Antonio Antón

Rentas básicas, trabajo y reciprocidad
Mayo de 2003


A) LAS TRANSFORMACIONES DEL TRABAJO

En esta primera parte se van a plantear, como punto de partida y de forma sintética, los principales cambios del empleo y de la cultura del trabajo:

1. Crisis del empleo y del pacto keynesiano.

Tanto en el ámbito europeo como en el mundial se está produciendo una amplia reestructuración del trabajo, con nuevas segmentaciones y un deterioro del empleo estable.

a) Las causas de esa crisis hay que situarlas en un contexto particular de relaciones de poder y legitimidad mundial. Fundamentalmente, son dos: 1) Las políticas económicas neoliberales en el marco de la globalización y la competitividad internacional. 2) El desarrollo tecnológico de alta productividad.

b) La perspectiva está definida por tres tendencias: 1) Poco crecimiento o estancamiento económico. 2) Similar volumen de empleo global: Ni pleno empleo keynesiano, ni fin del trabajo –empleo-. 3) Nueva segmentación y división social a escala mundial.

c) Las características principales de las políticas laborales neoliberales son: 1) Distribución desigual del empleo y segmentación. 2) El empleo -no el gasto social- como vía principal de acceso a las rentas. 3) Abaratamiento costes laborales y precarización de la mayoría. 4) Políticas ‘activas’ de formación -capital humano- y ‘empleabilidad’. 5) Paro, ejército de reserva.

d) Los elementos principales de las políticas keynesianas, que todavía permanecen como referencias, más o menos adaptadas, entre sectores de la izquierda, son: 1) Políticas de demanda y creación de empleo, y nuevos yacimientos de empleo. 2) Pleno empleo homogéneo y estable con derechos sociales. 3) Protección social ‘complementaria’ y transitoria 4) Estrategias de concertación, hoy muy limitadas y subordinadas.

2. Papel del trabajo y crisis de la cultura obrera.

a) Hay una crisis del papel y de la concepción del trabajo: 1) Como distribuidor de la riqueza, por la segmentación y el paro. 2) Como fuerza social -el movimiento obrero- y medio de inserción social, en tres aspectos: factor identificador, unificador y foco de relación social; elemento diferenciador con el resto de la sociedad; factor ideológico.

b) La crisis cultural de la clase obrera.
La cultura obrera es una pieza fundamental de la cultura occidental del siglo XX. Se ha ido reduciendo su importancia y singularidad. Al mismo tiempo, es un signo y agente del debilitamiento de un sujeto social: la clase obrera. Estos elementos afectan a las ideas y actitudes y las prácticas sociales, y a la situación económica, régimen laboral y organización del trabajo. Las dificultades no son tanto de falta de ideas como de debilidad de la fuerza social que las ponga en práctica. Su menor peso y ‘centralidad’ se manifiesta a través de varios rasgos: 1) En forma de mayor diferenciación interna con menos cohesión. 2) Menor delimitación con lo externo. 3) Menor presencia e influencia como fuerza social y cultural. 4) Desplazamiento del lugar que ocupa el trabajo y el valor atribuido. 5) Disminución de la credibilidad de sus ideas identificadoras.

c) Reflexiones: El trabajo un ‘problema’ central.
El trabajo no es una fuerza central como factor de identidad y de cohesión, pero sigue constituyendo un problema central. Por tanto:

• Necesidad de replantear su función real, su valor, sus efectos sociales, su capacidad de crear identidad colectiva, con una revisión crítica de la historia de la cultura obrera.
• Permanece el reto de la transformación del trabajo y las condiciones laborales a gran escala, con una perspectiva de cambio global de la sociedad.
• Vigencia del problema de un nuevo bloque social y un sistema organizativo de las fuerzas sindicales, de la izquierda y de los movimientos sociales, que supere la fragmentación. Importancia de las minorías activas y, en particular, de los jóvenes más solidarios.

3. El derecho al trabajo y el pleno empleo ‘reducido’

Es legítimo el objetivo de eliminar el paro, de garantizar el derecho al trabajo. Ante la dificultad e imposibilidad del pleno empleo keynesiano, la propuesta más adecuada es el pleno empleo ‘reducido’.

a) Para conseguirlo hay tres medidas centrales: 1) Reducción del tiempo de trabajo –empleo- global. 2) Ampliación sector inactivo. 3) Promover nuevo empleo.

