Antonio Antón
Desigualdad e injusticia
(Un extracto de este artículo ha sido publicado en Nueva Tribuna y
Mientras Tanto, el 2 de febrero de 2014).

Con la expectativa de un leve y lento crecimiento económico, los poderosos se aprestan a garantizar sus distancias y privilegios, a consolidar la desigualdad social y su poder. La insistencia de las derechas es que aunque haya ‘mejoría’ económica tienen que continuar con las ‘reformas (recortes) estructurales’, buscando mayores garantías para su hegemonía institucional. Su proyecto es ampliar la desigualdad socioeconómica e intentar legitimar su gestión. Estamos en una pugna sociopolítica y distributiva que afecta a condiciones y derechos sociales y democráticos y al Estado de bienestar. El bloque de poder liberal-conservador, con una gestión regresiva, antisocial y autoritaria de la crisis, quiere imponer un modelo económico y social más desigual y una democracia más débil. Participamos de una fuerte pugna cultural en la que se ventila la legitimación o no de este proceso, con sus discursos y sus gestores (las derechas y capas gerenciales), o bien si se abre una dinámica más justa y democrática, con una ciudadanía más activa y una representación social y política más robusta. Se trata de evaluar la desigualdad socioeconómica, su carácter injusto e ilegítimo, desde los valores de la justicia social, con la perspectiva de un modelo de sociedad más igualitario y solidario y un Estado de bienestar más avanzado y democrático.

Mínima recuperación con máxima desigualdad

Aumentan las brechas sociales y, cada vez más, en la sociedad se perciben como una dinámica injusta. La realidad de desigualdad social, y su percepción, enfrentada con la cultura ciudadana de justicia social, genera indignación popular y deslegitimación de las políticas, agentes e instituciones que la promueven. Existe un amplio rechazo ciudadano al desempleo masivo, el empobrecimiento e incertidumbre de la mayoría de la población y el deterioro de derechos, prestaciones y servicios públicos, derivados de la crisis económica y la estrategia liberal-conservadora de la austeridad. Esta actitud cívica se asienta en los valores de igualdad, solidaridad y democracia. Esta conciencia democrática y de justicia social es progresista y mayoritaria. Lleva aparejada la oposición a los recortes sociolaborales y la exigencia de democratización del sistema político. Es un factor clave para consolidar una ciudadanía activa, acabar con las políticas regresivas y antisociales y promover el cambio social e institucional. Por ello, la interpretación de la desigualdad y su carácter injusto es fundamental en la fuerte pugna cultural, mediática y sociopolítica entre los poderosos, que pretenden justificar su necesidad y su consolidación, y las corrientes populares progresistas, que la cuestionan y aspiran a su cambio.

Fruto del incremento de la desigualdad socioeconómica, la acumulación de riqueza en la cúpula financiera y la desregulación institucional, se produjeron las burbujas inmobiliarias y financieras; su estallido ha generado la mayor crisis económica y social en muchas décadas. Las medidas neoliberales de ajuste regresivo y la socialización de las pérdidas privadas han incrementado la desigualdad, el empobrecimiento y la incertidumbre para la mayoría de la sociedad, particularmente en los países europeos periféricos.

El proyecto liberal-conservador dominante trata de garantizar mayores privilegios económicos y políticos para las élites (financieras y gobernantes), consolidar la desigualdad social y la subordinación de las capas populares y neutralizar la participación ciudadana y una acción política progresista, reguladora o redistributiva. Supone, por tanto, un deterioro democrático del sistema político y una fuerte ofensiva cultural por evitar la significativa desconfianza popular en esa gestión regresiva. Su freno es una consistente contestación ciudadana progresista, un amplio movimiento de resistencia popular, al menos en el sur de Europa, con un reflejo relevante en el campo político y electoral, y una significativa influencia en el norte. Los límites o líneas rojas de la gestión de las derechas dominantes son, de momento, el evitar un deslizamiento irreversible hacia una grave crisis social, una fuerte desvertebración política e institucional o una ruptura de la Unión Europea. No está clara la eficacia de su estrategia de no caer en esos abismos, aunque no sea pretendido. Serían aspectos difíciles de manejar y que, en todo caso, conllevarían el fracaso de las actuales élites gobernantes respecto de su fuente de legitimidad: el bienestar de la población en una Europa democrática, social e integrada.

Por ello la acción contra la desigualdad debe complementarse con un avance en el modelo social y el Estado de bienestar europeo y en el fortalecimiento de la democracia, con el respeto de la representación política y las élites gestoras a las demandas ciudadanas. La solución: una salida equitativa a la crisis, un nuevo contrato social y político democrático y progresista, una cultura cívica igualitaria y solidaria.

Por un lado, hay que evidenciar la gravedad de la desigualdad socioeconómica, su persistencia y sus causas, frente a los intentos de minusvalorarla, considerarla transitoria o eludir las responsabilidades de sus causantes. Y, por otro lado, se debe ampliar la deslegitimación social y ética de la desigualdad, cuestionar los argumentos y discursos que pretenden justificarla, para fortalecer la actitud cívica de la ciudadanía y el rechazo popular a la misma. Sobre lo primero, se están publicando diversos estudios, que han tenido un gran impacto en la opinión pública, y por mi parte lo he tratado en otros trabajos. Aquí, nos centraremos en lo segundo, explorando las distintas concepciones (progresistas/igualitarias o regresivas/desigualitarias) que pugnan por la hegemonía ideológica o cultural en la sociedad.

Desigualdad es un concepto comparativo. Hace referencia a las ‘distancias’ entre distintas categorías sociales (individuos, segmentos, grupos o países). Pero para valorar la percepción de su gravedad y su carácter injusto hay que combinarlo con otro hecho dinámico: la comparación con la situación anterior de cada individuo y estrato social. Uno de los temas más complejos para analizar es la relación entre crecimiento económico y desigualdad, con la combinación de dos dinámicas: mayores bienes, junto con mayor desigualdad. El énfasis en lo primero pretende justificar lo segundo, aunque lo segundo no debe despreciar lo primero.

