Andrés Laguna
De Londres a Sharm el Sheij
(Página Abierta, 162, septiembre de 2005)

Este verano, el 7 de julio, la población de Londres ha sufrido el horror de unos atentados de características similares a los de Madrid del 11 de marzo del pasado año: 60 personas murieron y varios centenares quedaron heridas. En esos momentos se acababa de anunciar la victoria londinense de su candidatura para la celebración de los Juegos Olímpicos y se reunía en tierras británicas, con Blair de estrella, la cumbre del G-8. Días después, el 21, un nuevo intento quedó frustrado.
Lejos de allí, en Sharm el Sheij (Egipto), otro atentado aún más sangriento se producía a finales de este mismo mes de julio.
En los atentados de Londres, junto a las similitudes –la población como objetivo de los terroristas, los lugares escogidos para hacer estallar los explosivos, la supuesta reivindicación de origen islamista, la relación de la acción con la implicación en la invasión de Irak–, han aparecido elementos nuevos que muestran una mayor complejidad para el análisis de la causa y origen de este terrorismo, y de su desarrollo.
Los medios de comunicación han llenado sus espacios y tiempo con múltiples opiniones sobre ello. Aquí intentaremos resumir algunos puntos de vista con los que se aborda lo sucedido y la perspectiva abierta, ahora más patente y pública, aunque ya presente desde hace algún tiempo: una nueva, y grave, inseguridad para las poblaciones europeas.
¿Quién nos ha atacado? ¿Por qué de esta forma? ¿Por qué esta amenaza permanente?
Las reivindicaciones, las investigaciones policiales y de los investigadores específicos apuntan una autoría: grupos islamistas radicales. Pero a partir de ahí resulta más difícil afinar para rellenar todos los interrogantes.
De ser cierta esa autoría en los últimos atentados, parecería que Al Qaeda pasa de ser una organización a ser una marca usada para el atentado. Eso ha llevado a acuñar un nuevo término: terrorismo de franquicia. Es decir, grupos, como el de los supuestos autores de los atentados de Londres, nacidos o integrados en el país, que preparan y ejecutan su acción por sí mismos, sin conexión con un centro terrorista, salvo la de sumarse a un mensaje general trasmitido virtualmente y al sello de Bin Laden.            
En la versión de la policía –a la que parece sumarse todo el mundo sin ningún pero, a pesar de lo emborronado de la información trasmitida y de sus lagunas–, los presuntos autores de los atentados en los transportes públicos londinenses eran unos jóvenes nacidos y criados en el Reino Unido –tres de ellos descendientes, en la segunda generación, de inmigrantes paquistaníes– que decidieron inmolarse en su acción (1).
Las investigaciones sobre algunos de ellos no permiten conocer más conexión internacional que la de sus viajes a Pakistán y sus contactos con miembros de algunas organizaciones paquistaníes (2) y con determinadas escuelas coránicas (madrasas), en donde pudieron quedar imbuidos –se dice– de un mensaje islámico mesiánico y fanático.
Los datos suministrados sobre la acción fallida posterior, la del 21 de julio, servirían para avalar esa interpretación de la red terrorista en Europa. No se trata ya, al parecer, de “células” exportadas, sino de grupos que nacen en el seno de comunidades musulmanas ya instaladas o de reciente inmigración, que técnica y económicamente pueden llegar a ser autónomos: “Internet permite adquirir los conocimientos en explosivos necesarios para determinados atentados”  (el uso de la telefonía móvil requiere sin duda más preparación). La red, se afirma, es un vehículo también perfecto para la formación ideológica. Para el reclutamiento concreto se necesita otra cosa: el contacto directo, y en Gran Bretaña, como en otros países europeos, los medios religioso-culturales se han ido desarrollando con el crecimiento de la inmigración y la transformación de las sociedades de acogida en multiétnicas y multiculturales, en las que, eso sí, la desigualdad social también tiene que ver con esa procedencia étnico-cultural.
«Según el profesor Marc Sageman, de la Universidad de Pensilvania, se trata “de pequeños grupos de inmigrantes musulmanes en Occidente, que establecen una estrecha amistad y que, tras radicalizarse, buscan unirse a la guerra santa”. Antes o después, estos grupos, o bien consiguen contactar con algún miembro de Al Qaeda, o bien es un miembro de la red el que contacta con ellos proponiéndoles un objetivo o dándoles apoyo logístico. El resultado son grupos extremadamente autónomos. Éste es el patrón de los atentados de Madrid y Casablanca, donde los grupos que perpetraron los ataques sólo tenían una relación tangencial con la red de Bin Laden» (Antonio Barquero, El Periódico, 8 de julio).
Muchos analistas insisten en que la organización Al Qaeda como tal ha sufrido una merma considerable en sus miembros, en sus capacidades para actuar y en su financiación; sin embargo, están logrando «inspirar a jóvenes musulmanes airados para que cometan atentados terroristas con el sello de la organización» (Iann Bremmer, presidente del Grupo Euroasia, El País, 9 de julio de 2005). 