b) Los criterios fundamentales que justifican esa propuestas son los siguientes: 1) Legitimidad del derecho al trabajo -para quienes quieren emplearse-. 2) Garantizar ‘voluntariedad’. Si a la ‘opción libre’. 3) Posibilitar el acceso a empleos iguales, sin discriminación. 4) No la flexibilidad, rotatividad y precariedad. 5) Derecho a rechazar un empleo sin reducir derechos y prestaciones básicos. 6) Poder compatibilizar proyectos de vida con una duración laboral diversa.

c) Para ello se requiere un nuevo acuerdo social con: 1) Reparto del empleo -y de todo el trabajo doméstico y social- igualitario. 2) Consolidación de los derechos sociales y laborales. 3) Redistribución de las rentas.

d) Todo ello supone: 1) Nuevas pautas culturales sobre el empleo y la utilidad y la contribución social. 2) Nuevas dinámicas e instituciones que favorezcan la capacidad autónoma de las personas. 3) Nuevos vínculos sociales más igualitarios y comunitarios. 4) Mejor red de protección social plena y rentas sociales o básicas.

B) RENTAS BÁSICAS O TRABAJO, UNA OPOSICIÓN MAL PLANTEADA

Rasgos fundamentales de una renta social
No voy a valorar los diferentes modelos de rentas básicas. Tampoco voy a entrar en los aspectos prácticos en cuanto a reforma social y distributiva; en ese plano se comparten muchos elementos y solamente hay matices. Aparecen más problemas y diversidad cuando se aborda su vinculación al trabajo, su carácter alternativo y su justificación ética. Me centraré en ello. Para empezar señalo, esquemáticamente, los criterios y características de un ingreso o renta social, como me inclino a denominarla, matizando las definiciones ortodoxas de la renta básica, para establecer una referencia general; podrían formularse así:

• Garantía para todas y todos, como derecho -individual, universal e incondicional- de unos ingresos y medios suficientes; contra la vulnerabilidad, la pobreza y la precariedad, por el derecho a una existencia, a unas condiciones de vida dignas.
• Partir de la situación y necesidades sociales, en la aplicación distributiva, e introducir los valores y principios de igualdad social, con una preferencia redistributiva y con aplicación ‘compensatoria’ a las personas desfavorecidas.
• Independiente del mercado laboral. Se debe criticar la cultura del trabajo dominante, la presión productivista y consumista y la disciplina laboral y salarial, y ser un instrumento frente al paro y el empleo precario y por los derechos laborales.
• Reformular la correspondencia entre derechos y deberes, superando el contractualismo mecánico y el énfasis en la incondicionalidad total; ampliar los cauces y vínculos sociales –dentro y fuera de la esfera del empleo y del trabajo- desde una perspectiva colectiva y transformadora.
• Derecho a la ciudadanía plena, a la integración social; se deben favorecer las tendencias democráticas, la cultura participativa y la solidaridad, la defensa de los derechos sociales y una nueva ciudadanía social; todo ello con la referencia de unos nuevos acuerdos sociales con una perspectiva de sociedad alternativa.