El discurso de la derecha sobre la inminente, continuada y generalizada recuperación económica es un engaño: aspectos parciales mejoran, pero el grueso de los que afectan directamente a los ciudadanos se mantienen o empeoran. Una de sus pretensiones es evitar la deslegitimación de unas políticas gubernamentales y unos agentes económicos e institucionales que han ampliado la desigualdad, el descenso socioeconómico de la mayoría de la sociedad y el deterioro democrático de las grandes instituciones públicas. Existen algunos indicadores económicos menos negativos. Se sale de la gran recesión aunque, en el mejor de los casos y si no hay otros contratiempos, habrá solo una leve y lentísima mejoría económica y de empleo, como aventura el FMI y la Comisión europea. Según pronostican sus portavoces, en España tendríamos (al menos) una década por delante de sufrimiento. Aunque a su término tampoco nos espera la reversión de mayor igualdad, protección pública o derechos sociolaborales. La posible salida conservadora de la crisis pretende asegurar el desequilibrio impuesto en las relaciones de poder económico y empresarial, continuar con el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar (insostenible para M. Draghi, del BCE) y consolidar el autoritarismo político con una democracia débil. Todo ello con especial impacto para los países europeos mediterráneos.

No obstante, de no acabar de inmediato con la política de austeridad, permanecerán un similar nivel de desempleo masivo, el descenso de la capacidad adquisitiva de salarios, pensiones y prestaciones de desempleo, mayor precarización y sometimiento de la población trabajadora y peores y segmentados servicios públicos. Un elemento clave, la posibilidad de creación limitada de empleo (temporal y a tiempo parcial), se instrumentaliza para profundizar en la precarización y la pérdida de derechos sociolaborales del conjunto y fortalecer el poder y los beneficios empresariales.

Ese discurso liberal-conservador pretende legitimar la estructura y la dinámica de desigualdad. Considera que el enriquecimiento de las élites es ‘merecido’ por sus habilidades inversoras y especulativas, junto con el tráfico de influencias y su poder. Y también que el empobrecimiento y el paro masivo, que afecta a personas de las capas populares, también es ‘merecido’. Así no habría que cambiar nada, las dinámicas desiguales estarían justificadas, haciendo abstracción de las distintas situaciones de ventajas y desventajas, de origen, contexto y trayectoria, de las desiguales relaciones de poder y condiciones que están influyendo en las diferentes capas de la sociedad. Pasa por alto las distintas oportunidades y capacidades iniciales y en su desarrollo en que se encuentran los distintos individuos y grupos sociales. Con esa idea las capas acomodadas intentan pasar página del incremento de las brechas sociales y las posiciones de subordinación de la mayoría de la población, derivadas de las estructuras desiguales, la crisis económica y las políticas de austeridad. Pretende hacer olvidar las causas y responsabilidades de las capas financieras y gobernantes que las han ampliado a costa de la mayoría de la sociedad. Su promesa es que ese (limitado y lento) crecimiento iría a mejorar la capacidad adquisitiva y el empleo de la población, esperando que el rechazo a la desigualdad pase a segundo plano.

El proceso de legitimación de la dinámica desigual adquiere nuevos argumentos: la (hipotética) mejoría de la situación de la gente, avalaría las políticas de ajustes y austeridad que han ampliado la desigualdad. Esta situación, según ese discurso, debería consolidarse y ampliarse como condición ‘inevitable’ para el crecimiento económico. Así se garantizaría, junto con su mayor poder y dominación, el incremento de las distancias y privilegios de las capas más pudientes frente al estancamiento de la mayoría de la sociedad; o, bien, se mantendría la existencia de una leve mejoría de una parte (minoritaria), junto con el agravamiento de la pobreza y el desamparo con mayor subordinación, en otra parte (mayoritaria).

La justificación neoliberal de la desigualdad

Para interpretar la realidad de la situación de desigualdad y valorar su significado se debe combinar su análisis con la justicia social y sus fundamentos éticos. Aquí es cuando aparecen las distintas interpretaciones éticas para definir lo justo y lo injusto y, por tanto, dar legitimidad o no a determinados grados de desigualdad aplicados según motivos, condiciones y contextos diferentes.

El pensamiento liberal dominante considera la desigualdad como justa (o racional, eficiente y conveniente). Admite cierta igualdad jurídica o formal, pero valora la desigualdad socioeconómica como necesaria e imprescindible para garantizar el crecimiento económico, al que le da el valor supremo, y la correspondiente apropiación de beneficios por las clases dominantes. Es decir, la mejora del bienestar de la población pasaría por la inevitabilidad de la desigualdad, la acumulación privada de la riqueza en las cúpulas oligárquicas y, por tanto, la subordinación de la sociedad a unas relaciones y estructuras desiguales. El valor de la mejoría económica relativa derivada del mercado estaría por encima del avance hacia la igualdad, sería compatible con la ampliación de las brechas sociales, y ese proceso se calificaría de ‘justo’. Las élites económicas tendrían legitimidad para aumentar sus privilegios y las distancias respecto de la mayoría de la sociedad, siempre que los sectores desfavorecidos mejoren algo su capacidad adquisitiva. Este último componente adicional era, primero, la caridad hacia los pobres, y después, el talante ‘social’ del liberalismo o las tradiciones cristianas. El actual discurso de la derecha, del cambio de tendencia económica y de empleo, con la consiguiente e hipotética leve mejoría para personas desempleadas, utiliza ese argumento para frenar la crítica ciudadana a precarización, incertidumbre y desamparo de la mayoría, la ampliación de grandes brechas sociales y el enriquecimiento de las élites.

