional, el ajuste o arreglos de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz».
Por lo que respecta a los principios que han de regir la actuación de la ONU fijados en el capítulo 2º, hay uno que viene pintipirado al momento, como se recordó en esta primera intervención:
«4. Los Miembros de la organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas».
Todo eso, que se firmó en junio de 1945, ha sido reformulado posteriormente en muchas ocasiones en Naciones Unidas. Algunas de estas resoluciones fueron señaladas por Luis Ignacio Sánchez: la 2625-XV; la 3314-XXIX de la Asamblea General; la 4222, de 1988.
Y todo este conjunto de principios ha sido afirmado por el único intérprete que tiene la Carta de las Naciones Unidas, la Corte Internacional de Justicia, y lo hizo en 1986 en la sentencia referida a las intervenciones militares y paramilitares en contra de Nicaragua. También la misma Corte ha insistido en que esos principios no sólo están en la Carta, sino también en el Derecho consuetudinario reconocido por todos los Estados.

Las interpretaciones interesadas de la Carta

A continuación, el catedrático Luis Ignacio Sánchez entró a analizar críticamente las interpretaciones interesadas de la Carta producidas especialmente tras los hechos del 11 de septiembre. Aquellas que buscan fijar excepciones al principio de abstención en la amenaza o uso de la fuerza. Así se hace cuando se invoca las intervenciones humanitarias y el principio de legítima defensa, tratando de socavar los mecanismos y los cimientos básicos de la Carta de las Naciones Unidas.
Afirmando su rechazo al régimen de Sadam Husein, insistió en que éste debe ser combatido estrictamente con las armas del Derecho Internacional. Para ilustrar esta posición, leyó un texto de la Corte Internacional de Justicia de 1986: «En el Derecho internacional no hay normas, aparte de aquellas a las que el Estado en cuestión se someta, mediante un tratado o de cualquier otra forma, que pueda limitar el nivel de armamento de un Estado soberano».
Es cierto que la Carta tiene sus excepciones. Una de ellas es el derecho inmanente de legítima defensa individual y colectiva (artículo 51). Pero, obviamente, ésta, como otras excepciones, debe ser interpretada restrictivamente. Y así, en el propio artículo 51 existen límites: acción transitoria, la subordinación al Consejo de Seguridad, el deber de información a este Consejo... Pero hay otros requisitos a la legítima defensa que no aparecen en la Carta, los que provienen del Derecho consuetudinario: el carácter de proporcionalidad y de necesariedad, la existencia de un ataque armado en curso.
La Corte Internacional de Justicia ha dictaminado que la “legítima defensa preventiva” es contraria a la Carta de las Naciones Unidas. Y también, como recordaba el catedrático Sánchez Rodríguez, ha negado la legítima defensa a posteriori, es decir, fuera del marco temporal del ejercicio de una acción armada.
Aunque en el caso de Afganistán las resoluciones 1368 y 1373 de 2001 reafirmaban el derecho de legítima defensa individual y colectiva, no decían que EE UU pudiese ejercer ese derecho frente al Estado afgano.
Para el caso de ataques terroristas, en los que no se puede probar la participación de un Estado como agresor directo, vale de poco invocar el principio de legítima defensa contenido en la Carta, ya que el supuesto previsto incluye una relación de agresión Estado a Estado, un marco territorial donde se produce el conflicto...
Donde sí se ha producido cierta ambigüedad de interpretación en la misma Corte Internacional ha sido a la hora analizar el caso de la amenaza nuclear grave, con peligro para la supervivencia, y la posible legítima respuesta.
La segunda excepción expuesta, que lleva a los problemas actuales, se refiere a lo previsto en el artículo 42, que faculta al Consejo de Seguridad para tomar medidas de fuerza armada en caso de amenazas a la paz, quebrantamiento de la paz o actos de agresión: «Si el Consejo de Seguridad estimare que las medidas de que trata el artículo 41 pueden ser inadecuadas o han demostrado serlo, podrá ejercer, por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales. Tal acción podrá comprender demostraciones, bloqueos y otras operaciones ejecutadas por fuerzas aéreas, navales o terrestres, de miembros de las Naciones Unidas».
Lo que quiere decir que el Consejo debe, primero, calificar así la situación; en segundo lugar, que no existe otra forma de resolverlo; tercero, que sólo puede decidir el uso de la fuerza armada el propio Consejo de Seguridad; y, finalmente, que ha de ser el propio Consejo el que lleve a cabo esa acción.
Toda acción que no cumpla estos requisitos, afirma Sánchez Rodríguez, sin autorización inequívoca del Consejo de Seguridad, ya sea de un solo país o de un grupo de países, es una acción unilateral, contraria a la Carta de las Naciones Unidas, repugnada por el sistema, prohibida por el sistema.
Para terminar su intervención, recordó que la primera vez que se autorizó a los miembros del Consejo de Seguridad al uso de la fuerza fue ante la invasión de Kuwait por Irak, con la resolución 678.
Y, además, ironizó sobre los conocimientos jurídicos de determinados políticos que, cuando invocan contenidos determinados de las resoluciones relacionadas con el capítulo VII de la Carta, olvidan, o no saben, que hay que diferenciar recomendaciones de decisiones, porque sólo estas últimas son obligatorias para todos los Estados miembros.
Sentado este análisis de propósitos y principio de la Carta de la ONU, Paz Andrés intervenía después para hacer un recorrido crítico sobre la vulneración de esas bases a lo largo de más de una década, intervención que hemos recogido aparte.