Derecho al trabajo y rentas básicas,
ni comparables ni incompatibles

Propiedad –capital, rentas- y trabajo –empleo- han sido las bases de la modernidad. Entre ambas, con la negociación y el conflicto, han constituido el inicio de la ciudadanía civil, política y social, que progresivamente ha ido adquiriendo un carácter más universal, construyéndose el contrato social y el pacto cívico, en las sociedades modernas. Desde el punto de vista histórico, estamos en una etapa de cambios y transición del pacto social de la sociedad keynesiana -del pleno empleo con Estado de bienestar y participación democrática-, con una nueva redistribución de la propiedad, la riqueza y las rentas, así como de la fiscalidad y del gasto social. En el plano cultural, hay una crisis, más profunda, de la cultura obrera y de la ética del trabajo. Las bases de la ciudadanía, de las instituciones básicas y de los acuerdos colectivos se están modificando a gran escala. El debate sobre el papel del trabajo y de la renta básica, sobre la correspondencia entre derechos y deberes, hay que situarlo en ese contexto.
Inicialmente, hay dos opciones. Una, la tradición keynesiana y moderna, con la pretensión de que el trabajo -como fuente de rentas y estatus- y el deber cívico, continúen siendo las principales bases de la sociedad, exigiendo en esa medida los correspondientes derechos para facilitar la ‘cohesión social’. Así, la universalidad de los derechos sociales correspondía a una sociedad de pleno empleo, cotizaciones sociales e integración sociopolítica y nacional. La segunda opción, parte del papel poco relevante del empleo, del ‘fin del trabajo’, abandonando la ‘centralidad’ del empleo y el marco global de la corresponsabilidad social. En su forma extrema, se margina el tratamiento de la problemática del trabajo y la reproducción social con una nueva ‘centralidad’ en la distribución. En sustitución del empleo, se apuesta por una nueva ‘base’, la Renta Básica (RB), como constitutiva de la ciudadanía.
Ambas, además de economicistas, son unilaterales, por su pretensión de universalidad, en unas sociedades segmentadas y diversas, y hay que elaborar un tercer enfoque. Para ello, hay que partir de las profundas transformaciones de la sociedad y del trabajo y definir mejor su papel y sentido, para reajustar las medidas, criterios y propuestas de cambio, en relación con el trabajo, los derechos sociales y, específicamente, en el papel de una renta social. Eso lleva a revisar las bases constitutivas de la modernidad y de la desigualdad socioeconómica y a replantear el modelo de contrato social, con una nueva combinación de derechos y deberes. Ya he hecho referencia a la crisis de la cultura del trabajo.
Aquí, voy a valorar el alcance de la oposición entre ambos elementos –trabajo o renta básica-, deteniéndome en la versión propuesta por Van Parijs (1). Ese modelo propone, como alternativa al trabajo, una RB como base de la libertad y la ciudadanía, independientemente del resto de rentas y bienes y dejando en el ámbito individual, la elección y el comportamiento en el resto de la problemática económica y social. El modelo de RB –individual, universal e incondicional- de la Red Europea de la Renta Básica y sus defensores en España (2), se presenta como opuesto al derecho al trabajo y a los criterios de reciprocidad. Pone el énfasis en una incondicionalidad total, en la defensa de unos derechos al margen de deberes, planteando que, en los planos distributivos y éticos, esa filosofía y esa cultura es superior a cualquier otra. Considera que la oposición principal se da entre las rentas salariales y la renta básica, es decir, entre la población trabajadora y las personas desempleadas –o inactivas-; de ahí su carácter más antagónico con los salarios –directos o indirectos- por sus intereses contrapuestos en la distribución de la riqueza, y en la culturas que conllevan ambas, la cultura del trabajo o la ‘distributiva’ –o del ocio-. Se ha modificado la clásica oposición capital-trabajo, o la de minorías pudientes-mayorías desposeídas.
Así, defienden la superioridad ética de la RB frente al derecho al trabajo o frente a la ‘condicionalidad’ y la cultura del trabajo. La comparación la establecen entre el derecho a la libertad y el deber de trabajar. O sea, la ética de los derechos frente a la ética de los deberes. Planteada así la alternativa, la inclinación individual por lo primero, por la libertad y el derecho, frente al deber de trabajar, es atractiva y una opción evidente. Pero, desde una óptica colectiva y solidaria queda sin resolver el sujeto del deber y el reparto negociado, equilibrado y justo de las obligaciones económicas, sociales y cívicas.
En los últimos siglos, ha sido fundamental la defensa de los derechos frente a la coacción de un régimen salarial y unas condiciones laborales de subordinación, así como frente a la opresión autoritaria en diferentes ámbitos institucionales. Sin embargo, la justificación de ese modelo parte de una filosofía individualista –liberal o ácrata- y abstracta; no valora que la base constitutiva de la sociedad, de sus valores, se debe fundamentar en una filosofía realista, contemplando una perspectiva más colectiva y contractualista. Es decir, se debería partir del reconocimiento del ser y la pertenencia social del individuo y de la negociación y equilibrio de las garantías y las responsabilidades individuales y colectivas, teniendo en cuenta el conjunto de sus necesidades y capacidades. Igualmente, en el plano distributivo de las rentas, en la conformación de la base material para la vida de los individuos y colectivos sociales, se debe contemplar la realidad del conjunto de los sistemas distributivos actuales –propiedad, empleo, Estado, familia-, para ver el componente sustitutivo y complementario de una renta pública adicional.
El problema es que con la RB, en el umbral de la pobreza, no se resuelve, suficientemente, el problema de la libertad para vivir sin empleo, para toda la población y que, una mayoría sigue viéndose forzada a emplearse, en gran medida de forma precaria. Ese modelo no aborda el problema de las formas y características del acceso de la población al conjunto de las rentas, a su producción y distribución equitativa. La ideología subyacente individualista de esa posición deja en manos de cada individuo, la elección de su preferencia, en materia de empleo y del resto de rentas, al margen de las constricciones, necesidades y compromisos colectivos.