Así nos encontramos con datos actuales como que más del 90% del crecimiento diferencial de la renta se lo queda el 10% más rico, y que el 90% de la población se reparte el 10% restante de la renta. Pero como éstos también mejoran respecto de su situación anterior, aunque las distancias aumenten, sería una situación más justa y suficiente para justificar como ‘buena’ esa dinámica más desigual. Por tanto, algunos de criterios de justicia (liberales, demócrata-cristianos y de apariencia progresista) se utilizan también para justificar cierto nivel de desigualdad en determinadas condiciones de mejoría relativa de los más pobres.

En consecuencia, habrá que demostrar, primero, la existencia de desigualdad, y, segundo, su carácter injusto. Es evidente la conciencia social sobre la gravedad de la situación de mayor desigualdad y empobrecimiento cuando, al mismo tiempo, hay un descenso económico mayoritario. La interpretación es más ambivalente cuando hay cierto crecimiento económico, es decir, cuando se puede combinar dos dinámicas: mayor desigualdad (brechas sociales), junto con una mejora en la capacidad adquisitiva respecto a la situación anterior (es el caso actual de China).

El discurso utilitarista o neoliberal se centra en justificar la desigualdad y la subordinación popular como elementos fundamentales e imprescindibles para el crecimiento económico, para asegurar los beneficios e incentivar ‘adecuadamente’ a los principales agentes económicos (según ellos): los inversores (el capital financiero), los propietarios de los medios de producción y las capas gerenciales o corporativas. Según el pensamiento clásico liberal, la acumulación de riqueza privada llevaría a la prosperidad general. La realidad actual de la crisis económica, con una gran polarización de la riqueza, en manos de una minoría oligárquica, y una gran recesión o estancamiento económicos, cuestionan ese discurso. El aumento del dominio y el beneficio económico de las élites financieras no reporta en incremento de empleo (decente), y ese discurso apenas esconde su objetivo: intentar legitimar su apropiación desmesurada frente al interés general. La distribución de los beneficios de la actividad económica es desigual y se ampara en una estructura de poder que la impone, aunque esté sometida a procesos de legitimación social y política.

Por tanto hay un conflicto entre igualdad y crecimiento económico. En un marco capitalista como el actual, con libertad empresarial y de capitales, los agentes económicos, propietarios y gestores, exigen ‘incentivos’ desiguales, comparativamente. ¿Cuál es el grado de desigualdad necesario o admisible, según esas relaciones económicas y de poder, para garantizar un crecimiento ‘sostenible’ y ‘eficiente’ que reporte beneficios al conjunto, mejorando su situación material aún a costa de determinada distribución desigual? O al contrario, ¿Cuándo una distribución igualitaria deja de ser eficiente y constituye un motivo de rebelión para las élites y el poder financiero que exigen incentivos (desiguales) y dominio económico y de poder, bajo la amenaza del aislamiento financiero?. La solución viene desde el campo político: la capacidad de la sociedad y sus instituciones políticas (Estado) para regular los procesos económicos (mercado) y definir los márgenes de una justicia distributiva desde una ética igualitaria y solidaria que garantice el ‘bien común’ de la humanidad. La cuestión es que es difícil ejecutarlo si no es, al menos, en el plano europeo. En todo caso seguiría siendo un problema político, es decir, de fuerzas sociales e instituciones públicas con suficiente apoyo ciudadano para consolidar procesos de gobernanza que regulen los mercados, superando las dependencias y subordinaciones a esos poderes financieros de las clases gobernantes, los Estados y las instituciones europeas.

En definitiva, las concepciones de la justicia social, de una igualdad de oportunidades más débil o más fuerte, junto con una fuerte cultura democrática y cívica, particularmente, en la conciencia popular, son fundamentales para valorar la desigualdad y la actitud ciudadana ante ella.

Justicia social frente a desigualdad

La desigualdad hay que valorarla desde los criterios de justicia social. Este concepto, ya clásico, es progresista pero algo ambiguo ya que incorpora dos grandes corrientes éticas: el liberalismo social (y el pensamiento social-cristiano), con la promoción de una igualdad de oportunidades ‘débil’; la tradición igualitaria de la izquierda democrática, con la defensa de una igualdad más ‘fuerte’. La propia idea de igualdad también es compleja y conlleva dos dinámicas: supone ‘trato igual’ en el acceso a bienes, recursos y capacidades, sin discriminación de ningún tipo; pero se combina con la garantía de ‘resultados igualitarios’, de cambiar las desigualdades de origen y contexto y obtener condiciones iguales. En situaciones y trayectorias desiguales el trato igual es insuficiente y reproduce desventajas de origen, y hay que cambiar y ‘compensar’ las desigualdades previas y las que condicionan el proceso para promover y asegurar capacidades y condiciones iguales. Ante posiciones socioeconómicas y de poder desiguales hay que reequilibrarlas para transformarlas en relaciones más iguales. Las situaciones de desigualdad devienen, sobre todo, de posiciones iniciales o estructurales desiguales, y son injustas. Ahora se trata de valorar los ‘medios’ (mecanismos y estrategias) para reducir la desigualdad y avanzar en la igualdad.

