Antonio Antón
Pensiones: otra reforma antisocial
(11 de enero de 2011).

            El Gobierno socialista se ratifica en una reforma antisocial del sistema de pensiones (*). Pretende aprobar el día 28 de enero de 2011 un proyecto de Ley para, con las enmiendas mayoritarias aceptadas en el trámite parlamentario durante los próximos meses, someterlo a aprobación como Ley por el Congreso de Diputados y el Senado. Su contenido es continuidad del plan impopular que decidió el pasado 29 de enero de 2010 y remitió a las instituciones europeas y a la Comisión parlamentaria del Pacto de Toledo que ya ha aprobado sus recomendaciones este 29 de diciembre con el rechazo de la oposición de izquierdas.

            Las medidas más relevantes del plan gubernamental, confirmadas como ejes de su reforma, son dos: alargar la edad legal y obligatoria de jubilación desde los 65 hasta los 67 años (que no cuenta con el apoyo del resto de grupos políticos y no ha podido ser incluida en las recomendaciones del Pacto de Toledo); ampliar el tiempo de cómputo para el cálculo de la pensión –de 15 a 25 años- (que tiene el aval del PP y las derechas nacionalistas).

            Se han abierto conversaciones entre Gobierno y sindicatos. Estos han manifestado su disponibilidad negociadora para llegar a un acuerdo en materia de pensiones que excluya ese alargamiento de la edad de jubilación hasta los 67 años, junto con un pacto más amplio que incorporase cambios en la aplicación de la reforma laboral y criterios compartidos para la reforma de la negociación colectiva y la protección social. Es importante la apuesta de ambas partes por un acuerdo y, en caso de que no se alcance, minimizar la dimensión del desacuerdo, evitar otra huelga general y encauzar un conflicto social de perfil bajo. Pero aunque Zapatero ha anunciado una aplicación ‘flexible’ de la medida más agresiva de la prolongación de la edad legal de jubilación, la mantiene como referencia fundamental, con ‘excepciones’; igualmente se reafirma en su política de austeridad del gasto público y de reformas ‘estructurales’, incluida la de la negociación colectiva en la que comparte más las posiciones empresariales de restringir la capacidad contractual de los sindicatos.

            Los posibles cambios o rectificaciones en el nuevo proyecto de ley y su discusión parlamentaria están sometidos a diversas variables, entre ellas, por un lado, la opinión ciudadana y la acción sindical, y, por otro lado, las presiones empresariales, financieras e internacionales. Quizá se produzcan diversas expectativas y vaivenes hasta la aprobación definitiva de la ley, probablemente a mitad del año 2011 –si se produce y no se aplaza a la siguiente legislatura o se convocan elecciones generales anticipadas-. Es el periodo de la iniciativa sindical y la influencia ciudadana que, de mantenerse el grueso de las medidas injustas socialmente e innecesarias económicamente, deberían ser amplias, contundentes y persistentes hasta que se retiren definitivamente.

El incremento de la edad obligatoria de jubilación de 65 a 67 años es regresivo

            La decisión del Gobierno más relevante sobre la reforma del sistema de pensiones es alargar dos años la edad obligatoria de jubilación: “La edad legal u ordinaria de jubilación debe desplazarse desde los 65 a los 67 años”. Esta medida, además de incrementar la penalidad para la mayoría, al prorrogar su vida laboral, supone un reducción en torno a un 10% del importe percibido en pensiones en el conjunto de la vida de los nuevos pensionistas (de veinte anualidades se cobrarían dieciocho).

