Antonio Antón
Protesta social: un nuevo enfoque teórico

  Índice
Introducción
Superar los determinismos, económico y político
Inadecuación de la teoría de la estructura de oportunidades políticas
Oportunidades políticas, amenazas y procesos ‘enmarcadores’
Una interpretación dinámica y relacional
Insuficiencias del paradigma individualista extremo o postmoderno
Unilateralidad de una mirada social desde la cultura
Una explicación histórica de la interacción sociopolítica y cultural
Bibliografía

Introducción

Los actuales procesos de indignación ciudadana y de movilización social progresista presentan algunos rasgos particulares, diferentes a los anteriores movimientos sociales. Dos aspectos tienen importancia para contrastar la experiencia pasada y las teorías convencionales: 1) su doble componente democratizador y socioeconómico, con una dimensión más global o sistémica; 2) los mecanismos y procesos que intervienen en su configuración, condicionan su influencia y su futuro, y que exigen una nueva interpretación.
Este movimiento ciudadano es una respuesta al deterioro de la situación socioeconómica para la mayoría de la sociedad provocada por el sistema económico y financiero, y agravada por una gestión política regresiva y con déficit democrático. Ambas dinámicas e instituciones han sido consideradas injustas por la mayoría de la sociedad, que se ha reafirmado en una cultura cívica democrática y de justicia social. Ante, por un lado, el bloqueo o la colaboración gubernamental (y otras instituciones europeas e internacionales) con esas políticas, y, por otro lado, la existencia de distintos agentes sociopolíticos progresistas, la indignación ciudadana se ha convertido y dado cobertura y legitimidad a una acción colectiva de sectores populares relevantes.

Por tanto, son unilaterales las interpretaciones que ponen el acento solo en su carácter democratizador (o frente al sistema político o a aspectos más concretos como la ley electoral), desconsiderando sus contenidos, motivos o demandas socioeconómicos (frente al sistema económico o a aspectos particulares como los recortes sociales, el paro, los desahucios o las reformas laborales). En sentido inverso, son también unilaterales las versiones interpretativas que señalan a este movimiento popular como exclusiva reacción frente a las graves consecuencias de la crisis económica, el papel especulativo de los mercados financieros o la desigualdad social producida por la política de austeridad; excluyen las estrategias y la gestión regresivas de las élites dominantes e instituciones políticas, con rasgos autoritarios y un fuerte deterioro de su legitimidad democrática. Los dos ‘sistemas’, económico y político, están interrelacionados y los pilares de ambos, su carácter antisocial y oligárquico, se han cuestionado por la ciudadanía indignada. Todo ello, junto con una amplia protesta social y la emergencia de nuevos sujetos sociopolíticos, requiere una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo analítico.

A partir del análisis de las particularidades de este nuevo fenómeno, explicado en otra parte (Antón, 2014c, y 2013a), se exponen los límites de las interpretaciones convencionales sobre la protesta social, los sujetos sociales y las dinámicas sociopolíticas. En particular, se realiza una valoración crítica de los límites y deficiencias interpretativas de las principales corrientes teóricas que han explicado los movimientos sociales y la contienda sociopolítica. Primero, el estructuralismo o determinismo económico, de influencia marxista. Segundo, la teoría de la estructura de oportunidades políticas, también estructuralista en su versión más rígida, aunque en este caso hace depender al movimiento de protesta de las instituciones políticas. Tercero, la interrelación entre oportunidades políticas, amenazas y procesos ‘enmarcadores’. Cuarto, el camino hacia una explicación más dinámica y relacional. Quinto, las insuficiencias del paradigma individualista postmoderno. Sexto, la unilateralidad del enfoque ‘cultural’ que revaloriza la importancia de los componentes subjetivos pero infravalora el peso de la situación de desigualdad social y los motivos socioeconómicos y de poder. Y séptimo, se avanzan varios criterios teóricos de un enfoque social y crítico para interpretar mejor las nuevas realidades. Así, partiendo de la singularidad del actual y diverso movimiento de protesta social, en esta nueva fase histórica, se exponen los criterios básicos para una explicación dinámica de la pugna sociopolítica y cultural de los sujetos en este contexto. Se trata de favorecer una mejor comprensión de este movimiento social progresista y el consiguiente refuerzo de sus posiciones normativas.

Superar los determinismos, económico y político

En primer lugar, aludimos sintéticamente a la imprescindible crítica al discurso neoliberal y la teoría funcionalista convencional. Sus ideas principales son: el crecimiento económico es progresivo y permanente; la apropiación privada de bienes beneficia a toda la sociedad, infravalorando la desigual distribución de la riqueza, las capacidades y las oportunidades; aval al control del poder por las minorías oligárquicas, aun cuando, a efectos de legitimidad social, se mantengan gobiernos representativos y procesos electorales. Según esa posición (ideológica) ese marco es el ‘racional’ y el único posible, y la protesta social progresista sería irracional o irreal; así, la actitud popular a imponer es la del sometimiento y la resignación. Los movimientos sociales progresistas serían disfuncionales, estarían fuera de la realidad (aun con sus mejores intenciones) y la tarea institucional sería su neutralización (o su represión). La solución sería el refuerzo del poder y la legitimidad de las élites dominantes, no la mayor participación ciudadana, la democratización del Estado y el giro socioeconómico.
En segundo lugar, nos centramos en las insuficiencias de las interpretaciones estructuralistas economicistas (funcionalistas o marxistas) y las institucionalistas, particularmente las de mayor rigidez determinista, que han tenido y tienen cierta influencia en sectores progresistas y de izquierda. Luego trataremos los límites de los paradigmas individualista y ‘cultural’ o post-social.

Me detengo en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda, explicada en otro texto (Antón, 2014a). No es adecuada su posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases, y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, democrática y de justicia social.

La clase trabajadora, a diferencia de la burguesía que controlaba ya muchos resortes de la economía en su lucha contra el Antiguo Régimen, no domina los medios de producción y distribución, ni tampoco el Estado. No puede apoyarse en el control económico que no tiene, sino en desplegar su capacidad de influencia como fuerza social, su hegemonía política en la sociedad como sujeto transformador. De ahí que su acción sociopolítica, cultural y democrática sea más decisiva. Además de ser consecuentemente partidaria de las libertades civiles y políticas y la democratización del sistema político, debe apuntar a una democracia social y económica más avanzada. Es ahí donde entra en conflicto abierto contra la desigualdad socioeconómica y los privilegios de las capas acomodadas que utilizan los resortes del poder político e institucional para defender la estructura social y económica desigual. La conformación de ese sujeto es fundamental, pero no nace mecánicamente de su situación material de explotación sino de la evolución relacional e histórica de sectores sociales subordinados que se indignan frente a las injusticias, participan en el conflicto social y desarrollan la democracia.

Frente a ese determinismo económico es importante destacar la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales.

Normalmente, desde posiciones economicistas se han infravalorado las cuestiones del poder político y la conciencia social; a su vez, desde ideas institucionalistas se ha criticado el excesivo énfasis en lo económico. La pugna se establecía desde dos variantes del determinismo; su estructuralismo y la infravaloración del sujeto son lo que les une: las estructuras, bien económicas o políticas, son el factor principal que genera la acción colectiva, su carácter y su dimensión. Los excesos de cada una de las dos corrientes se han contrapesado con la otra. No obstante, aunque se combinen los dos componentes estructurales en diversas proporciones, el error continúa al no superar el enfoque determinista. En un caso el factor determinante son las relaciones económicas, en el otro las instituciones o estructuras políticas.