Oposición entre RB y derecho al trabajo
sólo desde el fundamentalismo

Por otra parte, es preciso establecer el alcance de esa oposición, del carácter realmente alternativo de la propuesta de RB y en qué plano se establece. El propio Van Parijs admite que la reciprocidad debe funcionar después del reconocimiento y distribución de la RB. Otros autores también reconocen la complementariedad del empleo, a posteriori. Es decir, su argumentación inicial es la incondicionalidad de la RB, la ausencia total de reciprocidad que, según ellos, es fundamental en ese primer paso. Sin embargo, después, exponen que su modelo de RB, proporcionaría la mejor forma de reconocer la reciprocidad y la generación de empleo. En ese sentido, por una parte, presentan a esa RB, como una ‘base’ distributiva, ética y constitutiva de la sociedad, en oposición radical a la reciprocidad y al trabajo. Por otra parte, a partir de esa distribución inicial, de esa función básica, justifican el mantenimiento y complementariedad de esos mecanismos institucionales basados en los demás contratos –laborales, mercantiles, de propiedad-.
Por tanto, al final, hay una cierta ambigüedad sobre su carácter alternativo, tanto en el plano material, de las rentas, como en el cultural, de los valores que conlleva. La oposición se plantea en términos radicales en cuanto a ser la ‘base’ inicial, el punto de partida, en el plano material y ético. Pero, en el segundo paso, aparece la incorporación complementaria tanto de la realidad del papel del empleo, como de la cultura de la reciprocidad. En definitiva, se utiliza el Estado sólo como garantía distributiva de una RB pero, a pesar de la complejidad y las mediaciones sociales, para el resto de problemas económicos y distributivos, no hay instituciones ni acuerdos sociales ni normas morales para regular la acción y las responsabilidades colectivas, sino elección racional de los individuos.
Por mi parte, considero que esa oposición entre trabajo y RB está mal planteada y expresada en forma sesgada. La alternativa no es la tradición moderna de situar al empleo o a los deberes por encima de los derechos universales, sino la negociación y el establecimiento colectivo de unos nuevos acuerdos y reequilibrios entre derechos y deberes, con unos criterios igualitarios y solidarios. Hay que recoger la tradición universalista de los derechos individuales y colectivos, enmarcarla en una perspectiva social y contractualista, reconocer la vinculación social y englobar esa forma distributiva en el marco de un conflicto, más global, de la creación y reparto de la riqueza.
Hay elementos contradictorios entre el derecho y reparto del trabajo y la renta básica -derechos sociales-; pero, ambos pueden ser complementarios, no alternativos. La oposición total se establece entre aquellos que consideran que sólo hay un elemento -el trabajo o la RB- exclusivo y central, de la sociedad o del individuo, tanto en la vertiente material como ética. Ambas posiciones están condicionadas por un pensamiento ilustrado fundamentalista, de buscar una única base o razón explicativa. Igualmente, en el plano de la cultura, de la filosofía social y de la educación cívica hay que superar esa dicotomía, de sólo deber –de trabajar- o sólo derecho –a no trabajar-.
En el plano colectivo, no se puede obligar que toda la población trabaje, durante toda su vida, ni garantizar que nadie lo tenga que hacer. En la esfera económica, la decisión del nivel de la población activa ocupada y de las diferentes formas de contribución económica y participación social, junto a la garantía de unos derechos sociales universales y una compensación ajustada, debe ser fruto de debate y acuerdo público, no de imposición unilateral de los poderes económicos y políticos. Una elaboración y gestión participativa y democrática de los recursos productivos y laborales que la sociedad necesita, proporcionaría una mayor legitimidad a la hora de distribuir, de forma equitativa, las tareas de producción y reproducción social, y supondría una mayor educación solidaria y una mayor capacidad de exigencia moral y jurídica para exigir esas responsabilidades.
Esta cuestión tampoco se puede resolver de forma individualista, a la libre opción de cada cual, sino de forma colectiva. La voluntariedad y la posibilidad de elegir una opción vital, debe contemplar, el proceso de participación pública en la conformación de las diversas oportunidades. En el plano material quién y cómo se producen y se distribuyen los bienes y las rentas, cómo se participa en la ciudadanía y en la vida colectiva. Para garantizar la libertad de elección no basta una RB. Es decir, para negociar colectivamente una redistribución más igualitaria de una renta pública, se debe tener en cuenta el conjunto de bienes y rentas de la población, conocer sus condiciones materiales de existencia y establecer sus necesidades para vivir dignamente.
Ambos aspectos -trabajo y renta pública- son relativos, no esenciales ni universales, para toda la población. La participación en el empleo y en el trabajo, de una parte importante de la población, es imprescindible para la sociedad. La garantía de unos medios suficiente para sobrevivir también. Aunque no sean absolutos, tienen un reflejo muy amplio en la realidad –socialización, cultura, acceso a rentas- y hay que ver su adecuación, su parcial oposición y su complementariedad, tanto en el plano práctico como en el teórico.
Por ello se requiere volver críticamente hacia las diferentes corrientes de la modernidad. Las clásicas eran el individualismo liberal y el contractualismo; la más reciente, la tradición keynesiana de la izquierda. Frente a la nueva tendencia dominante neoliberal, hay que intentar superar las tres, recogiendo algunas de sus aportaciones positivas: la importancia de los derechos individuales, de la primera; la necesidad del contrato social y la reciprocidad, de la segunda, y el avance en los derechos laborales y sociales, de la tercera. Ello supone poner el énfasis en lo social y colectivo y en la interrelación de los valores de libertad, igualdad y solidaridad. Por tanto, hay que superar la unilateralidad de la fundamentación en el ‘deber de trabajar’, sin apenas derechos, o en el derecho a una RB, universal e incondicional, al margen de los deberes negociados colectivamente.
En definitiva, hay que superar la dicotomía y la oposición esencialista de ambos elementos, desde una perspectiva igualitaria y solidaria. La solución no está ni en una ni en otra y su confrontación, bajo esos esquemas, no aporta una buena solución. Se trata de defender el derecho al trabajo “y” a una renta social, y conseguir un nuevo equilibrio de derechos y deberes, adecuado a las nuevas condiciones y necesidades sociales. Y dada la importancia de la individualización se requiere una nueva acción cultural para conformar una conciencia social más solidaria y facilitar la participación y la voluntariedad. En un plano más general, garantizar la libertad y la igualdad, reformular las bases y acuerdos e instituciones constitutivos de la sociedad y, en un plano teórico, renovar un pensamiento más crítico con respecto a las diferentes tradiciones.

