Antonio Antón
Precariedad y derechos sociales en la época de la globalización
I.-Introducción. Precariedad y trabajo. Desigualdad y derechos.
II. El derecho universal a una vida digna. Interpretación neoliberal, liberal y de la izquierda.
III. La cultura de los derechos sociales y la segmentación social. La acción contra la exclusión social y por la igualdad en el siglo XXI.
IV. La tradición bienestarista y la crisis del Estado de Bienestar.
V. La legitimidad de la protección social en la época de la globalización.
VI. Incondicionalidad y contributividad. Prestaciones básicas y rentas sociales.
VII. Derechos y deberes. Contrato social y neoliberalismo.
I. INTRODUCCIÓN. PRECARIEDAD Y TRABAJO. DESIGUALDAD Y DERECHOS
En esta introducción voy a destacar estos dos aspectos. En primer lugar, expongo sintéticamente las características y efectos de la última reforma laboral que se puede sintetizar en un rasgo: más precariedad, y seguidamente, el mal acuerdo sobre las pensiones. En segundo lugar, planteo algunas reflexiones introductorias sobre el marco más general de las transformaciones del trabajo y del deterioro de los derechos sociales, para abordar, en los capítulos posteriores, la necesidad de una nueva ciudadanía social en esta época de la globalización, con una mayor adecuación de su fundamentación. Es pertinente esta reflexión en un plano más teórico, con una valoración crítica del pensamiento liberal, especialmente ahora que se van poniendo de moda las terceras vías o las reformas del sistema fiscal y del gasto social (como la última propuesta del PSOE) que, distanciándose todavía más, de las tradiciones socialdemócratas y de izquierda sobre los derechos sociales, retoman nuevamente los argumentos liberales.
Comienzo por la coyuntura. Después de seis meses de conversaciones sin suficiente presión sindical y a pesar de que los negociadores de CCOO y UGT estuvieron dispuestos a hacer concesiones a la patronal y que el acuerdo estaba próximo, la CEOE se sintió fuerte, con el respaldo del Gobierno y sin ningún motivo para rebajar sus exigencias. El final ha sido la suspensión de las negociaciones sobre empleo, la quiebra de la atmósfera de diálogo social y la intervención del Gobierno con su ‘decretazo’ del 3 de Marzo, que profundiza las reformas laborales anteriores.
Tres rasgos hay que destacar en esta coyuntura:
La imposición de una mayor flexibilidad del mercado de trabajo: en la salida del mercado de trabajo, en las formas de suspensión de la relación laboral, a través del abaratamiento del despido con la generalización del despido improcedente de 33 días, y en la entrada y permanencia en el mercado laboral, es decir, en los sistemas de contratación, con la desregulación y flexibilidad del contrato a tiempo parcial, los nuevos contratos basura de formación (con menos salario y sin protección al desempleo) y el llamado de ‘inserción’, y el comienzo de las posibilidades de despido en una parte del sector público.
La consolidación de las altas tasas de temporalidad y precariedad: con especial relevancia para las mujeres y gran parte de la juventud, y con profundización de la dualidad social y la aparición de nuevos riesgos de exclusión social. Si a esto le añadimos los efectos de la nueva Ley de Extranjería, al mantener a los inmigrantes, en particular a los sin papeles, en una situación de mayor precariedad e indefensión, el resultado es la ampliación de la segmentación y estratificación del mercado de trabajo.
El tercer rasgo es el fracaso de la estrategia y del modelo de diálogo social dominante estos cuatro años, que comento seguidamente.
Para valorar la importancia y profundidad de esos rasgos conviene comparar y distinguir el contexto del 97 y el actual y, así, explicar las decisiones del Gobierno y la fragilidad del diálogo social actual. El Ejecutivo del PP en el 96, minoritario en el Parlamento, estaba necesitado de asegurarse la paz social y conseguir una mayor credibilidad. El aval de legitimidad proporcionado por los sindicatos mayoritarios tenía un mayor valor, su capacidad de amenaza y de generar conflicto social conservaba más credibilidad y todavía cierta operatividad ya que hacía dos años, en 1994, habían convocado la última Huelga General contra la reforma laboral del PSOE.
Las reformas pactadas del 97 se han pretendido justificar como medios para la estabilidad en el empleo y para el mantenimiento de las pensiones. Tras cuatro años, a pesar de la disminución del paro y la creación de más empleo debido, fundamentalmente, al crecimiento económico, se ha comprobado la realidad: mantenimiento de la temporalidad, abaratamiento de los despidos y recorte de las pensiones. La nula reducción de la precariedad y el empeoramiento de las condiciones laborales para la mayoría han supuesto una mayor frustración social. Pero, además, aquellos acuerdos han consolidado la paz social y han permitido una gran embellecimiento del llamado modelo de diálogo social, para justificar una estrategia concertadora. El resultado final es que no ha servido para conseguir reformas positivas y concretas para los trabajadores, en particular, los más indefensos y precarizados, ni para fortalecer la capacidad contractual y movilizadora del sindicalismo.
La ‘estrategia de acuerdo’ sólo ha permitido un mayor reconocimiento simbólico de los aparatos sindicales, su protagonismo mediático, ciertas contrapartidas de estabilidad logística, financiera y de formación, y una apariencia de capacidad reguladora de las relaciones laborales, del mercado de trabajo. Digo apariencia, porque no se ha generado una modificación sustancial de esa realidad laboral, sino que se ha producido una corresponsabilidad sindical para su readecuación y adaptación de acuerdo con las necesidades gubernamentales y empresariales. Por tanto, esa imagen dada por los aparatos sindicales de haber participado en el ‘cogobierno de la regulación laboral’, es un embellecimiento de su papel subordinado con respecto a los planes y objetivos económicos y laborales de Gobierno y patronal. Esa apariencia de ‘cogestión’ ha proporcionado un estatus social de los sindicato muy frágil, al comprobar que nos eran tan imprescindibles y esa imagen se ha derrumbado rápidamente para sorpresa de muchos.
El actual diálogo social está muy subordinado a las necesidades muy puntuales de legitimidad del Gobierno y no a la capacidad de presión reivindicativa de los sindicatos, o a la aceptación de una gran pacto institucional basado en una correlación de fuerzas equilibrada, como en algunos países europeos, o en las décadas keynesianas de los 60 ó 70. Con los resultados electorales pasados y el plus de representatividad parlamentaria conseguido por el PP, es evidente que el Gobierno no necesitaba tanto ganar credibilidad de la mano de los sindicatos. El capital sindical de ofrecer legitimidad o amenazar con su capacidad de desgaste y conflicto social ha disminuido y vale mucho menos, como para arrancar concesiones de cierta importancia al Ejecutivo y la patronal que se sienten mucho más fuertes. El Gobierno de la derecha considera que corre pocos riesgos de un gran desgaste y conflictividad, y se atreve a amenazar con una reforma más profunda (no continuidad de los derechos básicos pactados en los convenios, centralización de la negociación colectiva, retroceso salarial...) con mayor indefensión de los trabajadores y desestabilización del papel de los sindicatos en las empresas.
Dos respuestas en el debate sindical
a) Prioridad a pasar página de la reforma laboral, recomponer el diálogo social y firmar rápidamente el acuerdo de las pensiones.