Al mismo tiempo, las críticas a las deficiencias explicativas de ambas, con su determinismo estructuralista, ha llevado a veces a una exageración subjetivista o idealista que, a veces, llega a un constructivismo al margen de la realidad objetiva (no solo material sino también cultural). Tiene una doble tendencia. Por un lado, revaloriza justamente la importancia de la agencia, los sujetos (frente al determinismo), aunque a veces puede caer en el voluntarismo. Por otro lado, desconsidera, injustamente, la relevancia del contexto económico, social y político, de las desigualdades reales en la sociedad, centrándose fundamentalmente en lo subjetivo o lo cultural. También este enfoque es unilateral y, a veces, cae también en el idealismo o el determinismo cultural, al considerar las ideas, la subjetividad, el factor determinante de la conformación de un movimiento social o del cambio social. Por supuesto, la conciencia social, las mentalidades de la gente, son relevantes y según qué circunstancias y momentos pueden tener un papel fundamental. Aquí lo que se critica es la concepción determinista de adjudicar a un factor estructural (económico y/o político) o cultural, y con carácter general y permanente, la función de ser causa exclusiva o central de los procesos históricos. La realidad actual no se deja encajar por ninguna de las tres teorías que priorizan un aspecto y su mono-causalidad.

El agravamiento de las condiciones socioeconómicas, la profundidad de la desigualdad social, es un factor fundamental para explicar la respuesta popular, pero el proceso y la interacción de sus causas son más complejos. Las agresiones de las instituciones políticas han causado una profunda desconfianza ciudadana en las élites gobernantes, más todavía hacia aquellas a las que sus bases sociales suponían un mayor compromiso social y democrático, como en el caso del aparato socialista. Es otro factor clave de la indignación popular. La importancia de ambos componentes ha sido evidente en la actual crisis sistémica y el nuevo ciclo de la protesta social. Al mismo tiempo, la amplitud del descontento social y la movilización ciudadana ha revalorizado el papel de los sujetos sociales, de su acción, su cultura y su capacidad sociopolítica. Es necesario investigar la combinación de los tres elementos desde el análisis concreto, pero también abordando un nuevo marco interpretativo, realista, social y crítico, superador de los determinismos y los idealismos.

En definitiva, frente al determinismo económico, la acción de protesta social no se genera (directa o mecánicamente) por el agravamiento de la situación material (socioeconómica). En este periodo, la mayoría de las movilizaciones populares tienen un carácter reactivo o de resistencia frente a agresiones concretas del poder; suponen un freno ante la involución social, frente a los recortes de derechos y condiciones sociales, económicas, de empleo, laborales, de vivienda... Si no hubiera habido agresión o retroceso ‘material’ y de garantías, evidentemente, no habría habido respuesta, sería innecesaria. Para la movilización social siempre es imprescindible un motivo y una demanda de mejora o para impedir el empeoramiento de la situación de la sociedad. Lo que se discute aquí es que además de la agresión y el sufrimiento intervienen las características específicas de la población agredida y sus capacidades de respuesta colectiva. Es decir, ante similares agresiones, diferentes tipos de gente pueden responder de forma distinta (o simplemente aguantarse). Las variables, en este caso, son dos (no una), con su interacción: la gravedad de la agresión (y la fuerza de los agresores), y la experiencia, las capacidades y la cultura de la gente. Y, al mismo tiempo, mediado por la situación de los demás factores y fuerzas en presencia. En otro texto desarrollo este punto de vista (Antón, 2014a).

Inadecuación de la teoría de la estructura de oportunidades políticas

Pasamos ahora, con más detalle, a otra variante del determinismo, en ese caso, diferenciado del economicismo y que prioriza como causa explicativa la estructura de oportunidades políticas. Desde esta teoría, de gran influencia en el mundo anglosajón, y en la formulación inicial de Tarrow (2012 –publicado por primera vez en 1994-), la respuesta popular y su orientación vendrían determinadas causalmente por las ‘oportunidades’ de la estructura política. Para no ser prolijos, en notas a pie de página señalamos algunas citas significativas de este autor, con unos pequeños comentarios; seguidamente, explicamos una valoración más general.

La cuestión relevante es que el movimiento social surge cuando hay motivos (desigualdad, agravios…) considerados masivamente como injustos (juicio ético), demandas con arraigo social y actores diferenciados de las ‘instituciones’ al no canalizar esas aspiraciones el sistema representativo o político ordinario. Es cuando sectores relevantes de la población apoyan otra acción democrática complementaria o distinta a la simple representación o delegación de los partidos políticos de la democracia liberal y su sistema participativo en las urnas; lo consideran insuficiente o contraproducente (en la media que gestionan en contra de sus compromisos sociales y electorales), o es directamente un régimen tiránico o autoritario.

Es decir, la acción colectiva aparece cuando la estructura de oportunidades políticas está bloqueada, no ofrece suficientes garantías u oportunidades políticas por la vía ‘ordinaria’ de la mediación institucional para alcanzar unos objetivos; el sistema representativo (o la democracia) es incompleto y se generan nuevos representantes que exigen reconocimiento y demandas concretas. Luego, el poder institucional (y económico) puede ser facilitador o represor, y la capacidad del movimiento respecto del poder y su legitimidad y aliados, mayor o menor. Su actitud conciliadora condiciona en el doble sentido: puede activar (incentivos) o desactivar (si la gente piensa que ya está conseguido todo o se va a resolver por las promesas o los compromisos institucionales). Igualmente, a veces, la represión al movimiento no lo destruye sino que, si es fuerte ese autoritarismo, puede ser contraproducente para el poder y llevar a un fortalecimiento del movimiento y una deslegitimación de las instituciones (es lo que pasó en los días posteriores al 15-M-2011).

Por tanto, el poder debe evaluar las distintas formas de control social; está condicionado por la imposición de sus objetivos pero sus medios para la neutralización del movimiento y la estabilidad de su hegemonía política, son dobles: concesiones (limitadas) y represión (más o menos contenida o indirecta). Es decir, lo que permite desarrollar el movimiento no es la actitud del poder (facilitadora o represora), sino su fuerza (apoyos, legitimidad, recursos, repertorios de acción…) y su equilibrio respecto del poder en ese momento.

Compartimos distintas ideas de ese texto: Los marcos interpretativos como la injusticia son recursos de movilización poderosos; los significados se construyen desde la interacción social y política; fue a través del proceso de lucha como la retórica heredada de los derechos se transformó en un nuevo marco para la acción colectiva; es en la acción colectiva donde los antagonistas descubren qué valores comparten. 

La cuestión a profundizar es qué interacción existe entre marcos interpretativos (significados) y acción colectiva y cómo, por qué y cuándo se genera ésta, y cuál es el papel del proceso ‘enmarcador’ y/o la situación y la percepción de injusticia junto con la existencia de actores. El origen del conflicto no está ‘determinado’ por la estructura socioeconómica, pero tampoco por la estructura política (de sus oportunidades). Viene de la ‘experiencia’ (Thompson, 1977; 1979, y 1995) de la población, de su situación y su percepción como injusta, y así se forman las demandas y la acción colectiva frente a los poderosos. Aquí, en el desarrollo de la acción colectiva –a igual profundidad y persistencia de la desigualdad y de acuerdo con la dimensión moral sobre su carácter injusto-, sí influye las expectativas de éxito derivadas de las oportunidades políticas. El riesgo es que del determinismo estructural socioeconómico se puede pasar al determinismo estructural institucional y político, dejando al margen la situación concreta de discriminación y descontento y su rechazo como injusta, ‘motivo’ de la protesta. Así, el ‘determinismo institucional’ se compensa con el ‘constructivismo del marco’, en el sentido de que la situación concreta de la gente tampoco influye en la construcción del carácter injusto de la situación y la elaboración de las demandas, es decir, los agentes se la pueden inventar –como realidad virtual o imaginada-. Pero la injusticia como marco interpretativo sigue estando subordinada y es secundaria respecto de la estructura de oportunidades políticas.

En definitiva, en el texto no hay una buena conexión o interacción entre ‘realidad’ (desigualdad… injusta), construcción de conciencia (marco, demandas) y disponibilidad y desarrollo de la acción colectiva. Es la relación causal que el autor, junto con McAdam y Tilly, trata después (2005) y que luego comentamos; aunque como se verá se sigue centrando fundamentalmente en la interacción o relación de la estructura de oportunidades políticas y sus incentivos (o individualismo de la elección racional) con la acción colectiva, dejando al margen su papel no solo en su origen (el por qué) sino en su desarrollo. No obstante, la ‘experiencia’ también pesa al definir los motivos y el alcance de las reivindicaciones para comparar la coherencia del tipo de acción y valorar los resultados –eficacia-. Aunque hay que destacar el mayor peso de las mediaciones de los sujetos, las percepciones o marcos y las relaciones de fuerza. Por tanto, a similar acción colectiva si la estructura de oportunidades políticas son más favorables (hay más oportunidades) la participación popular por expectativa de beneficios o éxitos sería mayor. Pero la dimensión de esa acción colectiva no depende solo (o fundamentalmente) de esas oportunidades.