La cuestión de la reciprocidad

Según el hilo argumentativo de los partidarios del modelo ortodoxo de la RB, ésta sería un derecho sin deber; vuelven a justificarla como ‘previa’ a la sociabilidad, por lo que no exigen reciprocidad; sería la base sobre la que se construye la sociedad y, por tanto, son posteriores la igualdad de oportunidades, el contrato social y la reciprocidad. Después, se embellece a la RB, como base inicial, que garantizaría todo ello.
Sin embargo, si ese derecho se reclama al Estado, ya se da por supuesto la existencia de una realidad social e institucional, unos acuerdos o imposiciones sociales previos. Habría que partir de ese hecho: se pertenece a la sociedad, se nace y se tiene un vínculo colectivo y por ello se exige un derecho, su reconocimiento y su garantía, automáticamente. Entonces, estamos admitiendo una corresponsabilidad de unos deberes de otra contraparte de la sociedad; no hay nada previo al ser real. En el mismo momento que definimos derechos, estamos definiendo obligaciones de otras personas o instituciones. El sujeto abstracto no existe, existe el individuo concreto, en sociedad. Hay sujetos de derechos y de deberes y su equilibrio debe estar sometido a negociación y acuerdo colectivo, no a decisión o imposición unilateral. Al admitir ese derecho debo estar reconociendo la colaboración de otros individuos. El derecho está condicionado por el deber.
En definitiva, la acción por la igualdad y la reciprocidad debe funcionar desde ese primer peldaño originario y tener en cuenta el conjunto de condiciones materiales y de relaciones y vínculos sociales. El sujeto ideal al margen de su participación en los bienes privados y públicos no existe, es una referencia simbólica. El sujeto real no puede aplazar el objetivo de igualdad, los acuerdos colectivos y la reciprocidad hasta después de recibir una RB que procede, precisamente, de la propia sociedad.

