Antonio Antón
Pacto social: recortes sin legitimidad
(18 de febrero de 2011).

            El pacto social, firmado por Gobierno y representantes de la patronal y los sindicatos, supone un fuerte recorte de las pensiones públicas respecto de los derechos anteriores de los trabajadores, tiene dificultades de legitimación social ya que la mayoría ciudadana no comparte sus principales medidas y el apoyo de la mayor parte de los órganos dirigentes de los grandes sindicatos es un error y genera un nuevo problema sociopolítico.

El Gobierno confirma el fuerte recorte en las pensiones

            El Gobierno ha confirmado que el impacto reductor del gasto en pensiones va a ser de 3,5 puntos del PIB, unos 35 mil millones de euros anuales (de hoy), cuando a todos los pensionistas existentes en el sistema se les haya aplicado el recorte aprobado con la reforma, en el año 2050. Lo comunica a través de la Vicepresidenta Salgado en la Comisión del Pacto de Toledo el día 10 de febrero pasado, y sólo una semana después de la firma del pacto social. El gasto público social en pensiones previsto por el Gobierno se situaba entre el 12% y el 13% del PIB en la década de 2030, y según él podía llegar al 16% en el año 20501.

            El hecho relevante es que, con esos datos, esa reducción del gasto social en pensiones supone en torno a una cuarta parte del mismo. Es decir, con la aplicación del conjunto de las medidas aprobadas en esta reforma, se recorta un 25% el gasto en pensiones públicas que cobrarán los trabajadores actuales respecto de lo que hubieran percibido de haber mantenido los derechos anteriores a este pacto.

            El Gobierno, por tanto, se ratifica en el fuerte recorte que significa este acuerdo en pensiones y echa por tierra la interpretación de los responsables sindicales de que sólo conlleva ligeros retoques y no supone un gran retroceso de derechos para los trabajadores. Ese diagnóstico gubernamental es claro y transparente porque busca un objetivo central para él: ganar la confianza de los mercados financieros y las instituciones de la UE que le exigen continuar con las reformas ‘estructurales’, particularmente, con el recorte del gasto público social. Hay que partir de esa realidad del grave impacto regresivo de su política; reconocerla es el primer paso para cambiarla. La confrontación aquí es con la decisión de aplicarla y los argumentos que intentan justificarla, basados en la necesidad de la disminución de la intensidad protectora pública, la austeridad para las capas populares y el retroceso de sus derechos sociolaborales.

            Una cuestión importante es analizar en qué medida  el Gobierno ha suavizado su plan inicial, aprobado y remitido a la UE y al Congreso de Diputados en enero de 2010 y base de este acuerdo. La conclusión es evidente, tal como se ha adelantado: el recorte global en pensiones es muy fuerte, en torno al 25% del gasto social previsto, con una rebaja media de la cuantía mensual de la pensión de jubilación de un 20%, respecto de los derechos anteriores a la reforma. El acuerdo no ha supuesto un cambio sustancial sobre el recorte previsto por las medidas sobre jubilación del plan gubernamental2. En la negociación con los representantes sindicales se ha suavizado un aspecto y endurecido otro: han conseguido suavizar una condición importante (la excepción a la norma de la jubilación a los 67 años, con la opción de 65 años de edad con 38,5 de cotización), pero no han impedido otra medida regresiva adicional (pasar de 35 a 37 años de cotización los necesarios para el 100%). En su conjunto, no han conseguido frenar o mejorar sustancialmente la posición global del Gobierno, anunciada hace un año, de una reforma estructural calificada hasta hace poco por los sindicatos de antisocial. Y es lo que, después de su firma, ratifica el Gobierno con aire de satisfacción.

            Existe otro dato clave expuesto por el Gobierno y que también desautoriza la versión embellecida de los negociadores sindicales. Se trata del impacto reductor de la ampliación del periodo de cómputo de 15 a 25 años para hallar la cuantía de la pensión. Según el informe presentado por la Vicepresidenta económica sólo este aspecto rebaja el gasto social previsto un punto del PIB. Eso significa un recorte en torno al 7% (exactamente entre el 6,2% y el 7,7% según el gasto total sea el 16% o el 13% del PIB)3.

Dificultades de legitimación social del acuerdo en pensiones

            La primera cuestión es si el contenido del acuerdo es progresivo o regresivo, mejora o empeora las pensiones públicas respecto de los derechos anteriores. La respuesta general de todas las instancias –Gobierno, UE, mercados…- es que la reforma del sistema de pensiones es una reducción del gasto público social previsto, una merma de derechos, y el debate se traslada a su dimensión y a las dificultades para su legitimación social. La segunda cuestión es si los sindicatos debían avalar ese recorte porque no podían hacer otra cosa mejor (o menos mala); deriva al significado sociopolítico de este acuerdo, a la gestión sindical en este contexto, tratado más adelante.

            Veamos el primer aspecto: el contenido principal del acuerdo es malo o regresivo y así es percibido por dos tercios de la ciudadanía española (ver encuesta de Demoscopia, El País, 6-2-2011). El recorte global producido por las medidas aprobadas sobre pensiones se va incrementado gradualmente hasta el año 2027, y cuando se aplique totalmente supone una reducción de una cuarta parte del gasto previsto.  A lo largo de esa década de 2030 la rebaja puede alcanzar 3 puntos del PIB, unos 30 mil millones de euros anuales (de hoy), que se detraen de la protección social pública. Cuando al conjunto de pensionistas existentes en el sistema se les apliquen el total de las nuevas medidas, en el año 2050, el recorte previsto por el Gobierno es de 3,5 puntos del PIB4.

            En vez de procurar la suficiencia del sistema mejorando sus ingresos se opta por reducir el gasto público previsto, con un recorte medio de la cuantía mensual de la pensión de jubilación de un 20%, respecto de los derechos anteriores. A ello hay que añadir la mayor penalidad, para la mayoría, al tener que prolongar la edad de jubilación dos años más, hasta los 67 (o cotizar dos años más hasta los 37), disminuyendo un 10% del importe total a percibir durante la vida.