Por otro lado, se dice que los movimientos sociales surgen más en las democracias limitadas (en las dictaduras lo reprimen y en las democracias participativas o avanzadas las instituciones admiten mejor las reformas y la representación popular). En ese contexto ‘intermedio’, existe la posibilidad de acción colectiva legal o semi-legal con medios públicos y rechazo institucional a las demandas y actores. Pero se desconsidera que en las dictaduras o con dinámicas autoritarias los procesos de inicio (malestar profundo, deslegitimación…) son diferentes a los típicos movimientos sociales occidentales y luego los movimientos democráticos pueden cristalizar de forma rápida (no espontánea), como las revueltas árabes o frente a los regímenes del Este. En parte es también el inicio previo a la movilización del 15-M, ante la prolongada incertidumbre desde comienzos de la crisis y la deriva antisocial y autoritaria de la clase gobernante.

Por tanto, no es la dosis de apertura o bloqueo del régimen político la que genera el movimiento de protesta (progresista), sino la fuerza y la legitimidad del movimiento social y la debilidad (ilegitimidad, aliados…) del poder, aunque éste presente una forma autoritaria que le permita detener durante un tiempo la protesta. En consecuencia, la causa de la movilización popular (progresista) no es la forma del régimen sino la relación de fuerzas entre los actores; es decir el conflicto entre unos gestores (de recortes sociales y democráticos), con un deterioro de su representatividad y legitimidad, y unos agentes representativos que encauzan las demandas ciudadanas existentes en ese momento. Esa interacción (lucha, acuerdos, equilibrios…) permite incrementar o debilitar la acción colectiva y/o la integración-represión y condiciona su proceso y sus resultados.

Oportunidades políticas, amenazas y procesos ‘enmarcadores’

La teoría de la estructura de oportunidades políticas ha sufrido modificaciones, sobre todo, para darle una dimensión más dinámica y relacional. El propio Tarrow, junto con McAdam y Tilly (2005), ha elaborado una versión menos unidireccional, combinando las ‘oportunidades’ con su contrario, las amenazas o las agresiones del poder, y ampliando el papel de los procesos ‘enmarcadores’. Es decir, se revaloriza la cultura que influye en la percepción de los distintos agentes y la ‘atribución de significado’. Se puede completar con otro texto colectivo (McAdam et al, 1999).

Tilly (2005; 2007, y 2010) es quizá el historiador más significativo en el estudio de los movimientos sociales y la contienda política (Funes, 2011), y quién ha desarrollado y matizado más este nuevo paradigma interpretativo, conocido como “proceso político”. Se trata de un modelo histórico estructural en el que cabe la influencia de las dinámicas culturales, pero que pone el acento en la idea de que la acción colectiva ‘depende’ del tipo de autoridades y estructuras del poder político a las que se enfrentan los sectores disconformes. En esta formulación más esquemática podría admitirse la expresión ‘depende’ o, en otros casos, ‘condiciona’ o ‘influye’, al no ser demasiado rígidas (como ‘determina’). El problema es que la relación es demasiado unidireccional: es el poder político el que conforma el tipo de protesta social. No considera la relación mutua en términos de ‘pugna sociopolítica’, en una relación de fuerzas determinada donde el poder modifica y es modificado por el otro oponente, cuya influencia se basa en el apoyo social.

En la introducción del texto del año 2005, P. Ibarra ya señala: La mayor crítica que se hace a ‘Dinámica’ es la dificultad de establecer secuencias lógicas y claras de ‘concatenación causal’ entre los mecanismos y los procesos. Los mecanismos comunes serían muy pocos y muy generales para explicar las dinámicas y habría que volver a un análisis concreto. Aquí, desde el hilo conductor de explicar el actual proceso de la protesta social en España, vamos a exponer algunas reflexiones sobre los límites de esas aportaciones respecto de esas relaciones causales, sobre la interacción y la pugna entre los distintos sujetos, sus bases de apoyo y su conexión con la situación material y de poder, la cultura o conciencia social y la experiencia de las distintas capas de la sociedad, todo ello visto desde una perspectiva histórica y crítica. Exponemos abajo algunas citas de ese texto colectivo, en que intentan paliar la rigidez estructuralista, con un enfoque más dinámico y relacional, y que utilizamos de referencia para un comentario más general.

No obstante, para el análisis no se trata sólo de tener en cuenta las ‘condiciones’ sino por qué y cómo se origina la acción: injusticia real y percibida (condición y subjetividad) y motivación de un actor para la demanda, creando nuevas oportunidades y produciendo el reajuste del equilibrio (correlación de fuerzas) de las relaciones sociales y de poder. Su búsqueda es la de mecanismos causales ‘institucionales’ (del poder, la estructura de oportunidades políticas) y así no explican los ‘procesos’, al no abordar la fundamentación de los motivos de los agentes o movimientos sociales como factor motor de la acción colectiva, reivindicativa, expresiva y transformadora de las condiciones y la relación de fuerzas inicial. El análisis empírico de los mecanismos y su relación con los procesos es fundamental, a condición de que se expresen los sujetos agraviados, la ausencia de buena representación o cauces institucionales y la necesidad de buscar otros ‘medios’, la acción colectiva, a través de la pugna sociopolítica o ‘contienda política’, para defender sus objetivos.

Para elaborar una teoría social más dinámica habría que desarrollar el ‘proceso’ de conformación de, por un lado, los motivos y sujetos y, por otro lado, el bloqueo de las autoridades, que hacen conveniente o necesaria la protesta social para reivindicar las demandas insatisfechas y rechazar las desigualdades, las injusticias y los recortes o contrarreformas. No solo se encadenan ‘mecanismos’ (como la polarización social, la intermediación y la aparición de nuevos sujetos), característicos de la acción colectiva. Se interrelacionan distintos componentes: a) situaciones desiguales u opresivas; b) percibidas como injustas a partir de una cultura o unos valores; c) gestión o responsabilidad del poder, así como el mayor o menor bloqueo institucional, con oportunidades y/o amenazas; d) actores sociales; e) demandas populares de mejoras, igualdad, liberación…; f) acción colectiva con su tipo, estructura de movilización, repertorios… Es decir, con la doble interacción de esos elementos externos e internos, así como materiales y culturales, se puede construir un modelo más dinámico y relacional.

En ese texto se explican bien dos aspectos: interacción social (relacional) y construcción social (frente al determinismo). Pero se parte de los ‘procesos generales de cambio’ y se llega a la ‘escala de incertidumbre percibida’, que influyen en la ‘atribución de amenaza/oportunidad’, como elemento central que genera la ‘apropiación y la acción colectiva’ de ambos: miembro y desafiador que sólo interactúan en la acción colectiva e indirectamente en la ‘escalada de incertidumbre percibida’. Con esa idea, la causa principal del movimiento sigue siendo la amenaza/oportunidad (ahora atribuida desde la subjetividad). Pero hay que contar con un ‘actor’, potencial o en desarrollo, más o menos pasivo y consciente, pero realmente existente: la población distribuida en distintas capas sociales y con situaciones, comportamientos y sensibilidades diversas. Es decir, hay que contar con lo previo y conectado con la acción colectiva: gente y agentes, injusticia, demandas, asociacionismo, comportamientos cívicos, bloqueo institucional...