Hay que diferenciar entre desigualdad e injusticia, así como distinguir entre igualdad (de trato, condiciones, capacidades y resultados) y equidad (como proporcionalidad). Existen dos tipos de distribución desigual: una claramente injusta (injustificada), y otra reequilibradora en un sentido progresivo y con finalidad igualitaria. En este caso, su carácter justo es algo controvertido, al aplicar mecanismos distintos y tener una fundamentación más compleja. Una distribución desigual puede ser justa si es equitativa (justificada por la correspondencia con distintos méritos) o solidaria (protectora y adecuada a distintas necesidades individuales y grupales). Así, en el primer sentido, hay salarios, pensiones o calificaciones desiguales, justificados, al menos parcialmente, por el diferente esfuerzo o contribución personal (con condiciones iguales); en el segundo sentido, se aplica distinto gasto público sanitario, según el riesgo de enfermedad, mayor protección social ante el riesgo de pobreza, vulnerabilidad o desempleo, o una acción positiva para reequilibrar una situación de discriminación y acceder a la igualdad (por ejemplo, las becas). Aquí los criterios son iguales o universales: a igualdad de mérito igual reconocimiento o recompensa; a similar necesidad social similar apoyo público o compensación. Aunque como el punto de partida es desigual el contenido distributivo también lo es (se justifica) en la medida que persigue la igualdad, no los privilegios o la sobreprotección.

En otro plano, tal como enfatizan corrientes liberales, cierto grado de desigualdad puede ser considerado necesario y menos injusto, al considerarlo subordinado a otros fines supuestamente superiores, como el aumento del bienestar de la población. Con ese enfoque, la distribución desigual se desliga de la ética, se considera amoral y se justifica por su papel en la eficiencia para el desarrollo económico.

En consecuencia, hay que separar ‘situación’ desigual y ‘medios’ (distribución) desiguales. Y deslindar una desigualdad (distributiva y de posición) injusta de otra desigualdad ‘justa’. Igualmente, valorar la mayor o menor gravedad de la desigualdad desde el punto de vista ético, es decir, en qué grado es merecida o inmerecida, justificada o no justificada. No toda distribución desigual (privada y pública) es injusta, o bien, no todo reparto o recompensa igual es justo. La igualdad no es el criterio único o absoluto para definir una relación equitativa o justa. Conviene también profundizar en la justeza de una distribución desigual pero que persigue la igualdad, equitativa o protectora, de determinados bienes y servicios, a partir de un nivel igualitario básico y suficiente. La igualdad inmediata se debe combinar con los otros dos criterios distributivos clásicos: 1) la equidad como proporcionalidad entre recompensas y méritos personales (esfuerzos y contribuciones realizados), que podemos asimilar a reciprocidad, como equilibrio entre derechos y deberes; 2) la solidaridad, como distribución o protección social, adecuada y suficiente, según las distintas necesidades individuales o colectivas, como aseguramiento colectivo a partir de la mutualización de las garantías frente a los riesgos de impacto imprevisible y desigual (enfermedad, paro, vejez, dependencia, catástrofes…); supone fiscalidad (impuestos y gasto público) progresiva para compensar o reequilibrar la distribución regresiva privada, del mercado, o sea, no igual pero justa y solidaria, con el viejo criterio progresista de paga más quién más tiene y recibe más quien lo necesita más.

Ya hemos hecho alusión a la perversión del primer criterio por parte de las élites que consideran ‘merecido’ su enriquecimiento ilegítimo. Hasta grandes especuladores o individuos y grupos corruptos, consideran merecidas sus ganancias fraudulentas porque las consideran originadas por sus ‘habilidades’ financieras o relacionales, cuando se basan en la manipulación ilícita de sus posiciones de ventaja y poder, sin control público. También existen individuos y grupos sociales que tienen ventajas en diferentes esferas, derivadas de mejores posiciones iniciales y condiciones sociales, económicas, políticas y académicas más favorables o mayores apoyos familiares e institucionales más o menos directos. Muchos de ellos, desde la defensa cortoplacista de su interés inmediato, tienden a valorar todas sus recompensas o incentivos como merecidos, es decir, adecuados exclusivamente a sus méritos y, por tanto, justos. Hacen abstracción de esas desigualdades de oportunidades a su favor que tienen respecto de otros individuos y grupos sociales con mayores desventajas o discriminaciones. Se oponen a las transformaciones que permiten reequilibrar esas condiciones, al considerarlas interferencias ‘externas’ injustificadas, y exigen la continuidad de esas condiciones favorables (conservarlas) para ellos. Y a partir de esa situación desigual, desean recibir un trato público igual, sin avanzar en una auténtica igualdad de oportunidades o de desarrollo de capacidades desde la que reconocer los méritos diferenciados desde posiciones iguales. La condición desigual y la recompensa desproporcionada respecto de su auténtico mérito (esfuerzo) se obscurecen, legitiman y se reproducen con la falsa meritocracia.

Por otro lado, existen instituciones (desde tribunales como los académicos hasta los departamentos de recursos humanos) donde se reconocen o acreditan los méritos iniciales o sucesivos, que sirven para adjudicar las recompensas o remuneraciones supuestamente adecuados, aunque no son suelen ser neutrales y están sometidos a la presión de distintos grupos de interés y de poder. También está la propia soberanía popular que elige sus representantes políticos y enjuicia su gestión desde la valoración de sus merecimientos para esa función, condicionada por los procesos de legitimación de esas élites, incluida la opinión publicada en los medios de comunicación. Incluso el sistema de contrato entre partes, supuestamente voluntario y libre, muchas veces esconde unas relaciones de poder desigual desde el que se impone reconocimientos, recompensas o derechos desiguales. Por ejemplo, en el contrato laboral la mayor autoridad del empresario establece una retribución inferior al valor (mérito) del trabajo aportado, especialmente para empleos de baja o media cualificación, con lo que se asegura una retribución superior (al merecido) para el beneficio empresarial y del capital y las capas gestoras.

Por tanto, la interpretación del mérito y la aplicación de la proporcionalidad de la recompensa están sometidas a la pugna de poder e influencia de los distintos grupos sociales. El mérito es un criterio distributivo menos injusto que otros (linaje o casta, origen étnico o nacional, sexo, relación familiar, estatus socioeconómico, grupo de poder…) y su correspondiente tráfico de influencias. Pero también es insuficiente y unilateral, incluso cuando es equitativo o pactado en contrato, para promover la igualdad.