            Esa opción, socialmente, es especialmente regresiva, ya que afecta más a las clases populares, particularmente a capas con empleo manual y poco cualificado, porque la esperanza de vida tiene un sesgo de clase social. Las capas medias (y todavía más las altas) viven entre dos y cuatro años más respecto de las clases trabajadoras estables y precarias, respectivamente. La diferencia de la esperanza de vida de las capas altas (propietarias, directivas y profesionales superiores) respecto de las capas bajas (trabajo manual poco cualificado) es de diez años, superior –en un 43%- a la media europea que es de siete años. Ello significa que la esperanza de vida a los 65 años de las primeras es de 25 años (hasta los 90 años) y la de los últimas es de 15 años (hasta los 80 años); es decir, los segmentos altos cobran su pensión durante un 67% más de tiempo que los segmentos bajos. Pero, además de morir antes y, por tanto, cobrar menos años la pensión, la prolongación de esos dos años de la edad de jubilación incrementa las desigualdades, en cinco puntos porcentuales, entre el sector laboral más bajo, que sale más perjudicado, y el más alto. Así, esa media de la reducción en torno al 10% del importe total de la pensión a percibir en toda la vida corresponde al conjunto de pensionistas y, aproximadamente, a los de las clases trabajadoras semi-cualificadas (algo por encima de ese porcentaje) y las clases medias (algo por debajo). Sin embargo, para las capas altas supondría un recorte medio de un 8% y para las capas bajas de un 13% (un 62% más). Una diferencia significativa que, lejos de la apariencia de una medida universal de recorte igual para todos, refleja su carácter particularmente regresivo, en perjuicio de las capas bajas de la población. Además, la continuidad en el empleo durante esos dos años adicionales es especialmente gravosa para ellas, al igual que la continuidad en el paro –con prestaciones o subsidios de desempleo inferiores y disminución de las bases reguladoras-, mientras para las élites cualificadas el impacto negativo es menor –e incluso positivo-, ya que podrían seguir utilizando sus capacidades intelectuales, con una mayor remuneración y satisfacción laboral, y mayores prestaciones por los incentivos adicionales.

            Ese aplazamiento de la edad de jubilación también choca con la situación que sugiere la edad real de jubilación. En el mayoritario Régimen General, correspondiente al asalariado, la edad media de jubilación todavía es de 63,27 años, aunque la tendencia es a su aumento, al ir desapareciendo la posibilidad de una parte de jubilaciones anticipadas. La mayoría (53,65%) todavía se jubila anticipadamente frente al resto (46,35%) que lo hace a los 65 o más años, siendo este último caso de prorrogarla más allá de los 65 años, y a pesar de los incentivos aprobados, muy minoritario. En el total de regímenes, se jubilan menos de 65 años, el 40,3%, y de 65 o más años, el 59,7% restante (Fuente: Seguridad Social – Estadísticas – 2010). Por consiguiente, más de la mitad de esos jubilados sufren una penalización que ya reduce el importe de su pensión. Y si se añade la penalización por no conseguir el total de 35 años de cotización, el total de penalizados llega a dos tercios, aunque también está estratificada. En consecuencia, sólo un tercio se jubila con el total de su media de la base reguladora –que normalmente llega al 90% de sus últimos salarios-, sin penalización adicional.

            Pero, además, incrementar esa edad real de jubilación, o sea, eliminar las jubilaciones anticipadas no supone reducir el costo para el sistema de pensiones, ya que el gasto por el aumento de años del cobro de la pensión queda neutralizado por el importe menor de la pensión, derivado de la mayor penalización. Esta orientación de ‘desincentivar’ la jubilación anticipada o parcial tiende a incrementar las penalizaciones.

            No obstante, el principal obstáculo para su aplicación se encuentra en la situación actual del mercado de trabajo. En los mayores de 54 años, se reduce drásticamente –más de 50 puntos- la tasa de ocupación desde el 70,1% hasta el 18,6%. El aplazamiento de la edad obligatoria de jubilación no es operativo para ese bloque, y la mayoría seguirían cobrando el subsidio de desempleo, normalmente, inferior a la pensión de jubilación en un proceso de mayor empobrecimiento. Por tanto, ese aumento legal de la participación en el empleo hasta los 67 años solamente sería practicable para esa minoría del 19% y, como se ha dicho antes, más de la mitad se jubila antes de los 65 años. Además, su parte más sustantiva todavía es la capa de trabajadores manuales, semicualificados y poco cualificados, de los cuales un sector no menor padece dificultades de salud y por el sobreesfuerzo físico para proseguir en su trabajo penoso. En ese sentido, la jubilación parcial y la anticipada, frente a la tendencia a frenarlas y penalizarlas, deberían ampliarse todavía más, particularmente, en algunos sectores –por ejemplo, construcción-.