Por otro lado, hay cierta confusión entre dos caras del concepto oportunidad: ‘posibilidad’ o ‘incentivo’ del medio –acción colectiva- para alcanzar el fin –reivindicativo o éxito-, según criterios de ‘eficiencia’. La motivación para la acción, su alcance y su desarrollo no nace de la oportunidad (o la amenaza). Puede haber oportunidad pero si no hay injusticia percibida, agentes ni bloqueo institucional, es decir, si el sistema representativo resuelve las demandas o no hay demandas al no existir motivos, la gente no tiene razones para la movilización (que siempre conlleva costos adicionales): valen los cauces establecidos y ni se plantea si hay oportunidad política para la acción colectiva. Por tanto, la configuración del poder y las expectativas u oportunidades institucionales de alcanzar el éxito condicionan el tipo y la duración de la ‘resistencia’ cívica o la movilización social, pero solo explican parcialmente su por qué, su cuándo y su cómo.

Este enfoque ‘político’, dominante entre los estudiosos de los movimientos sociales, ha servido para interpretar los grandes procesos de movilización social, en particular, el de los derechos civiles en Estados Unidos, en los años sesenta, y los nuevos movimientos sociales, en los años sesenta y setenta, en el mundo anglosajón y, con matices, en la Europa continental. En ese ciclo ‘progresista’ iban de la mano el avance de los derechos civiles, políticos y sociales, así como las mejoras económicas, laborales y del Estado de bienestar. Las instituciones políticas, con la presión de los movimientos sociales, mantenían alguna contención hacia las reformas democráticas y las acciones ciudadanas, pero con ciertas concesiones. Aun así, los principales movimientos de protesta, en particular el movimiento de los derechos civiles contra la segregación racial y el movimiento contra la guerra de Vietnam, tuvieron que desencadenar prolongados, duros y discontinuos procesos de movilización, recompensados finalmente por avances significativos en sus objetivos.

Igualmente, en Europa (también en EE.UU.) el movimiento feminista se puede considerar que ha sido el que ha conseguido más mejoras para las mujeres, en términos de igualdad y libertad, con una gran transformación en las relaciones sociales, interpersonales y con cambios profundos de las mentalidades (Touraine, 2005). No obstante, todavía siguen enquistadas fuertes desigualdades, discriminaciones y posiciones de subordinación en variados campos que afectan de forma desigual a distintos segmentos de mujeres: reparto desigual del trabajo doméstico y familiar, discriminación en el mercado de trabajo, prepotencia de muchos hombres y desconsideración en variadas estructuras sociales y familiares… Por tanto, siguen existiendo motivos y demandas para la acción colectiva en pos de mayor igualdad y más libertad y autonomía de las mujeres. El cambio cultural es imprescindible aunque, especialmente para muchas mujeres más subordinadas, es insuficiente, como luego veremos, el avance a través de la exclusiva afirmación personal y necesitan de la acción colectiva para transformar esas dinámicas opresivas o de subordinación.

Ese paradigma del proceso político con ‘incentivos’ era algo funcional para interpretar esos movimientos en aquel contexto ‘favorable’. No obstante, el papel central dado a las ‘oportunidades’ (o amenazas) que ofrece el poder político para la configuración de la movilización social, no es adecuado para analizar el actual movimiento de protesta social progresista.

Tampoco ha sido muy válido para interpretar los grandes movimientos populares progresistas en España en las últimas décadas: desde el movimiento antifranquista en los primeros años setenta (en condiciones desfavorables de dictadura política), hasta el movimiento anti-Otan, en los primeros años ochenta (frente a todo el establishment político, incluido el PSOE y las instituciones europeas y de EE.UU.), el proceso de la huelga general del 14 de diciembre de 1988 (contra un compacto bloque de poder económico e institucional con el aparato socialista el frente) o, en fin, el movimiento contra la guerra de Irak (2003) (contra el trío de las Azores, los conservadores Bush y Aznar y el laborista Blair, aunque contando con la ventaja –política- de la contestación social mundial y, en particular, la del eje franco-alemán y la socialdemocracia española y europea). En todos ellos, los adversarios, en términos de poder institucional, apoyo del mundo económico y determinación política, eran muy poderosos; su punto débil era su escasa legitimidad ciudadana y es el aspecto que permitió y reforzó las grandes movilizaciones populares y su influencia sociopolítica. Los éxitos reivindicativos fueron parciales y escasos (salvo el avance hacia la democracia aun con los límites impuestos por la ‘reforma política’ y la Constitución, y la salida diferida de las tropas españolas de Irak, tras la derrota electoral del PP). Pero su influencia social, política, cultural y de freno a la involución política y democrática han sido decisivos: han permitido mantener, con fluctuaciones, un campo social progresista, un tejido asociativo y una dinámica sociopolítica que mediante todos estos procesos participativos condicionan al poder y mejoran la propia constitución moral y cívica de la propia sociedad. Ha conformado la ‘experiencia’ popular, democrática, de justicia social y de legitimación de la protesta social que pervive hoy, y ha hecho posible, junto con otros factores, el actual ciclo de movilización ciudadana frente a la austeridad y la gestión regresiva y autoritaria de las élites dominantes.

Una interpretación dinámica y relacional

La realidad del actual proceso de indignación y acción colectiva manifiesta que las ‘oportunidades’ políticas son escasas: por un lado, gran poder institucional y cohesión de los poderosos (económicos y políticos, estatales, europeos y mundiales) en torno a la austeridad y la gestión política autoritaria con incorporación y aval, con matices, de los gobiernos dirigidos por socialdemocracia europea; por otro lado, ausencia de un amplio movimiento social anterior o de agentes y recursos significativos –salvo parcialmente el sindicalismo y un extenso y fragmentado asociacionismo-. Por tanto, el poder se reafirma, precisamente, en no hacer concesiones a la ciudadanía indignada. Pretende consolidar el incremento de las políticas regresivas, aumentar su hegemonía institucional y el incumplimiento de sus contratos electorales por la clase política gobernante, es decir, el ‘cierre’ institucional y la neutralización de la oposición ciudadana. Pero esa dinámica, impositiva y sin concesiones, supone ausencia de oportunidades político-institucionales para la protesta colectiva; no favorece supuestos incentivos (utilitaristas) a corto plazo ni alimenta expectativas de conseguir avances reivindicativos inmediatos. Y aun así, la gente indignada se ha fortalecido en sus convicciones y ha salido a la calle: tenía suficientes motivos y demandas para ello, a pesar de tener enfrente a un adversario poderoso y la dificultad de obtener ya un gran cambio (de políticas, políticos y condiciones de vida).

Se pueden citar algunos resquicios institucionales por donde se ampliaron condiciones favorables: momentos (el 15-M-2011) con gran impacto mediático al influir en la campaña electoral; cuestionamiento de la actitud de ‘resignación’ con la experiencia del ‘sí podemos’ de las expectativas levantadas por Obama y, en otro sentido, por las revueltas árabes; el propio sistema democrático que impedía una represión generalizada y un estado de emergencia, sin afectar a su legitimidad; menor oposición frontal del aparato socialista a la movilización social progresista a partir del año 2012… No obstante, la dimensión y la orientación del movimiento no se pueden achacar a las ‘oportunidades’ en el campo institucional, sino todo lo contrario, a las ‘amenazas’ o agravios, a la importancia del problema socioeconómico y democrático y la responsabilidad de las élites dominantes por su agravamiento.

Ante el autoritarismo de la gestión de los poderes económicos y políticos y la responsabilidad institucional y sus graves consecuencias, fue la propia ciudadanía, ya indignada por el reparto injusto de los costes de la crisis, junto con su articulación asociativa, la que generó la activación de sus reservas sociopolíticas y sus capacidades movilizadoras para ponerse a la altura de semejante desafío del poder político (y financiero). Y fue posible por la pervivencia de una cultura cívica, social y democrática de la mayoría de la población que, frente al bloqueo de la estructura política y la no mediación o imposición de su clase gobernante, consolidó su indignación inicial, señaló a los responsables del poder económico e institucional y, frente a ellos y el bloqueo de los cauces político-electorales, legitimó la acción colectiva de la ciudadanía más activa.