            Por tanto, es el propio Gobierno, junto con los mercados financieros y las instituciones europeas e internacionales, el que confirma el impacto real del recorte de las pensiones en aras de su objetivo central: conseguir ‘confianza’ de los mercados financieros y la UE mediante una política restrictiva del gasto público social a corto, medio y largo plazo. Y se amplía el problema de la legitimación social de esta política. El Gobierno aspira a recuperar su electorado perdido y superar la desafección de parte de sus bases sociales, para evitar un descenso importante de su poder institucional. Con la incorporación de los sindicatos a este pacto puede neutralizar una parte de las críticas a su política impopular. Pero su objetivo de legitimación social está subordinado a sus compromisos con los ’poderosos’ e intenta hacerlo compatible con esa política antisocial con resultados dudosos. Esa posición gubernamental y del conjunto de poderes económicos e institucionales de la necesidad del recorte en pensiones para disminuir el gasto público social, reflejada en los medios de comunicación, es la que deja en entredicho la otra interpretación embellecida del pacto. Así, el sistema público se mantiene pero reducido, los pensionistas van a percibir una cuarta parte menos de lo que les corresponde por sus cotizaciones y derechos anteriores al pacto; se rebaja la intensidad protectora pública (fundamental para las capas populares) y ello estimula la cobertura privada de quien puede financiarla (las capas acomodas).

            A diferencia de otros acuerdos generales éste está inscrito en un contexto de crisis socioeconómica con una política general de austeridad económica y ajuste del gasto público, y supone una reforma estructural clave en esa política, tal como no se cansa de repetir Zapatero. Por tanto, no es neutral socialmente, ni una rectificación a su política regresiva, y menos es un refuerzo de las pensiones públicas y el Estado de bienestar. La explicación institucional y mediática se centra en la necesidad de la austeridad del gasto público y la interpretación de su bondad para los trabajadores se queda sin credibilidad social.

            Los recortes en los derechos de las pensiones públicas futuras son una realidad evidente, buscada por los gobiernos de la UE para contentar a los mercados financieros y como estrategia fundamental para la gestión conservadora de la crisis; ese objetivo y ese resultado son compartidos por los grandes poderes económicos e institucionales. Es normal que la mayoría de la sociedad, de la gente trabajadora y el electorado del propio PSOE, muestren su disconformidad con esas medidas y las considere negativas. La existencia de una amplia conciencia social sobre su carácter regresivo e injusto dificulta la legitimación social del acuerdo. Aquí hay dos intereses diferentes: El Gobierno prioriza su justificación ante los mercados y la UE, destacando la profundidad del recorte en pensiones para conseguir su confianza; los dirigentes sindicales lo deben explicar ante sus bases sociales, negando ese impacto regresivo, para frenar su desafección o descontento. En la opinión de la sociedad ha calado más la primera idea no solo por el mayor peso de su aparato mediático sino porque transmiten la evidencia de esa política liberal-conservadora y el alcance real del acuerdo: merma de derechos sociolaborales, sacrificios para las capas populares.

            La comparación del contenido del acuerdo se debe hacer respecto del plan gubernamental inicial. Existen diversos agentes que todavía persiguen un mayor retroceso de la protección social pública e incluso su desmantelamiento y total privatización. Pero lo dominante en la Unión Europea, a corto y medio plazo, es una reestructuración ‘regresiva’ del Estado de bienestar: ‘debilitamiento’ del sistema público de protección social, ‘disminución’ de su intensidad protectora, ‘fortalecimiento’ de la privatización parcial (para capas acomodadas), y ‘asistencialización’ con prestaciones y derechos mínimos para la ciudanía vulnerable. La referencia es la reforma alemana5, cuya estela ha seguido el Gobierno de Zapatero. La reforma de pensiones acordada no es peor que el plan gubernamental inicial, o es menos mala que las propuestas por otros sectores neoliberales (desde FEDEA hasta la OCDE) que han tratado de endurecerla. Pero no se puede decir que el acuerdo es un éxito porque ha evitado el desmantelamiento del sistema público de pensiones que sólo unos pocos, aunque poderosos, pedían ya.

            El plan gubernamental (y la tendencia dominante del poder económico y la UE) era imponer un fuerte recorte del sistema público, una cuarta parte del mismo, imprescindible para mantener la misma intensidad protectora. Y es lo que ha conseguido. Los cambios introducidos han supuesto, fundamentalmente, un reparto de la reducción entre diferentes segmentos de trabajadores, con una rebaja menor para unos y un recorte adicional para otros. O sea, aparte de otros componentes menores, los negociadores sindicales han conseguido suavizar un aspecto significativo (65 años de edad + 38,5 años de cotización) y no han evitado que el Gobierno endurezca otro (de 35 a 37 años de cotización). Conviene analizar esos dos componentes de suavización y endurecimiento para evaluar el resultado relativo de la negociación respecto de las posiciones iniciales de ambas partes.

            En primer lugar, ¿cuántas personas van a poder jubilarse con esa condición de 65 años de edad con 38,5 de cotización?. En el acuerdo los representantes sindicales consiguen esa ‘excepción’ de la norma de 67 años de edad y 37 de cotización para el acceso a ese 100%. Abren esa segunda posibilidad, que es menos mala que la mayoritaria: no se les impone la penalización adicional de 15 puntos (7,5 por año) que tienen el resto que se jubilan a esa edad de 65 años (o hasta con 63 años con al menos 33 años de cotización y mayor penalización)6.

            No obstante, esa opción es un empeoramiento de los derechos anteriores (con 65 años de edad sólo eran necesarios 35 años de cotización para tener el 100% de la base reguladora) y sólo es posible para un colectivo minoritario de trabajadores. La estimación aquí mantenida es que podrá utilizarla en torno a un 20% y con la tendencia en descenso7. Los responsables de los sindicatos en esta materia dicen que pueden tenerla la mitad de los trabajadores8.

