| Antonio Antón Reestructuración del Estado de bienestar
 De la introducción del libro de Antonio Antón Reestructuración del Estado de bienestar,  publicado por Talasa Ediciones (Madrid, 2009, 474 páginas, 30 euros).
             Los Estados de bienestar europeos están sometidos a  un proceso de reestructuración. Tras su consolidación en las tres décadas  “gloriosas” (1945-1975), desde los años ochenta se inicia una nueva época de la  reforma social. El problema principal hoy no es su desmantelamiento. No  obstante, tampoco se asiste a un proceso de consolidación y avance de los  mecanismos y servicios públicos que garanticen un mayor bienestar a la  población. La realidad es ambivalente y no una simple continuidad o statu  quo. Por un lado, se mantienen e incluso se amplían algunos derechos  sociales y permanece una amplia cobertura de ellos. Por otro lado, como  tendencia dominante, se reduce su intensidad protectora y se desarrolla una  mayor diferenciación interna.             Las políticas sociales están presididas por el  objetivo de contención del gasto social y público y, más en general, están  subordinadas a unas políticas económicas y fiscales de orientación  predominantemente liberal. Además, se están produciendo cambios institucionales  sustanciales que modifican el papel clave de los mecanismos públicos en la  provisión de la seguridad y el bienestar social, se privatizan una parte de  ellos y se amplía la vía del mercado y la responsabilidad individual en el  aseguramiento. Por tanto, existen dos dinámicas paralelas: disminución de la intensidad  protectora de los mecanismos públicos (con reducción del gasto social y público  por habitante respecto del PIB), y cambio institucional hacia una mayor  privatización y mercantilización, con una segmentación de la protección y los  mecanismos de bienestar social. Esa “racionalización”, con recorte y adaptación  de derechos sociales, supone la erosión de las bases sociales del Estado de  bienestar y de sus funciones clásicas de seguridad colectiva, solidaridad  institucional y redistribución.              El devenir de los Estados de bienestar europeos está  sujeto a conflictos sociales y políticos. Las fuerzas que pugnan por esa  orientación de “recorte” del Estado de bienestar son poderosas. No obstante,  los altos niveles de legitimidad existentes en la sociedad para mantener esas  funciones fundamentales y la persistencia de graves problemas y riesgos  colectivos frenan las medidas y ajustes más duros o regresivos. El resultado,  en un equilibrio siempre inestable, produce un proceso lento, sinuoso y con  altibajos de reestructuración y cambio de los diferentes mecanismos, funciones  y prestaciones sociales. No es una crisis inevitable que cuestione la  supervivencia del Estado de bienestar y aboque a su desaparición. Aunque sí se  puede hablar de crisis en el sentido que supone una transformación cualitativa  de su carácter y sus funciones básicas.             Existe un fuerte consenso en las élites políticas y  económicas sobre la necesidad de su “racionalización”, con una tendencia de  menor esfuerzo distributivo del Estado (gasto social y gasto público por  habitante en porcentaje respecto del PIB) y menos igualitario. Ello no obsta  para que se mantenga una relativa universalidad de los derechos sociales,  reafirmada como derechos de mínimos, e incluso se mejoren algunos dispositivos  y prestaciones –por ejemplo, la igualdad de género, el apoyo a la dependencia,  algunas pensiones mínimas o rentas básicas contra la exclusión social y la  salud laboral–. Al mismo tiempo, se produce una diferenciación en las formas de  protección social y el sistema educativo, relacionada con similares tendencias  en otros ámbitos, como la segmentación del mercado de trabajo, el cambio  institucional entre lo público y lo privado y las reformas fiscales regresivas.              La tendencia dominante camina hacia la disminución  de la intensidad protectora y de seguridad que proporcionaban las instituciones  públicas para el conjunto de la sociedad. Las viejas y nuevas necesidades  sociales tienen una menor cobertura pública, el Estado no se responsabiliza de  ofrecer las mismas o mejores garantías a la población, y una parte de las  nuevas demandas las devuelve a la propia sociedad, que tiene que hacer frente a  ellas, con sus recursos desiguales, a través del mercado, la familia o el  tercer sector. El sistema de solidaridad y seguridad social institucionalizadas  se deteriora, y se traslada la responsabilidad a los individuos, lo que se  justifica con el discurso de la “activación”.              