C) SUPERAR LA CONDICIONALIDAD RÍGIDA
Y LA INCONDICIONALIDAD TOTAL

La cultura del trabajo y el modelo de sociedad

Como decía, la sociedad keynesiana del pleno empleo está en profunda transformación y el Estado de Bienestar y los derechos sociales dependientes del empleo son insuficientes para garantizar unas condiciones de existencia, sin graves riesgos, para toda la población. La defensa de otro modelo social, basado en la ciudadanía y los derechos universales, independientes del trabajo y de las rentas, genera un discurso ético y ciudadano que supera el economicismo y regenera la cultura universalista. El empleo se ha debilitado como distribuidor general e igualitario de rentas y como factor generador de estatus e identidad. Sin embargo, no hemos llegado a la sociedad sin empleo -al fin del trabajo- y permanecen fuertes desigualdades, una gran precarización y una diversidad de formas de trabajo.
La referencia neo-keynesiana a una nueva sociedad del ‘pleno empleo’ del tipo de las décadas pasadas –del 70% de la población ocupada dos tercios de su vida- a corto plazo no es ni técnica ni políticamente posible, por el alto grado de desarrollo tecnológico y las poderosas fuerzas neoliberales, y todavía menos en el ámbito mundial. Pero tampoco es deseable ecológica y socialmente. Ahora bien, ello no debe suponer la resignación ante la ausencia de un empleo, con condiciones dignas, para todas las personas que lo deseen; ni tampoco desconsiderar, sino fortalecer, el objetivo y la acción por eliminar el paro y la precariedad laboral y dar una mayor estabilidad y estatus al empleo con derechos, con un tiempo de trabajo más reducido –semanal, anual o en la vida laboral-, y aumentando su voluntariedad y la capacidad de opción por las diversas oportunidades vitales. En el fondo permanece la necesidad de la acción por la mejora de las condiciones laborales y contra la subordinación y explotación del trabajo asalariado.
Por otro lado, debilitadas la centralidad del empleo -de la problemática del trabajo- y la expresión del sujeto clase obrera, se tiende a buscar por diferentes corrientes otra ‘centralidad’ muy moderna: el sujeto de la ‘ciudadanía’. El enfoque es ‘neoilustrado’, el poner ‘una’ nueva y exclusiva medida como base social, como constitución de la sociedad; en esta ocasión, es la ‘la distribución’ de una RB frente a la otra idea ilustrada del valor del trabajo, y cada una de ellas defendidas como fundamento de la ciudadanía. Si antes, y todavía en algunas corrientes, la base material e identitaria de la sociedad era el trabajo –de ahí la prioridad a su reparto-, ahora debería ser la RB –de ahí su carácter universal-.
Con respecto a la realidad social, más heterogénea, ambas interpretaciones son unilaterales, al igual que sus respectivas soluciones, el reparto del trabajo o la distribución universal de una renta básica. Los excesos de la cultura del trabajo y la crisis de la cultura obrera no deben llevarnos a olvidar o infravalorar el importante papel y la función real que sigue teniendo el trabajo, el empleo y la desigualdad socioeconómica -en el plano local, estatal y mundial- y a mantener una perspectiva transformadora de esa sociedad, donde no ha desaparecido el trabajo. Eso nos lleva al problema de la conformación de las nuevas identidades y las mentalidades diversas, en el plano socioeconómico y considerando la heterogeneidad social, cultural, nacional y étnica. Igualmente, se plantea el problema de las transformaciones y límites de la izquierda social y política y el papel de las culturas ‘obreras’ en este comienzo de siglo, cuestión que sólo apunto. En todo caso, la actitud y la acción colectiva por el cambio de las condiciones socio-laborales, por los derechos sociales y la redistribución de la riqueza pueden tener un nuevo papel en la configuración de las nuevas tendencias sociales.

La independencia con respecto al empleo
y la condicionalidad ‘débil’.