La actuación del Gobierno español

El profesor Jorge Cardona empezó planteando que el primer problema al hablar de la postura del Gobierno en esta crisis era la dificultad en averiguar e investigar cuál es tal postura.
Su intervención, como ya advirtió al principio, pretendía analizar y juzgar las actuaciones del Gobierno, las hasta ahora llevadas a cabo y las posibles en el futuro inmediato, desde un punto de vista estrictamente jurídico, y no desde el punto de vista político.
Sus obligaciones jurídicas se derivan de tres órdenes principalmente. El primero, del Derecho Internacional general, y en concreto de la Carta de las Naciones Unidas; de ahí derivan las obligaciones del Gobierno español que, como poder representativo del Estado español, está obligado a respetar. El segundo orden provendría de la Unión Europea, y el tercero de la propia Constitución española y del ordenamiento jurídico español. Los tres órdenes han de ser respetados.
Recordó cómo quienes le habían precedido habían señalado las obligaciones principales que se derivan de la Carta de las Naciones Unidas. Carta que es un tratado, y cuyas obligaciones prevalecen sobre cualquier otra obligación derivada de cualquier otro tratado internacional, ya sea una alianza regional o particular como la OTAN, ya sea un tratado bilateral. Así lo señala el artículo 103 de la Carta.
Esa Carta de Naciones Unidas, a través del artículo 2, apartado 4, prohíbe al Gobierno español, como representante de un Estado miembro de la organización, recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza en sus relaciones internacionales; con el mismo artículo, apartado 5, le obliga a cooperar con la organización cuando adopta medidas; con el artículo 24 está obligado a transferir al Consejo de Seguridad las competencias del Estado sobre el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales; con al artículo 25 le obliga a aceptar y cumplir las decisiones del Consejo de Seguridad; con el artículo 48 debe ejercer las acciones a que obliguen las decisiones del Consejo de Seguridad.
Analizando la actuación llevada a cabo hasta estos momentos por el Gobierno español, se puede decir que ha respetado a través de sus actos la mayor parte de estas obligaciones. Otra cosa sería si el Gobierno español decidiera participar en una acción armada contra Irak, cuando está obligado a respetar la resolución 1441. Si eso se produjera sin una resolución nueva del Consejo de Seguridad, se violarían el artículo 2, apartado 4, y el artículo 24, y no podría alegarse nunca como excusa ni el artículo 2.5, ni el 25, ni el artículo 48 de la Carta de Naciones Unidas, porque ninguno de los tres anularía lo determinado por el artículo 2.4.
En definitiva, según las obligaciones de la Carta, el Gobierno español no puede participar en una acción armada contra Irak sin una resolución previa del Consejo de Seguridad que, de una forma explícita, autorice la participación de España, como de cualquier otro Estado, en esta guerra.
En lo que respecta a las obligaciones jurídicas españolas como Estado miembro de la Unión Europea, Jorge Cardona quiso poner un pero a la actuación de Aznar y su Gobierno.
