Antonio Antón

La crisis de la ciudadanía social y laboral
Comentario al libro de Luis Enrique Alonso: La crisis de la ciudadanía laboral, Barcelona: Anthropos, 2007.
(Revista Arxius de Ciències Socials, nº 18, de 2008, de la Universidad de Valencia, Facultad de Ciencias Sociales).

            La ciudadanía laboral y social está en crisis. Las bases productivas e institucionales en que se asentaba se han modificado. Factores como la globalización económica, las políticas económicas neoliberales, la aplicación de nuevas tecnologías de alta productividad y la reorganización del trabajo han transformado profundamente las condiciones laborales y de empleo. La reestructuración del Estado de Bienestar, particularmente de los sistemas de protección social, está debilitando los mecanismos y garantías públicas de seguridad y bienestar social. El modelo keynesiano de pleno empleo, estable y seguro, junto con el Estado de Bienestar está cuestionado. Los derechos laborales han estado basados en la capacidad de regulación pública -estatal y con la participación de los sindicatos- de las condiciones de trabajo y la protección social. Ahora se amplía la desregulación e individualización de las relaciones laborales, la fragmentación del mercado de trabajo y las condiciones de empleo, junto con un mayor dominio empresarial e intensificación del trabajo. Al mismo tiempo, ha disminuido la capacidad de integración social dejando fuera del ascenso socioeconómico y el consenso del bienestar a amplios sectores precarizados y vulnerables, muchos de ellos de origen inmigrante.
            La ciudadanía social y laboral, funcional con el modelo productivo fordista, ha sido fruto de un largo proceso de conflicto y reforma social, particularmente, en las sociedades europeas. Comenzó a finales del siglo XIX, en el contexto de la segunda revolución industrial y el ascenso del movimiento obrero y la izquierda política, y se consolidó en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. Junto con los derechos civiles y políticos, los derechos sociales y laborales constituían la tercera pata de la conformación de la plena ciudadanía democrática y social. Este proceso expresaba una doble dinámica: era funcional con el tipo de desarrollo económico y de integración social y orden político, y era compatible con las demandas de las clases trabajadoras representadas a través del neocorporatismo y la izquierda política -además de ser una respuesta a los desafíos estratégicos del socialismo soviético-. Esos modelos y equilibrios se empiezan a romper con la crisis socioeconómica de mitad de los años setenta del pasado siglo, y los cambios se aceleran en los noventa. En los últimos años, cuando los efectos y costes sociales de esta nueva situación se hacen más visibles, se vuelve a dar relevancia a la problemática de la ciudadanía social y laboral.
            Luis Enrique Alonso ha realizado una investigación prolongada sobre esta temática, publicada en tres libros relevantes. El primero, Trabajo y ciudadanía (1999),era un estudio de la crisis de la sociedad salarial en el que apostaba por una ciudadanía compleja. El segundo, Trabajo y posmodernidad: el empleo débil (2000), explicaba las transformaciones del empleo y criticaba los discursos que justifican su precariedad. En este tercer libro, La crisis de la ciudadanía laboral, el autor da un paso más en el análisis. Siendo un agregado y desarrollo de diversos trabajos anteriores, tiene un hilo conductor: los cambios de la ciudadanía social y laboral. Aquí, se va a comentar a través de tres planos diferentes, presentes en todos sus capítulos aunque con distinta dimensión.
            El primero, analítico, explica las características de la crisis del anterior modelo keynesiano de ciudadanía laboral y social, señala los procesos que tienden a su dilución y analiza los discursos neoliberales y posmodernos que pretenden justificar los retrocesos de los derechos sociales y del Estado de Bienestar. Dos tipos de ideas criticadas se pueden resaltar: 1) los nuevos discursos tecnocráticos del management posmoderno que justifican la sustitución de lo público por la privatización del riesgo, subordinando la intervención del Estado a políticas remercantilizadoras y de focalización de la asistencia; 2) las ideas que pretenden legitimar la individualización y fragmentación del mercado de trabajo, las política laborales basadas en la flexibilidad y la desregulación como norma, la precarización como redespliegue general de la sociedad disciplinaria.