            En resumen, en la cohorte de edad de 59 a 63 años9 sólo el 40% puede aspirar a una de las dos situaciones sin penalización con, al menos 37 años de cotización, aproximadamente un 20% a cada una (65 o 66+38,5, y 67+37). No obstante, esas condiciones son peores -con más años de edad o de cotización- que en la situación anterior y, por tanto, con menor prestación recibida en el conjunto de su vida. Es la estimación (por arriba) aquí explicada. Mal pueden llegar con 65 años de edad y 38,5 años cotizados ese 50% que dicen los dirigentes sindicales. Estos datos oficiales de la Seguridad Social indican lo contrario. La distribución detallada en otra parte es: el 60% de trabajadores va a tener mayores penalizaciones por no alcanzar algunos de los dos requisitos (o los dos) de edad o cotización; el 20% puede aspirar a no tener penalización pero deben trabajar hasta los 67 años de edad y tener cotizados 37, y sólo el 20% se va a poder jubilar a los 65 (o 66) de edad con 38,5 de cotización. Y esto en los próximos años; en las siguientes décadas las dos últimas situaciones irán en descenso.

            Por tanto, la opción de 65+38,5 es minoritaria o ‘excepcional’ (ampliable con los trabajadores con empleo penoso o tóxico pendiente de concretar) respecto de la norma mayoritaria de los 67 años de edad y 37 de cotización, referencia general desde la que se aplican penalizaciones para los supuestos de menor edad (básicamente hasta 63+33) o menos años de cotización (con 67 de edad y hasta sólo 15 de cotización).

            Sin embargo, el Gobierno (y más la patronal) no pretende que todo el mundo siga trabajando hasta esa edad y no espera que consigan esos años de cotización10. En el plan gubernamental la prolongación de la edad ‘legal’ se combina con la opción real de la jubilación anticipada (que se generaliza desde los 63 años con 33 de cotización) con la correspondiente penalización. La operatividad de ese incremento de la edad ordinaria de jubilación es generalizar la penalización adicional de la cuantía de la pensión en quince puntos (7,5 puntos por año, o 1,875 por trimestre) al computarse esos dos años hasta los 67 (o un 10% menos del importe total, al disminuir dos años el tiempo que se cobra). El objetivo central del Gobierno es la fuerte reducción del gasto en pensiones y se hace por las dos vías: recortar la cuantía mensual (a través de mayores penalizaciones cuando no se llegan a las dos condiciones de 67+37 o bien 65+38,5), y rebajar el importe total a cobrar por el pensionista al disminuir dos años de percepción.

            La minoración del impacto de la norma de 67 años es un aspecto clave para la justificación sindical del acuerdo. En la medida que los negociadores sindicales hubieran roto esa barrera de obligatoriedad general, fundamental para su intento de legitimar el acuerdo, podrían suavizar el retroceso global. Por tanto, tiene un fuerte valor simbólico y real para ellos. Su valoración de que puede alcanzar a la mitad de trabajadores les permite decir que es un acuerdo equilibrado: los dirigentes sindicales han cedido la mitad de sus objetivos y el Gobierno la otra mitad. Pero, como se decía, la dimensión de este grupo es minoritaria, en torno al 20%,  a los que no se les aplica esa penalización adicional de quince puntos, aunque con la exigencia de 38,5 años de cotización. Además, la nueva situación con tres años y medio más de cotización, sigue siendo peor que la de antes y muy difícil de alcanzar. No es de extrañar que el 70% de la ciudadanía considere también negativa esta medida (65+38,5). En resumen, esta condición empeora la situación actual y es rechazada por la mayoría de la ciudadanía, aunque es una suavización conseguida por los sindicatos respecto del plan del Gobierno y supone una menor desventaja relativa para ese colectivo minoritario de trabajadores.

            No obstante, por otro lado, el acuerdo incorpora una medida regresiva no contemplada en el plan gubernamental inicial: pasar de 35 a 37 el mínimo de años cotizados para el 100%. Esos dos años más de cotización constituyen un retroceso adicional que impone el Gobierno en la fase de negociación. Su ‘flexibilidad’ para con la norma de alargar dos años la edad de jubilación, hasta los 67, la reequilibra con esta ‘rigidez’ de ampliar dos años de cotización, hasta los 37. Esta medida afecta al resto de trabajadores y trabajadoras, prácticamente el 80%. Con ella se abren dos opciones prácticas. Una consiste en una penalización adicional de 4,56 puntos de la cuantía mensual de la pensión para quien no consiga cotizar dos años de más (aunque llegue a los 67 de edad), aplicable también en las jubilaciones anticipadas. La otra opción para este grupo es cotizar dos años más, o sea, trabajar (o estar en el paro) dos años más y recibir dos años menos la pensión (un 10% menos del total a percibir)11.

            La consecuencia es una reducción sustancial del gasto en pensiones (25% del total previsto, o 35 mil millones anuales –de hoy- al final del ciclo), tal como admite el propio Gobierno. Supone un recorte de la cuantía mensual de la pensión media (respecto de los derechos actuales) en torno a un 20%, más la penalidad adicional por los dos años de prolongación de la edad de jubilación o en su defecto el cobro de un 10% menos del total a percibir en la vida del pensionista. Así, es coherente la ampliación de la facilidad para la jubilación anticipada a los 63 años (con 33 de cotización) con una prolongación de la edad legal hasta los 67 años. La segunda es un mecanismo ‘legal’ que facilita la penalización adicional de esos quince puntos de la primera, aplicable a la mayoría.

            Por tanto, para evaluar la dimensión de los recortes de las pensiones futuras respecto de los derechos actuales de trabajadores y trabajadoras hay que partir de las condiciones del mercado de trabajo, de la segmentación y diversidad de las trayectorias laborales y profesionales. Sólo así se podrá comprobar el significado, la amplitud y la repercusión de cada medida. No se trata de ver sólo las distintas opciones formales o jurídicas para la jubilación sino las posibilidades reales, comparadas con los derechos anteriores a la reforma, que el nuevo acuerdo ofrece a los distintos colectivos de trabajadores. Tener en cuenta esa realidad es imprescindible para evaluar la gestión sindical de este pacto: no han frenado el plan gubernamental, no han conseguido un acuerdo equilibrado, sino que han repartido el fuerte recorte de forma diferente.