Esa falta de oportunidades políticas y esa gestión institucional regresiva y poco democrática, explican algunos rasgos del movimiento: su desconfianza en la clase política, incluido el aparato socialista, su apuesta por la movilización social, su autonomía de la esfera institucional-electoral… y su gran componente democrático y democratizador. En la sociedad no ha vencido la pasividad, la resignación o la despolitización; tampoco el populismo derechista o xenófobo; sino que se ha generado la reafirmación democrática, pacífica y de transformación progresista. Por tanto, la estructura de oportunidades políticas no se puede considerar la ‘causa’ determinante de la conformación de la indignación y la protesta. Como se decía, existe otro componente institucional-cultural que también ha aportado consistencia al movimiento, visto ahora desde la configuración de su apuesta por un cambio más global: la realidad político-cultural del ‘sí podemos’ frente al sometimiento o la resignación (cuya expresión se refuerza con el movimiento de apoyo a la victoria de Obama y hasta las revueltas árabes o la solidaridad internacional), que ha contribuido a superar el fatalismo, el aislamiento y la desesperación. Pero esa actitud subjetiva tampoco es su causa principal; debía ser encarnada por una ciudadanía activa.

Por tanto, no son válidas las dos grandes interpretaciones deterministas, la economicista o marxista y la político-institucional o de la estructura de oportunidades políticas. Las insuficiencias de la primera reforzaron en distintos ámbitos intelectuales la interpretación de la segunda. Pero, en el momento actual, ambas han demostrado también sus limitaciones.
En las élites académicas y asociativas suele existir una inclinación hacia alguna de esas tres corrientes interpretativas (incluyendo la cultural), o bien una combinación de fragmentos de ellas. Hemos visto que, por separado, no aciertan al analizar la complejidad y la multicausalidad de este proceso. También es insuficiente la simple combinación de los dos ejes: estructura (económica y política) y conciencia social (cultura y marcos interpretativos). En ese sentido, como se ha avanzado, las últimas elaboraciones de significados especialistas (McAdam, McCarthy y Zald, 1999; McAdam, Tarrow y Tilly, 2005, y Tilly, 2010), han progresado en esa interrelación de las oportunidades políticas y los procesos enmarcadores, así como en una valoración dinámica y relacional.

Sin embargo, sus interpretaciones de los movimientos sociales y la contienda política son anteriores a esta fase de crisis económica y gestión política regresiva con un fuerte bloque de poder institucional y financiero y un nuevo y masivo movimiento popular igualitario y democrático. Estamos en un proceso que ha combinado la agresión socioeconómica y el autoritarismo político del poder con una indignación profunda, asentada en una arraigada cultura democrática y de justicia social, y una ciudadanía activa y un tejido asociativo capaz de articular grandes movilizaciones sociales. Además, esos criterios teóricos todavía muestran insuficiencias. Algunos de ellos están influidos por su inicial estructuralismo (no económico sino político). Tilly (1991), quizá el más multilateral y riguroso de todos ellos, pone las bases para un nuevo paradigma interpretativo. Cuestiona las grandes teorías explicativas y el simple empirismo, ambos con esquemas del pasado, y propone un paradigma de alcance ‘medio’ para analizar grandes estructuras, procesos amplios, comparaciones enormes. Pero reconoce su dependencia de esa visión estructuralista. Otros autores, dentro de los textos colectivos citados, vienen más de la tradición culturalista (constructivista o idealista) que luego comentamos.

Esta mezcla de corrientes de pensamiento no es nueva y es más fructífera que cada doctrina por separado, que destaca un elemento estructural o cultural y subordina los demás. Se ha producido también en la tradición de la izquierda. Ya en los años sesenta, Althusser, que sistematiza el estructuralismo marxista con gran influencia en los partidos comunistas, frente al determinismo económico del que se acusaba, trató de incorporar la importancia de los llamados ‘aparatos ideológicos’, aunque haciendo abstracción de los sujetos reales. Y todavía antes, Gramsci, Lenin y el propio Marx, intentaron relacionar estructura económica, oportunidad política y hegemonía ideológica, junto con voluntarismo político. Esa tradición marxista señalaba, de acuerdo con el determinismo histórico (de raíz hegeliana), que derivado de las contradicciones del capitalismo se pasaría inevitablemente al socialismo. Además, afirmaba que la ‘lucha de clases’, con la acción del proletariado y sus aliados, además de ser reflejo de esas contradicciones en la estructura económica, suponía otro plano paralelo de acción política impulsadora de la historia y garantía de la segura victoria de las clases subordinadas. El fracaso de ese pronosticado proceso histórico, confirmado por el hundimiento del Este soviético, ha desacreditado esa teoría de la inevitabilidad del progreso hacia el socialismo, el carácter esencialmente revolucionario del proletariado y su supuesta fundamentación científica.

Como dice Negri (2006: 156) hay que discernir lo que vale y lo que no vale de la tradición de la izquierda para elaborar un ‘programa postsocialista’, considerando que lo que sigue vivo en la tradición socialista es principalmente el deseo de democracia e igualdad que ha animado las políticas socialistas desde sus orígenes. Por tanto, la conveniente crítica al determinismo marxista (y de otro tipo) no debe de dejar de lado revalorización de la acción por la igualdad y la libertad de la humanidad, fundamental en esta nueva época.

Para el análisis concreto se puede rescatar la conveniencia de investigar esa interrelación entre las condiciones socioeconómicas y la conciencia social, así como la importancia de la acción sociopolítica transformadora de las clases populares. Lo que es ideología irreal es la idea del triunfo inevitable del socialismo y la hegemonía de las clases trabajadoras, porque estaría inscrito en las contradicciones del presente sistema capitalista. El futuro es más indeterminado y no se puede hacer paralelismo con el triunfo del capitalismo (o las revoluciones democráticas ‘burguesas’) sobre el Antiguo Régimen. Tampoco se puede afirmar la imposibilidad histórica de un régimen político y social, más igualitario y democrático que el actual modelo europeo. Para avanzar hacia una democracia social y económica más progresista, el papel sociopolítico de las fuerzas sociales de las capas subordinadas es más importante y decisivo en su pugna frente al poder oligárquico, económico y político, de las clases dominantes. No se trata solo de cambiar el régimen político, sino transformar la estructura del poder económico y político, el régimen social y otras estructuras desiguales u opresivas hacia una sociedad más igual, democrática y solidaria. Es decir, los objetivos son mucho más ambiciosos, el poder más fuerte y la fuerza social progresista, sin tanto apoyo económico, debe desarrollar más su capacidad movilizadora y articuladora, con amplia legitimidad social y su expresión política e institucional.

No obstante, las corrientes sociológicas actuales (Giddens, 1991) todavía discuten sobre la interacción entre estructura y agencia (o acción). El punto a superar es la insuficiencia del doble eje, estructura-cultura, señalado precisamente por E. P. Thompson (1981) en su crítica al determinismo althusseriano. Se trata de introducir el factor principal que engloba y concreta ambos ejes: el sujeto. Partir de su realidad material, su práctica social y su subjetividad, así como su capacidad de acción (agencia), su experiencia y su comportamiento frente a las injusticias (estructurales o inmediatas), con una perspectiva histórica y relacional, tal como explico en otra parte (Antón, 2014a, y 2014b).

La cuestión es que el factor socioeconómico, la situación material de la gente, sigue siendo un elemento importante y se ha hecho más presente (Piketty, 2014); también es fundamental la gestión política regresiva e impositiva de las élites e instituciones dominantes, como revulsivo o motivo del descontento popular. Es decir, si no hay agravamiento y malestar socioeconómicos (o por otra gran subordinación u opresión social), así como implicación antisocial y antidemocrática de los gobiernos, no hay objeto para (esta) indignación.