            En este sentido el ataque neoliberal a la ciudadanía social y laboral es un retroceso hacia el mito del sostenimiento de la sociedad a través, exclusivamente, de los derechos civiles y políticos. Pero ese desplazamiento, como muy bien se explica en el libro, es una falsa alternativa que pretende invisibilizar los problemas sociales y consolidar los mecanismos de desigualdad para privilegiar a los más ricos y poderosos. Los problemas de la desigualdad socioeconómica y la seguridad y bienestar social se separan del ámbito público y de las responsabilidades institucionales y se pretenden dejarlos en el ámbito privado de la propiedad y el intercambio mercantil. Así, sólo queda la estrategia del mérito individual para garantizar unas trayectorias sociolaborales ascendentes o seguras. La solidaridad institucional y las respuestas colectivas decaen.
            Por otra parte, ante la crisis del Estado de Bienestar el autor considera la conveniencia de su descentralización y una mayor adecuación con las necesidades ciudadanas, junto con la implicación de la sociedad a través de la cooperación y el asociacionismo voluntario, advirtiendo de la imposibilidad de la sustitución de las políticas públicas y de la necesidad de fortalecerlas.
            El segundo plano es crítico, particularmente de dos aspectos: las insuficiencias y límites de la clásica ciudadanía social y laboral, y las conexiones y conflictos entre distribución económica y reconocimiento identitario. Veamos el primer aspecto. El modelo de ciudadanía social keynesiano, asociado al ciclo fordista, se basaba en el empleo formal y seguro y la nacionalidad y priorizaba la masculinidad en la familia. Dejaba sin visualización al resto de grupos laborales más vulnerables, que han ido en aumento. Pero, sobre todo, aspiraba a una identidad total generando un desplazamiento y una ausencia de reconocimiento de otros grupos dominados o marginados y sus respectivos intereses y problemáticas en distintos ámbitos. Estos colectivos quedaban fuera del imaginario social dominante del típico y normalizado ciudadano occidental. Ese supuesto universalismo del bienestar, basado en la centralidad del empleo, escondía el particularismo de la faceta económico-distributiva de unos segmentos sociales –clase obrera fordista y clases medias funcionales-, definidos por su posición ocupacional y su sistema de representación y negociación –la institucionalización de la concertación social-. No obstante, las imprescindibles políticas de redistribución y de igualdad económica son insuficientes, más aun cuando ha aumentado la fragmentación de las clases trabajadoras y aparecen nuevas necesidades sociales. Al mismo tiempo, se produce un estancamiento o retroceso de las políticas públicas y fiscales de redistribución e incluso del papel distributivo de los salarios, y se visualizan nuevas problemáticas y demandas de reconocimiento. Los dos aspectos –distribución y reconocimiento- son fundamentales para construir una nueva ciudadanía, aunque su relación no ha solido estar bien planteada, idea que se destaca en el texto, y es necesario un nuevo reequilibrio.
            Aquí, con un enfoque crítico, aparece la relevancia del tratamiento del segundo aspecto, el reconocimiento identitario, dada la diversidad de ideas sobre su importancia y su relación compleja con el componente distributivo y la ciudadanía social o, en otros términos, con la igualdad socioeconómica y la solidaridad institucionalizada. Detrás de ello está el debate sobre multiculturalismo y el conflicto entre universalismo y relativismo. Expresemos un pequeño apunte. Como se ha señalado, en el texto se critica convenientemente el modelo economicista de ciudadanía social, así como los principios liberales que sólo reconocen al individuo abstracto. Ambas ideas niegan o infravaloran la existencia de grupos socioculturales, étnicos y de género, con derechos de todo tipo a proteger, y que han sido despreciados por los grupos dominantes. Por tanto, siguiendo al autor, una política activa de igualdad, equidad y acción positiva es imprescindible para compensar esas desigualdades y discriminaciones previas.
Sin embargo, la defensa de los intereses legítimos y las demandas de reconocimiento, de ‘empoderamiento’, no siempre ha estado equilibrada. Así, en el texto se realiza, acertadamente, una valoración crítica de posiciones postmodernas que, apoyadas en un discurso identitario que absolutiza la diferencia, se afirman en el particularismo multiculturalista y se alejan del principio de igualdad general. Esas ideas las asocia el autor a la renuncia de las clases medias a una contestación global al actual modelo económico y a su acomodo ante la fragmentación social existente.