También existe una instrumentalización del criterio de necesidad, para quitarle su sentido social, igualitario y progresista y justificar el apoyo público a las élites económicas o el dominante bloque financiero. Estos sectores pudientes reclaman que se atiendan sus ‘necesidades’ particulares, aunque lo intenten justificar en el interés ‘general’. No todas las necesidades son iguales. Se deben priorizar las necesidades ‘sociales’ de la población, con una redistribución ‘vertical’ progresiva (de arriba abajo) no regresiva (de abajo o del conjunto a las capas altas, el sector financiero o las grandes empresas). O, al menos, asegurar una distribución ‘horizontal’ (de activos a pasivos de similares capas sociales) que, aunque no modifique la estructura social de desigualdad, sirva para colectivizar y asegurar la protección pública a segmentos vulnerables ante los riesgos sociales (sistemas de pensiones y de salud…). Esos fundamentos ‘solidarios’ del actual Estado de bienestar se están socavando por los planes de reestructuración regresiva, con procesos de desmantelamiento, reducción e individualización. Así se impulsa la privatización de los mecanismos de seguridad social y servicios públicos, que genera desprotección pública para las personas ‘necesitadas’, particularmente de las capas populares, mientras las capas acomodadas (que pueden) se aseguran con mecanismos privados en el mercado.

Por tanto, hay méritos (legítimos) y méritos (falsos y que esconden ventajas), y necesidades (sociales) y necesidades (de capas altas y grupos privilegiados. La pugna distributiva se ampara en la mayor o menor legitimación ciudadana al asociarla cada parte al valor fundamental de la igualdad (y la libertad), al mismo tiempo que al ‘interés general’ o el ‘bien común’.

En consecuencia, para impulsar una transformación igualitaria y democrática de la sociedad hay profundizar en el sentido de la justicia social y fortalecer una conciencia cívica. Junto con la libertad, la combinación y la aplicación de tres criterios o valores éticos, igualdad, equidad y solidaridad, hay que realizarlas desde un enfoque social progresista. Ello nos permitirá analizar y combatir mejor la desigualdad injusta, priorizar la pugna contra las auténticas injusticias, impulsar un nuevo y equilibrado contrato social, profundizar en la libertad real o no dominación y garantizar la convivencia y la integración social.

Insuficiencias de la justificación del liberalismo social

Nos centramos ahora en la insuficiencia de una justificación algo más compleja, que es la de los criterios de justicia de la tercera vía o el liberalismo social (Rawls). Esta posición social-liberal (o democratacristiana, o del nuevo centro socialdemócrata) considera justo un sistema económico-político en el que se dé la condición (junto con el derecho a unas libertades básicas y la igualdad en el acceso a bienes primarios) de que beneficie al sector menos favorecido, o sea, que la gente humilde viva mejor que antes. La otra cara es que si los pobres avanzan en su capacidad adquisitiva sería indiferente que los ricos acumulen mucha más riqueza (con algunos límites simbólicos) y se incremente la distancia entre capas acomodadas y clases trabajadoras o segmentos desfavorecidos de la población. Y todo ello en el marco de unos mercados globalizados y desregulados y un papel subsidiario del Estado de bienestar, la protección social y la redistribución pública progresiva.

Esa posición intermedia es progresista respecto del neoliberalismo, pero es regresiva respecto de la tradición de ciudadanía social plena de la izquierda transformadora europea. Permite justificar una distribución desigual en el conjunto de una sociedad (y todavía más a nivel mundial), siempre que los sectores desfavorecidos mejoren algo. Es funcional para legitimar la estructura social y las relaciones de poder desiguales en etapas de crecimiento económico en las que los pobres también pueden salir algo beneficiados, aunque sea mucho menos que las capas medias y altas. Al mismo tiempo las capas privilegiadas sacan mucha mayor ventaja y pretenden mayor legitimación y estabilidad para su posición económica, de estatus y autoridad. Ese discurso consolida la percepción de una desigualdad menos injusta cuando hay mejoras en la capacidad adquisitiva de la población y cierta mejora adquisitiva de sectores vulnerables, desconsiderando si las distancias (brechas) económicas, de poder y de oportunidades o capacidades, entre los distintos segmentos sociales, aumentan o disminuyen.

Es evidente que en la conciencia de desigualdad injusta es determinante no solo el grado de desigualdad en un determinado momento, sino la comparación con la situación anterior, completada por la percepción de las trayectorias y las expectativas futuras. Si, como sucede ahora con esta crisis y la gestión dominante, existe un bloqueo o un descenso generacional, de las condiciones materiales de los jóvenes respecto de los mayores, se refuerza en los primeros la conciencia de injusticia y la indignación. Pero con ligero crecimiento o con un impacto algo favorable para algunos segmentos, la economía de mercado o el capitalismo puede repartir más bienes que antes y disminuir la pobreza absoluta, aunque, al mismo tiempo, se pueda generar más desigualdad entre las distintas capas de la sociedad y entre países y su interior. Así en el reparto de los bienes adicionales a todas las capas sociales les puede tocar algo; la cuestión es que, en esta época, los de arriba, con su mayor poder, se suelen llevar la mejor parte, refuerzan sus privilegios y acrecientan las distancias con los de en medio y los de abajo.