El artículo 11, apartado 2, del Tratado de la Unión Europea, que obliga a todos los Estados miembros, señala que «éstos han de apoyar activamente y sin reservas la política exterior y de seguridad de la Unión con espíritu de lealtad y seguridad mutua. Los Estados miembros han de trabajar conjuntamente para intensificar y desarrollar su solidaridad. Se abstendrán de toda acción contraria a los intereses de la Unión o que pueda perjudicar su eficacia como fuerza de presión en las relaciones internacionales». Desde este punto de vista, la llamada “carta de los ocho” es una acción contraria a dicho artículo del Tratado de la UE, pues es una acción que perjudica la eficacia como fuerza de cohesión en las relaciones internacionales de las posturas avanzadas por parte del Consejo Europeo.
Ahora, el Gobierno español asume las conclusiones del Consejo Europeo y sí mantiene una postura de defensa, de lealtad a sus decisiones, aunque sea difícil ser leal a los que dicen una cosa y la contraria.
Es cierto, no obstante, que esta juridificación de la obligación de lealtad sólo puede ser exigible por el propio Consejo en un marco más político que jurídico, pero no deja de ser una obligación jurídica derivada de un tratado internacional en relación con este hecho.
Al pasar a analizar la actuación de Gobierno a la luz de las obligaciones derivadas del tercer orden jurídico, la Constitución Española y el ordenamiento jurídico español, hizo dos precisiones. La primera fue señalar que un hecho ilícito internacional no deja de ser ilícito porque se realice de conformidad con el ordenamiento interno de un Estado; cuestión clave del Derecho internacional. Así pues, por mucho que se respeten la Constitución española y el ordenamiento jurídico español, si el hecho es ilícito en el marco internacional, seguirá siendo ilícito en el marco interno.
Segunda precisión: el que una acción esté permitida por el Derecho internacional, o autorizada por el Derecho internacional, no significa que no deba respetarse para llevarla a cabo la Constitución de ese Estado y el ordenamiento jurídico.
El artículo 97 de la Constitución española atribuye al Gobierno la dirección de la política exterior y de defensa. Los artículos 93, 94 y 95 regulan la autorización parlamentaria de procedimientos de celebración de tratados, incluidos entre ellos los de carácter militar.
Aunque no era ése el momento, dijo Jorge Cardona, de intentar realizar un análisis doctrinal de estas disposiciones, sino sólo registrar la actuación que ha llevado a cabo el Gobierno español y que podría llevar a cabo, sí quiso recordar cómo había sido tachada, a su juicio justamente, de imprecisa nuestra Constitución en materia de regulación de política exterior y de seguridad.
Y volvió a afirmar que hasta hoy las acciones que se han llevado a cabo han sido respetuosas con la legalidad que marca el ordenamiento jurídico español. El Gobierno, en el marco de la dirección de la política exterior, ha diseñado las posiciones políticas que debe mantener España en los foros internacionales de los que forma parte, ya sea en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en los órganos de la Unión Europea o en el seno de la OTAN. A él le corresponde y él es el responsable político.