En otros procesos, en contextos históricos favorables, la existencia de mayores oportunidades políticas con mayores expectativas de conseguir resultados reivindicativos inmediatos, constituyen incentivos adicionales para la participación. Ha sido también la experiencia del movimiento sindical europeo en las décadas ‘gloriosas’ de progreso económico, laboral y de derechos sociales. Pero, en esta fase, el poder era y es muy fuerte (aunque con débil legitimidad social) y con gran determinación en su gestión regresiva y la acumulación de poder y riqueza, y el éxito en términos de conquistas reivindicativas muy difícil. Esa gran desigualdad de poder puede generar frustración, como de hecho sucede entre sectores más cortoplacistas o con menor compromiso público. Pero dada la profundidad y la persistencia de los problemas ‘reales’ y su enquistamiento, para la mayoría de la sociedad sigue siendo positiva y legítima la protesta social progresista, la reafirmación de su legitimidad y fuerza social… para reequilibrar, precisamente, la correlación de fuerzas. La valoración de sus ‘resultados’, en sentido más amplio y multilateral, está sometida a la pugna interpretativa de los distintos agentes políticos, sociales y mediáticos. Afecta a la legitimidad de cada cual, a la consolidación o el debilitamiento de la motivación para continuar la protesta, erosionar su poder y garantizar los cambios.

El significado de su ‘eficacia’ se debe medir añadiendo otros parámetros diferentes a los ‘incentivos’ por la obtención (improbable o difícil) de reivindicaciones inmediatas: por un lado, la erosión y la deslegitimación de las medidas antisociales y sus gestores, que frenan y evitan una agresión mayor; por otro lado, el empoderamiento cívico y democrático de la propia gente y sus agentes sociopolíticos, que permite prolongar y fortalecer la pugna para avanzar hacia el cambio progresista y democrático. Son ‘resultados’ también concretos, inmediatos y efectivos, aunque en esta etapa solo en unos pequeños casos, aunque significativos, han estado acompañados de éxitos en el plano reivindicativo (marea de la sanidad y huelga de la limpieza de basuras, ambas en Madrid, y algunas movilizaciones contra los desahucios…). Es cuando esos pequeños éxitos reivindicativos ganan una gran fuerza simbólica, como demostración de que también ‘si se puede’ obtener algunas reivindicaciones concretas.

No obstante, los grandes procesos movilizadores, incluido las huelgas generales, a pesar del amplio respaldo popular y la legitimidad de sus objetivos, que llegan a dos tercios de la población, no han podido conseguir frutos reivindicativos inmediatos. Su fracaso en ese plano reivindicativo se combina con su éxito expresivo, de reconocimiento social y de legitimidad ciudadana, también concretos y operativos pero más difíciles de evaluar y consolidar. Pero la movilización y la fuerza social son imprescindibles para evitar en el presente una mayor involución social y cultural de las capas subordinadas y asegurar en el futuro la conquista de objetivos transformadores. Sería entonces el momento de plasmarlos en acuerdos, con garantías y reconocimientos institucionales. Sin embargo, se necesita un cambio de perspectiva para valorar los llamados incentivos, junto con avances en la valoración de la dimensión social, cultural y representativa de la acción colectiva.

En definitiva, lo que genera la respuesta popular (progresista y democratizadora), así como su dimensión y su carácter, es la capacidad y la disponibilidad de la propia gente descontenta que vive el sufrimiento o se solidariza contra él y desea cambiarlo. La frustración por la colaboración de sus ‘representantes’ institucionales y el discurso legitimador (no hay alternativas) no ha llevado a la resignación ciudadana (aunque haya tendencias hacia ello). Todo lo contrario, juzgada esta problemática desde sus valores democráticos y de justicia social, sectores relevantes de la sociedad la califican por su carácter injusto e indigno y ven necesaria la oposición y la movilización social para revertirla. Esa conciencia social o esa cultura progresista es también clave para explicar el amplio desarrollo de esta corriente indignada y la movilización y la legitimidad de la ciudadanía activa. Pero caeríamos en un determinismo cultural (o idealismo) al pensar en ella como ‘el’ factor generador del movimiento. La desconsideración por lo material, por el peso de las estructuras y los condicionantes políticos y económicos, no nos lleva tampoco a buen camino y hay que buscar su interacción. El idealismo y el voluntarismo, sin anclaje en un análisis realista de esos factores, las relaciones y los equilibrios de las fuerzas sociopolíticas en presencia y su capacidad para su transformación, puede ir acompañadas de confusión, frustración y, finalmente, convertirse en pasividad  o dinámicas individuales reactivas.

Insuficiencias del paradigma individualista extremo o postmoderno

Los movimientos sociales, viejos y nuevos, han solido compaginar la acción colectiva, redistribuidora y de reconocimiento, con cambios en la conciencia social y nuevas mentalidades, así como con la construcción, desarrollo y libertad de los sujetos individuales. No siempre ha sido así y los conflictos en la relación entre los intereses y las dinámicas colectivas y de sus élites, a veces, han estado en contraposición con las libertades y el empoderamiento de las personas activas, participantes de la protesta social o de redes y asociaciones. Precisamente, las últimas experiencias participativas y comunicativas del movimiento de indignación han supuesto un nuevo reequilibrio y combinación entre los dos aspectos de la participación en las movilizaciones sociales y el tejido asociativo: el desarrollo personal de los activistas y sus relaciones interpersonales y el fortalecimiento de un movimiento social con intereses y objetivos más generales. Los dos polos de lo individual y lo colectivo, o más bien, los dos aspectos del individuo, lo estrictamente individual y lo social (su vínculo), incluyendo la interrelación virtual o en red, han dado lugar a una nueva experiencia vital. Es conveniente una reflexión más profunda sobre este complejo fenómeno para definir el alcance y las características participativas, especialmente de jóvenes, en la protesta colectiva (Alonso, 2014).

Los procesos de individualización (o individuación) pueden ser contradictorios, así como la relación de individuo y sociedad (y Estado o mercado). Con un estatus socioeconómico acomodado y una posición social de ventaja, se puede partir de esas relaciones sociales ‘seguras’ y darlas por descontadas. Entonces el proyecto de individuación se puede realizar haciendo abstracción de ellos, solo volcándose en la autoafirmación personal. Aun así, el plano individual sigue siendo ambivalente: se puede desarrollar desde la supuesta libertad del consumismo compulsivo hasta la amplitud de las posibilidades de elecciones vitales en distintos ámbitos culturales, sexuales y subjetivos. En el otro extremo, con una situación precaria respecto de los vínculos e instituciones económicas y sociales o con posiciones de fuerte subordinación y dependencia, es mucho más difícil ese proceso de individualización (incluido el consumismo) centrado en el yo; se generan sujetos frágiles o, más aún, individuos fracasados en su propia construcción personal y en sus relaciones sociales, sin poder constituirse en sujetos autónomos. En consecuencia, son desiguales las condiciones sociales en que los distintos grupos e individuos pueden avanzar en la libertad y el desarrollo personal.

En consecuencia, la construcción del yo es interdependiente y está combinada con las características del vínculo social y las relaciones sociales; se diversifica y se complementa según las necesidades materiales y culturales, las coberturas institucionales y las exigencias individuales y colectivas de igualdad. En ese sentido, podemos afirmar:

Es imposible la construcción aislada de una identidad individual, pues el individuo solo logra tomar conciencia de su individualidad por medio de la mirada del otro, esto es, el vínculo social no es externo a la persona sino que es una de sus dimensiones constitutivas y la subjetivación solo puede formarse en procesos intersubjetivos, por lo que el individuo solo es posible individualizarse, en el sentido más literal de la palabra, en sociedad (Alonso, 2014: 293).

Antes, se han explicado las críticas y la necesidad de superar los determinismos, económico (de influencia marxista) y político (teoría de la estructura de oportunidades políticas). Aquí, nos centramos, sucesivamente, en la valoración de dos paradigmas: el postmoderno o individualismo extremo y el cultural. Son distintos entre sí pero tienen en común posiciones post-materialistas que infravaloran el vínculo social del ser humano, la cuestión social y la acción colectiva transformadora, centrándose en el sujeto individual.

Es pertinente la crítica a las ideas post-materialistas (postmodernas o postsociales), de infravaloración de las desigualdades y las agresiones materiales, sean socioeconómicas o político-institucionales (y de seguridad personal, ambiental o internacional). Ese pensamiento ha mostrado su distanciamiento, sobre todo, con la nueva realidad derivada de la crisis socioeconómica y sus graves consecuencias, así como con la indefensión y el desamparo institucional de la mayoría de la población, cuya preocupación queda ampliamente reflejada en las encuestas de opinión. La situación actual ha cuestionado, especialmente en el Sur europeo, la idea optimista liberal de que la población vive en un mundo ‘desarrollado’, con una economía avanzada, un Estado de bienestar suficiente y una democracia auténticamente representativa por encima de los poderes oligárquicos. Desde esa visión, las sociedades tenían todas sus condiciones vitales básicas resueltas y similares oportunidades y capacidades, en el doble plano individual y grupal.