Ha sido la apuesta de la mayoría de la dirección de CCOO. Consiste en seguir la apariencia de diálogo, la aproximación a los planes del Gobierno y patronal con la aspiración de frenar una mayor dureza en las reformas; recomponer esa imagen de interlocutores, con una mayor fragilidad de la capacidad contractual, renunciando a los objetivos reivindicativos de empleo estable y cohesión social, y mantener más paz social junto a las expectativas de una negociación a la baja con nuevas renuncias, en pensiones y sobre la negociación colectiva.
En todo caso puede haber una oposición débil, retórica y sin generar un clima de confrontación suficiente. En este sentido, es positiva la posición de UGT de plantear la necesidad de una Huelga General con un discurso algo más incisivo, para no legitimar las reformas del Gobierno.
Los riesgos de la ‘estrategia de acuerdo’.
Seguir con esa posición exclusivamente negociadora, de renuncia a la movilización frente a la reforma laboral y abundando en el diálogo y la paz social profundiza tres riesgos importantes:
Continuar el debilitamiento de la capacidad movilizadora y contractual del sindicalismo: de su credibilidad, de su prestigio social, de su representatividad sobre la mayoría de personas precarias y jóvenes, de su potencialidad movilizadora o de una amenaza creíble; se genera una mayor indefensión en las empresas ante una mayor flexibilidad interna o a iniciativas antisindicales; igualmente se deteriora el estatus de los sindicatos como interlocutores para regular las relaciones laborales, y disminuye su valor simbólico y mediático e incluso la estabilidad logística de sus aparatos; hay una consolidación burocrática e institucional de los aparatos sindicales y dinámicas autoritarias y poco participativas a nivel interno; además la mayoría de la burocracia sindical se instala en la perpetuación de sus propios intereses y en la impotencia y resignación con la ausencia de una perspectiva transformadora. Es decir, se conforma un modelo de respetabilidad ante el poder institucional que no resuelve la disminución del papel reivindicativo de los sindicatos.
Consolidación de la precariedad y la división social: de la temporalidad y la precariedad del empleo; de la segmentación del mercado de trabajo y la dualidad social con una mayor estratificación y desigualdad; se dará una más profunda precarización, pobreza y exclusión hasta el último escalón de la inmigración sin papeles; a eso hay que añadir el probable deterioro de las pensiones y prestaciones de desempleo, y el debilitamiento de la cultura de los derechos sociales y de sus fundamentos universalistas e igualitarios. En particular, forzando una socialización de las nuevas generaciones en la precariedad y la subordinación y disciplinamiento laboral.
Imposición de un modelo político y socioeconómico neoliberal: con la subordinación a los intereses de los poderes económicos, en el marco de la globalización, y marginación de la capacidad reivindicativa de los sindicatos. En el plano cultural y normativo, se entroniza el nuevo concepto de flexibilidad, de adaptabilidad de las personas, de las condiciones laborales y de empleo de trabajadores y trabajadoras, a las necesidades del mercado, de la productividad, forzando una nueva subordinación a la economía y a la jerarquía empresarial, e intentando debilitar aún más la conciencia popular de los derechos laborales y sociales.
b) La segunda respuesta es la de confrontar con el Gobierno y reafirmar los objetivos reivindicativos y la acción movilizadora.
Esta posición está defendida por las corrientes críticas y de izquierda sindical de CCOO y otros sindicatos minoritarios, promoviendo un debate de ideas cuyo alcance definirá el comportamiento sindical en los próximos meses, con el debate parlamentario de la Ley de la reforma laboral y el grado de rechazo social a su aprobación, con la rémora desmovilizadora del acuerdo sobre las pensiones y la amenaza de un retroceso en la nueva normativa de la negociación colectiva.
En primer lugar, sería preciso desarrollar una firmeza reivindicativa: contra el decretazo de la nueva reforma laboral, por una reducción sustancial de la temporalidad, del paro y la jornada laboral y por la mejora de las pensiones, de las prestaciones de desempleo y las rentas sociales, por la defensa de los derechos sociales.
Al mismo tiempo se debería fortalecer la tensión movilizadora del movimiento sindical. Es necesario tener realismo por las dificultades para una movilización fuerte y sostenida; pero ello exige tenacidad y firmeza en una estrategia de confrontación social, por la recuperación de la capacidad de movilización, por generar un clima de contestación social, sin priorizar los acuerdos a la baja; esto conlleva unos planes concretos, de fondo y prolongados, de debate, participación y dinamización por abajo en los centro de trabajo, en la sociedad, para ganar credibilidad y fuerza entre la población trabajadora y precaria. Igualmente se deberían aprovechar y estimular todos los conflictos sindicales y sociales, ampliando las redes de colaboración y apoyo: desde la acción contra la siniestralidad laboral, a las movilizaciones contra la ley de Extranjería, o la acción de los empleados públicos y la negociación colectiva, o el apoyo a la extraordinaria lucha de los trabajadores de Sintel, hasta movilizaciones generales como la Huelga general de Galicia; por último hay que estimular el debate sobre la conveniencia de una Huelga General contra las agresiones del Gobierno y la patronal. Por tanto, el sindicalismo crítico y alternativo que tiene dificultades para imponer un giro sindical hacia la izquierda, debe mantener esa perspectiva transformadora, la oposición a las medidas del Gobierno, un discurso crítico y una acción contra la precariedad.
El segundo aspecto de esta coyuntura es el mal acuerdo sobre pensiones.
En primer lugar destaco algunas mejoras: Subida muy limitada de algunas pensiones, se constituye un Fondo de Reserva, se restablece la posibilidad de jubilación anticipada, el Estado asume la financiación de los complementos de mínimos.
Las medidas más negativas del acuerdo son:
Se siguen reduciendo las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, se estimulan los planes y fondos privados de pensiones, se fomenta el retraso de la edad de jubilación después de los 65 años, y legitima un nuevo recorte a partir del 2003 al avalar otra ampliación del período de cálculo de la base reguladora. Este es un aspecto grave que merecería un comentario más amplio
En conclusión este acuerdo merece una valoración globalmente negativa. Las mejoras son muy limitadas e insuficientes. Los aspectos negativos son substanciales y abundan en el camino de las anteriores reformas de las pensiones. Se renuncia a los objetivos de un aumento importante del conjunto de las pensiones y al fortalecimiento del sistema de reparto, favorece el aumento de los beneficios empresariales y da ventajas al sistema financiero; además tiene importantes efectos sociales y culturales: afianza la segmentación social, deteriora el sistema de protección social y debilita la cultura universalizadora de los derechos sociales.
Pero también es rechazable por sus efectos políticos y sindicales. Este pacto legitima aún más al Gobierno del PP, en un momento en el que acaba de aprobar importantes medidas de reforma laboral que refuerzan la precarización del mercado de trabajo. Como valoraba en el anterior número de esta revista esa reforma merecía una respuesta contundente por parte del movimiento sindical. Con este acuerdo se intenta pasar página, fortalecer la paz social y neutralizar una fuerte oposición.
Las tendencias pactistas de la dirección de CCOO han profundizado la división sindical, quedando más rota la frágil unidad de acción con UGT que ha mantenido la oposición a su firma, reclamando mayor firmeza frente al Gobierno. Queda pendiente la negociación de la reforma de los convenios colectivos. Pero todo hace indicar que las tendencias dominantes en este contexto sindical y social es a consolidar la paz social con la preponderancia de un sindicalismo institucionalizado.
La situación socioeconómica sigue siendo grave, el descontento y malestar social es importante, los motivos para la movilización social, evidentes, pero las principales fuerzas políticas y aparatos sindicales siguen apostando por el consenso social y no por una estrategia movilizadora y de oposición, mientras se debilitan las capacidades transformadoras de la izquierda y del movimiento sindical. Pero sigue vigente la tarea de fortalecer la contestación social, generar una mayor conciencia crítica, resistir contra los retrocesos y aprovechar y estimular los conflictos sociales.