Ideología y estrategia

A la hora de calificar a los autores de estos atentados o de explicar qué les lleva a realizarlos, no parece que ayudan mucho respuestas simples, intencionadamente o no manipuladoras, como las que a veces se trasmiten: “Son unos locos”. “Estos actos de terror carecen de sentido”. “Odian nuestro estilo de vida”. “Odian nuestro sistema socio-político”. “Tenemos que defendernos de los enemigos de la libertad”. “Nos atacan por lo que somos, no por lo que hacemos”... Pues, como casi todo en la vida, algo de verdad podemos encontrar en estas aseveraciones. Pero poco o muy insuficiente.
Si se miran en detalle los atentados de Madrid y Londres, podemos adelantar una suposición bastante verosímil: podría tratarse de un castigo, una venganza, una estrategia de terror para un cambio en la política occidental hacia el Oriente musulmán. Y lo mismo se puede decir de los atentados en países árabes considerados aliados de las grandes potencias occidentales.
Existe sin duda una forma de pensar y una determinación para la acción elaborada, en la que no parece fácil delimitar siempre qué pesa más, si lo político o lo religioso. Por eso, es necesario advertir las diferencias que existen entre tan diferentes grupos que pueden operar en el mundo con un sustrato común y unas acciones similares. Y dentro de eso, conviene tener en cuenta que habrá factores particulares que llevan a cada individuo a abrazar esa “causa” y a reelaborar esa ideología y estrategia político-religiosa.
A la hora de contestar a la pregunta de qué les pudo llevar a los jóvenes paquistaníes a realizar esos actos criminales, podemos acudir a explicaciones posibles como las que señalaba el analista británico de temas de Oriente Próximo Patrick Seale: «Una posible explicación es que se sintieran marginados en la sociedad británica y quisieran castigarla por el sufrimiento que ellos padecían. Quizá se habían encontrado con prejuicios, racismo e islamofobia. O tal vez, atrapados entre su origen paquistaní y su britanidad adoptada, experimentaran un problema de identidad nacional.
»Otra posible explicación es que, al igual que muchos otros musulmanes –y no sólo musulmanes–, albergaran un sentimiento de odio hacia la ilegítima invasión y ocupación de Irak por parte de EE UU y Gran Bretaña» (El Periódico, 22 de julio de 2005) (3).
Y hablando más en general de los activistas de Al Qaeda, son muchos los especialistas, como, por ejemplo, Manuel Castells o Gilles Kepel, que explican este tipo de atentados como la puesta en marcha de una acción ejemplar, un escarmiento al país castigado y una demostración de poder musulmán.
En la estrategia de estos grupos podría estar algo tan viejo como la pretensión de entusiasmar a las “masas” –de las que el grupo se autoproclama vanguardia– por los golpes que sufren también los países ricos occidentales.
Como señala Gilles Kepel, «intentan presentarse como la única fuerza real capaz de enfrentarse al orden mundial mediante la violencia... [Los atentados sirven] para atraer a un pequeño núcleo de simpatizantes, personas de origen musulmán o jóvenes occidentales convertidos por las circunstancias a lo que les parece la única ideología de resistencia por la fuerza ante la hegemonía estadounidense» (El País, 8 de julio de 2005). 
Parecida conclusión saca Antoni Segura: «El discurso identitario de base confesional ha dado paso a las referencias antisistema y de enfrentamiento global contra el mundo occidental» (Antoni Segura, El Periódico, 8 de julio de 2005).
¿Y cuánto caldo de cultivo se puede sacar del sentimiento de humillación? Del que se ha generado en un siglo y del que se sigue generando ahora. Puede que bastante más que de la pobreza.
Nada tiene de extraño que existan sentimientos colectivos de afirmación de una identidad musulmana expoleados por una conciencia o sensación de ser considerados desde la cultura occidental inferiores, de estar desfasados, fuera de este tiempo. Una suerte de humillación que puede cultivar un rencor ciego a las barreras morales y al análisis más preciso de las responsabilidades y de los medios mejores para salir del conflicto creado.
Precisamente, otra mentalidad desarrollada ha podido ser la de que los males vividos son todos achacables a esa cultura occidental y a las fuerzas políticas y económicas  que dominan el mundo y desestructuran el propio. Y hay, sin duda, numerosos agravios, suficientes “pecados” de quienes representan lo occidental –y de sus sociedades, que asisten impasibles a ellos o les sirven de provecho– como para que así sea. Sin embargo, los “pecados” de Oriente, los de los dirigentes propios, se colocan más en el ángulo de la traición, por haberse inclinado ante el poder occidental, más allá de ser considerados como tiranos. Sin duda, los pueblos se acostumbran a no tener responsabilidad en lo que les pasa.
Parafraseando a Emilio Lledó, vivimos momentos históricos en los que es ya una constante que la ignorancia y el miedo de los mundos diferentes en contacto hagan que estalle la violencia. Pero dar el salto a la acción terrorista precisa de algo más. Hace falta romper muchas barreras morales que impone, por ejemplo, el islam o una moral común presente en muchas culturas. La maza será una mezcla de ceguera por el resplandor del bien superior –la “causa”– y de despersonalización o deshumanización de las víctimas.