Ya he expresado mi posición favorable a una renta social ‘condicionada’ a la ausencia de recursos suficientes para vivir. Su distribución puede ser directa o indirecta a través de la gestión fiscal. La universalidad debe ser del derecho y de la garantía a tener unos bienes y rentas suficientes, no de la medida distributiva de una renta pública. Ese derecho universal se corresponde con el deber de la sociedad de procurar esos medios. Pero, si ya existen los medios distributivos convencionales a través de la propiedad, el empleo, la familia o el Estado, esas instituciones de la sociedad ya han cumplido con su parte del contrato social de garantizar a todas las personas unos medios básicos de subsistencia. Por ello, el reparto adicional de un ingreso social, está ‘condicionado’ a la ausencia de esos recursos y a las deficiencias de esas instituciones para proporcionarlas. O bien, si se pretenden sustituir o modificar y entonces habría que valorar su sentido social. Por tanto, la distribución de una renta social no debe ser incondicional o independiente de los recursos y rentas del individuo.
Sin embargo, en sentido estricto, cuando se habla de condicionalidad nos referimos a la existencia de deberes, de ‘contrapartidas’, ya sean en el ámbito laboral, en un trabajo útil socialmente pero sin remunerar, o en la participación en otras actividades individuales o colectivas. Partimos de esa parte de la sociedad con dificultades para el acceso a otras fuentes estables de rentas afectando a su estatus ciudadano. El derecho a una vida digna se sitúa en el plano de los derechos universales de toda persona, que en una concepción clásica de la ciudadanía deben corresponder con los deberes ‘civicos’ fundamentales, que podríamos definir como el respeto a las normas básicas de convivencia y la participación en la vida pública.
Una renta social, es una medida distributiva y pertenece al campo de la economía, pero el aspecto principal a destacar es su función de garantía de unas condiciones mínimas de existencia, es decir, de un derecho y un valor humano, por encima del valor económico o ‘contributivo’ del individuo. Pero, la característica de la incondicionalidad total de la RB ligada a la universalidad de su distribución, es decir, a proporcionársela a las clases medias y ricas, añade otra problemática y exige otra legitimación, que no ofrece ese modelo. Desde mi punto de vista, cuando se habla de renta ‘social’, como garantía para cubrir las necesidades básicas, debe ser clara la incondicionalidad con respecto a las obligaciones en el mercado laboral, en el campo de la economía, ya que se fundamenta en un derecho ciudadano, no contributivo.
Por otra parte, son positivas las políticas de promoción y estímulo a ese tipo de empleo y que respeten su acceso libre y voluntario; que se garantice el ‘derecho al trabajo’, en particular, de los jóvenes y de las mujeres. Al mismo tiempo, se trata de mejorar las condiciones de vida para poder oponerse y rechazar un empleo precario. Son evidentes la fuerte precarización entre los jóvenes y las políticas laborales que persiguen una socialización laboral en la subordinación y productividad; sin embargo, la participación juvenil en el empleo y la regeneración del mercado laboral, tienen algunas consecuencias positivas para sus vínculos sociales y su autonomía personal y para las relaciones en el conjunto de la población trabajadora. Un ingreso social, dirigido a los jóvenes y mujeres vulnerables, proporcionaría una defensa frente a la precariedad y es una garantía para facilitar su emancipación y unos niveles básicos de subsistencia.
En un contexto de sociedad más igualitaria, también habría que reafirmar los valores de la solidaridad y el ‘a cada cual según sus necesidades’ y ‘cada cual según sus posibilidades’, dándoles un enfoque más colectivo. Son importantes la cultura de la ‘reciprocidad’, de la solidaridad, de la ‘ética de los cuidados’, de la ‘justa generosidad’. Por otra parte, es deseable la defensa de la ‘voluntariedad’, de la libertad y autonomía individual, frente a la imposición de la disciplina laboral, de la presión del consumo y de la cultura del trabajo y, al mismo tiempo, enlazar con la conveniencia de estimular la participación social y la actividad plena en el ámbito sociocultural e interpersonal.
Por otro lado, aun manteniendo la incondicionalidad con respecto al empleo, dejaría abierta la posibilidad de la ‘condicionalidad débil’, la participación negociada y libre en el voluntariado, en el llamado ‘trabajo cívico’ y en otras actividades en el ‘tercer sector’, aun contando con los evidentes efectos contraproducentes de la formación de una categoría secundaria -no estrictamente precaria- de empleados públicos. Igualmente, la participación en actividades formativas con una perspectiva profesional o laboral. Pero la motivación la dejaría en el plano de la responsabilidad individual, del avance de la cultura y participación solidaria, incluyendo la ampliación de mecanismos y apoyos públicos y el desarrollo de acuerdos colectivos de grupos sociales, para actividades de ‘utilidad social’.
También habría que exigir de las instituciones públicas que promuevan cauces y faciliten medios para desarrollar una actividad sociocultural o solidaria de carácter más estable. Aquí, habría que diferenciar las diversas categorías de personas según el tipo de actividad social que realiza, sus capacidades y potencialidades, en un contexto temporal amplio del conjunto de su vida. Así, hay jóvenes -en formación o con una larga trayectoria laboral precaria-, amas de casa, adultos en inactividad o paro forzosos, mayores dependientes, excluidos. La revalorización social del trabajo doméstico y la actividad familiar, de la ayuda interpersonal o la acción formativa, supondría la ampliación del reconocimiento de la labor de utilidad social de la mayoría de las personas y ayudaría a legitimar el derecho universal a la protección social. Además, algunos de esos trabajos deberían incorporarse a la actividad laboral, y otros a diferentes fórmulas de regulación pública o economía social, con algún tipo de remuneración. Los mecanismos, las formas y los periodos de participación en esas actividades son diversos. En ese sentido, me parece importante preservar la negociación y las posibilidades de opción de las personas, por lo que no fijaría la participación obligatoria en una prestación social o un servicio civil institucionalizados, como contrapartida imprescindible para el acceso a un ingreso social.