            Aquí es cuando la propuesta del Gobierno contempla otra opción, no divulgada en los medios de comunicación pero con una probable aplicación y un impacto mayores que la minoritaria prolongación en el empleo de esos dos años adicionales. Se trata de mantener la posibilidad de jubilarse a la edad de 65 (o 66) años, pero como jubilación ‘anticipada’, con la correspondiente penalización. O sea, una persona se podría seguir jubilando a esa edad, pero disminuyendo el importe de su pensión en un porcentaje sin definir por el Gobierno.

            La consecuencia real del aplazamiento legal hasta los 67 años de la edad obligatoria de jubilación no sería imponer a la mayoría la continuidad real de otros dos años de empleo (funcional sólo para esa minoría de élite profesional). El efecto principal consistiría en reducir la pensión de los que siguieran jubilándose a los 65 años -que ahora no se ven penalizados al hacerlo en esa edad- y también a los que lo hicieran, como ahora, anticipadamente antes de los 65 años –a los que se les incrementaría la penalización-, así como la mayoritaria permanencia en el paro de dos años más, con la correspondiente rebaja de las bases reguladoras. La nueva penalización, de aplicarse el mismo baremo actual, podría ser de hasta ocho puntos por año –desde seis puntos en despedidos con cuarenta años de cotización-, más el recorte derivado de esa disminución de las cotizaciones durante esos dos últimos años. Es decir, cuando se aplique totalmente la reforma, en el año 2024, solo esta medida podría suponer una reducción del 16% de las pensiones de la gran mayoría que no aguantase en el empleo hasta los 67 años, adicional a las actuales penalizaciones.

            Por otro lado, la tasa de empleo de los menores de 25 años es muy baja (29%) y la tasa de paro muy alta (40%); la tarea de incorporar a la vida laboral en condiciones dignas a esa gran mayoría de jóvenes que lo demandan, es fundamental. Forzar la continuidad laboral de los mayores dificultaría esa orientación de estimular la conveniente inserción profesional de los jóvenes en un puesto de trabajo más cualificado, seguro y mejor remunerado.

            Con esta medida se pretende trasladar a los actuales cotizantes el riesgo demográfico previsto hasta el año 2030: la esperanza de vida a los 65 años, actualmente unos 20 años, pasaría a 22 años, con un incremento del 10% (12% hasta el año 2040). Así, se reducen los derechos y el total percibido por los pensionistas, y se libera al Estado y al sistema económico e impositivo de su responsabilidad de garantizar unas pensiones públicas dignas.

            En definitiva, el Gobierno abre varias opciones prácticas, igualmente rechazables. La primera sería continuar trabajando dos años más, hasta los 67; supone esa reducción global media del 10% del total a percibir en el resto de su vida por la pensión. Además, para la mayoría de ocupados a esa edad, muchos con más de 35 años de cotización a sus espaldas y sin que se les incentive por esos años adicionales, se les requiere un mayor esfuerzo a realizar junto con una menor calidad de su vida. La segunda opción, para la gran parte que no pueda o no quiera prolongar su vida laboral y se jubilase efectivamente a los 65 años (o antes), la disminución adicional de su pensión podría alcanzar, al menos, el 16%. Para toda la parte mayoritaria que ha tenido que dejar el empleo antes de los 65 años y está en paro –con el subsidio no contributivo- desde los 54 años, la opción que se consolidaría es una prestación o una pensión mínima para el resto de su vida, situación especialmente generalizada entre las mujeres.