Los cambios más profundos se han producido en el  campo económico, productivo y laboral, así como en las relaciones de poder  –político, institucional y empresarial–. Las bases productivas e  institucionales en que se asentaba la ciudadanía social y laboral se han  modificado a gran escala y socavan los equilibrios y pactos sociales  –intergeneracionales, interclasistas y familiares– en que se asentaban los  Estados de bienestar. Factores como la globalización económica, las políticas  económicas neoliberales, la aplicación de nuevas tecnologías de alta  productividad, los cambios demográficos y la reorganización del trabajo han  transformado profundamente las condiciones laborales, de empleo y de vida, y  han creado nuevas segmentaciones y desigualdades sociales.              La reestructuración del Estado de bienestar,  particularmente de los sistemas de protección social, está debilitando los  mecanismos y garantías públicos de seguridad y bienestar social. El modelo  keynesiano de pleno empleo, estable y seguro, junto con un Estado de bienestar  consolidado, está cuestionado. Los derechos laborales han estado basados en la  capacidad de regulación pública –estatal y con la participación de los  sindicatos– de las condiciones de trabajo y la protección social. Ahora se  amplía la desregulación e individualización de las relaciones laborales, la  fragmentación del mercado de trabajo y las condiciones de empleo, junto con un  mayor dominio empresarial y la intensificación del trabajo. Al mismo tiempo, ha  disminuido la capacidad de integración social, dejando fuera del ascenso  socioeconómico y el consenso del bienestar a amplios sectores precarizados y  vulnerables, muchos de ellos de origen inmigrante.              Los procesos económicos y las políticas laborales  han profundizado la segmentación del mercado de trabajo. La reestructuración  del Estado de bienestar tiende a adaptarlo a esa estratificación del empleo y  las rentas primarias. La solidaridad institucional se resquebraja por arriba y  por abajo. Las clases medias-medias o superiores no llegan a ser un tercio de  la población, pero tienen gran poder e influencia. Presionan hacia una menor  contribución de sus impuestos y, junto con la persistencia y reducción de las  prestaciones y servicios públicos, se apuntan a un mayor desarrollo de  servicios complementarios (pensiones, sanidad y enseñanza privada o  concertada). Las clases populares (medias-bajas y bajas), en torno a dos  tercios, tienen dificultades para hacer frente a esfuerzos adicionales y ven el  deterioro de su bienestar y de muchos servicios públicos.             Además, los riesgos sociales están fragmentados.  Aparte de la capacidad y estatus socioeconómico de los individuos, intervienen  otras variables como la edad (el envejecimiento de los mayores), el sexo (la  discriminación de las mujeres) o el origen étnico (inmigración). Cuando se  acumulan varios tipos de riesgos, una carrera laboral precaria o un nivel de  rentas bajo con uno o más factores discriminatorios, se producen situaciones  más vulnerables. Y los mecanismos colectivos de seguridad no se terminan de  adaptar a esa especificidad y fragmentación de necesidades. Aquí, el discurso  de la “contributividad” expresa sus límites: refuerzo de la “proporcionalidad”  y abandono de la solidaridad hacia la asistencialización del Estado.             El Estado de bienestar, la ciudadanía social y  laboral, ha sido fruto de un largo proceso de conflicto y reforma social,  particularmente en las sociedades europeas. Comenzó a finales del siglo XIX, en  el contexto de la segunda revolución industrial y el ascenso del movimiento  obrero y la izquierda política, y se consolidó en las décadas posteriores a la  Segunda Guerra Mundial. Junto con los derechos civiles y políticos, los  derechos sociales y laborales constituían la tercera pata de la conformación de  la plena ciudadanía democrática y social. Este proceso expresaba una doble  tendencia: era funcional con el tipo de desarrollo económico y de integración  social y orden político, y era compatible con las demandas de las clases  trabajadoras representadas por el sindicalismo, a través del neocorporatismo, y  la izquierda política –además de ser una respuesta a los desafíos estratégicos  del socialismo soviético–. Esos modelos y equilibrios se empiezan a romper con  la crisis socioeconómica de mitad de los años setenta del pasado siglo, y los  cambios se aceleran en los noventa.              Igualmente, tiene un mayor relieve una serie de  cambios sociodemográficos que están condicionando el papel de los servicios  públicos y su combinación con la tradicional función de la familia. Se trata de  tres aspectos importantes. Primero, el envejecimiento de la población, que  plantea nuevos servicios y demandas sociales (sanidad, dependencia, cuidados).  