En segundo lugar y para no quedarse en la coyuntura es necesario situarse en una perspectiva más amplia de las transformaciones de mercado de trabajo y de los derechos sociales en general, para estimular el debate y un pensamiento crítico con respecto a las ideas y tendencias que van a marcar la próxima década.
Los cambios del último cuarto de siglo han conllevado una profunda modificación del trabajo y su vinculación con los derechos sociales, con la ciudadanía, en el marco de la globalización.
El primero, el trabajo, por las importantes transformaciones del empleo, de su segmentación y distribución desigual, por la nueva precarización y los sistemas de trabajo en esta era ‘informacional’; pero también, por los cambios en el papel que cumple, en los valores y cultura asociados a él.
El segundo aspecto, los derechos sociales y la ciudadanía, por ser cuestionados y sobrepasados por el aumento de las demandas sociales y la presión neoliberal. Esto tiene una gran dimensión social: El deterioro de la ciudadanía social no afecta sólo a un sector marginal o excluido; afecta, principalmente, a un tercio de la sociedad empobrecido y precarizado, y, en parte, a la mayoría del segundo tercio, con riesgos de vulnerabilidad. En el caso de la juventud, la precariedad laboral (de sus empleos y derechos) es la característica dominante.
Es imprescindible avanzar elementos de reflexión sobre unas nuevas propuestas de afirmación de la ciudadanía, de los derechos humanos y de los mecanismos de integración social, es decir, sobre la cultura universalista de los derechos y cómo enlazan con la conciencia y con la nueva estructuración social, con los cambios culturales y de mentalidad de las generaciones jóvenes.
Dos aspectos son fundamentales: la adecuación del derecho al trabajo y la defensa del derecho universal a una vida digna, a una renta suficiente para vivir.
El primero debe mantener el objetivo de un empleo estable y con plenos derechos para quien ‘voluntariamente’ lo desee, y la renovación cultural necesaria para la revalorización de la actividad y el trabajo extramercantil;
En relación al segundo, se debe garantizar que todas las personas tengan una renta y unos bienes suficientes para vivir dignamente, en el marco de la exigencia de la consolidación de los derechos sociales y la sociedad de bienestar contra el predominio del ‘mercado’. Las ideas básicas son las siguientes: en una sociedad segmentada, con fuerte precarización y con una distribución desigual del empleo, de la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y una renta suficientes para vivir; por tanto, es necesario un ingreso, salario o renta ‘social’ para todas las personas desempleadas o sin recursos, incondicional con respecto al empleo, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social. En definitiva, se trata de garantizar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadanía social con una perspectiva igualitaria.
II. EL DERECHO UNIVERSAL A UNA VIDA DIGNA
En las sociedades occidentales se estableció el Estado de bienestar, entre otras cosas, como un conjunto de instituciones y prestaciones sociales tales como enseñanza, sanidad, pensiones, subsidios, subvenciones a la vivienda, al transporte público... Algunas son más dependientes del empleo, otras de las rentas; unas de carácter más universal y otras más limitadas. Son para cubrir los riesgos (enfermedad, paro, vejez) y también para ampliar el bienestar colectivo Todo ello ha constituido la concreción de los derechos sociales y la ciudadanía social en Europa, cuya base y resumen se puede establecer en el derecho a una ‘vida digna’, detrás del cual hay un fuerte componente moral, que nos retrotrae a la conciencia popular de lo que es ‘digno’ o ‘justo’.
Sin embargo conviene distinguir varios tipos de interpretación. En primer lugar está el neoliberalismo, que aun admitiendo la conveniencia de dar satisfacción a las necesidades básicas de las personas que lo necesitan, se resiste a concebirlo como ‘derecho’ dejándolo como función de la beneficencia. A los ‘necesitados’ se les podría dar unos ingresos mínimos para su supervivencia, pero no serían sujetos de un derecho que puedan reclamar colectivamente. Su situación se consideraría injusta, pero no hay responsabilidades que puedan generar ‘deberes’ de las instituciones sociales. Es más, el neoliberalismo comenzará una fuerte cruzada contra los derechos sociales al considerarlos incompatibles con los derechos civiles y políticos: los derechos sociales considerados como una redistribución de la riqueza, tenderían a romper la ‘espontaneidad del mercado’ atentando al orden social liberal.
En segundo lugar, está el liberalismo llamado social, que reconoce el derecho a una vida digna, es decir el derecho a una renta básica, a unos bienes mínimos, suficientes para vivir. Se admiten unos derechos sociales, pero ´básicos’ y tienen como función proporcionar al individuo unas bases mínimas, a partir de las cuales se pueda comportar ‘libremente’. Se trata de dar una base común, unos bienes básicos para quienes no los tienen, para poder tener acceso a una mayor igualdad de oportunidades y posibilidades de elección. A partir de ese primer escalón se podría justificar la desigualdad, derivada de la actividad de cada cual: empleo, beneficios empresariales y de rentas... Por tanto los derechos sociales serían ‘básicos’, se corresponderían con un Estado social ‘de mínimos’, y serían proporcionados no necesariamente de forma colectiva, ni con un criterio redistributivo de la riqueza.
No obstante, desde el pensamiento liberal también nos encontramos con un discurso contra la exclusión y la marginación, por el deber social de evitar la pobreza y el paro y con el objetivo de inserción social en el orden social vigente y de inserción laboral como mejores fórmulas de garantizar la integración social. Por tanto, se justifica en un criterio universalista, en cuanto ciudadanos, para ‘los que lo necesitan’, pero en un nivel mínimo que se podría considerar del umbral de la pobreza. Es la tradición británica desde la Ley de Pobres hasta el plan Beveridge de 1942 que se basaba en estos postulados, y que he comentado antes.
En tercer lugar está la tradición socialdemócrata y marxista, que defiende los derechos sociales como un conjunto de reivindicaciones al Estado o las instituciones públicas sobre unos bienes más amplios, con una concepción más solidaria y transformadora hacia la igualdad social, que se acentuará en la versión marxista. El objetivo ya no es sólo dar un soporte mínimo a la ciudadanía, sino distribuir colectivamente unos bienes sociales de forma equitativa. Se contempla no tanto la situación de pobreza y exclusión, sino una clase obrera homogénea, cuya base principal es el empleo y tiene determinados riesgos que hay que cubrir. Aparece en primer plano el ‘derecho al trabajo’, a un empleo digno, fijo, estable y con ‘derechos’. Los derechos sociales, además de en la ciudadanía, estarán basados también en la ‘contribución’ a través del empleo y las cotizaciones sociales e impuestos, y serán una parte más del salario, es decir, serán un salario indirecto o social compensatorio en situación de riesgo o necesidad -la enfermedad, el paro, la vejez, etc.-. El antecedente es la tradición contributiva alemana iniciada con Bismarck de construir el Estado social, incorporada y ampliada, en gran medida, por la IIª Internacional.
Será el británico Marshall, desde una óptica socialdemócrata, quien presentará y elaborará una síntesis, sobre la que se mantendrán las tensiones de las dos últimas corrientes, ampliándolas sobre la base de la justificación de los derechos sociales en la ciudadanía social, como una base mínima igualitaria y compatible con el crecimiento económico y la estabilización del sistema sociopolítico. Legitimidad del derecho universal a una vida digna y, por tanto y además de otros bienes básicos, de la disponibilidad de una renta suficiente para vivir.