Ampliar la base de cómputo rebaja la pensión media

            La ampliación del tiempo para calcular la base de cómputo de la pensión desde los 15 años actuales hasta los 25 supone una rebaja global de la pensión media a percibir en torno a un 5%. No obstante, su impacto no es homogéneo y afecta desigualmente a diferentes segmentos, e incluso puede beneficiar a una pequeña minoría. Es una propuesta gubernamental para la reforma del sistema de pensiones que pasaría por la edad intermedia de los 20 años y con la vocación de incrementarla a toda la vida laboral. Esta medida impulsada por el PSOE tiene el apoyo del PP y las derechas nacionalistas (CIU, PNV y CC). Por tanto, cuenta con una amplia mayoría en la comisión parlamentaria del Pacto de Toledo que ha aprobado el conjunto de sus recomendaciones con el rechazo de la oposición de izquierdas (IU-ICV, ERC y BNG). Se añade a la principal medida, más agresiva, de la prolongación de la edad legal de jubilación a los 67 años que ha suscitado un amplio clamor social en contra, solo es apoyada ahora por el partido socialista y no cuenta con el aval del resto de grupos políticos. Todo ello exige un análisis riguroso de sus distintos efectos y su significado sociopolítico.

            Considerando el salario medio como indicativo de la base de cotización a la Seguridad Social que constituye la base reguladora para calcular la pensión, tenemos los hechos siguientes. Considerando los últimos 15 años –de 45 a 59 años- la media salarial es de 24.354 euros, y pasando a 25 años –de 35 a 59 años- sería de 23.232 euros. La ampliación del cómputo en esos diez años produciría una reducción para el conjunto de las pensiones en torno al 5% (4,83%). En el caso de ampliar la ‘contributividad’ a toda la vida laboral, con la media salarial de 20.390 euros, la reducción sería del 16,3%. La ampliación de esa base de cálculo hasta los 20 años, según fuentes gubernamentales –utilizando datos de cotizaciones reales, no disponibles públicamente- su impacto reductor medio es un 3,6%. En este caso, siguiendo con los datos aquí expuestos de la estructura salarial la reducción total no llegaría al 3%, pero se acercaría al 5% para el 70% de asalariados que salen perjudicados.

            Las carreras laborales –con las cotizaciones sociales correspondientes- son diversas. Dejando aparte a los autónomos –es razonable evitar su ‘compra’ de pensiones y ampliar su base de cómputo a 20 años, ya aprobada en los Presupuestos Generales del año 2011-, se pueden definir tres bloques fundamentales en la población asalariada. Una parte significativa de las personas ocupadas a partir de los 54 años pasan al paro y sus ingresos y cotizaciones se reducen considerablemente. Aumentar la pensión de los parados mayores, muy necesario y equitativo, es fácil: calcular su base reguladora sobre sus últimos años de ocupado –o a libre elección-, sin verse perjudicado por los ingresos inferiores de su periodo de desempleo. Pero esa opción está descartada abiertamente en el plan gubernamental. Con ese aumento del tiempo de cómputo, podría beneficiarse hasta un 10% de personas con las carreras laborales precarias en los últimos años de su vida laboral. La opción gubernamental, bajo el pretexto de mejorar (escasamente) la pensión de esos desempleados, lo que produce es esa reducción del 5% de la pensión media. Para un segundo bloque, en torno al 20%, esa ampliación puede ser neutral: capas acomodadas con ingresos superiores al límite máximo de 3.198 euros de base reguladora mensual en esos diez años ampliados. Por el contrario, para el tercer bloque del 70% restante –capas trabajadoras ocupadas-, al computar 25 años, la rebaja sería en torno al 7%, más perjudicial que ese 5% que es la media de reducción para el conjunto. Al margen quedan las personas asalariadas –menos del 2% en el Régimen General, mayoría mujeres- con solo 15 años de cotización, que suelen recibir la pensión mínima –muchas con complementos de mínimos- y que no se verían afectadas al no poder recortarles más su pensión.