El apoyo español a una acción armada

Pero otra cosa distinta sería si esas posiciones se traducen en una acción a llevar a cabo contra Irak, y en concreto una acción armada. En este caso podrían darse dos situaciones. Primera, que la acción se hiciera sin autorización previa del Consejo de Seguridad o, segunda, que se hiciera con una autorización expresa.
En el primer caso, ya hemos dicho que estaríamos ante un acto ilícito internacional, con el que se estaría violando el Derecho español, porque la Carta de Naciones Unidas forma parte del ordenamiento jurídico español, conforme el artículo 96 de la Constitución (1). Por tanto, la ilegalidad internacional sería una legalidad interna de forma automática.
A continuación, Jorge Cardona se adentró en las nuevas orientaciones españolas de la doctrina estratégica de defensa, para ver si estaban en consonancia o no con la doctrina de las Naciones Unidas.
Dijo que el Gobierno español, de forma pública y de forma manifiesta, se atribuye el derecho a llevar a cabo este tipo de acciones antes señaladas. Se refería al Libro Blanco de la Defensa, publicado por el Ministerio de Defensa en el año 2000, en el que, poco después de la crisis que se había vivido en Kosovo, se dice: «España ha mantenido siempre, y así lo ha expresado el Gobierno en el Congreso de los Diputados, que todo uso internacional de la fuerza debe ser, en circunstancias normales, y salvo las situaciones de legítima defensa, autorizado previamente por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. No obstante –sigue el texto diciendo–, en circunstancias apremiantes, en presencia o ante la inminencia de catástrofes humanas de grandes proporciones, el bloqueo del Consejo de Seguridad, el agotamiento de todas las vías diplomáticas y el continuado incumplimiento de sus resoluciones no deberán impedir la determinación de la comunidad internacional para evitar tragedias humanitarias. En estas ocasiones, España podría considerar la oportunidad de utilizar la fuerza ya sea con el consenso o acuerdo generalizable de los restantes socios o aliados en las organizaciones internacionales...»
Esa estrategia viene a enmarcarse en la doctrina que justifica el uso de la fuerza violando el artículo 42 de la Carta de Naciones Unidas con la excusa de la intervención humanitaria, aplicada ya en los casos de la primera guerra contra Irak y también en Kosovo, a las que se sumó España. Y en estos momentos, después de lo de Afganistán, apuntilló el profesor Cardona, ya no es necesario que haya una catástrofe humanitaria a la que recurrir, sino que basta que se estén violando las resoluciones del Consejo de Seguridad para justificar el uso de la fuerza.
Por lo tanto, en su opinión, el Libro Blanco de la Defensa de 2000 supone una violación de la doctrina estratégica de la Carta de Naciones Unidas.
En el caso de que hubiese una autorización del Consejo de Seguridad expresa, y si por tanto España lo que hace es colaborar con otros Estados para adoptar una medida que implique el uso de la fuerza legitimada por el derecho internacional, ¿cómo debe actuar el Gobierno español de acuerdo con nuestro ordenamiento jurídico?
Antes de contestarse a esta pregunta quiso denunciar cómo han actuado todos los Gobiernos españoles, tanto los del PSOE como los del Partido Popular, hasta la fecha en situaciones similares.
La Constitución española precisa, en el artículo 94, apartado 1, que la prestación del consentimiento del Estado para obligarse por medio de tratados o convenios, y en concreto en el caso de los de carácter militar, ha de requerir la previa autorización de las Cortes Generales.
En el Consejo de Estado, interpretando este artículo, en marzo de 1985, se concluyó que se necesita la autorización de las Cortes sobre la presencia de tropas extranjeras en el territorio español o de tropas españolas en el extranjero. Conclusión que también ha reafirmado este Consejo al hablar sobre la cooperación o intervención internacional de las fuerzas españolas.
Ante eso, el Ministerio de Defensa indicó que los acuerdos establecidos para determinadas actuaciones de este Ministerio no estaban dentro de los supuestos del artículo 94, ya que no eran “tratados”. Y desde mediados de la década de los ochenta se empezó a denominar a estos acuerdos “memorándums de entendimiento”, que no tratados [o convenios, como se añade en el artículo 94].
En aquella época, la asesoría jurídica del propio Ministerio de Asuntos Exteriores emitió algunos informes en los que denunciaba esa situación, creada no sólo por el Ministerio de Defensa, sino también por otros ministerios, para evitar el paso por las Cortes, que planteaba varios problemas de constitucionalidad. Finalmente, el Ministerio dictaminó que esa práctica tenía unos límites inquebrantables, los derivados de los apartados c) (integridad territorial), de (Hacienda) y e) (modificación o derogación de leyes) del artículo 94.1 sobre los tratados, pero no incluyó el (b, relativo a lo militar.
Y es muy elevado el número de acuerdos no normativos, o “memorándums”, que firma el Ministerio de Defensa, que no pasan por las Cortes. Y acabó citando un caso muy especial: el Memorándum de Entendimiento para la creación, con otros diez Estados, de una fuerza armada de interposición en Afganistán.
Y calificó como de mantenimiento de la vieja visión franquista de que los asuntos de defensa eran competencia exclusiva de los militares, la política de la sustracción a las Cortes de la decisión sobre la actuación de las Fuerzas Armadas a la que obliguen determinados acuerdos.
Finalizó señalando que si Aznar hace lo que en ocasiones anteriores, violará el ordenamiento jurídico español.