            En definitiva, los negociadores sindicales han conseguido suavizar un aspecto significativo planteado por el Gobierno pero, al mismo tiempo, no han evitado el endurecimiento de otro elemento relevante.  El primero afecta al 20% de trabajadores a los que no se les imponen esos 15 puntos de penalización por no llegar a los 67 años (aunque deben reunir tres años y medio más de cotización y se les reduce la pensión, como a los demás, un 7% por la ampliación del periodo de cómputo). Es un limitado avance respecto del objetivo central de los sindicatos (67 años NO) apoyado por la mayoría social y que ha constituido un eje fundamental (junto con la reforma laboral y los planes de ajuste) de la batalla sociopolítica de todo el año 2010, desde las grandes manifestaciones de hace un año hasta la huelga general del 29-S. El segundo perjudica al 80% restante con 4,56 puntos más de penalización si no incrementan dos años su cotización, al poner la referencia en 37 años en vez de 35. Es un retroceso  importante, particularmente lesivo para las nuevas generaciones con dificultad para alcanzar ese tope de cotización. Consideradas las dos medidas el recorte global se queda como estaba, el resultado de ese reparto distinto no suaviza el plan gubernamental inicial. Un segmento minoritario tiene una desventaja relativa menor de la prevista y otro segmento mayoritario sufre un retroceso mayor del esperado.

Otros componentes del pacto no reequilibran su carácter regresivo

            Tampoco otros componentes del pacto social y económico equilibran el fuerte retroceso en los derechos de las pensiones. Son elementos menores que acompañan a ese contenido fundamental regresivo. Tienen poca relevancia para acometer los graves problemas del paro existente, la ausencia de políticas efectivas que aseguren la creación de empleo y protejan a los desempleados de su dramática situación con cada vez menos cobertura de protección social. Las tres medidas más significativas tienen su claroscuro.

            Primero, el limitado plan de empleo juvenil (cien mil a tiempo parcial) está subvencionado con las cotizaciones destinadas a las pensiones públicas. Se trata de un abaratamiento de costes laborales para los empresarios que reciben una bonificación significativa (235 millones de euros que dejan de aportar) de la Seguridad Social, precisamente cuando el Gobierno ha congelado la revalorización de las pensiones. No es de extrañar que hasta el propio Cándido Méndez, Secretario General de la UGT, exprese que ese es un ‘sapo’ que han tenido que tragar los sindicatos para facilitar el acuerdo.

            Segundo, el cambio y la reducción de la protección social a los parados. Es positiva una mayor formación y apoyo al reciclaje profesional. La cuestión es que se elimina el anterior subsidio de 426 euros, que prorrogaba durante seis meses esa cobertura mínima. La actual prestación es menor (400 euros) y, sobre todo, cubre a mucha menos gente que debe cumplir mayores requisitos.

            Tercero, el compromiso sobre la reforma de la negociación colectiva es muy genérico. El riesgo principal ahora no es el programa máximo de algunos neoliberales  de quitar la ‘ultraactividad’ de los convenios colectivos al terminar su vigencia (igual que el ‘desmantelamiento’ del sistema público de pensiones), dejando sin regulación (partir de cero) las condiciones de todos los trabajadores. El objetivo práctico de las organizaciones empresariales (y el Gobierno) es el proceso de desregulación (flexibilidad) laboral ampliando las posibilidades de descuelgue empresarial y la discrecionalidad de su poder en las relaciones laborales y las condiciones laborales internas, y paralelamente, disminuir la capacidad reguladora de los convenios colectivos y los representantes de los trabajadores. Particularmente, pretenden, desde hace años, la eliminación de los convenios sectoriales provinciales, claves para la regulación laboral en un tejido productivo de pymes y donde las estructuras sindicales de delegados y representantes de los trabajadores y los sindicatos de rama (provinciales o regionales) juegan un papel clave. La dinámica empresarial y gubernamental pretende dejar los dos extremos: convenios sectoriales estatales de mínimos, dejando lo sustancial al ámbito de la empresa (con mayor debilidad sindical, salvo en las grandes). Se debilita la función representativa y la capacidad contractual de esa columna central para el sindicalismo. Y el resultado de esa pugna está sin resolver en el pacto.

            En conclusión, este acuerdo social es negativo y tiene un impacto regresivo en el sistema de protección social; el recorte de derechos es muy grave aunque es desigual su distribución. Debilita el sistema público de pensiones, disminuye su intensidad protectora y favorece la salida de las capas acomodadas hacia fondos privados. Este pacto social de pensiones consolida la política socioeconómica dominante liberal-conservadora; no mejora las condiciones para promover una salida progresista a la crisis, defender el modelo social europeo, fortalecer la protección social y cambiar el modelo productivo. No sirve para avanzar en las propuestas generales manifestadas por los sindicatos de defender los derechos sociolaborales y fortalecer el Estado social y de bienestar, y tampoco garantiza la reactivación económica y del empleo. Todo ello conforma las grandes dificultades para su legitimación entre las clases populares y la ciudadanía.

El apoyo sindical al pacto social genera un nuevo problema sociopolítico

            Una vez aclarado que esta reforma de pensiones es regresiva, con un fuerte recorte de las pensiones futuras respecto de los derechos anteriores de los trabajadores, y que la gestión de los dirigentes sindicales durante la negociación no ha conseguido suavizar sustancialmente el plan gubernamental, el intento de justificación de su aval se desplaza al campo sociopolítico: los sindicatos no podían hacer otra cosa; una hipotética y nueva huelga general no habría cambiado la posición del Gobierno; al menos han evitado esa incertidumbre.