Vivir en libertad la inseguridad

Comentemos dos cuestiones más que han surgido, como también es habitual, tras los atentados de Londres. A una apenas si se le ha dado espacio en los medios. Me refiero a la reacción xenófoba e islamofóbica producida. La otra, que sí ha tenido más eco y debate, es la relación entre seguridad y restricción de las libertades y los cambios legislativos que intenta promover Blair, más duros aún que los ya implantados tras el 11-S, en particular los referidos a la política de inmigración y al derecho de asilo pretendiendo que el Ejecutivo pueda evitar, “en la prevención y lucha contra el terrorismo”, el control judicial. 
Sobre lo primero, se sabe que ha habido ataques a población inmigrante o musulmana en los que ha resultado muerta una persona. Según la policía, en las semanas posteriores al 7 de julio se registraron cerca de trescientas denuncias (frente a las cuarenta del pasado año en las mismas fechas). La población musulmana, sobre todo paquistaní u originaria de Blangladesh, ha manifestado su miedo a las represalias de grupos incontrolados. Seguramente, ese clima, junto con las órdenes trasmitidas, haya ayudado al crimen de la policía cometido en la persona del brasileño Menezes.
Y en relación con lo segundo, la búsqueda de la necesaria seguridad, también un apunte breve y parcial.
Cada vez que surge un atentado, se desarrolla un debate sobre lo que se da en llamar dilema entre seguridad y libertad. La respuesta habitual olvida que la restricción de la libertad corre el riesgo de crear inseguridad, de otro tipo no menos indeseable que el que se quiere eliminar.
Todo el mundo coincide en que la seguridad no puede ser absoluta y que hay que vivir con esa realidad. Entonces, debemos elegir qué grado de vida en libertad no estamos dispuestos a perder por los peligros existentes. Lo malo de esto es que la conciencia social suele, por el miedo, inclinarse más a aceptar casi lo que sea; claro está, hasta el momento en el que individualmente toca sufrir las consecuencias de esa pérdida.
Nos encontramos de nuevo en medio de dos sistemas de fuerzas: por un lado, las de la ignorancia y la respuesta agresiva al miedo, y por el otro, las de seguridad del Estado, a las que hemos dejado el control de la libertad.
Otro peligro de la pérdida de derechos que ya se ha trasmutado en situación real es el convertir la presunción de inocencia en presunción de culpabilidad (en palabras de Javier Pérez Royo) y tener como norma habitual la falta de garantías de los sospechosos de terrorismo, o de estar relacionados con él. En estas situaciones de alarma social nadie se atreve tan siquiera a llamar la atención sobre las redadas, las detenciones masivas, las condiciones de los interrogatorios. Poco se ha hablado aquí en España de la preocupación y denuncias de Amnistía Internacional, por ejemplo, sobre algunas de las personas detenidas  en relación con el 11-M.
La ingenuidad no sirve, pero ante la necesaria policía, ante la obligada puesta en juego de amplias medidas para la investigación que deben acompañar a la protección de la población, hay que poner sobre la mesa el problema de la formación y el control de estas fuerzas respecto a algo más que la preparación técnica, sicológica, de sagacidad, de fuerza física. Si les compete una responsabilidad tan grande y se les da tantos medios de poder a su alcance, ¿cuál es el perfil que se les exige, qué tipo de formación reciben, de qué ideología se nutren, qué medios se ponen al alcance de la justicia y los poderes de representación públicos para el control de lo que hacen, cómo pueden defenderse los ciudadanos de los abusos que pueden cometer estas fuerzas de seguridad? Hay demasiadas experiencias, y ahora se han sumado las de Londres o Roquetas, que hacen dudar sobre esos cuerpos cerrados que habitualmente se protegen a sí mismos de los desmanes de sus miembros.
Pero dejemos esto y recordemos con dolor y solidaridad hacia las víctimas la barbarie de los atentados asesinos que siembran la muerte y el terror sobre la población inocente.