            La vieja identidad universalista basada en la ciudadanía social y laboral se ha ido desarticulando a la vez que se ha ido profundizando la desigualdad social. Esa relativización de la sociedad del trabajo y del empleo era imprescindible para dejar hueco a otros componentes de la vida humana y una identidad multidimensional, más adecuada a la diversidad de la realidad social. Pero, ningún otro elemento ha podido sustituir esa tendencia hacia la fragmentación. El vacío existente se cubre con componentes muy diversos, algunos muy problemáticos, como el nuevo fundamentalismo o, simplemente, con el deseo consumista. Además, tampoco se puede renunciar a la identidad en el trabajo ya que sigue siendo una actividad necesaria para la mayoría de personas y esa pérdida de referencia en la identidad real de los individuos sería más perjudicial precisamente para los sectores precarios y frágiles.
            No obstante, la realidad queda en un agregado de individuos, o bien, tal como analiza el texto, en una multiplicidad de grupos con un micro-mundo de representaciones derivadas de identidades cuasi-adscriptivas (género, origen étnico o nacional, opción sexual, etc.) culturalmente auto-construidas. La dificultad de su conexión con las instituciones sociales de carácter universal trae, como telón de fondo, la ‘crisis de sentido’ en las sociedades occidentales. Dadas las graves consecuencias sociales y ecológicas de las políticas neoliberales y la ausencia de compromisos sociales derivada del discurso individualista y postmoderno, Luis Enrique Alonso considera que existe un cambio de signo en los compromisos sociales que puede posibilitar un nuevo acercamiento a lo público por parte de las mayorías sociales que corren riesgos de marginación de distintas formas y grados. Con ello nos adentramos en el tercer plano, abordado en diferentes capítulos, el propositivo.
            En este libro se plantean elementos necesarios para una ciudadanía compleja, activa y democrática. El autor retoma algunos ejes de la vieja ciudadanía laboral y social: la defensa de lo público, el papel relevante del empleo y el trabajo, la regulación de la actividad económica y la participación democrática. No obstante, consciente de que no vale la simple posición defensiva o el reclamo de los viejos esquemas y modelos keynesianos apunta nuevos componentes que interrelacionados con los anteriores deben conformar esa nueva ciudadanía. Por otro lado, también expresa que el relativismo multicultural erosiona la idea de sujeto colectivo y la relevancia del trabajo y con esa idea de ausencia de vínculo social no se puede generar una nueva dinámica liberadora e igualitaria conectada con lo real. La cuestión abierta es cómo remontar los intereses particularistas y superar la fragmentación social.
            Así, considera que, quizá, con un discurso menos emancipatorio y más abierto a las necesidades, se vuelva a un retorno de los movimientos sociales. Teórica y políticamente, la salida sería encontrar puentes entre, por un lado, el paradigma de la diferencia y la identidad y, por otro lado, el paradigma de la redistribución y la transformación de la división social y económica del trabajo. Ello no con una interpretación economicista sino considerando que las condiciones culturales e identitarias reales de los sujetos se encuentran incrustadas en condiciones socioeconómicas dadas. Se redefine la clásica ‘cuestión social’, integrando las nuevas problemáticas identitarias. Conllevaría una nueva relación de complementariedad y relación unitaria entre los movimientos obreros y los nuevos movimientos sociales.
El texto desemboca en la idea de una nueva ciudadanía social activa, construida por los propios sujetos, con un horizonte de igualdad compleja y una solidaridad de tercer tipo, más allá de la solidaridad comunitaria tradicional y la solidaridad orgánica e institucional. Esta solidaridad institucional y universal debería superar la fuerte privatización, individualización y fragmentación ante la tendencia de dejarla sólo en el ámbito de la voluntad privada y afirmarla ante la deriva a considerar sólo los problemas de reconocimiento identitario y cultural.
            En conclusión, a lo largo de este libro se ha recorrido un trayecto que va del análisis de la crisis de la tradicional ciudadanía social y laboral a la interpretación de las dificultades y falsas respuestas, para culminar en una serie de ideas en que apoyarse para construir una nueva ciudadanía social y democrática. Sin embargo, todavía es conveniente hacer unas reflexiones finales en torno a un par de problemas con el ánimo de avanzar nuevas líneas de análisis.
            El primer tema es sobre la dicotomía distribución y reconocimiento. Ya se ha señalado lo acertado del enfoque de la combinación de ambos componentes y de la crítica a la centralidad del uno o el otro. No obstante, hay que clarificar algún aspecto para evitar confusiones.