Por otra parte, la ‘actividad’ voluntaria, humanitaria o de solidaridad, o en el ámbito interpersonal o de cuidado de personas dependientes, puede estar basada, fundamentalmente, en una actitud y motivación ética, que puede proporcionar un sentido vital satisfactorio y un desarrollo personal y social. Ahora bien, sería contraproducente, con respecto a su motivación y sentido principal, calcular y remunerar, en términos monetarios, esa ‘actividad’. Esas personas voluntarias, en el ámbito público o en el privado, merecen una recompensa ‘social’ y, si lo desean, también monetaria, de acuerdo con sus necesidades; pero habría que preservar la motivación y relación solidaria, aunque compartiesen elementos con el llamado ‘trabajo’ voluntario, formativo o doméstico, o con el empleo precario y sumergido. En definitiva, me parece problemático monetizar todas las ‘actividades’ y las relaciones interpersonales –de amistad, afectivas, culturales, de apoyo-, y sumergirlas en el campo de la ‘economía’, del contrato laboral, o tratarlas como contrapartida de una renta pública. Su valor, reconocimiento y motivación están en otro campo, que se debe ampliar, por razones éticas y solidarias, con la perspectiva de un desarrollo ‘humano’ menos mercantil.
La independencia del empleo es positiva para garantizar una mayor autonomía frente a los condicionamientos del actual mercado laboral, pero la formulación a secas de incondicionalidad total, coloca en un mal terreno el debate sobre los problemas del contrato social, los vínculos colectivos y la cultura solidaria y, en particular, la conformación de los valores y de la identidad colectiva de las generaciones jóvenes. En ellos se produce una doble tendencia socializadora conflictiva. Una, más tolerante y ‘libre’, en los campos de la escuela, familia o relaciones interpersonales. Otra, en el mercado laboral, en el choque con los sistemas jerárquicos y de subordinación, que ponen el acento en el esfuerzo individual, la competitividad y la ‘empleabildad’.
No obstante, no hay que olvidar que este debate se produce en un marco más amplio de unas tendencias en las sociedades en esta modernidad tardía: los fuertes procesos de individualización, los cambios en las instituciones básicas –familia, escuela, empleo- y en el papel del Estado, junto a nuevas formas de institucionalización de las relaciones sociales, han modificado a gran escala los sistemas de corresponsabilidad social y las referencias y mentalidades, sobre todo, en la gente joven. Por ello, junto a una actitud contra la desigualdad, es necesaria una renovación de las dinámicas y valores solidarios, unos nuevos acuerdos colectivos con un reequilibrio y una combinación de derechos y obligaciones, con una nueva ciudadanía social.
En definitiva, hay que superar el énfasis en la incondicionalidad total. Van Parijs y sus seguidores defienden el ‘derecho a disfrutar del capital, capacidad productiva y el saber científico de las generaciones anteriores’. Pero, la apropiación y distribución de esa riqueza es unilateral y arbitraria sin que, paralelamente, haya unos deberes, una participación en la reproducción de esos bienes, cuando se tiene capacidad para ello. Replantear la incondicionalidad pura nos permite una mejor posición contra el individualismo abstracto liberal o ácrata, un mejor enfoque del tipo de relación social y una visión colectiva y solidaria de las políticas y los derechos sociales.
Igualmente, hay que superar la condicionalidad individual rígida. La fórmula ‘tanto trabajas, aportas o cotizas, tantos derechos tienes’ es insuficiente. Las fuertes tendencias de individualización tienden a compensar a cada uno según su contribución, su trabajo o su esfuerzo individual; es la base del contrato laboral y de la fuerte monetización de la vida pública y privada actual, y es una parte sustancial de los sistemas de remuneración y del estatus. Ante situaciones, necesidades y oportunidades desiguales no se pueden repartir los bienes públicos de forma milimétrica, según cada aportación individual; incluso, no se puede generalizar la correspondencia mecánica de los derechos sociales sólo en función de un empleo que está limitado y segmentado.
Por tanto, se debe apostar por un marco más amplio en el ejercicio y la correspondencia de los deberes y de los derechos con una trayectoria vital y colectiva más larga. Todo ello requiere, en conflicto con las tendencias dominantes, nuevos compromisos privados y públicos e intergeneracionales, otros equilibrios y acuerdos sociales, y favorecer nuevas dinámicas colectivas y una cultura solidaria, atendiendo a las necesidades comunitarias.

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(1) Philips van Parijs, La libertad real para todos Barcelona 1996. ED. Paidós
(2) Tengo en cuenta las ideas de J.A. Noguera, profesor de Teoría Sociológica en la Universidad Autónoma de Barcelona, que es quién más ha desarrollado esta faceta en España, dentro de la Red española de la Renta Básica. Ver NOGUERA, J.A. ¿Renta Básica o “Trabajo básico”? Algunos argumentos desde la teoría social. I Simposio sobre la Renta Básica, Barcelona junio 2001.