            Es verdad que la situación es muy difícil para las clases populares, la izquierda y el sindicalismo; el poder institucional del adversario, el Gobierno con los apoyos de los mercados, la derecha y la UE, es inmenso. Pero también es cierto que su giro antisocial y la política liberal-conservadora de austeridad no son compartidos por la mayoría de la ciudadanía: su punto débil es que sus medidas regresivas gozan de escasa legitimidad social. El proceso de la huelga general del 29-S demostró la existencia de un rechazo ciudadano mayoritario a esa política socioeconómica (ASÍ, NO) y exigía rectificación: un tercio de la población asalariada participó activamente en la huelga y otro tercio adicional compartía sus objetivos y estaba en desacuerdo con las medidas del Gobierno. Esa movilización no fue suficiente para impedir la aplicación de la reforma laboral, no consiguió resultados inmediatos de rectificación sustantiva de esa política. Pero introdujo un factor positivo en el escenario sociopolítico: la activación de una amplia corriente social, representada por los sindicatos, que no se resignaba a esa política impopular y la consideraba injusta e ilegítima; exigía cambios y la condicionaba. Era suficiente para que los sindicatos y la izquierda social y política afrontaran esta etapa con realismo -escasas posibilidades a corto plazo de impedir la avalancha de reformas regresivas- y, al mismo tiempo, con voluntad de cambio basada en una mayor consistencia de sus apoyos en la sociedad -para frenarlas, influir en ellas y promover su modificación-. En esos meses se configuró una dinámica que restaba apoyo social y legitimación popular a esa política y los sindicatos consiguieron mayor credibilidad ciudadana para las propuestas de cambio a corto y medio plazo, mayor liderazgo social. Para afianzar esa tendencia era necesario continuar con la exigencia de rectificación de esa política antisocial, incrementar los apoyos sociales en defensa de los derechos sociolaborales y reforzar la autonomía y la consistencia de esa amplia izquierda social desde la legitimidad democrática. Son ideas que este otoño estaban en la discusión sindical sobre cómo afrontar la evidencia de la continuidad de la política gubernamental, la ausencia de rectificación, la aplicación de la reforma laboral, la ratificación en su reforma de pensiones, y la prolongación de la crisis socioeconómica y del empleo, en el contexto de la hegemonía liberal-conservadora en las políticas y las decisiones de la UE12.

            Las preocupaciones, incertidumbres y comentarios en las bases y las estructuras sindicales han sido muy amplios y generalizados. Pero el debate sistemático y profundo sobre la nueva situación y las opciones a seguir, muy limitado. La opción de continuar con el rechazo a esa política exigiendo su rectificación se combinaba con el deseo de no continuar la dinámica de conflicto social, acomodándose a pequeños resultados. Finalmente, la mayoría de los órganos dirigentes de los grandes sindicatos, han escogido una orientación distinta a la practicada durante todo el año 201013: colaborar con su aval a una reforma estructural especialmente regresiva, aun con ligeros retoques pero sin mejoras significativas ni cambios sustantivos.

            No obstante, esta nueva actuación sindical de apoyo a este pacto social tampoco resuelve un problema fundamental: no ha conseguido cambiar el plan gubernamental de fuerte recorte de los derechos de las pensiones. El balance en cuanto a ‘resultados’ de mejora de condiciones y derechos sociolaborales de las dos opciones queda empatado. El proceso de confrontación general no ha impedido la aplicación de la reforma laboral, el fuerte retroceso de derechos sociolaborales. El acuerdo social actual no ha evitado el fuerte recorte del sistema de protección social. La diferencia es la dimensión social de cada una de las dos actuaciones: la primera favorece la articulación democrática de una ciudadanía activa y, por tanto, facilita el acercamiento a esa conquista; la segunda, desactiva esa participación popular y la consistencia de esa conciencia social frente a unas medidas injustas, aleja la posibilidad de su cambio y refuerza el retroceso de la protección pública.

            La firma del pacto social, por la mayoría de las direcciones sindicales, es una huida hacia delante. Pretende dar una apariencia, con poco fundamento, de suavización del fuerte recorte del plan gubernamental, e intenta legitimar esa actuación sindical por esa supuesta mejora relativa. Pero como se ha explicado, el freno es irrelevante y el avance global del sistema público de pensiones prácticamente nulo. Es verdad que el conflicto social de estos meses no ha sido capaz de conseguir una rectificación sustancial de la política gubernamental. Es necesario y realista evaluar los condicionantes de esa impotencia y cómo salvarla a corto o medio plazo. Pero a ese problema se ha añadido otro con el pacto social: las dificultades de legitimación de esta actuación de los responsables sindicales, el declive de su liderazgo social, su menor capacidad representativa de la sociedad, la consolidación de una merma de derechos. Y todo ello genera una dinámica más problemática: una posición más pasiva de la ciudadanía ante nuevas agresiones, una mayor subordinación popular ante los poderosos junto con dinámicas reactivas y sectarias, una menor capacidad contractual y de influencia del sindicalismo para cambiar la política socioeconómica dominante. Con el compromiso de esos órganos de dirección de los sindicatos con ese recorte de la protección social no se sale del callejón sin salida de una relativa impotencia transformadora del sindicalismo y la izquierda social y política. La apariencia del reconocimiento institucional a esos representantes sindicales por su colaboración ante decisiones importantes es acosta de aumentar su ‘responsabilidad’ para aceptar las políticas dominantes. Y es difícil que dure ante la cadena de medidas agresivas hacia las capas populares y un contexto prolongado de crisis económica y de empleo y políticas de austeridad. Continuar por esa vía de no oponerse a esa dinámica y defender su cambio, profundizaría el desgaste de su representatividad y confianza popular y también su capacidad contractual. Necesitan salir de esta trampa, aunque deberán dedicar nuevos esfuerzos para recuperar la confianza perdida y poder encabezar nuevamente la defensa y mejora de esos derechos sociolaborales. 

            Es lógica una relativa frustración popular al no detener de inmediato esa política antisocial y esta dinámica de incertidumbre, pero peor es el completo fatalismo, la rendición total y el sálvese quien pueda o la simple adaptación individual y fragmentada. El no aportar mejoras concretas disminuye la credibilidad de los dirigentes sindicales, pero si la impotencia es colectiva y todos hemos hecho lo que hemos podido no hay responsabilidad particular por esa gestión sindical. Es el caso de la reforma laboral y la huelga general del 29-S. El problema sería que el adversario es mucho más fuerte, y esa amplia izquierda social, aunque mayoritaria en muchos aspectos, es frágil en su capacidad transformadora. El error viene por la simple mirada cortoplacista y superficial, no valorar las dinámicas sociopolíticas y de legitimación social que se generan para seguir exigiendo esas mejoras y cambios, para hacer fuerte esa corriente social, mayoritariamente en contra de esas medidas pero sin la suficiente articulación, continuidad y consistencia. Así, en vez de afrontar la realidad de la dificultad para conseguir con la acción sindical resultados netos, se traslada la actividad a fabricar su apariencia, aun acosta de intentar confundir a la gente y a sí mismos. Pero ese atajo dura poco, es contraproducente y, como se ha visto, no ha fructificado entre la mayoría de la ciudadanía. En definitiva, se requiere una nueva reflexión sobre el papel de la izquierda y, particularmente, sobre las estrategias sindicales, sobre su validez para fortalecer la doble función de los sindicatos: influencia para conseguir resultados en sus reivindicaciones, y capacidad representativa y legitimidad popular.