            La distribución –económica- se puede asociar al movimiento obrero, a las clases trabajadoras, y se considera incrustado en lo social, lo público y como cierta base de universalidad. Por el contrario, el reconocimiento –identitario- se puede vincular con las clases medias y, particularmente a través de los discursos de la diferencia, con un carácter cultural y particularista, a veces alejado de lo social. Esas ideas, tomadas esquemáticamente del texto, presentan dificultades para interpretar la realidad actual, al menos en España. El movimiento sindical tradicional tenía sus raíces en la clase obrera fordista. No obstante, en estos tiempos no se le puede considerar como un movimiento ‘obrero’, exclusivamente. Una parte significativa de la base afiliada a los sindicatos (40%) es de clase media-media o superior, porcentaje algo superior a la población ocupada. Además, en este contexto, son decisivas las burocracias sindicales como capa social diferenciada que tiene intereses propios. Estas élites, expertas en la intermediación laboral y gestoras del poder organizacional, tienen un estatus más similar a los funcionarios públicos o técnicos de las grandes empresas que al de sus bases obreras a pesar de que cumplen su función de representación. Por otro lado, es verdad que muchas de las élites de movimientos sociales y grupos socioculturales proceden de las clases medias, aunque quizá la característica principal sería su carácter de ilustrados y con mayor capacidad académica y técnica, sin que ello necesariamente se traduzca en un mejor estatus laboral o económico. Sin embargo, tras ese concepto de clase media por su posición ocupacional (E. O. Writhg) se esconde una gran diversidad y heterogeneidad no sólo cultural sino también de nivel socioeconómico (clase media-baja, media-media y media-alta). Además, cuando se han generado procesos participativos generales –por ejemplo, en el movimiento anti-OTAN en los ochenta o las movilizaciones contra la guerra en Irak-, los apoyos sociales han tenido una amplia base popular interclasista y, según los casos, un gran componente juvenil.
            Por otra parte, los llamados nuevos movimientos sociales o muchas de las actuales redes asociativas tienen sus raíces en problemas y conflictos de diversos tipos de estructuras sociales -o en relación con la naturaleza-. La acción ante la discriminación de las mujeres, los conflictos étnicos y nacionales, los problemas medio-ambientales, etc. tiene componentes culturales e identitarios, pero también están incrustados en lo social, en un sentido más amplio que la acepción estricta de su asimilación con lo económico o lo laboral. Ello significa que la pugna interna en esos colectivos también se sitúa entre la dimensión de la igualdad y la de la diferencia, o bien, entre la vinculación con lo social, incluidos los componentes distributivos específicos del grupo y del resto de la sociedad, y el aislacionismo y particularismo. No obstante, el énfasis en el reconocimiento, con una perspectiva igualitaria, puede conllevar también la exigencia de cambios contra desigualdades en distintas estructuras sociales y económico-laborales e influir en las dinámicas sociopolíticas.
Por tanto, la experiencia y la vinculación con la igualdad real, con lo social, se pueden dar en ambos tipos de movimientos y, precisamente, puede expresar el campo común para la interrelación y aproximación entre ellos. El economicismo de unos o el culturalismo de otros les puede alejar a ambos de una realidad social más compleja y diversificada. Así, además de establecer cierto equilibrio entre los dos componentes, se evitaría mejor esa jerarquía que puede pervivir al asignar una preferencia simbólica de vínculos con lo social a la distribución -lo económico o lo obrero-, frente al reconocimiento -lo cultural o la clase media-. Nos encontramos pues, con movimientos viejos y nuevos con una composición ‘objetiva’ mayoritaria de clase baja y medio-baja, una ‘identificación’ dominante de clase media-media y con élites de clase media-baja y media-media, aunque con una gran diversidad de otros componentes de pertenencia colectiva e identificación social. Los individuos tienen varias identidades –de género, clase social, origen étnico, edad...-, generalmente con diferente peso, aunque su posición y su combinación pueden cambiar a lo largo del tiempo. Igualmente, los grupos y movimientos sociales aunque su conformación y diferenciación dependen de su componente principal también tienen otras preocupaciones, identificaciones o cambios de preferencias. 