III. LA CULTURA DE LOS DERECHOS SOCIALES Y LA SEGMENTACIÓN SOCIAL. LA ACCIÓN CONTRA LA EXCLUSIÓN SOCIAL Y POR LA IGUALDAD EN EL SIGLO XXI
Cuando se están consolidando los derechos sociales en los años 60 y 70, comienza la crisis socioeconómica, se inicia un cambio en la correlación de fuerzas en favor de políticas neoliberales y de recorte del gasto social y se produce una segmentación de las clases populares. Lo que antes era una clase obrera relativamente homogénea, con casi pleno empleo, bastante estabilidad y ascenso progresivo en los bienes de consumo y en los derechos sociales, ahora se divide, al menos en tres grandes bloques, aproximadamente, en tres tercios de la población.
Los intereses se fragmentan y las bases reales de los derechos sociales y la ciudadanía son desiguales. De ahí que la defensa de la ciudadanía social tenga variadas repercusiones y énfasis entre los diferentes sectores, que además se ven afectados de forma diversa por distintos aspectos de los propios derechos sociales: las pensiones, la salud, el paro y las prestaciones de desempleo, la precariedad laboral y la estabilidad en el empleo, etc. Se rompen las bases comunes para el avance en la solidaridad, con la dificultad de una generalización común de la concreción de los derechos.
Los derechos sociales aparecen como una referencia programática o de valores común, pero con una base de necesidades e intereses diversas. Permanece una cultura amplia sobre la existencia de unos derechos colectivos, pero una realidad muy desigual de la materialización de esos derechos y, en consecuencia, de la experiencia y grado de interés y exigencia de cada aspecto de esos derechos que está asociado a diferentes segmentos de la población. Hay una diversidad de situaciones reales, de experiencias parcelizadas que dificultan la exigencia unificada de la concreción de estos derechos. Se mantienen como referencia moral, pero ya es difícil que constituya una única plataforma reivindicativa para el grueso de la población trabajadora o precaria. Así, aparece un nuevo reto para favorecer la solidaridad y la ‘universalización’, con un sentido igualitario, pero con mecanismos que actúan de forma desigual entre los diferentes segmentos sociales, donde existen varias tendencias sociales -privatización, mantenimiento y deterioro- que, a grosso modo, corresponden con cada uno de los tres tercios de la población.
Parto del derecho universal a una vida digna, a tener los medios y rentas necesarios para ‘existir’. Es un derecho ciudadano universal e incondicional, igual para todos. Pero su ejercicio es desigual y los diferentes segmentos de la sociedad, como he venido exponiendo, utilizan diversos mecanismos para conseguir esos bienes. El problema se da, fundamentalmente, ante la ausencia o fragilidad de esos mecanismos.
Para ejercer ese derecho a una vida digna, para concretar cómo se cubren las necesidades básicas, para garantizar una renta suficiente para vivir, es necesario valorar y concretar el papel de los diversos mecanismos institucionales de distribución de rentas: propiedad, empleo y Estado.
En particular, la fórmula de un renta básica igual para todos, puede estar asociada también a un discurso radical y con perspectiva transformadora. En este sentido la orientación igualitaria de fondo no se detendría en que el Estado dé a todas las personas igual, sino como medio para ir igualando los medios de acceso a las rentas, sustituyendo y ampliando ese elemento distributivo por el actual del mercado; disminuyendo, al mismo tiempo, la importancia cuantitativa y cualitativa del empleo y la propiedad, y por tanto, con transferencias de rentas hacia los de abajo. Para ello no habría que repartir una renta ‘mínima o básica’, sino una renta social y una distribución de bienes y servicios públicos, importante que tendiese a cubrir las necesidades fundamentales. Entonces sería similar a los criterios que vengo defendiendo, de priorizar el ‘resultado’ de mayor igualdad, no tanto un ‘reparto’ público igual, o para precisar aún más: sí a un reparto del conjunto de rentas más igual, pero es insuficiente y limitado poner el acento en la distribución pública igual, ignorando la distribución privada desigual.
Una distribución pública de renta igual, con actuaciones complementarias fiscales o de regulación del mercado, también abundaría en la corrección de la desigualdad. En ese punto se diferenciaría nítidamente de la versión liberal de un reparto, por parte del Estado, de una renta igual para todos, respetando la desigualdad de rentas privadas.
Tiene más sentido una distribución igual, si al mismo tiempo limitamos la desigualdad de los otros mecanismos y se tiende a sustituirlos por este nuevo, pero sin duplicar ese acceso a las rentas de las clases medias. Con lo que volvemos al problema inicial, el aspecto principal es garantizar a todas las personas el derecho a la existencia, a una vida digna, avanzando en la igualdad como derecho ciudadano, no unas rentas mínimas o básicas cuando no se necesitan y sobre las que se añade y legitima el reparto desigual del empleo o la propiedad.
IV. LA TRADICIÓN BIENESTARISTA Y LA CRISIS DEL ESTADO DE BIENESTAR
Esa es una tradición de la izquierda más consecuente en estas décadas que está sometida a la readecuación ante la nueva situación de este fin de siglo.
Ante el deterioro del sistema keynesiano y del Estado de bienestar, se abre una dinámica de mayor dualidad social, de segmentación y de intereses contrapuestos.
A pesar de las dificultades, pienso que no se debe abandonar una perspectiva transformadora del conjunto de la sociedad; es obligada la referencia a una redistribución de la riqueza más igualitaria, a que la renta se distribuya con criterios más sociales, según las necesidades, disminuyendo el papel de las rentas altas; o lo que es lo mismo, aumentando el peso de los bienes colectivos y públicos y de las rentas sociales, prestaciones y pensiones, y disminuyendo el papel de los salarios altos y, sobre todo, de las rentas de capital y propiedad. Este tipo de propuestas que enlaza con la tradición redistribuidora bienestarista y fiscalmente progresiva, abunda en una redistribución más igualitaria de la renta. Con el hilo de la argumentación anterior, de tender a la igualación de las rentas y adecuarlas a las necesidades, y partiendo de la desigualdad existente, la principal actuación seguiría siendo el clásico dar a unos, los pobres, y quitar a otros, los ricos. Es pertinente la referencia a una transformación global beneficiosa para la mayoría en términos distributivos, a una cultura solidaria, contando que la exigencia de los derechos sociales afecta sobre todo al tercio más pobre pero también beneficia al segundo tercio, por la fragilidad de esos derechos con situaciones de precariedad y vulnerabilidad. Ante la dislocación social sigue siendo conveniente observar las grandes divisiones de clases y, al hacer propuestas solidarias, tener la referencia global de las capas populares (el viejo criterio de clase), que en términos de rentas son prácticamente los dos tercios de la población frente al tercio de las clases medias y ricas.
V. LA LEGITIMIDAD DE LA PROTECCIÓN SOCIAL EN LA ÉPOCA DE LA GLOBALIZACIÓN
En primer lugar, me refiero a la vinculación de las prestaciones sociales y servicios públicos al empleo, cuando se consideran como el salario indirecto de los trabajadores que han cotizado. Esa base de la contributividad es completamente insuficiente para legitimar los derechos de ese bloque social, del tercio de la población más vulnerable, e incluso de parte del tercio de población con empleo, pero estando por debajo de la renta media y con cierta inestabilidad e incertidumbre.