            En los trece años anteriores a la crisis económica ha habido un contexto de alto crecimiento económico y del empleo, con aumento del poder adquisitivo de las familias (aunque no se ha resuelto la alta precariedad laboral, un Estado de bienestar avanzado con una buena base fiscal y un mejor aparato productivo). El bagaje cultural, la experiencia organizativa y la estrategia sindical dominantes en ese periodo, basados en el diálogo social y una relativa paz social y laboral, son insuficientes para encarar la orientación sindical en esta nueva etapa de crisis socioeconómica y del empleo y de regresión en las condiciones y derechos sociolaborales. No se trata sólo de revisar la combinación del binomio movilización-negociación, ni en las características de cada uno de los dos y su relación. Tampoco las únicas alternativas practicables eran pacto social o huelga general (inmediata). El temor de los responsables sindicales a las dificultades y riesgos de lo segundo no tenía porqué llevar a lo primero. La impaciencia por intentar demostrar que hacían una cosa importante evitando el conflicto ha condicionado su opción por el pacto. Pero la mayoría de la sociedad –y seguramente de sus afiliados y bases sociales- considera negativas esas medidas aprobadas. Su error adicional es pensar que los demás firmantes –todopoderosos en el plano mediático e institucional- iban también a intentar ocultar el alcance del recorte, cuando era clave explicarlo a los mercados y la UE. Por tanto, Gobierno y patronal (y hasta Merkel) han expresado su satisfacción por la consolidación de la política de austeridad y la neutralización del conflicto social; pero, al mismo tiempo, han reducido la credibilidad ciudadana de la interpretación embellecida de la actuación sindical.

            No obstante, más allá de otras circunstancias como la francesa, los dirigentes sindicales españoles podían haber echado mano de otra experiencia relevante, la de los sindicatos alemanes, muy moderados en muchos aspectos. Ante una reforma similar del sistema público de pensiones, no convocaron una huelga general pero tampoco la  apoyaron, y abrieron una confrontación importante contra ella (junto con otras organizaciones sociales y los diputados de la izquierda, los verdes y una parte de los socialdemócratas). Por supuesto, esa respuesta tampoco ha impedido que se aplique esa reforma igual de regresiva, pero al sindicalismo (y la izquierda dentro y fuera de la socialdemocracia) le ha permitido continuar con una fuerte implantación y representatividad para seguir defendiendo los intereses de las clases trabajadoras de su país.

            Sin embargo, en los sindicatos de España apenas se ha iniciado ese debate estratégico. Parece que la opción adoptada viene condicionada por la incertidumbre producida por la opción contraria de un conflicto más general y a medio plazo. Ha sido convenientemente deformada como irrealista y contraproducente. Era difícil y conllevaba un replanteamiento de la acción sindical, los discursos y los mecanismos organizativos. El vértigo sindical era adentrarse en una dinámica inédita en los últimos quince años (no así entre los años 1985 y 1994) de confrontación prolongada con el poder económico e institucional, de firmeza contra esa política regresiva y exigencia de su cambio.

            Lo que no han evaluado bien los dirigentes sindicales es el callejón sin salida que tiene su opción elegida: avalar y corresponsabilizarse con la gestión sociopolítica de esas medidas impopulares. Su consecuencia, aparte de debilitar una salida social a la crisis, es el declive de uno de los factores clave conseguidos por el sindicalismo: su capacidad representativa, su credibilidad popular y la legitimidad social de sus representantes. Esa es la palanca fundamental que puede facilitar resultados y avances concretos en las condiciones sociolaborales de las capas populares y dar confianza y prestigio a las organizaciones sindicales. Se apoya en la ardua actividad de las estructuras sindicales, particularmente las de base con la acción sindical de los trescientos mil delegados y representantes de los trabajadores en las empresas, la mayoría apoyando a los trabajadores y forcejeando con el poder empresarial. Ello les proporciona a los sindicatos una fuente fundamental de representatividad e influencia reivindicativa. Y con esta actuación de sus dirigentes ese aspecto se resiente. Pueden conseguir una tregua parcial y corta en la ofensiva de los poderosos contra la estabilidad institucional de los aparatos sindicales. Pero la política antisocial dominante va acompañada de una presión continuada hacia un mayor desequilibrio en las relaciones laborales, con una mayor subordinación de las clases trabajadoras y una menor capacidad contractual de los sindicatos. Y este pacto social también debilita las potencialidades del sindicalismo para frenar esa política, defender esos derechos y fortalecer su capacidad transformadora.

            El sindicalismo europeo y español tiene una dimensión sociopolítica que forma parte de su identidad. No es estrictamente corporativo, centrado exclusivamente en lo laboral o el ámbito de la empresa. Este acuerdo sobre pensiones se inscribe en ese ámbito más general, sólo que en la dirección contraria, de avalar un recorte de derechos sociales. Los objetivos y el horizonte de progreso y cambio social, explicitado en sus propuestas y alternativas, iban en otra dirección y constituían otro mensaje: defender los derechos sociolaborales y el modelo social europeo con un Estado social y de bienestar avanzado, exigir el pleno empleo de calidad, garantizar la suficiencia del sistema de protección social, promover una salida progresista de la crisis socioeconómica. La evaluación de ese pacto social también hay que realizarla en relación con esos objetivos sindicales y su capacidad representativa y articuladora de las demandas de las clases trabajadoras. Y es difícil casar ese impacto regresivo con esta dimensión social. Es justa la acción por frenar o suavizar un recorte de derechos, tiene sentido celebrar haber evitado una mayor reducción aunque sea muy poca. Lo problemático es no reconocer que se ha producido un retroceso importante, un empeoramiento global y significativo de las condiciones y derechos de la mayoría, y lo que no tiene justificación es avalar y asumir como bueno ese retroceso general14.