            No obstante, en esta ocasión, es difícil colar un recurso ambivalente habitual de muchas ‘reformas’: adoptar una medida con la que, por un lado, se favorece a una pequeña parte –a veces vulnerable- y, por otro lado, se perjudica a la mayoría; aprobar una mejora parcial al mismo tiempo que un recorte sustancial. Ha sido evidente el objetivo gubernamental de reducir el gasto público previsto en pensiones. Su impacto perjudica a la mayoría, rebajando su futura pensión. Queda desacreditado el argumento tradicional del Pacto de Toledo de que la ampliación de la base de cómputo mejora la protección del sistema público.

            Uno de los criterios para definir el importe de las pensiones es la 'contributividad': relación entre lo aportado (cotizado) y la cantidad mensual de la pensión. Se busca una relación equitativa o proporcional entre lo contribuido y lo percibido. En un sistema público de reparto existen otros criterios fundamentales que limitan y se combinan con la estricta contributividad. Además de la solidaridad –intergeneracional y hacia las capas bajas-, el principal fundamento es la garantía de protección suficiente e indefinida hasta la muerte. Independientemente de lo aportado (con el mínimo de quince años, dos con posteridad a los 50 años) el sistema sufraga la pensión contributiva de por ‘vida’ –aspecto que beneficia más a las capas con empleo cualificado que viven más años-. Es una garantía de seguridad frente a la incertidumbre de la duración de la vejez. Por otro lado, respecto del criterio de contributividad, es preciso ajustar situaciones no equitativas de distinto signo. Pero en unos casos son privilegios a eliminar y en otros casos condiciones injustas a corregir.

            No obstante, el fondo de la posición de ‘ampliar la contributividad’, por la vía del incremento de los años de cotización para el cálculo de la base reguladora, lo que persigue es reducir el coste global de las pensiones, no mejorar su equidad o su intensidad protectora. Ese criterio, al igual que en anteriores reformas, se utiliza como pretexto para contener o recortar el gasto de las pensiones públicas. El sistema actual ya es suficientemente contributivo; hay que hacerlo más justo y más protector. El criterio de contributividad tiende a individualizar el riesgo, basar la protección en la propia autosuficiencia y debilitar la cultura de solidaridad y protección colectiva e institucional de los riesgos. La pensión contributiva (mensual) reproduce la desigualdad de la relación salarial (o contributiva) anterior. No se basa tanto en la ‘igualdad’ sino en la equidad –proporcionalidad- respecto de las cotizaciones realizadas. Pero el sistema actual de reparto tiene componentes de suficiencia y solidaridad que una contributividad estricta tiende a debilitar. El principal componente de la pensión de jubilación debe ser la garantía de protección pública e indefinida –durante el resto de la vida- en la vejez, aspecto que hay que reforzar para que sea suficiente.

            En el actual contexto de planes de austeridad del gasto público y de contención del gasto social en pensiones, el objetivo gubernamental de su recorte ha sido evidente. No ha podido convencer a la sociedad de que la ampliación de esa base de cómputo tiene solo las buenas intenciones solidarias con el sector desfavorecido de los parados mayores. El objetivo de ‘ampliar la contributividad’ no es la equidad sino la reducción de las pensiones.