En esa situación de ‘fin’ de la problemática social, de su relevancia para la acción colectiva, la actividad de los individuos se debía centrar en su autodesarrollo personal y su progreso cultural. Su lógica era la meritocracia individual con supuesta igualdad de oportunidades. Desde esa opinión liberal o postmoderna, incluso los movimientos sociales, ya innecesarios o marginales, se caracterizaban como ‘culturales’ (en la acepción de cambio solo de la subjetividad o las mentalidades, no de las costumbres, prácticas y relaciones sociales que si se integran en ese concepto de cultural sería sinónimo de ‘social’): no existían relaciones significativas de dominación y desigualdad. Se habrían superado, supuestamente, las desigualdades específicas en que estaban enraizadas las disfunciones individuales existentes, desconsiderando las relaciones ‘sociales’ discriminatorias y su componente colectivo y dejando al sujeto (individual) en el plano de la autoafirmación personal. Se infravaloraba el componente social de la persona al que se considera ‘externo’ (o que impide el libre desarrollo propio) y se priorizaba la libertad individual. Dejaba de tener sentido la acción colectiva transformadora, los movimientos sociales o los sujetos sociopolíticos. Era suficiente el desarrollo individual (consumista, profesional o cultural). El vínculo social, la solidaridad y la participación pública quedaban en un plano secundario y ésta se expresaba a través del cauce electoral y la delegación representativa. Era la conclusión del pensamiento postmoderno, similar al individualismo liberal extremo.

La cuestión es que el vínculo social es constitutivo del ser humano y la acción por la igualdad es fundamental para el propio individuo (y la construcción de la sociedad) y necesaria también para profundizar en su libertad. Ahora, especialmente, se ha puesto en evidencia el idealismo de ese individualismo nihilista, la irrealidad de su negación de lo público y lo social.

Por un lado, hay estructuras sociales, económicas y políticas que constriñen al individuo y existen relaciones de dominación que subordinan la libertad individual bajo intereses de distintos grupos sociales o minorías oligárquicas. Por otro lado, para el desarrollo personal son imprescindibles, unos vínculos sociales y unas instituciones colectivas que le den soporte vital, con un papel necesario y positivo para su autoafirmación individual.

Por supuesto, los cambios en el plano cultural son fundamentales y el proceso de empoderamiento personal y las correspondientes condiciones de defensa y desarrollo de los derechos, libertades y capacidades individuales son claves. Lo que se discute aquí es el paradigma irreal del fin de la problemática social o ‘material’, socioeconómica, político-institucional y de seguridad y convivencia básica. Y lo que se pone de relieve es la nueva importancia y dimensión de la cuestión social, el retroceso en la igualdad, las garantías democráticas y la integración social y cultural, así como la necesidad de su superación a través de la activación de la ciudadanía y sus valores democráticos y de justicia social. Se modifica y se combina de forma distinta lo individual y lo colectivo, lo privado y lo público, lo personal y lo social (o lo político); pero ambos polos siguen teniendo vigencia, aunque más entremezclados y con zonas intermedias.

La fragmentación de la estructura social y laboral, los distintos soportes materiales, de capacidades humanas y relacionales, las diferentes necesidades personales según las condiciones diversas de la población, así como la segmentación y el debilitamiento de las instituciones protectoras y los servicios públicos, hace que la situación individual de las diferentes capas de la sociedad sea desigual. El punto de partida y las condiciones del proceso para el desarrollo personal o la autoafirmación del yo son distintos. Por tanto, para la mayoría de la sociedad disminuye la igualdad de oportunidades, según su origen, contexto y trayectoria. Aparte de las élites, las clases medias están en condiciones (materiales, culturales, relacionales…) mejores, y suficientes para asegurar sus condiciones vitales básicas. Tienen la cobertura material y vital de las instituciones sociales (o del mercado) y, a partir de ahí, pueden priorizar la propia autorrealización personal. Las capas trabajadoras, particularmente los sectores precarizados y con riesgos de pobreza, marginación o exclusión social, necesitan el apoyo y la reconstrucción de las instituciones colectivas y las redes de seguridad y reciprocidad. Tienen, por una parte, mayores necesidades, individuales y colectivas, y, por otra parte, mayor desamparo público y privado. Por tanto, su realización o su libertad personal está ligada directamente al aumento de la solidaridad colectiva, tanto a nivel inmediato (redes, amistades, familia, grupo de proximidad…) cuanto a nivel institucional y más global (Estado de bienestar completo, igualitario y solidario, movimientos y grupos sociales amplios…). La libertad individual está indisolublemente unida a la igualdad y el vínculo social. Hoy día, con la ampliación de la sociedad del ‘riesgo’, la desigualdad de los mercados y las consecuencias de la crisis, se ha fragilizado la seguridad colectiva y las trayectorias laborales y vitales son más inciertas. Afecta incluso a las capas medias, sometidas también a procesos de empobrecimiento e incertidumbre.

En consecuencia, el individualismo extremo, opuesto a lo social, no es la solución. Es una ideología (irreal) que para las personas y grupos sociales acomodados (en sus condiciones materiales, relacionales y culturales) puede serles funcional en un doble sentido. Obscurece esa posición de privilegio o ventaja (o la achaca a los méritos individuales) y, al mismo tiempo, para las personas y grupos desfavorecidos infravalora sus necesidades y demandas de mejores relaciones sociales y traslada la responsabilidad de su posición subordinada a su actuación individual, llevándoles a un callejón sin salida. Para los individuos y grupos subordinados su imprescindible afirmación personal puede constituir una motivación para relacionar su libertad con la solidaridad del (y con) ‘otro’, su participación en la construcción de ‘redes’ y vínculos sociales y la acción contra los agentes y estructuras de dominación. Por tanto, existe otro ‘individualismo’ (social, democrático o liberador), que lejos de promover un retraimiento subjetivo de la persona, puede fortalecer su subjetividad, enlazar su cultura y su comportamiento con la defensa de los derechos humanos y unas instituciones más justas y evitar un cierre grupal identitario.

La idea liberal de los derechos humanos que pone el acento en la libertad individual y el desarrollo cultural propio, es positiva y fundamental, frente a discriminaciones diversas. Es todavía más profunda si se le asocia la tarea de profundizar en las capacidades humanas (Sen, 2010). Pero hay que dar otro paso desde una perspectiva de una ciudadanía social plena: garantías de igualdad y solidaridad, no solo mínimas o básicas, sino con mecanismos, estabilidad y niveles suficientes y en el conjunto de las relaciones socioeconómicas, institucionales y culturales. Es necesario avanzar en un enfoque social, integrador e interactivo, que interrelacione los derechos humanos, civiles, sociales, económicos y políticos, en el doble plano individual y social y en los dos ámbitos, personal y colectivo, tal como desarrollo en otra parte (Antón, 2014b, y 2013b). En consecuencia, para terminar este apartado, podemos destacar la idea:

La necesidad de soportes colectivos (materiales, sociales, culturales, simbólicos) para el desarrollo de la individualidad, y estos soportes pasan por el grupo, la acción colectiva y las instituciones, instancias todas ellas íntimamente vinculadas e interpenetradas (Alonso, 2014: 293).