En una parte de clases medias y capas trabajadoras existe estancamiento o descenso de su capacidad adquisitiva y su estatus social y laboral; pero en otra parte puede haber mejoría y movilidad ascendente, respecto de la situación anterior y, comparativamente, frente a otros segmentos descendentes. La cuestión es que, incluso en este segmento, su estatus puede situarse en un escalón más alejado respecto al de las capas altas que han ascendido mucho más, amplían sus privilegios y consolidan su poder, con lo que garantizan la reproducción de sus ventajas. El incremento de la desigualdad y la mayor apropiación de recursos y poder de los de arriba se complementa con una mejora relativa, pero comparativamente mucho menor, de los de abajo o sectores intermedios. Es la dinámica de legitimación del desarrollo capitalista y la gestión de las élites poderosas en épocas de crecimiento económico como la anterior a la crisis o, actualmente, en países emergentes como Brasil y China. Es el modelo ‘escalera’ en el que los de abajo suben un peldaño y los de arriba tres (o más), y la diferencia entre ellos es mayor. En ese caso, los de arriba pretenden legitimar sus privilegios con la justificación del beneficio de los de abajo, pero los de abajo no se conforman con esa mejoría relativa y quieren un reparto más equitativo o menos desigualitario de los bienes; es decir, también se indignan por el retroceso en la igualdad de oportunidades. En esa dinámica de ‘elevador’ general y relativa movilidad ascendente (como mayor capacidad de consumo), el pensamiento liberal tiende a infravalorar que los de arriba, comparativamente, acumulan mucha más riqueza y poder y que la igualdad de ‘oportunidades’ disminuye al generarse mayores ventajas, capacidades y distancias respecto de los de abajo, aunque, como decimos, también pueden mejorar su bienestar, cuestión no irrelevante. No obstante, en este periodo, las capas dominantes refuerzan la desigualdad y las relaciones de poder, consolidando el sometimiento de la mayoría de la sociedad. En sentido dinámico y relacional se bloquea o desciende la igualdad y se debilita la cohesión social y la democracia.

Pero esa situación y su legitimidad se quiebran cuando los de arriba se ‘pasan’ en la apropiación y la dominación (y hacen ostentación de ello), y se manifiestan las distancias, reales y percibidas, con los de abajo (ampliando las capas trabajadoras precarias) y los de en medio (bloqueando el ascenso de las clases medias). Es manifiesto en los casos de corrupción, con alta sensibilización en la opinión pública. O bien cuando la producción de bienes se estanca, la tarta global a repartir no crece suficientemente y, en la pugna distributiva, los de arriba imponen un mayor control y apropiación para ellos a costa del empobrecimiento y la subordinación para la mayoría. Esas dinámicas llevan a una sociedad más desigual, a no ser que sea corregida por la presión popular y las fuerzas progresistas y de izquierda. Pero en la primera situación, de crecimiento, la relación injusta está paliada por una mejora relativa de bienestar de las capas populares en relación a su situación anterior (cuando el avance es real), y en la segunda, de crisis, recesión o estancamiento, la mayor distancia o desventaja se percibe como más injusta al acumularse a la desigualdad comparativa el bloqueo o el descenso económico y social.

Por tanto, es clave abordar los procesos sociales y las justificaciones éticas que pretenden la ‘legitimación’ de la desigualdad y poder rebatir determinados criterios ‘desigualitarios’ de justicia. Con ello enlazamos con las concepciones de la justicia social y la igualdad, que tratamos a continuación, así como con la conformación de una cultura popular y la configuración de la acción colectiva democrática y progresista frente a la injusticia que se trata en otra parte.

El valor de la igualdad

Igualdad y libertad son fundamentos de la justicia social, que es una relación social. Como se ha adelantado existe distribución desigual justa e injusta, o bien, legítima o ilegítima, según distintos criterios de justicia. Dicho con su contrario, la igualdad es un principio fundamental para regular las relaciones sociales y más específicamente en la tradición progresista y de izquierdas; aunque no es un principio único y absoluto, y no siempre el igualitarismo extremo es lo más justo. La realidad es la combinación de cierto nivel o ámbito de igualdad, con otros de desigualdad que, en esta época, se están reforzando. La ‘igualdad de trato’, sin discriminación, es un valor ético y democrático básico, incorporado en la modernidad frente a los abusos y discriminaciones derivados de distintos privilegios y posiciones de dominio o autoridad en distintas estructuras sociales (linaje, sexo, raza…). Los argumentos más clásicos (desde Aristóteles) señalan que la distribución de bienes debe ser proporcional (equitativa) a los ‘méritos’ o aportaciones a la sociedad y/o a las ‘necesidades’ de la población. Veamos algunas paradojas en la relación de los tres criterios de justicia distributiva.

Con el principio de equidad, como proporcionalidad, se admite que las personas o grupos sociales que ‘contribuyen’ (o se esfuerzan) más pueden recibir mayores recompensas (sin que necesariamente su acumulación deba pasar a sus herederos, ya que la distinta herencia familiar se convierte en un poderoso mecanismo de desigualdad y se debería compensar con un fuerte impuesto de herencia y sucesiones, tendencia contraria a la dinámica actual). O bien, se acepta que los que ‘necesitan’ más (desfavorecidos, enfermos, dependientes…) reciban más bienes y apoyos colectivos que los que necesitan menos. En el primer caso, la justificación del criterio distributivo es el ‘mérito’ o contribución; en el segundo caso es el estado de ‘necesidad’. Por ejemplo, todos tenemos las mismas garantías de disposición del sistema de salud, pero esa institución y el gasto público sanitario se aplica y se distribuye según la ‘necesidad’ (curativa o preventiva) para sanar o evitar la enfermedad; su volumen se aporta independientemente del mérito o contribución personal (social, laboral o de impuestos); tampoco lo recibido consiste en un ‘trato igual’ (un mismo cheque de gasto sanitario para todos), independiente de la gravedad o el riesgo de la enfermedad. Se asienta en el derecho igual a la salud, pero el mecanismo se adecúa a la situación concreta de necesidad que es desigual. Igualmente, existe el mismo derecho universal a una vida digna, pero es cuando se produce una ausencia de condiciones y mecanismos para asegurar su cumplimiento cuando la sociedad y el Estado deben proporcionar la acción protectora necesaria y suficiente. Se trata de garantizar ese derecho clave para la cohesión social y la propia dignidad del ser humano, en el marco de los derechos a la ciudadanía plena, precisamente a la gente necesitada y en dificultades para la integración social, no para las personas que ya tienen cubiertas las garantías para el ejercicio de ese derecho. Es el caso de las rentas sociales (mínimas o básicas) en la acción contra la pobreza y la exclusión social.