Es aquí donde aparecen dos problemas importantes: Uno, es el de la oposición de los poderes fácticos económicos e institucionales a políticas de bienestar y a conceder las rentas necesarias para el gasto social, a pesar de que la riqueza es mucho mayor que en otras épocas. Las consideran suyas, tienen la fuerza e imponen una distribución de la riqueza en su beneficio y en perjuicio de la mayoría de la población trabajadora y precaria; quiero decir con ello que el problema no es técnico, sino estrictamente político, de correlación de fuerzas sociales.
El segundo problema, es la pérdida de legitimidad social para exigir derechos sociales fundamentales, sin que una parte importante de la población pueda realizar la contrapartida de un empleo prolongado y estable durante el conjunto de su vida; es el efecto perverso del contractualismo, de la correspondencia mecánica de derechos y deberes, como base de la cultura moderna; y es un problema de falta de comprensión y apoyo, no sólo de las clases medias sino del segundo tercio hacia el tercio más precario.
Desde el ‘bienestarismo’ estaban legitimados esos derechos sociales en una cultura igualitaria, solidaria y universalista, pero dando por supuesto la contribución a través del empleo y cotizaciones, que la mayoría de los riesgos a cubrir eran los de esos mismos sectores y sus familias, y que el trasvase solidario a sectores pobres y en paro era relativamente pequeño, al existir una menor estratificación por abajo. Esa cultura solidaria de las sociedades de bienestar, no estaba basada en una redistribución de los sectores acomodados y clases medias a los sectores más empobrecidos. Había una ampliación de la tarta por la que se beneficiaban todos los sectores, contando que había menos dualidad social y menos paro. Como decía, sobretodo era una solidaridad horizontal, en el seno de los mismos estratos sociales, entre los sectores que cotizaban y para cubrir los riesgos de esos mismos sectores y hacer frente a condiciones de vulnerabilidad; el costo de su generalización a sectores empobrecidos y que no cotizaban, era pequeño. En estas décadas de dualidad y segmentación, es cuando se ha puesto a prueba la solidaridad vertical y se ha visto la fragilidad de la unidad y cohesión de la población trabajadora.
La quiebra de ese equilibrio, derivado del pacto keynesiano, ha agrietado esa cultura solidaria e igualitaria que todavía queda como justificación para los sectores precarios. Queda algo de esa tradición y cultura universalista, basada en la ciudadanía o en los derechos humanos y ha crecido el sentimiento humanitario, pero está necesitada de una mayor legitimidad y credibilidad para poder convertirse en fuerza social. De ahí viene la conveniencia de exigir el derecho a una existencia digna, como derecho ciudadano e independiente del empleo y, al mismo tiempo, defender el derecho al trabajo, y el reconocimiento de la utilidad social de la actividad cultural, familiar o asociativa. Se trata de responsabilizar colectivamente a la sociedad de la ausencia de empleo estable y con derechos, no a la voluntad individual, y, por otra parte, de revalorizar la actividad humana realizada fuera del mercado de trabajo, como una importante contribución a la sociedad.
Son más defendibles los derechos sociales sin deberes para las personas que no pueden aportar su contribución social o que la hacen según sus posibilidades -durante la infancia o adolescencia, su enfermedad, vejez o exclusión social-. Pero para las personas que pueden ser ‘activas’ socialmente o en el mercado de trabajo, está menos legitimado socialmente negarse a cumplir un papel social útil para la colectividad, en todas las etapas de su vida, ya sea voluntariamente a través del mercado de trabajo o a través de otras actividades humanas.
La otra variable para conseguir mayor base social y legitimidad en la acción contra la pobreza y la exclusión, es intentar atraerse a la población bien empleada y a las clases medias, ante una fórmula que no atente a sus intereses, aunque no avance mucho en la solidaridad y el igualitarismo, que sea neutral fiscalmente, y que podrían aceptar sin oposición. Me estoy refiriendo a la versión liberal de distribuir -no de tener- una renta básica igual para toda la población, una medida que también pretende recoger esa tradición universalista, y que beneficia tanto a pobres, como a la clase media y a los ricos.
Pero esa posición tiene sus inconvenientes; junto a ese pragmatismo, ese contar con beneficiar igual a toda la ‘población’, aparece la dependencia hacia el no distanciamiento con los intereses materiales de esas clases medias, a no molestarlas fiscalmente, ya que éstas pueden dar su conformidad a una ‘devolución’ de renta individual igual para todos, siempre que funcionen las desigualdades del ‘mercado’, dejando la libertad de acumulación de las otras rentas, que en su caso son las fundamentales y más substanciosas, neutralizando una acción redistribuidora de mayor alcance.
VI. INCONDICIONALIDAD Y CONTRIBUTIVIDAD. PRESTACIONES BÁSICAS Y RENTAS SOCIALES
Nos encontramos en una ofensiva generalizada contra el E.B. con un recorte de servicios y prestaciones, y contra la cultura universalista de los derechos sociales y por la cultura del trabajo y el refuerzo del contrato social ‘contributivo’. Pero, además, la defensa de la contributividad suele ser una defensa cínica para avalar la reducción de prestaciones y pensiones como en el reciente acuerdo sobre las Pensiones. El objetivo ideológico es abandonar la cultura de derechos sociales fuertes para toda la población y apoyándose en la cultura ‘contributiva’ dejar indefensos a los ‘no contributivos’ con una asistencia de mínimos, aunque justificada en el universalismo liberal. Ello supone abundar en la separación entre sector de empleo estable y alta remuneración con el sector precarizado con una red ‘básica’ asistencial.
Comento la tensión entre la contributividad e incondicionalidad de determinadas prestaciones sociales, en particular, los salarios sociales, las prestaciones por desempleo y las pensiones. Hay básicamente dos tipos de prestaciones, las contributivas y las no contributivas o asistenciales. Pero hay muchos trabajadores y trabajadoras que han cotizado y no tienen derecho a prestaciones contributivas, ni de desempleo ni de pensiones, al no alcanzar los límites exigidos por las normas. Existe una contribución no reconocida, que debiera corregirse con una ampliación de las prestaciones y derechos, respetando esa parte de ‘contributividad’. Se trata de ampliar y reforzar los derechos contributivos y disminuir los requisitos que impiden su reconocimiento como derecho de muchas personas desempleadas, con empleos inestables y pensionistas. Al mismo tiempo, eso es compatible con la universalidad del derecho a una pensión asistencial suficiente para todas las personas, y del subsidio de desempleo de todas las personas desempleadas; en ese sentido sería similar al derecho a un ingreso social para todos los desempleados, simplemente por el hecho de serlo, de estar disponible para emplearse. Igualmente, en el caso de los ingresos mínimos de las diferentes Comunidades autónomas, que son muy limitados e insuficientes, es exigible un aumento presupuestario, la eliminación de sus condicionamientos y su generalización a las personas sin recursos.
La propuesta de un salario o ingreso social aquí planteada no se contrapone a la ampliación de estos tres mecanismos existentes -pensiones asistenciales, subsidio de desempleo e ingresos mínimos- sino que la refuerza y al mismo tiempo la desborda. Por una parte, los puede sustituir, o bien complementar, dados los límites para una cobertura generalizada para todas las personas sin recursos o desempleadas; por otra parte, les da una nueva dimensión, de legitimidad como derechos sociales colectivos al garantizar vivir dignamente. Los anteriores se basan en la vieja ciudadanía social de un Estado de bienestar con pleno empleo y, por tanto, condicionados con una actividad ‘contributiva’ y previstos para una fase transitoria y coyuntural.