            El horizonte para, al menos, los próximos cuatro años, es sombrío para las condiciones socioeconómicas y de empleo, particularmente, de las capas populares. La consolidación de una gestión política liberal-conservadora dominante en la Unión Europea añade gravedad a la situación, particularmente, en España. Se necesitan unos sindicatos fuertes y una izquierda social y política más consistente para impedir una salida regresiva a la crisis y un retroceso relevante en los derechos sociolaborales y  abrir la perspectiva de un modelo social, económico y medioambiental más justo e igualitario.

            Son reflexiones críticas desde la Sociología del trabajo y el sindicalismo que pretenden un debate constructivo. Se trata de andar el camino, pero como es largo y escabroso conviene llevar una buena brújula.

Antonio Antón es profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.


1 Con los derechos anteriores a la reforma el gasto en pensiones podría alcanzar, en la década de 2030, cerca del 13% del PIB. La razón no es el envejecimiento de la población (la esperanza de vida de los mayores de 65 años sólo crece un 2,5% en esa década) sino la incorporación al sistema de la amplia generación nacida en los años sesenta y primeros setenta, muy superior a la nacida en los años cuarenta y cincuenta que se va dando de baja en el sistema. Sin embargo, en la década de 2040, entran los nacidos a finales de los años setenta y en los ochenta, inferiores a la cohorte anterior. Significa que en esa década el crecimiento del gasto en pensiones se vuelve a moderar y lejos de alcanzar el 16% previsto por el Gobierno, probablemente se mantendría en torno a ese 13%. Con esa previsión gubernamental del 16% del PIB la reducción del gasto de 3,5 puntos del PIB sería el 22%, con la hipótesis más realista del 13% del PIB, el impacto reductor podría alcanzar el 27%. Aquí, en todo caso, se destaca esa ‘fuerte’ rebaja del gasto público en pensiones que implica el actual pacto respecto del gasto social que se produciría al mantener los derechos anteriores a la reforma y que situamos en torno a una cuarta parte. Por otro lado, el Gobierno y el acuerdo no contemplan suficientemente el necesario crecimiento de los ingresos al sistema, aspecto clave para financiar ese incremento moderado del gasto.

2 La previsión gubernamental hace un año era de 4 puntos (para el año 2040), y ahora dice que el impacto reductor del acuerdo supone 3,5 puntos, 0,5 puntos (una octava parte) menos de lo previsto con su plan inicial. Dicho de otro modo, el Gobierno ha impuesto lo sustancial de sus objetivos de recorte (87,5%). Esa octava parte (12,5%) restante es lo que se puede considerar que ha renunciado a llevar a cabo. No obstante, el grueso de esa cantidad tiene que ver, sobre todo, con un aspecto no tratado ahora: el reajuste de la pensión de viudedad que en España alcanza al 1,9% del PIB. Este objetivo de restringir las pensiones ‘contributivas’ de viudedad y dejarlas –al igual que el resto- por debajo de la media europea (1,7% del PIB) estaba en el plan gubernamental inicial. Pero, quizá, debido a su carácter especialmente impopular el Ejecutivo ha echado marcha atrás. Por tanto, se puede decir que en el proceso de negociaciones y según el resultado del acuerdo el Gobierno apenas ha modificado alguna décima el recorte del gasto en pensiones de jubilación planteado por él hace un año.

3 Diversos estudios, como se ha dicho, situaban esa reducción media entre el 5% y el 10%. En concreto, aquí se ha utilizado la referencia del 7% de recorte para la gran mayoría de las clases trabajadoras. El Gobierno había llegado a reconocer semanas antes del acuerdo que suponía un recorte del 3,6%, retroceso que los dirigentes sindicales estaban dispuestos a aceptar (si retiraban los 67 años). Pues bien, una vez con el acuerdo en la mano, el Gobierno recupera esa valoración realista que coincide con las investigaciones más rigurosas. Mientras tanto, la interpretación oficial de los responsables sindicales en esta materia insiste en que es neutral (perjudica ligeramente a unos y beneficia a otros), sin ninguna evidencia respaldada por las condiciones del mercado de trabajo y las trayectorias laborales.

4 Como se sabe, la aplicación de los recortes es gradual desde el año 2013 hasta el año 2027, con un periodo transitorio de quince años, en que convivirán pensionistas con derechos anteriores y posteriores a la reforma. Tras el año 2027, los nuevos pensionistas sufren una rebaja media del 20% de de la cuantía mensual de su pensión respecto de las condiciones anteriores. Pero durante los siguientes veinte años (esas décadas de 2030 y 2040) en el sistema van a convivir los dos tipos de pensionistas: los del recorte parcial del régimen transitorio que sigan viviendo y los nuevos jubilados con el recorte total que irán sustituyendo a los anteriores. Ello culminará, aproximadamente, en el año 2050.

5 Hay que recordar que la reforma de pensiones alemana mantiene un sistema público de reparto debilitado (aunque mucho más potente que el español) y constituye un fuerte retroceso de la protección pública y los derechos sociales. Fue fruto de un pacto de la derecha conservadora con el partido socialdemócrata. No obstante, una parte relevante de los diputados socialdemócratas no la apoyó, así como los de los Verdes y la Izquierda. Igualmente, los sindicatos alemanes se opusieron a esa reforma regresiva.

6 Rechazar esa prolongación de la edad legal de jubilación a los 67 años ha sido la bandera apoyada por las grandes manifestaciones de hace un año que consiguieron aparcar esta reforma o un objetivo central de la huelga general del 29 de septiembre, e incluso la exigencia clave en las manifestaciones del 18 de diciembre. Era la línea roja a no traspasar por los sindicatos que admitían concesiones en otros aspectos como en el recorte por la prolongación del tiempo de cómputo a 25 años.