En consecuencia, se establece una disociación: todas las personas tienen el mismo ‘derecho’ a la igualdad, a una vida digna, pero al partir o encontrarse distintos individuos o capas sociales de una situación, trayectoria o contexto de desigualdad diferente es necesaria una protección pública o distribución de bienes y recursos adecuada o proporcional, según la necesidad (no la contribución o el reparto igual), para reequilibrar ese déficit de igualdad de oportunidades. Se trata de compensar esa desventaja y acceder a resultados de mayor igualdad o similares capacidades humanas.

La recompensa o el reconocimiento proporcional según el mérito, se asocia a los campos salarial, de protección social –pensiones o desempleo ‘contributivos’- o educativo –calificaciones según el esfuerzo y los resultados académicos-; aunque esos ámbitos también suelen ser insuficientemente equitativos y la meritocracia, aunque sea estricta, esconde otras desigualdades.

La distribución según necesidad debe ser ‘equitativa’, desigual en los medios pero justa, suficiente para reequilibrar la situación; se aplica en el sistema sanitario –un enfermo recibe más gasto público que otro sano- y, en general, ante situaciones de dependencia o vulnerabilidad (niños o ancianos, al igual que pobres o parados, reciben asistencia y prestaciones no contributivas, con aportaciones e impuestos de personas activas). También se aplica al campo de la fiscalidad con la progresividad fiscal –paga más quien más tiene-. Supone aplicar impuestos (o tipos impositivos) desiguales y progresivos, que se justifican con este principio de equidad o de reequilibrio compensador. Aquí las clases altas, sobre todo en el IRPF, tienden a reclamar un mismo (único) tipo impositivo y avalar la eliminación de otros gastos sociales para las capas trabajadoras y medias, apoyándose precisamente en la ‘igualdad de trato’, de pagar y recibir (del Estado) cada persona lo mismo. Hacen gala de un igualitarismo respecto de los impuestos (y gastos) progresivos con el mayor de los cinismos, ya que, globalmente, se benefician de una fiscalidad regresiva o casi nula en otros impuestos (consumo, patrimonio, herencia, deducciones en el de sociedades…) y se reafirman en sus privilegios derivados de la desigualdad del mercado o su mayor capacidad de control económico o poder político. Amparándose en la retórica de la contribución y la distribución iguales buscan un impacto regresivo y rechazan la fiscalidad progresiva, relativamente desigual pero equitativa (justa). Cuestionan la redistribución progresiva a favor de las personas ‘necesitadas’ o desfavorecidas (por el mercado) que son compensadas parcialmente por la sociedad o el Estado. Se oponen a corregir la gran desigualdad en la distribución privada derivada del mercado, la herencia o por su control institucional, y fuerzan otra fiscalidad regresiva.

Podemos decir que la igualdad no es un valor absoluto, la desigualdad (distributiva) no siempre es negativa, o el igualitarismo extremo en todo y para todos no siempre es lo justo. La igualdad hay que combinarla con la libertad y también con la mejora del bienestar. Y relacionar el trato igual con el avance en los resultados de mayor igualdad, o vincular los medios legítimos (compensadores o solidarios) con los fines (igualitarios). Existe una referencia normativa en la izquierda: cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad. Aunque se refiere a un contexto futuro, una visión optimista del ser humano y unas relaciones sociales más solidarias, a veces poco realistas, podemos retener dos aspectos. Uno, el tratamiento igual ante situaciones y necesidades desiguales no es equitativo, ya que reproduce la desigualdad; es un avance frente al trato desigual regresivo, pero es un retroceso respecto del trato compensador progresivo o acción positiva, como medio para asegurar la igualdad. Dos, el mérito o la contribución no siempre es el criterio distributivo más justo; la reciprocidad de obligaciones y derechos puede ser asimétrica; ante la necesidad humana, la equidad y la solidaridad es lo más justo; o en otro plano, la ética solidaria de los cuidados no se asienta en la estricta reciprocidad interpersonal, sino en una dinámica más amplia de la solidaridad social y la reproducción de la vida humana, en los vínculos entre generaciones y en las relaciones solidarias entre personas activas y pasivas o dependientes.

Igualdad débil o fuerte

Las justificaciones utilitaristas o neoliberales pretenden legitimar directamente la desigualdad como beneficiosa para la creación de riqueza: los vicios (privados), el egoísmo, la codicia o el interés propio, crearían la riqueza (pública), el bienestar de la sociedad; luego el beneficio propio y la acumulación de riqueza de los grandes inversores, propietarios y especuladores financieros serían positivos porque, aunque una minoría se apropie mucho más y aumente la desigualdad, la mayoría, supuestamente, recibe algo y también se beneficia de esa dinámica; últimamente se llama ‘derrame’: no importa que los ricos se hagan cada vez más ricos, ya que a los pobres siempre les caerá algo. Es la base ética del liberalismo económico, de la desigualdad (económica y de poder) como base del desarrollo capitalista. En el caso de las élites, su acumulación desigual de riqueza y dominio, así como sus privilegios respecto del resto de la sociedad, los intentan justificar, además, como ‘merecidos’ por sus habilidades –inversoras- o sus relaciones sociales –tráfico de influencias-, cuando, sobre todo, los consiguen por unas posiciones de control y dominación desiguales e ilegítimas (muchas, heredadas). En su justificación de su estatus dominante, esconden las ventajas de sus condiciones y recursos desiguales y las pretenden camuflar en falsos merecimientos.