Ahora se trata de una nueva ciudadanía social fundamentada en los derechos colectivos por la pertenencia a esta sociedad y por la redistribución de una riqueza suficiente y generada colectivamente. Por tanto, admitiendo las dificultades para que una gran parte de la población no puede contribuir establemente mediante el empleo y sus correspondientes cotizaciones sociales e impuestos a la sociedad, se trata de ampliar el reconocimiento, tanto del empleo inestable realizado, la disponibilidad para emplearse, así como la utilidad social de la actividad humana realizada fuera del empleo formal, en el ámbito doméstico, formativo, cultural, social, etc.
La introducción de derechos sociales colectivos gestionados públicamente incorpora un elemento progresivo de desmercantilización y no dependencia de las rentas de cada cual, y al mismo tiempo, se mantiene el criterio de adecuarlo a las necesidades de cada individuo o grupo social, relativizando progresivamente la importancia del empleo. En este sentido, es un elemento importante para combatir la cultura del trabajo, la dependencia familiar o de la propiedad patrimonial. Hay que partir de las insuficiencias de los sistemas de protección social actual para modificarlos en esa dirección de la ciudadanía social.
Se están expresando dos tendencias: una es la de ampliar y completar la función redistribuidora clásica del Estado de bienestar en beneficio de los sectores más necesitados, con una nueva dimensión de los derechos sociales; y la otra, la presión neoliberal con el apoyo de las clases medias. Se interrelacionan dos dinámicas contrapuestas para exigir la universalización de los derechos sociales y una renta digna y suficiente. Por un lado, mantener la defensa del empleo estable, de las prestaciones contributivas y de las prestaciones y derechos sociales que se conservan del viejo Estado de bienestar, y que todavía son elementos distribuidores de renta y de integración ciudadana; pero dándoles un nuevo impulso para taponar la pérdida de derechos, renta y estatus de por lo menos el tercio más vulnerable. Por otro, la presión hacia un reparto más desigual de rentas y de ejercicio de derechos colectivos, o simplemente priorizando los recursos del mercado, en beneficio de las clases medias y ricas. Para el refuerzo de la ciudadanía y la redistribución de la riqueza, se trata de combinar la defensa de la fundamentación universal de los nuevos derechos con su concreción particularizada, teniendo en cuenta la realidad de la diversidad de sectores de la población, su diferente estatus y la dualidad de las tendencias hacia la exclusión y la precariedad de unos o a la plena integración social y cultural de otros.
En definitiva, los ingresos sociales, las prestaciones sociales en general y la propia ciudadanía social, hay que relacionarlos con los sectores más desprotegidos y con los riesgos de marginación y disgregación social; se trata de evitar el deterioro de la ciudadanía y asegurar las rentas y medios necesarios para vivir dignamente, allí donde están amenazados o en crisis.
VII. DERECHOS Y DEBERES. EL CONTRATO
SOCIAL Y NEOLIBERALISMO
a) La universalización de los derechos y la incondicionalidad
Varios elementos clave se entrecruzan en este tema y están presentes de forma contradictoria en las dos corrientes principales la liberal y la igualitaria. En primer lugar, la relación de la ciudadanía con la universalización de los derechos o, más bien, de las titularidades como garantía de los derechos fundamentales.
Pues bien, en algunas formulaciones liberales de las rentas mínimas, hay una defensa positiva y radical de criterios universalistas como derechos ciudadanos.
Ahora voy a tratar otro elemento clave: la incondicionalidad, la combinación o no de derechos y deberes, que es la base del contrato social moderno. Desde mi punto de vista, la incondicionalidad, la defensa de derechos al margen de la contribución del empleo, es una posición necesaria frente a la presión productivista de vincular la vida de las personas a su inserción en el mercado de trabajo. Por ello, defiendo un salario o renta social independientemente de la aportación al empleo o a la disposición a la inserción laboral. La gran mayoría de la población no empleada, está en paro involuntario o con empleo precario, son mujeres con tareas domésticas y de maternidad, jóvenes con cierta actividad formativa, cultural o asociativa, o pensionistas. Es decir, la gran mayoría realiza o ha realizado una actividad útil socialmente, o en todo caso no tiene responsabilidad directa en su inactividad o desempleo.
Existe otra posición defensora de una condicionalidad débil, es decir, de reconocer la utilidad social de una actividad social o cultural o del trabajo doméstico, y por tanto de considerar que hay una corresponsabilización colectiva o, en todo caso, una imposibilidad práctica de ejercerla. Desde esta posición también se llegaría a la generalización de un ingreso social. Tendría similar amplitud con una incondicionalidad total y tendríamos un salario social o renta básica para toda la gente desempleada o sin recursos. La diferencia sería de matiz. Es la misma línea de argumentación desde la que se puede defender la generalización de las pensiones o de las prestaciones de desempleo. Esta posición puede tener la desventaja de llevar a la legitimación de la imposición de contrapartidas de ‘inserción social’, de formación , etc., pero tiene la ventaja de poner en primer plano la revalorización de la actividad cultural, asociativa o doméstica como una actividad útil socialmente fortaleciendo el estatus y las redes de sociabilidad. Para limitar las desventajas y estimular las ventajas se debe plantear la voluntariedad y un marco adecuado de desarrollo colectivo. Pero entonces ya no cabría hablar estrictamente de ‘condicionalidad’, contando con la dificultad del gran peso de la cultura contractualista.
Reconociendo esa función social o esa imposibilidad práctica de ejercerla sería suficiente para que, aún partiendo de la aceptación de una condicionalidad ‘débil’, se generalizase un ingreso social. Además hay sectores de la población con dificultades de inserción social, que necesitan un ingreso social, y adecuar una acción positiva o simplemente asistencial de integración social. Un primer aspecto es el de maximizar la cobertura a todas las personas sin recursos evitando poner condiciones como coartada contra el ejercicio del derecho. Aquí defiendo una incondicionalidad fuerte frente a la presión forzosa a la inserción laboral, a medir las obligaciones y contraprestaciones en términos de empleo formal. Un segundo tema es superar la restricción de una oferta institucional de una actividad social muy regulada a través de las administraciones públicas, como en muchos de los planes de empleo juveniles diseñados últimamente en Europa; es positivo su desarrollo, pero no debe reducirse a ello; al mismo tiempo se deben ampliar las posibilidades y campos para una acción de voluntariado y sociocultural. Por último, defiendo el derecho a poder vivir dignamente, aun rechazando un empleo, ya que como la presión y concepción dominante de la condicionalidad es la ‘contribución’ productiva o la preparación para ello, me parece adecuado poner el énfasis en la incondicionalidad con respecto al trabajo. Pero aquí no se ha terminado el problema.
b) El vínculo social.
Paso a otro aspecto fundamental, el de la vinculación social, que es independiente pero está conectado con el problema de la condicionalidad y en donde se ven también los límites del pensamiento liberal. El tema ahora no son las contraprestaciones de deberes ante lo que aporta la sociedad, sino que el aspecto principal está en otro plano: la necesidad de ampliar, renovar y llenar un vacío de sociabilidad y desarrollo solidario o, en términos más clásicos, de cohesión e integración social. Entonces, en vez de hablar de una condicionalidad débil, de deber social, considero mejor poner el acento en el derecho a participar en lo público, en el reconocimiento de la actividad social, en lo positivo de estimular otras actividades humanas independientes del empleo. El trabajo, como deber social, ha sido la gran cultura de la modernidad, asociada al medio principal de contribución a la sociedad y además embelleciéndolo como la mejor vía de la vinculación social. No entro ahora en ello, pero dejando al margen el papel del empleo y descendiendo otra vez al plano de los deberes, hay que considerar que la participación pública, la corresponsabilidad social no aparece entonces como negativa sino como desarrollo de la propia personalidad, de la solidaridad y de los vínculos comunitarios.