7 En la cohorte de edad de 59 a 63 años sólo el 13% de los cotizantes tiene 35 o más años de cotización, y sólo una parte de ellos puede tener acceso a la jubilación en esas condiciones (65+38,5). El 34,8% tiene entre 30 y 34 años cotizados que ya no llegan a las mismas, aunque sí parte de ellos, podrían jubilarse con más años de edad y sin penalización (66+38,5 o 67+37). Es decir, como máximo el 47,8% de los ‘cotizantes’ de esa cohorte puede aspirar a una de las dos opciones sin penalización (65 o 66+38,5, o 67+37). Pero si se cuenta el conjunto de personas que en esos años ya están en paro (con prestación no contributiva) o con jubilación anticipada el tope se rebaja al 37,3% de ese conjunto. A ese porcentaje se le puede sumar un 6,5% de ese total, correspondiente a personas (con 59 a 63 años de edad) con cotizaciones de 25 a 29 años. Por otro lado, de esa cantidad un tercio de afiliados a la Seguridad Social de 59 a 63 años está en desempleo con cotización social (un 29% de 54 a 58 años, y un 40% de 64 a 68 años). Son cotizantes sin estar ocupados (con prestaciones contributivas de desempleo o en paro con convenio especial); es decir, no van a prolongar su vida laboral y están apurando mejores condiciones. Además, existe otro dato de la propia Seguridad Social que indica que en estos años atrás, en el Régimen General, sólo un tercio se han jubilado sin penalización por alcanzar los 65 años de edad y 35 de cotización.

8 Esa conclusión la sacan de la información del Ministerio de Trabajo (MCVL-2009) sobre las carreras de cotización de los pensionistas actuales, jubilados en los últimos veinte años y nacidos en los años treinta y cuarenta con largas carreras de cotización y menor peso demográfico. Esos datos no sirven para informar sobre las cotizaciones de los trabajadores que se van a jubilar en los próximos años y décadas. Es un indicador inadecuado que sobreestima la amplitud de esa posibilidad. El dato fundamental es la distribución de los ‘actuales trabajadores’ según la edad y los periodos de cotización realizados, también expuestos en la Muestra continua de vidas laborales -MCVL- del Ministerio de Trabajo (aquí se utiliza la última publicada con acceso público -2008-, que corresponde al año 2006, y que cualquier persona puede consultar en las Estadísticas de la Seguridad Social).

9 Por otra parte, con 64 o más años de edad y 35 años de cotización solamente hay un 25% de trabajadores cotizantes con 35 años o más de cotización. Otro 25% tienen entre 30 y 34 años de cotización; su posibilidad máxima es cumplir los 67 años con 37 de cotización sin penalización (o a partir de 63 + 33, con fuerte penalización). La mitad restante (12,5% entre 25 y 29 años de cotización; 20% entre 15 y 24 años, y 17,5% menos de 15 años) estará sujeta a mayores penalizaciones por no reunir los dos requisitos básicos. Así mismo, con datos a diciembre de 2010, entre 60 y 64 años hay 507 mil asalariados y 318 mil jubilados (anticipadamente) del Régimen General, es decir, más del 38% del total de ambos. Por otro lado, desempleados de 55 y más años hay 430 mil (con prestaciones contributivas 189 mil y no contributivas 241 mil).

10 Esa idea ya estaba reflejada en el plan gubernamental de hace un año: ver mi estudio Pensiones y Empleo, de marzo de 2010, en la Fundación 1º de Mayo.

11 Es la contrapartida impuesta a los sindicatos por la ‘concesión’ gubernamental de no aplicar a todos la edad de jubilación a los 67 años y salvar a una parte de trabajadores de ese tope. Pero incluso este aspecto de ‘flexibilidad’ ya estaba previsto por el Gobierno en su plan de hace un año, en que reconocía junto con la edad legal a los 67 años la posibilidad de jubilarse a los 65 (o 66) años, pendiente de definir qué penalización aplicar (finalmente de 7,5 puntos por año, y con la excepción de ese segmento). Su plan no se basaba en la ‘rigidez’ de una norma (67 años) que haya cambiado por la ‘flexibilidad’ de varias edades para la jubilación. Antes ya estaban todas esas edades. Su objetivo expreso es el incremento de la edad ‘real’ de jubilación, eliminando, prácticamente, las jubilaciones a edad temprana (menos de 63 años). Así,  se agota la generación cotizante antes de 1967 que tiene ese derecho a jubilarse anticipadamente desde los 60 años (con importantes penalizaciones), opción ampliamente utilizada las tres últimas décadas, y sin que se reconozca esa opción a los cotizantes posteriores; se restringe la de los 61 (o 62) años, sólo para trabajadores de empresas en crisis, y se deja casi inoperativa la jubilación parcial. Por otro lado, se reconoce la posibilidad de jubilación anticipada sólo a partir de los 63 (o 64) años de edad y con 33 de cotización, aunque con mayores exigencias y penalizaciones. Y se convierte la jubilación ordinaria a los 65 años también en anticipada (salvo para una minoría) con esa penalización adicional de 15 puntos. Finalmente, se introduce la referencia mayoritaria de 67 años (obligatoria para los que no lleguen a 33 años de cotización). Sin embargo, esta variedad de posibilidades formales no puede esconder sus dos objetivos y efectos fundamentales: aumentar la edad real de jubilación y/o incrementar las penalizaciones (cotizar más y/o percibir menos).

12 Por mi parte, ver “Perspectivas tras la huelga general del 29-S”, en Fundación Sindical de Estudios de CCOO de Madrid, noviembre de 2010; en esas semanas se publicaron varios artículos en Nueva Tribuna y distintas revistas y un informe amplio en www.pensamientocritico.org

13 Sus antecedentes fueron la concentración estatal de diciembre de 2009 y las grandes manifestaciones contra el plan gubernamental de reforma del sistema de pensiones de febrero y marzo de 2010, continuaron con los paros de los empleados públicos, culminó con la masiva huelga general del 29-S, e incluso siguió hasta las manifestaciones del 18 de diciembre pasado, en donde dirigentes de CCOO (contra la opinión de la dirección de UGT) llegaron a amenazar al Gobierno con continuar la movilización e incluso convocar otra huelga general si no retiraba la referencia para la edad de jubilación a los 67 años. A partir de ahí se produce el giro de la actuación de la mayoría de los dirigentes de los dos grandes sindicatos.

14 Por ejemplo, no tendría sentido, tras la merma de derechos sobre los despidos y aunque se consiga una mejora relativa en las condiciones de aplicación de los despidos a través de los EREs, decir que la reforma laboral es buena porque se ha suavizado.