Segundo, la incorporación femenina al empleo, con una mayor emancipación e  igualdad que cuestiona su tradicional papel subordinado en la familia como  complemento y colchón social. Tercero, la inmigración, en particular en algunos  países como en España, más reciente e importante, con nuevos problemas de  integración social y de convivencia intercultural. Todo ello, junto con nuevos  riesgos de pobreza y exclusión social, constituye un aumento de las necesidades  sociales que suponen un reto para las instituciones públicas y la sociedad.              El contrato social anterior –keynesiano–, como pacto  de reciprocidad entre, por una parte, la participación en el empleo –seguro,  masivo y prolongado– y la construcción de la sociedad “nacional”, y, por otra  parte, el incremento del consumo y la ciudadanía social y laboral, junto con  los derechos cívicos, se desequilibra, especialmente en su componente  socioeconómico y laboral. Se generan nuevas tendencias que afectan a los  anteriores equilibrios y correspondencias. Por un lado, aparecen nuevas  necesidades y riesgos sociales, más segmentados: prestaciones de desempleo ante  un paro más amplio y estructural, gasto público en pensiones, sanidad y  dependencia ante mayor envejecimiento, necesidades de las familias jóvenes y  monoparentales. Por otro lado, nuevas generaciones jóvenes prolongan su  actividad escolar y atrasan su inserción ocupacional, con una socialización más  “libre” y menor tiempo de esfuerzo productivo.             Es decir, aumentan las necesidades de los “pasivos”  y existe un mayor periodo de “inactividad” en la juventud. Significa un  reajuste del equilibrio entre derechos y deberes en el conjunto del ciclo  vital, en la estructura familiar y entre las diferentes capas sociales y categorías  de riesgo. Supone un condicionamiento para los “activos” a su consumo presente  y, sobre todo, una presión distributiva a los sectores acomodados y los  beneficios empresariales.             No obstante, hacia los pasivos se ejerce una presión  para reducir su tiempo de inactividad, prolongar su vida laboral o reducir sus  derechos de pensiones. Hacia los jóvenes, en su transición laboral, se imponen  trayectorias mayoritariamente precarizadas como mecanismo de subordinación y  “adaptación” para aumentar su rendimiento productivo con menores derechos  laborales. La cultura más “libre” o con menores responsabilidades del periodo  escolar y estudiantil, con amplias zonas de ocio y también segmentada, se  transforma en presión empresarial e institucional para cumplir con los “deberes  productivos”. La forma de esa transición es distinta para diferentes capas  sociales y conlleva el conflicto y reajuste del contrato social y el valor de  la reciprocidad, en este caso poniendo el acento en las responsabilidades y  obligaciones individuales frente a la experiencia de los derechos y una  dependencia familiar más tolerante.             Apoyándose en las capas medias y altas, el poder  económico se desentiende del esfuerzo contributivo de una parte de la gran  riqueza creada. Con la paradoja de la etapa histórica de mayores recursos  económicos y financieros, queda menos tarta por habitante para distribuir  colectivamente a la sociedad a través del Estado. La opción dominante es  imponer más deberes y responsabilidades individuales y “descargar” parte de las  responsabilidades institucionales en la seguridad y bienestar social de la  población. Significa un nuevo reequilibrio donde las capas superiores pretenden  salvaguardar sus privilegios y su nivel de protección desentendiéndose de los  sistemas públicos. Los riesgos se individualizan y las personas tienen que  hacerles frente a través de otros mecanismos: el mercado, con servicios  complementarios, para los individuos que pueden detraer recursos económicos  añadidos; la familia, con una nueva presión y carga doméstica hacia las  mujeres; las organizaciones del tercer sector como respuesta fragmentaria a las  condiciones de sectores vulnerables. Para evitar el desamparo de los sectores  más desfavorecidos y los problemas derivados para la integración social, se mantendría  un Estado asistencial de mínimos, las redes protectoras básicas.             Esa retirada de la responsabilidad del Estado, de la  solidaridad de la sociedad en su conjunto, se pretende justificar con la idea  de la “sobrecarga social”, reduciendo los “derechos” de los segmentos  vulnerables de la sociedad, y está apoyada por reformas fiscales regresivas  beneficiosas para las clases acomodadas.              