Desde una fundamentación individualista se puede llegar al primer planteamiento, de oposición a los deberes y basado en los derechos individuales de toda persona. En la tradición moderna, al mismo tiempo que ese individualismo opuesto a las instituciones opresoras, a veces de forma radical, se mantiene el individualismo al margen de todo tipo de institución social o de vínculo social. Por ahí también se puede llegar al mito de Robinsón Crusoe, a la autosuficiencia del individuo en su isla y sin tener ninguna relación social. Llegados a ese punto se permanece constreñido entre la concepción liberal de un individuo aislado y asocial, y las pretensiones conservadoras y funcionalistas de normalizar al individuo dentro del orden social vigente, entre el individuo libre sin vínculos ni compromisos sociales y el conservador y economicista de ‘si no trabajas no comes’, lanzado contra ‘vagos y perezosos’.
El liberalismo más extremo no puede traspasar esa frontera del individualismo metodológico, si no es a costa de alejarse del núcleo fundamental del liberalismo, del individuo aislado y ‘libre’ de ataduras sociales. Permanece entre el individuo asocial y el autoritarismo impuesto por el Estado, que obliga a colaborar con las instituciones y el orden social vigente. Sin embargo, la persona es un ser social, se construye, necesita y se beneficia de su relación social, desde su nacimiento y durante su estancia en la sociedad. Su relación con la sociedad también le acarrea sufrimiento, explotación y subordinación, y es justificable la resistencia individual a la integración forzada, a la ‘normalización’ y, según esta discusión, al rechazo de que la vía de coerción del empleo sea la única para poder sobrevivir las clases bajas. No obstante, es insuficiente la contraposición individuo y sociedad. El moderno contrato social, según el pensamiento liberal, se establece por la conveniencia y complementariedad de los intereses de los individuos. La ciudadanía y el Estado serían las bases comunes que garantizan el desarrollo de los individuos. Sin embargo, las bases de esa convivencia y sociabilidad son frágiles y se mueven entre el individualismo de ‘cada cual hace lo que puede’ y le interesa, y las tendencias autoritarias del Estado-Leviatán como garantía del orden social.
Es legítima una defensa intransigente del individuo frente a las dinámicas opresoras que le vienen de la sociedad, y si se hace en nombre del personalismo o simplemente de un humanismo radical, sería más fácil diferenciarla del individualismo liberal. El problema continúa a partir de ahí, sobre qué tipo de vínculo social es necesario, conveniente y deseable. Entonces debe comenzar el distanciamiento con el liberalismo puro, considerando que el vínculo social junto a la dimensión colectiva o comunitaria son fundamentales para la identidad individual. En definitiva, la conformación de la personalidad de cada individuo es doble, tiene una dimensión estrictamente individual y otra dimensión social y ambas son indisociables en la misma persona.
Después de tener un ingreso social suficiente para vivir, aparece otro problema central: qué relación vital se establece con los demás, como desarrolla su personalidad y su identidad social, cómo se construye la sociedad. Los proyectos de la modernidad basados en la participación a través del empleo remunerado y en la ciudadanía liberal presentan insuficiencias. A partir de esa constatación la cuestión se desplaza a mejorar las capacidades para participar en la sociabilidad, en el desarrollo personal y colectivo de forma voluntaria y pudiendo elegir más libremente.
Frente a las constricciones hacia la ‘normalización’ conviene defender la autonomía individual; pero, ante la fractura social y la desigualdad, no conviene dejar al individuo aislado y a su ‘espontaneidad’, desdeñando los vínculos sociales. De esto también surge la conveniencia de una actividad social y cultural, y la modificación de las pautas sociales y culturales que lo impiden. No pongo, en primer plano, la condicionalidad débil o suave, entendida como restricción de la libertad individual a no hacer nada con los demás porque dañaría el interés y desarrollo propio, sino el acuerdo solidario y cooperativo.
Desde una visión antropológica basada en la naturaleza egoísta del individuo cualquier relación y acuerdo colectivo es una concesión o una tregua en el camino hacia el beneficio personal. Desde ese razonamiento la única salida es la incondicionalidad total, defensora de un individualismo absoluto, ya que ni siquiera hay cooperación para el beneficio mutuo, y el acuerdo voluntario no existe, siempre es impuesto y, por tanto, es una ‘condición’, no una acción libre. Hoy día, dada la gran presión para el aumento del estatus y el consumo, no hay mucha opción libre y la voluntariedad está forzada para impedir rechazar un empleo; una renta social evitaría esa fuerte presión por el acceso al empleo, pudiendo facilitar las posibilidades de elección, de acuerdo a otras preferencias, así como valorar la aceptación de una actividad social como medio de relación, vínculo social y contribución comunitaria. Pero avancemos en otro aspecto de la tradición liberal y democrática.
c) Derechos públicos y privados.
Desde planteamientos éticos como la tradición kantiana y contractualista, también se puede defender la incondicionalidad para romper una correspondencia individual y muy estricta, de dos formas: dejando los deberes en un plano más general de la moral o la ética y contemplando el conjunto de la vida de una persona, o bien, estableciendo diferentes niveles de derechos que se corresponden con diferentes niveles de deberes. Un plano sería el de la ciudadanía, el de los derechos y libertades, el de lo público, donde se realiza el contrato social. Este contrato social presupone la constitución de una nación y un Estado. En la tradición de la revolución francesa los derechos estaban asociados a la obligación de ser ‘patriota’, a construir la nación y compartir los deberes de dedicarle los esfuerzos económicos, militares y sociales, junto a la homogeneización cultural y nacional para su engrandecimiento. En este plano de lo político se defiende no solo la libertad sino la igualdad como ciudadano.
Otro plano es el de la esfera privada, prepolítico, el de las personas concretas y el de la familia. En este plano no entra la esfera de lo público, la ciudadanía y las leyes. No hay igualdad política y jurídica, ya que el individuo y la familia existen y se constituyen antes que la propia ciudadanía. Esta posición se basa en el desarrollo ‘natural’ del individuo, admitiendo la relación desigual de las relaciones internas en el mercado o la familia. Entre los dos planos, el público y el privado y compartiéndolos, está el contrato laboral, como elemento clave del contrato social y medio de integración en la sociedad. Se presenta como un contrato ‘libre’ entre empresario y trabajador, cuando se esconde una relación de poder y una distribución de la riqueza desiguales. El trabajador tiene el deber de trabajar, de emplearse y el derecho a un salario, que se corresponden con el derecho del empresario a usar esa fuerza de trabajo y el deber de pagarle un salario.
Desde el campo liberal la rentas básica ciudadana se plantea como incondicional con respecto a otras contrapartidas en el plano laboral o socioeconómico porque es un derecho en el plano político de la ciudadanía, en el plano de lo público. Pero, como la defensa de unos ingresos mínimos para cubrir las necesidades básicas se establecen en el marco político de la ciudadanía, también se sobreentiende que las contrapartidas se deben de ofrecer en el mismo plano de la ciudadanía política y pública, es decir, en ser buen ‘ciudadano’, tener espíritu cívico y corresponsabilizarse con la cosa pública. Así, en este caso, también se exige una corresponsabilidad en los deberes.