El unilateralismo consentido

Recogemos a continuación la intervención grabada, y en parte extractada, de la profesora Paz de Andrés, intervención dedicada a los antecedentes del asunto de Irak (la respuesta internacional a la invasión de Kuwait, la Guerra del Golfo, la más de una década de sanciones), sobre todo, pero también a los casos de Kosovo y Afganistán.
El caso de Irak fue saludado por muchos, en su día, como la “aurora” del capítulo VII de la Carta (2). En él se han demostrado sus posibilidades, pero también sus límites y las perversiones a las que puede dar lugar.
Para evitar cualquier suspicacia, diré, en primer lugar, que la invasión por Irak constituyó un crimen internacional, o si se quiere, constituyó una violación grave de una norma imperativa del Derecho internacional.
Esta norma internacional permitió una intervención inmediata por parte de las Naciones Unidas que, por primera vez, puso en evidencia las posibilidades del capítulo VII. Y así, tras la condena de la invasión y la exigencia de la retirada del territorio como dice la resolución 660 [de 2 de agosto de 1990], inmediatamente después, la 661[de 6 de agosto de 1990] impuso unas sanciones económicas totales a Irak; e incluso en resoluciones posteriores, como la 665 y la 670, fueron autorizados usos menores de la fuerza para asegurar aquella resolución 661. Sin embargo, la impaciencia de dos miembros permanentes del Consejo, Estados Unidos y el Reino Unido, hizo que las cosas se precipitaran, y sin esperar al resultado de unas sanciones que estaban demostrando ser eficaces, se desencadenó lo que se llamó la Guerra del Golfo.
Como los hechos son bien conocidos, me voy a limitar a resaltar los elementos del caso que me parecen particularmente relevantes desde el punto de vista del Derecho internacional.

Autorizaciones explícitas

En una primera aproximación, podríamos destacar la autorización para el uso de la fuerza llevada a cabo por una coalición de Estados, autorización que, como indicaba el profesor Sánchez, concedió la resolución 678 [del 29 de noviembre de 1990] del Consejo. Resolución que supone, entre otras cosas, un reconocimiento de la imposibilidad de desarrollar plenamente las disposiciones de la Carta (3), en concreto las de ese capítulo VII, y supone, por tanto, la opción pragmática, por la única fórmula que parece que fuera posible.
Junto a esto, creo que hay que destacar también la importancia de la resolución 687 [del 3 de abril de 1991], que pone fin a la guerra y que, según muchos, contiene un verdadero tratado de paz, en el que, para asegurar el cumplimiento de esa resolución 687, se han mantenido las sanciones que imponían la 661, para después, tratando de evitar las consecuencias negativas sobre la población civil derivadas de ello, poner en marcha la llamada fórmula “petróleo por alimentos”.
Sin embargo, lo dicho hasta aquí es una versión idílica que desde luego no se corresponde con la realidad. Por el contrario, se ha aportado ya al acervo internacional un legado negativo y peligroso del que yo voy a destacar al menos dos aspectos.
El primer aspecto es la autorización ambigua del uso de la fuerza fuera del control de las Naciones Unidas. Yo señalé en su momento que una resolución que autorice el uso de la fuerza debe establecer clara y explícitamente sus objetivos. Y debe determinar el tiempo que alcanza esa autorización y, en todo caso, asegurar que el Consejo controlará y seguirá controlando la situación. Sólo así se podía evitar el pasar de lo que es una delegación del uso de la fuerza, que puede ser comprensible, a lo que quizá es una dejación de funciones del Consejo de Seguridad.
Pues bien, la verdad es que los términos de la resolución 678 han dado pie a las llamadas autorizaciones implícitas para el uso de la fuerza. Autorizaciones implícitas que con posterioridad han sido invocadas como pretexto para las intervenciones unilaterales que contra Irak se han venido desarrollando desde abril de 1991, con la proclamación de las zonas de exclusión aéreas, y que se han consolidado, sobre todo, desde diciembre de 1998, con los bombardeos periódicos unilaterales llevados a cabo por Estados Unidos y el Reino Unido.