Ahora volvemos sobre dos concepciones progresistas de la justicia, más complejas de valorar. Tienen dos intensidades diferentes de la igualdad: el liberalismo social, con una igualdad (de oportunidades) básica o ‘débil’, y la idea de la izquierda redistribuidora o transformadora, con una igualdad sustantiva o ‘fuerte’.

La primera, ‘débil’ o de mínimos, considera la igualdad en el punto de partida, como acceso a capacidades o derechos básicos, y es compatible con una amplia desigualdad del mercado o la libertad empresarial y las relaciones desiguales de poder, propiedad, control y dominio en el resto de esferas y niveles; igualmente se puede combinar con la desigualdad derivada del distinto mérito.

La segunda, ‘fuerte’ o sustantiva, se plantea remover los obstáculos a lo largo de las trayectorias vitales, evitar privilegios por arriba y garantizar resultados más igualitarios; en ese sentido, apoya también la acción positiva o transformadora, para reequilibrar la desigualdad de origen, contexto y trayectoria y conseguir una situación o unos avances en igualdad. La acción ‘compensadora’, aunque contiene elementos operativos o medios desiguales (no privilegios, sino apoyos específicos) es más justa porque desde posiciones desiguales promueve la igualdad real de los sujetos. Significa el desarrollo de la ‘solidaridad’, como criterio más justo para afrontar condiciones desiguales y corrige y complementa el estricto trato igual. Esta igualdad más profunda supone elevar la igualdad en las ‘capacidades’ que permiten un desarrollo integral de las personas, una situación de libertad ‘real’ o no dominación, una igualdad sustancial de oportunidades en el acceso a bienes ‘suficientes’ (no solo básicos) y el desarrollo vital integral. La desigualdad (privada o en el mercado) sería más limitada y regulada y estaría compensada (con lo público). En todo caso, para el mantenimiento de una relativa desigualdad en la distribución de bienes, recursos o reconocimientos, se debe exigir legitimidad; es decir, comprobar si es solo ‘equitativa’, proporcional a los distintos ‘merecimientos’ reales, derivados del esfuerzo personal en similares condiciones, o a las diferentes ‘necesidades’, al tener posiciones de desventaja. O, simplemente, si es un privilegio ilegítimo, paternalista o contraproducente.

La cultura de los derechos humanos universales, básicos o mínimos, como derecho a la existencia digna y el trato igual y no discriminatorio, es fundamental, sobre todo para los sectores desfavorecidos. Su aplicación para gente empobrecida y discriminada, particularmente en los países poco desarrollados, supone una gran transformación igualitaria, además de una gran fuerza legitimadora de la igualdad y la justicia social. No obstante, su formulación formalista y de mínimos, habitual en muchos enfoques liberales (Rawls), es insuficiente al no abordar el resto de la realidad desigual en la distribución de bienes, recursos y capacidades en el conjunto de la estructura socioeconómica o las relaciones sociales. La garantía de unos derechos ‘básicos’, normalmente, se combina con la distribución desigualdad de rentas, recursos, poder y méritos ilegítimos, o bien con condiciones injustas de propiedad, posesión, dominación y herencia; o con el mantenimiento de una discriminación más profunda y sutil por sexo y origen familiar, étnico y nacional…

Especialmente, en los países más desarrollados, con mayores garantías de los derechos básicos, socioeconómicos y laborales, y unos servicios públicos y sistemas de protección social más elevados, la defensa ciudadana frente a su recorte necesita de una concepción más fuerte de la justicia y la igualdad que abarque derechos más sustantivos y la igualdad en el conjunto de la estructura social y las trayectorias vitales. Son las garantías, los mecanismos y la cultura de una ciudadanía social plena, por encima de los derechos y prestaciones básicos, que han definido el Estado de bienestar y el modelo social europeo, en su versión más avanzada. Una cultura cívica de igualdad fuerte es necesaria para impugnar el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar y evitar quedarse solo en la justificación de un Estado social de ‘mínimos’. Esa dinámica de protección pública mínima pretender reforzar, bajo esa coacción, la ‘activación’ individual o la ‘sociedad participativa’, como componentes de mayores esfuerzos adicionales de la población para complementar la red reducida o privatizada de seguridad social y servicios públicos, o bien justificar la menor protección pública por sus insuficientes ‘méritos’. Se complementaría con el aval a la dinámica desigual en el mercado y el desarrollo de mecanismos privados como salida para las capas acomodadas.

Por tanto, el amplio consenso en torno a los derechos humanos (básicos) legitima la exigencia ciudadana de garantías públicas, particularmente, para los sectores más desfavorecidos de los países desarrollados y, sobre todo, para amplias mayorías en los países poco desarrollados. Pero es insuficiente para defender unos servicios públicos y unas prestaciones sociales, de mayor calidad o superiores a los umbrales mínimos de supervivencia o de acceso básico, a los que tienen derecho todavía las amplias capas populares europeas y que se enfrentan a su recorte. La base de la legitimidad de su defensa se debe apoyar en una concepción más fuerte de la justicia social y más inclusiva del conjunto de la población en los sistemas públicos de educación, sanidad o protección social y en la calidad de un empleo decente, al mismo tiempo que se regulan las desiguales estructuras económicas y se democratiza el sistema político.

En definitiva, no solo hay que demostrar la existencia de desigualdad social sino explicar su carácter (más o menos) injusto, según su origen, dimensión y evolución. Se establece una pugna cultura y ética por la interpretación e ilegitimidad (o justificación) de la desigualdad injusta. La deslegitimación de la desigualdad injusta es clave para generar su rechazo popular y una dinámica de cambio igualitario y solidario. El horizonte es el refuerzo de un Estado de bienestar más avanzado socialmente, en una Europa más democrática, solidaria e integrada.

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Antonio Antón es profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.