La cuestión es que se separan el marco de los derechos y deberes en cuanto ciudadano, el plano de lo público y el contrato social, y el marco de los derechos y deberes ‘privados’ regulados por el contrato laboral, mercantil o matrimonial, en los que se deja ‘libertad’ a las partes para concertar sus derechos y obligaciones.
En definitiva, en el pensamiento liberal más progresista, con la separación de las dos esferas, la pública y la privada, la condicionalidad se da en el mismo campo: en el público son derechos de ciudadanía y deberes ‘cívicos’; en el privado es derecho a un salario y deber de trabajar; la incondicionalidad de un derecho ‘público’ es con respecto a un deber ‘privado’; el derecho ciudadano a vivir dignamente es incondicional con respecto al deber de trabajar, que es del campo privado, pero no es incondicional del deber en el ámbito público de las ‘obligaciones ciudadanas’. Esta es la esencia del contrato social moderno. Hay que constatar que desde planteamientos éticos liberales también se puede defender la incondicionalidad de los derechos sociales con respecto al empleo, para romper una correspondencia individual y muy estricta, dejando los deberes en un plano más general de la moral o la ética. Así se puede contemplar el conjunto de la vida de una persona, o bien establecer diferentes niveles de derechos que se correspondan con diferentes niveles de deberes. Los derechos sociales serían independientes de la ‘contributividad’ de cada cual a través de las cotizaciones sociales, pero no estarían al margen de la ‘contribución social’, es decir en ser ‘ciudadano’ cumplidor de sus obligaciones.
Queda pendiente el problema, dentro de la concepción del contrato social de la combinación de derechos y deberes, de cómo construir la sociedad y el orden social con una dimensión igualitaria, con una óptica más avanzada de los derechos sociales.
Históricamente, la ciudadanía no se construyó sólo de derechos. Las obligaciones inicialmente eran la contribución ciudadana al mantenimiento de los bienes comunes, al mantenimiento del Estado o de la nación a través de los impuestos, del servicio militar o la participación en la escuela y, fundamentalmente, al cumplimiento de la ley. El que no cumplía con sus obligaciones corría y corre el riesgo de dejar de ser ciudadano ‘libre’.
d) Contrato laboral y participación
En el ámbito privado, junto al contrato matrimonial y mercantil, el contrato laboral es una base reguladora fundamental en la sociedad moderna. Es un contrato que se pretende formalmente libre entre empresario y trabajador, pero en el que se da una fuerte desigualdad de poder entre uno y otro. Mediante el trabajo, se contribuye a la generación de la riqueza colectiva y se recibe el salario. El derecho a un salario digno, a una vida digna fue la primera reivindicación como derecho social del naciente movimiento obrero.
Desde Dahrendorf hasta Offe se ven los límites del contrato laboral como base de la sociabilidad en este fin de siglo y conciben una renta mínima no en el campo estricto de lo económico, sino de las condiciones mínimas de la ciudadanía, situando en ese plano el deber moral de corresponsabilidad, que la sociedad y el Estado, deberían precisar y reglamentar. En consecuencia caminamos de la obligación de trabajar al deber ciudadano de ser ‘patriota’, o ser ciudadano ‘cívico’. Esta concepción late tras Marshall y Beveridge al fundamentar el Estado de bienestar y las prestaciones básicas como derechos de carácter universal. En los primeros años 40 en Inglaterra, era un deber ‘nacional’ ineludible, la colaboración en la guerra contra el nazismo y, dada la desarticulación de los mecanismos normales del mercado, cobra más importancia la garantía para toda la población de unos ingresos suficientes y unos derechos sociales que compensasen ese esfuerzo colectivo. Posteriormente permanece el compromiso de fortalecer la cohesión nacional, la estabilidad del orden social y económico, en un marco geoestratégico de frenar el avance del bloque socialista en la posguerra mundial.
Desde el propio pensamiento liberal se ha salido del debate de derechos y deberes muy reglamentados en cada individuo, según su participación en el empleo, al de los derechos y deberes ciudadanos, en tanto individuos que existen en la sociedad. En el otro extremo, desde sectores conservadores o más totalizadores se ha puesto en primer plano la razón de Estado o de la economía para exigir las obligaciones.
Sin embargo, la ciudadanía, especialmente la social, con un enfoque más colectivo o comunitario se puede plantear desde la ampliación de los derechos colectivos del individuo como ser social a fortalecer el vínculo social y participar en la vida pública. Así la actividad democrática, la acción social o cultural, etc., no aparecen tanto como deberes impuestos, sino como derechos a que la propia sociedad amplíe los cauces para su desarrollo, como contradictorio con el egoísmo individual pero como expresión del desarrollo humano. Así el ‘mérito’ de la acción solidaria se revalorizaría en la sociedad. No es tanto exigir contrapartidas frente al derecho a un salario social, o unos derechos sociales, sino poner en primer plano la necesidad de mecanismos de integración, actividad social y desarrollo comunitario, evitando los riesgos de desvertebración y exclusión social, y admitiendo la amplitud de las formas de relación social y sociabilidad de la gran mayoría de la población, que no puede o no quiere aportar su contribución a través del empleo y de la sociedad salarial.
Se trataría de superar la simple visión contractualista y poner el énfasis no tanto en la contrapartida a una prestación social o laboral, sino en la ampliación de los vínculos solidarios y en los cauces de participación social. Consistiría en ir más allá de la simple integración social, de la esquemática posición de inclusión en la normalización social para luchar contra la exclusión, o de tener que realizar un contrato de inserción social o contrapartida vivida negativamente. Se abre el reto de remover y reinventar las nuevas pautas de comportamiento social, los criterios morales, una nueva actitud de solidaridad y cooperación social, que solamente se puede hacer hoy muy parcialmente y entre sectores muy limitados. Es un debate ético y teórico fundamental que viene asociado a la acción contra la exclusión y a la ampliación de los derechos sociales.
Desde ese punto de vista, se puede llegar también a la defensa del derecho a no trabajar. No como derecho a la pereza, sino a que libremente se pueda rechazar un empleo formal, o estar en contra de la necesidad de estar integrado en el aparato productivo, exigiendo el derecho a poder tener una vida digna con un ingreso o salario social y realizando una actividad útil socialmente. Por ahí se llega a una nueva concepción más avanzada de la ciudadanía social.
Las dos corrientes que se han estudiado, la liberal y la igualitaria presentan insuficiencias. Hablando en términos generales y siguiendo con la tradición de la revolución francesa se trataría de unir, combinar, interrelacionar los tres valores clave, libertad, igualdad y fraternidad. Hoy día dándoles a la libertad y la igualdad un sentido más social y complementándolos con el de fraternidad les darían un sesgo más solidario y comunitario. No defiendo una posición intermedia, sino la profundización de los tres elementos, y de su superación dándoles un sentido más social y colectivo, y menos económico e individualista. Durante toda la modernidad ha permanecido la tensión de la interrelación y combinación de dos polos: por un lado, el de la libertad y la capacidad autónoma de individuo, y por el otro, el de su componente social y colectivo, junto con el desarrollo comunitario de la sociedad. El reto es el impulso igualitario con una perspectiva crítica y una actitud transformadora. Esta aproximación ha pretendido resaltar los límites de algunas tradiciones sociales y culturales sobre el trabajo y la ciudadanía, señalar la complejidad de los problemas puestos en el debate.
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