Interpretación de las resoluciones

Esto plantea la cuestión general de la interpretación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, sobre todo las resoluciones que se adoptan en el marco del capítulo VII de la Carta. Es un tema que ha sido poco estudiado, a mi entender. Como aportación del Tribunal Internacional de Justicia sólo tenemos las referencias que aparecen en el dictamen sobre Namibia de 1971. Allí, el Tribunal dijo que había que tener en cuenta los términos de la resolución por interpretar, los debates que han precedido a la adopción de esa resolución y las disposiciones de la Carta.
Algunos estudios han apuntado con acierto, en mi opinión, que existe la posibilidad de apoyarse, para una buena interpretación, en el convenio de bienes y derechos del Tratado. También se señala –lo que me parece muy adecuado– que hay que tener mucha cautela respecto de la utilización de los preámbulos de las resoluciones del Consejo de Seguridad, dado que esos preámbulos se suelen aprovechar, en ocasiones, para incluir en ellos lo que la mayoría de los Estados del Consejo no han aceptado incluir en la parte dispositiva de las resoluciones. Y, además, que hay que tener en cuenta el sentido normal de los términos y las intervenciones recogidas en el acta de la sesión, así como las declaraciones que hayan podido hacer alguno o algunos de los Estados en relación con esa resolución.
El estudio exhaustivo de todos estos elementos y circunstancias, en relación con la resolución 678, ha llevado a algunos autores a negar, con razón, que esa resolución pueda ser invocada para legitimar las acciones armadas contra Irak después de la resolución 687.
El problema de la interpretación de una resolución del Consejo de Seguridad se vuelve a plantear ahora –y lo apunto simplemente– en relación con la resolución 1441 [del 8 de noviembre de 2002]. De un lado, por la referencia que en el preámbulo de la 1441 se hace a la resolución 678; y, de otro, porque esa resolución, la 1441, recoge esa expresión de violación grave. Expresión que está tomada del artículo 60 del Convenio de Viena sobre Derecho de los Tratados. Y lo quieren hacer según una interpretación, digamos, seudoanalógica.
Lo que pretenden, ni más ni menos, es deducir las mismas consecuencias de las previstas en ese artículo cuando se produce una violación grave de un tratado, y, por tanto, justificar que cualquier otra parte pueda considerarse afectada por esa violación y, en su caso, revitalizar la resolución 678, hábilmente citada en el preámbulo de la resolución 1441.
Frente a esta interesada interpretación, yo creo que cabe oponer la posición de la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad en aquella sesión, según podemos comprobar simplemente leyendo el acta de la sesión en la que se adoptó esa resolución 1441. Y hay que oponer, además y sobre todo, la declaración conjunta que emitieron, también entonces, Francia, Rusia y China. Declaración en la que estos tres Estados, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, dicen que la resolución 1441 no implica ningún automatismo en relación con el uso de la fuerza.
Esta declaración conjunta, que a mí me parece especialmente importante en relación con la interpretación de la resolución 1441, ha sido muy poco utilizada, muy poco citada. Seguramente porque no conviene a aquellos que, como nuestro Gobierno, están lanzados en la carrera de la guerra.
En este sentido, sería interesante citar lo sucedido en la discusión de la resolución 1154 del Consejo de Seguridad, del año 1998, cuando el secretario general, en el último momento, consiguió detener, por poco tiempo, las acciones unilaterales. Como en esa resolución se dice ya que si Irak no cumple sus obligaciones se enfrentará a graves consecuencias, entonces, Estados Unidos y el Reino Unido intentaron utilizar esta expresión para justificar la operación militar que finalmente acabaron haciendo. Pero, también entonces, el delegado francés –siempre quedará París– dijo que el Consejo es el que tiene que tomar las medidas, el que debe constatar las eventuales violaciones y el que tiene que tomar, en su caso, las decisiones oportunas. Y por tanto, se excluye cualquier automatismo en relación con el uso de la fuerza.
Como se ve, la historia se repite. En definitiva, lo que se pretende con estas frases hábilmente colocadas en la resolución 1441 es una equiparación, digamos, por homofonía, que a mi juicio es incompatible con el sistema de la Carta, porque ésta atribuye al Consejo de Seguridad la competencia exclusiva en lo que concierne a la toma de decisiones sobre el uso de la fuerza.