            La estratificación social sigue siendo persistente: la mayoría de la sociedad –más de dos tercios- es de clase baja o medio-baja y forma parte de las clases trabajadoras, en sentido amplio, y la minoría –menos de un tercio- son de clase media-media o superior –aunque muchos sean asalariados-. Esa posición socioeconómica u ocupacional se interrelaciona con las diferentes posiciones sociales en las diferentes esferas de la vida, pero las interacciones y mediaciones son complejas y variadas. Es difícil aventurar su evolución, la composición social de los diferentes movimientos y protestas sociales y, menos aún, la configuración y combinación de sus diferentes componentes subjetivos y de pertenencia. Incluso se pueden generar dinámicas regresivas o conflictos inter-grupales. A veces, se han expresado polarizaciones globales, con amplios campos sociales de carácter progresista y popular. Sin embargo, no parece que, a corto plazo, haya suficiente experiencia y poso de compartir intereses y proyectos comunes, una subjetividad crítica y una cultura abierta y solidaria, densidad asociativa y condiciones de representación social y simbólica. Son elementos necesarios para configurar unos sujetos amplios y estables con una dimensión transformadora y una dinámica unitaria, igualitaria, universalista y plural. Constituyen referencias deseables y este pensamiento puede esclarecer el arduo camino del cambio social.
            Esos dos componentes –distribución y reconocimiento- pueden aparecer separados en las representaciones sociales y teóricas, pero forman parte de la problemática de la gran mayoría de las personas que pueden acumular varias identidades más o menos débiles y entrecruzadas. Eso significa que el movimiento sindical, a su clásica labor de exigencia distributiva, debe incorporar la diversidad del resto de problemáticas que afectan a las clases trabajadoras y extender su acción por la igualdad –de género, nacional, medio-ambiental, inmigración, etc.-, y los nuevos movimientos sociales, además de sus componentes identitarios y culturales, desarrollar una dinámica igualitaria y más global. Ambos tipos de movimientos, el distributivo –con los clásicos sindical y vecinal o los nuevos contra el paro o por la vivienda- y el de exigencia de reconocimiento -feminista, pacifista o ecologista-, tienen en su interior individuos de diversos segmentos sociales, y representan variados intereses y tendencias sociales. El énfasis en lo común de su grupo social y la diferencia respecto de los otros colectivos, la afirmación de componentes identitarios fuertes (por ejemplo, la identidad de clase en el sindicalismo, o bien, la identidad de género en el feminismo) pueden obscurecer la diversidad interna de cada movimiento social. Ello puede suponer la infravaloración de la imprescindible adecuación de sus objetivos a las características específicas y diferenciadas de sus variadas bases sociales y, al mismo tiempo, a no abordar la necesaria articulación con dinámicas similares de otros grupos. Podría llevar a sus élites respectivas a la desconexión con la realidad concreta y multidimensional de sus bases sociales y de los procesos globales, a priorizar la cohesión formal de su grupo y los privilegios de su función gestora y representativa, aunque con unos cimientos frágiles.
            En definitiva, la conformación de nuevos sujetos sociales que vayan superando la fragmentación con un horizonte más universalista, como dice el libro, sí requiere un mayor arraigo en lo social multidimensional. Desde esta perspectiva se puede encarar mejor el segundo problema, las bases universalistas de una nueva ciudadanía compleja.
La constitución de la ciudadanía social y laboral ha tenido sus anclajes en la igualdad distributiva y en la solidaridad institucional. Como se ha dicho, a pesar de sus límites ha sido un avance histórico que hay que evitar que se destruya. En las sociedades occidentales también se han realizado otros avances en la igualdad y la libertad que han modificado viejas estructuras de dominación y superado los formalismos abstractos. Por ejemplo, la emancipación de las mujeres y su relativa igualdad con los hombres ha avanzado en muchas esferas aunque en otras –empleo- todavía existen fuertes discriminaciones; ello ha generado unas relaciones más libres e igualitarias y ha contribuido a una mayor autoafirmación de las mujeres, particularmente, las jóvenes. A su vez, también se han producido nuevas desigualdades, por ejemplo, ante la mayor precariedad del empleo. Igualmente, junto con los derechos sociales y la ciudadanía laboral, en las mejores tradiciones europeas encontramos valores positivos como la resolución democrática de los conflictos, la importancia de la libertad y autonomía individual y colectiva, la laicidad y la separación de religión y política, o la diferenciación de lo público y lo privado.
            Todo ello comporta un bagaje desde el que conformar una nueva ciudadanía, con una dimensión universalista, democrática y plural, junto con la renovación de tres ejes clásicos: mayor libertad real de individuos y grupos sociales; una igualdad más efectiva y, por tanto, más compleja y adecuada a la realidad, y mayores vínculos sociales y de solidaridad. Este libro ofrece una buena base para avanzar en esa tarea de construir un pensamiento crítico que esclarezca el esfuerzo solidario.
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El autor del presente artículo es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Departamento de Sociología.