            Además, está la experiencia de las anteriores reformas basadas, precisamente, en la ampliación del tiempo para el cómputo de la base reguladora: de dos a ocho años la del año 1985, y de ocho a quince años la del año 1996. Según la mayoría de analistas de distintas tendencias y sumadas ambas reformas, con esas ampliaciones del tiempo de cómputo, el recorte acumulado de las pensiones estaría entre el 15% y el 20%. El Ministerio de Trabajo en el año 2003 (gobernando el PP), reconocía que el Pacto de Toledo, hasta el año 2020, tenía un impacto reductor del gasto en pensiones, aunque según él era ‘limitado’ y no llegaba a un punto del PIB (exactamente el 0,68%); pero con esa misma estimación sobre un gasto de las pensiones del 9% del PIB, la conclusión es que sólo esa segunda reforma, del año 1996, significa una reducción del 7,5% del coste total de las pensiones públicas, es decir, un recorte medio significativo.

            Rebajar ahora –por tercera vez y sobre unas pensiones bajas- para evitar reducir después tiene menor poder de convicción. Ese sacrificio, si se llega a imponer, no permite mejorar las pensiones futuras sino que está ligado a otra dinámica: la disminución de la intensidad protectora pública junto al estímulo de los sistemas privados, la imposición de la precariedad y la austeridad a las capas populares, la ausencia de responsabilidad a los causantes de la crisis y la evidencia del proceso de reestructuración regresiva del Estado de bienestar.

            En esta ocasión, el recorte de la pensión media producido por esta ampliación de la base de cómputo es más evidente, y hasta lo reconoce el propio Gobierno. Admitir concesiones en este aspecto no asegura conseguir similares o mayores ventajas en otros. En la situación presente tampoco vale el argumento de escoger un mal menor (reducción del 5%) para evitar un mal mayor (67 años, con recorte entre el 10% y el 16%). No existe solo un problema de comunicación gubernamental; su voluntad de imponer las dos graves medidas y disminuir el gasto público social es clara. El argumento demográfico del mayor envejecimiento no es suficiente ni hace inevitable este recorte; la garantía de un sistema público con unas pensiones dignas, es una opción política y distributiva. En estos meses, en la justificación de su política socioeconómica ha prevalecido la supuesta función de apaciguar con ella la presión de los mercados financieros e instituciones internacionales, su exigencia de garantías del pago de la deuda pública –aunque en este caso la Seguridad Social tiene superávit-, el ‘disciplinamiento’ del gasto social. Los efectos son, por una parte, el deterioro de los derechos sociales y laborales, la rebaja de las pensiones públicas, y, por otra parte, el fortalecimiento del poder económico, la ampliación de una nueva oportunidad de negocio al sector financiero al estimular los fondos privados de pensiones.  La consecuencia: el retroceso en la ciudadanía social y laboral.

            La reforma actual de las pensiones está ligada a una gestión política antisocial que hace recaer los costes y efectos de la crisis en las capas trabajadoras y los sectores más vulnerables. Su orientación es una salida conservadora. Aunque exista una mayoría parlamentaria que avale este recorte de las pensiones públicas, es muy difícil un acuerdo de los sindicatos a esta involución antisocial, sin rectificaciones sustantivas. El diálogo social ha sido roto por el Gobierno (y la patronal), que impone su política regresiva y no ofrece margen para un acuerdo que exprese un cambio sustancial de ese tipo de medidas y permita mantener y mejorar los derechos sociolaborales. El conflicto social de fondo continúa para defenderlos y reequilibrar el poder contractual de las clases trabajadoras y el sindicalismo.

            Junto con la prolongación de la edad legal de jubilación a los 67 años, esta ampliación de la base de cómputo también rebaja la pensión media y reduce la protección social de la mayoría de trabajadores y trabajadoras. Es, por tanto, un motivo más para el rechazo sindical y ciudadano a esta reforma del sistema de pensiones, para exigir la rectificación de su política socioeconómica. La alternativa es la defensa de los derechos sociales, promover más empleo de calidad, fortalecer el Estado de bienestar, mejorar el sistema de protección social.

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(*) Un análisis en profundidad de esta reforma y de las tendencias de los sistemas de protección social se puede encontrar en el libro La reforma del sistema de pensiones, de diversos expertos, publicado recientemente por la editorial Talasa.