El límite a las sanciones

El segundo problema, o el segundo legado negativo, en mi opinión, es ese régimen severísimo de sanciones que vulnera los derechos humanos de la población civil iraquí. Hasta ahora las denuncias que se han hecho al respecto únicamente han dado lugar a la fórmula “petróleo por alimentos”, que se pone en marcha a través de la resolución 986 y otras que las siguieron en su momento. Esta fórmula, esta expresión, “petróleo por alimentos” es un eufemismo. Persigue otras cosas, no sólo aliviar el sufrimiento de la población. Persigue financiar las reparaciones de guerra y los gastos del desarme de Irak.
Pero lo peor es que esta fórmula no sirve, no ha servido, para resolver los problemas de la población civil. Y hay datos estremecedores en este sentido. Desde que empezó la aplicación del programa humanitario han muerto más de un cuarto de millón de niños iraquíes. La mayor parte de los niños padecen malnutrición crónica, hay una escasez absoluta de agua potable, graves enfermedades entre la población, la situación de los hospitales es desastrosa... Esta situación ha sido reconocida en varias ocasiones por el propio secretario general de las Naciones Unidas, y también ha sido denunciada por distintos órganos de la ONU y por organismos especializados.
Por tanto, en relación con esta cuestión de las sanciones y las consecuencias que están teniendo, se desprenden varios problemas.
En primer lugar, desde el punto de vista de los derechos humanos, el problema es: ¿cuál es el límite de las sanciones económicas? Yo creo que éstas han de tener un límite. Lo que quiero decir es que el artículo 24, apartado 2, de la Carta de las Naciones Unidas obliga al Consejo de Seguridad a actuar siempre de acuerdo con los propósitos y principios de la Carta. Y esos propósitos y principios incluyen no sólo el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, aunque éste sea el principal, sino que también hay otros, y entre esos otros está, desde luego, el respeto de los derechos humanos.
Yo estimo que los preceptos de la Carta no son compartimentos estancos; es decir, que, en mi opinión, el Consejo de Seguridad no puede decidir sanciones basándose exclusivamente en el capítulo VII y olvidando todo lo demás, sino que tiene que valorar también las repercusiones de esas medidas de carácter económico sobre otros valores que también son objeto de protección por parte del Derecho internacional. Y en esta vía, para mí, el criterio principal es el respeto de los derechos humanos. La búsqueda de la eficacia no se puede desentender del respeto de determinadas normas imperativas del Derecho internacional.
Otro problema que se desprende de las sanciones, que se mantiene, desde el punto de vista del funcionamiento del propio Consejo de Seguridad, es la cuestión del llamado “veto inverso”. Ese “veto inverso” está impidiendo la modificación del sistema. La negativa de Estados Unidos y el Reino Unido a ampliar las resoluciones o a adoptar una resolución que establezca un sistema distinto de sanciones o que las levante.
Un tercer problema es el funcionamiento del Comité de Sanciones, que se ocupa de asegurar el respeto de la resolución 661. En este comité hay cosas negativas que debemos señalar aquí. Por ejemplo, la falta de transparencia con la que funciona, la lentitud que caracteriza a la toma de sus decisiones y, sobre todo, cómo se proyectan en él las divergencias entre los Estados miembros del Consejo de Seguridad, lo cual lleva en ocasiones a un bloqueo en el seno de este comité o a la adopción de medidas que perjudican claramente a la población civil. Por ejemplo, en las interpretaciones tan estrictas que se hacen de lo que son los bienes llamados de “doble uso”, que les lleva incluso a considerar como un bien prohibido que no se puede vender a Irak los lápices para las escuelas, porque tienen grafito; la mina del lápiz podría ser de “doble uso”.
En el caso de Irak, estamos seguramente en el traspaso del límite entre lo que son sanciones para asegurar el cumplimiento del Derecho internacional, de lo que son ya medidas claramente punitivas contra un Estado.
También hay que señalar, por último, respecto a esta cuestión, que los problemas que se desprenden de las sanciones a Irak, y las denuncias que se vienen haciendo de esa situación real tan terrible en la que se encuentra la población civil de Irak, han dado lugar, en otros casos, a la adopción de otro tipo de sanciones por parte del Consejo de Seguridad. Me refiero a las llamadas sanciones inteligentes. Sanciones con objetivos muy concretos contra los dirigentes que se consideran culpables de la situación; sanciones con plazo, etc.
Sin embargo, las sanciones inteligentes, a pesar de que todo el mundo reconoce –y el propio Consejo de Seguridad también– que ha cambiado su línea en materia de sanciones y se ha orientado hacia ellas, de que son mejores y evitan estos problemas, no se quieren aplicar en el caso de Irak.