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(1) Se ha especulado con otra interpretación: que murieran en la explosión por accidente o engaño. Hasta ahora, por lo que nos trasmiten los medios, todo muy confuso.
(2) «Shehzad Tanweer, uno de los autores de esos atentados, se reunió en el 2003 con Osama Nazer, del grupo Jaish e Mohamed (El Ejército de Mahoma)... uno de los grupos paquistaníes más violentos, acusados de atentados antioccidentales. Además..., Tanweer contactó con Lashkar e Toiba (El Ejército de los Puros)» [Antonio Barquero, El Periódico de Catalunya, 16 de julio de 2005].
(3) «“El Reino Unido está expuesto a un riesgo mayor de sufrir un ataque por ser el más íntimo aliado de Estados Unidos”, señala el informe que divulgó ayer Chatham House, el prestigioso Instituto Real de Asuntos Internacionales... La guerra de Irak “ha dado un empujón a la propaganda, el reclutamiento y la recaudación de fondos de la red de Al Qaeda”, proporcionando a los terroristas “un objetivo y un territorio de adiestramiento”» (Begoña Arce, El Periódico, 13 de julio de 2005).


La comunidad paquistaní

Se calcula que unas 750.000 personas –el 1,25% del total de la población británica– son de origen paquistaní. Esta comunidad es en su casi totalidad musulmana y representa el 43% de los habitantes musulmanes de Gran Bretaña. Esta población fue llegando a las Islas desde la partición de la India y la formación de Pakistán en grandes olas de inmigrantes, entre finales de los cuarenta y mediados de los sesenta del siglo pasado. Hoy día, de cada tres miembros de esta comunidad, dos han nacido en el Reino Unido.
En un comienzo se concentró en las ciudades industriales del norte (Manchester, Birmingham, Leeds...) y ocupó aquellas barriadas antes habitadas por otros inmigrantes de origen italiano, irlandés o polaco. Después se ha ido dispersando por todo el territorio británico, diversificando su actividad y formando parte de otros estamentos sociales. A pesar de ello, las comunidades originarias de Pakistán y Bangladesh aparecen en la escala social como las más desfavorecidas, en educación, salud, trabajo, etc. 
A esto último se suman dos problemas más: el conflicto generacional en su seno y las tendencias de buena parte de la comunidad musulmana a vivir separada del resto de la ciudadanía británica. Sin embargo, ninguno de los predicadores islamistas radicales es descendiente de las familias paquistaníes asentadas en Gran Bretaña desde hace ya medio siglo. [Fuente: Jean-Pierre Langellier, Le Monde, 15 de julio de 2005].