La salida ofrecida, para sostener similar seguridad,  es el incremento del esfuerzo “individual”, bien en aportaciones  complementarias a través del mercado de las capas medias y altas, bien con  mayor contribución de empleo en las clases trabajadoras –o menor protección  social–. Quedan los mecanismos de protección básica para sectores excluidos, a  efectos de control social. Y en el caso de los jóvenes, el mundo empresarial, a  través del mercado de trabajo y su modelo de relaciones laborales, impone un  proceso de socialización prolongado a través de la precariedad laboral para  modificar su experiencia de insuficiente “rendimiento”, en condiciones de  subordinación y máxima productividad, y consolidar su reciclaje hacia mayores  “deberes” productivos.             Una vez debilitada la vieja cultura del trabajo, se  impone un mayor control y subordinación de la fuerza de trabajo mayoritaria,  junto con la expectativa de incentivos complementarios y mayor consumo y  estatus para las élites profesionales. La situación de mayor fragmentación,  discontinuidad en las trayectorias laborales y posiciones reactivas ante la  precariedad y la explotación laboral, con situaciones muy diversas, añade mayor  complejidad a los acuerdos colectivos y la conformación y defensa de intereses  comunes. Además, existen comportamientos de “escaqueo” en las responsabilidades  cívicas y uso fraudulento de servicios públicos, que requieren cierto control  social y resituar la corresponsabilidad o reciprocidad en el disfrute de los  bienes públicos.             No obstante, la tendencia antisolidaria principal  viene de otro lado, de las clases acomodadas que se retraen de sus responsabilidades  fiscales, fuerzan una menor protección pública y servicios públicos de calidad  y se aíslan para asegurar sus privilegios y su bienestar diferenciados de la  mayoría de la sociedad.             En los últimos años, cuando se hacen más visibles  los límites de la función protectora del Estado de bienestar y sus efectos  sociales, se desarrolla la pugna de diferentes grupos sociales por definir la  evolución, el ajuste y el futuro de las instituciones públicas de bienestar y  su readecuación con el mercado, la familia y el tercer sector, o bien con una  mayor descentralización territorial y el incremento de la coordinación europea.  Así, en esta nueva situación, tiene relevancia el debate sobre la reformulación  y renovación de las bases de la ciudadanía social en las sociedades europeas o  la definición del modelo social europeo.             Comienza una nueva fase de este largo proceso de  tres décadas de reestructuración del Estado de bienestar. Ha llegado la crisis  económica y de empleo y se ha cuestionado el fundamentalismo de mercado. Los  efectos en el mercado de trabajo, con el incremento del paro, son evidentes. Se  abre una encrucijada sobre las políticas económicas, sociales y laborales. El  nuevo contexto y la pugna de los diferentes agentes –políticos, económicos y  sociales– están definiendo el presente y van a condicionar el futuro de la  reforma social.             El objeto de esta investigación es ese proceso de  reestructuración del Estado de bienestar, con la nueva realidad derivada del  impacto de la actual crisis socioeconómica.             Tiene tres partes. La primera detalla las tendencias  de los Estados de bienestar europeos, con una valoración sobre el gasto social  y la desigualdad económica, las reformas actuales y las actitudes de la  población. La segunda explica las teorías del Estado de bienestar, las  concepciones de la igualdad, los debates sobre ideas de la izquierda, la  modernización económica y las relaciones entre Estado, mercado, familia y  tercer sector. La tercera analiza tres aspectos concretos: la actual crisis  económica y de empleo, junto con las políticas sociales y laborales, la reforma  de los sistemas de pensiones y la situación de las políticas educativas.             El diagnóstico global es que el problema inmediato  del Estado de bienestar europeo no es su “desmantelamiento”. Tampoco se  conservan sus mismas funciones algo retocadas. Y menos asistimos a una  consolidación y ampliación de su papel protector y redistributivo. Existe un  cambio cualitativo, una ruptura con el anterior modelo (con sus cuatro  tipologías) de Estado de bienestar. La tendencia dominante es la continuada  reestructuración institucional y de sus funciones sociales. No obstante, el  Estado conserva una parte básica de su papel social; pero disminuyendo su  intensidad protectora, e incluyendo componentes de “racionalización”:  adaptación, mejoras parciales y recortes relevantes. El concepto más adecuado  para explicar este proceso es el de reestructuración, como cambio cualitativo.   |  |