Otros dos casos más

Hasta aquí he intentado esbozar rápidamente los antecedentes del caso de Irak y los problemas que se desprenden de ellos. Pero quiero hacer también una reflexión general sobre la deriva del sistema de acción colectiva en la comunidad internacional. Deriva que puede verse primero en el caso de Irak, pero luego hay otros dos casos más.
El segundo es el asunto de Kosovo. En el asunto de Kosovo se produjo el desenganche respecto del sistema previsto en la Carta. Se produjo, como todo el mundo sabe, una actuación por parte de la OTAN fuera del Tratado, fuera de zona. Y aquí, en el caso de Kosovo, reapareció una vez más la bula de las autorizaciones implícitas para el uso de la fuerza. Autorización implícita que, pretendidamente, se basaba, en aquel caso, en la ausencia de condena del supuesto, con unos Estados planeando una resolución en el Consejo de Seguridad para condenar la intervención, y sin lograrlo, amenazados por el veto de los otros.
Pero, claro, si aplicáramos este criterio de que basta con la ausencia de condena, ¿eso significa que muchos otros casos que tampoco fueron condenados, por razones diversas, y en los que también hubo uso de la fuerza en contra de la Carta, también serían legítimos? Eso parece un auténtico disparate.
Y la autorización implícita se quiere apoyar también en la resolución 1244, mediante la cual el Consejo de Seguridad se tragó el sapo, como saben, del ninguneo a que había sido sometido previamente como consecuencia de la intervención de la OTAN, y con la que, más o menos, una vez pasada la intervención, asumió determinadas operaciones para desarrollar allí lo que se llamó la presencia internacional.
Eso tampoco es una razón para el uso de la fuerza, no es un argumento que se pueda utilizar. Hay que recordar que en la sesión donde se aprobó la resolución 1244, varios Estados miembros del Consejo aprovecharon para quejarse de la intervención y para condenarla.
Junto a Irak y junto a Kosovo, el tercer caso es el de Afganistán. La tercera deriva que quiero señalar.
Las resoluciones 1368 y 1373 incluyen en sus preámbulos una referencia al derecho inmanente de legítima defensa. Y en este asunto, además, es cierto que los demás Estados no reaccionaron frente a la intervención armada en Afganistán. Esta falta de reacción seguramente se debió al choque emocional que en todos produjo el 11 de septiembre.
Pero, en todo caso, ya sea por choque emocional o por razones psicológicas, el caso de Afganistán definitivamente nos ha llevado, en mi opinión, al unilateralismo consentido. Y en general, esta deriva que estoy señalando nos ha traído al momento presente.

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(1) Artículo 96: «Los tratados internacionales [...] formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional».
(2) El capítulo VII está referido a la acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamiento de la paz o actos de agresión (artículos 39 a 51).
(3) En los artículos 42 a 51 se especifican los medios para aplicar el uso de la fuerza armada una vez autorizada por el Consejo de Seguridad.