Unilateralidad de una mirada social desde la cultura

Un caso particular en la investigación de esta problemática lo representa el importante e ilustre sociólogo francés A. Touraine (2005, 2009 y 2011), referencia en Europa del estudio de los movimientos sociales y que en su nuevo paradigma pone el acento en el sujeto ‘personal’. Dice este autor:

El individuo en tanto que moderno escapa, pues, a los determinismos sociales, en la medida en que es un sujeto autocreador. A la inversa, el individuo social es determinado por su posición en la sociedad (2005: 114). O bien: No hay sujeto si no es rebelde, dividido entre la cólera y la esperanza… La idea de sujeto evoca para mí una lucha social como la de la conciencia de clase o la de nación, pero con un contenido diferente, privado de toda exteriorización, vuelto por entero hacia sí mismo, permaneciendo profundamente conflictivo (p. 129)… El sujeto es la convicción que anima un movimiento social y la referencia a las instituciones que protegen las libertades (p. 131).

Aquí, al compromiso público y la acción colectiva se llega desde la valoración del sujeto personal y frente a todo lo que impide su autorrealización. Su conclusión es que la vuelta sobre sí mismo, reportará al individuo transformarse en sujeto individual y de ahí combatir los aspectos que constriñen su individualidad. O dicho de otra forma, el individuo es portador de derechos fundamentales, con una relación conflictiva consigo mismo, y se forma en la medida que entra en conflicto con las fuerzas dominantes que le niegan el derecho y la posibilidad de actuar como sujeto (2005: 141).

Por tanto, este autor revaloriza el papel del ‘sujeto’ (individual) y los derechos humanos universales, como cultura fundamental para guiar la acción social y hacer frente, principalmente, al conflicto étnico, al que considera central en esta época en Francia. Incluso había llegado a plantear positivamente que los movimientos sociales son constitutivos de la sociedad misma.

No obstante, en su nuevo paradigma interpretativo considera superada la acción de los viejos y los nuevos movimientos sociales. Y, sobre todo, prioriza como eje central el desarrollo propio del individuo, en oposición a lo social que asimila a las viejas relaciones sociales y los vínculos asociativos ya obsoletos o superados de la sociedad ‘industrial’. Su nueva mirada ‘social’ parte del desarrollo de la conciencia ética de los derechos humanos, para avanzar en la propia liberación individual y desde ahí, enfrentarse a sus condicionamientos. La motivación no es la problemática del individuo con su componente social y menos la situación social de discriminación o desigualdad confrontada a una conciencia ética igualitaria y solidaria. De ahí que llegue a ese límite de que lo fundamental es un nuevo recomienzo del sujeto individual, desconsiderando su componente social.

Pero aquí, aun partiendo de la prudente prevención de no absolutizar la acción política y social, Touraine vuelve al otro extremo, priorizar la consciencia (cultural) de sus derechos por el sujeto humano advirtiendo de la no subordinación del sujeto. Incluso en otra formulación más matizada se plantea que en vez del interrogante tradicional de la izquierda de cómo hacer que renazcan los vínculos sociales destruidos… es mucho más importante definir las exigencias y las protestas a partir de las cuales se forman  de nuevo actores y nuevos retos sociales, en pocas palabras, una nueva figura del sujeto (2005: 246).

Esa expresión podría valer si no se queda solo en construir el sujeto (individual), se admite que se deben abordan nuevos retos sociales y que las protestas también deben guiarse por esos desafíos transformadores, no solo por su influencia en el cambio cultural de ‘su’ sujeto personal. En ese sentido deberíamos partir de que el sujeto es individual porque es social (y viceversa) (Alonso, 2014, 257).

La cuestión, aparte de la interacción de las dos dinámicas, la participación en el conflicto sociopolítico y la construcción social y cultural del sujeto individual y colectivo, es cómo se avanza en esa consciencia sobre la importancia de los derechos humanos. Además de la educación (institucional o de otros agentes) en esos valores y la actividad divulgativa de las élites intelectuales, ese avance se consolida con la propia participación (con otras personas) en la pugna social y el trabajo asociativo solidario. No obstante, desde el punto de vista progresista, sería ingenuo darles toda la responsabilidad a las instituciones o las élites para la transformación cultural de la población. Más que facilitar su ‘liberación’ individual se podría caer en una mayor dependencia personal. Por tanto, sería necesaria la propia activación solidaria y democrática de las personas a través de su agrupamiento, sus redes y su acción colectiva. Es decir, volveríamos al nuevo comienzo de la conveniencia de la movilización social o la activación de la ciudadanía como dinámica fundamental del cambio cultural individual y colectivo (y sociopolítico).

Como señala Touraine, la construcción personal y la afirmación de sus derechos ‘sustrae al sujeto individual de las presiones del poder’. Igualmente podemos señalar otra idea similar:

La individuación se alcanza con la resistencia a las pruebas con que tropezamos en diversos ámbitos de la vida más que mediante el aislamiento o la integración en el grupo (Touraine, 2009: 133).

Está clara la vinculación entre construcción personal y resistencia frente a los factores opresores que la impiden; nunca la solución es el repliegue total hacia sí mismo (aunque sí cabe mayor autorreflexión). Pero el motivo de rebeldía sigue siendo solo el interés del sujeto individual, y es insuficiente para fortalecer las relaciones interpersonales, generar la necesaria fuerza social y los cambios de mentalidades a gran escala, tener un impacto transformador y frenar colectivamente el inmenso poder de los poderosos o dominadores. No da el paso de que con el cambio cultural y la conciencia de sus derechos, el sujeto individual puede y debería pasar a conformar un sujeto colectivo transformador. Su concepción del yo es puramente individual, desconsiderando su componente social y, por tanto, los compromisos solidarios que devienen por ese vínculo social. La participación en una acción colectiva transformadora, liberadora e igualitaria, no necesariamente es externa al propio individuo o perjudicial para su proceso de individuación. Esa prevención deriva de que esa acción social la asimila como contraproducente e innecesaria, relacionada con el pasado, para él superada, o que ahogaría esa construcción del yo. Pero, con la gravedad de la cuestión social y del resto de problemáticas sociales y políticas, incluyendo la discriminación de las mujeres y las grietas de la integración social y la convivencia étnica, el futuro transformador progresista se presenta más difícil como para confiar solo en el cambio cultural individual. Por tanto, la acción social colectiva, basada en los vínculos sociales, es imprescindible para la transformación de la sociedad y de los propios individuos.

Este autor es consciente de la dimensión de los problemas de todo tipo en la sociedad, pero no ve o incluso considera problemático el impulso de (nuevos) movimientos sociales bajo tres argumentos unilaterales: 1) el progreso ‘cultural’ o moral de los individuos les lleva a la resistencia (individual) y ello es el mecanismo principal (en un Estado democrático) que garantiza la transformación de la sociedad; 2) muchos agrupamientos o movimientos colectivos tienden a ahogar la necesaria individuación (como autoafirmación) o a degenerar en dinámicas dominadoras antipluralistas y de cierre identitario; 3) el objetivo principal de un movimiento social sería defender la libertad del sujeto individual, y por lo tanto los derechos fundamentales, al margen de la defensa de intereses o de ideas (2009: 151).

Es decir, prioriza el componente de libertad y no considera el otro componente fundamental, el de igualdad, que también es sustancial para el sujeto individual y está relacionado con su componente social. De ahí que el movimiento social lo defina por un aspecto (importante) del individuo, su autoafirmación, dejando en un segundo plano su carácter precisamente ‘social’, de generar tejido asociativo, fuerzas sociales y capacidad transformadora… de las relaciones sociales o interpersonales. Los motivos basados en la defensa de unos intereses (por ejemplo, la liberación y la igualdad de las mujeres o la exigencia de empleo decente) o ideas (por ejemplo, los derechos sociales, ambientales y democráticos) son fundamentales en la definición de un movimiento social y en la caracterización de las demandas de las personas; no hay que contraponerlos a la libertad individual. Todo ello no es externo al individuo sino que forma parte de la responsabilidad del sujeto (individual y colectivo) por sus vínculos sociales. Esa formulación de movimiento social y de las motivaciones principales del individuo, en su relación con la sociedad, supone volver hacia el individualismo de la concepción postmoderna o liberal del individuo, aislado de la sociedad y definido por su autoafirmación como aspecto central de la libertad, dejando de lado una libertad más relacional (la no dominación) y la igualdad y sus compromisos sociales (Antón, 2013b). Es un callejón sin salida que no construye movimiento social, o que lo instrumentaliza como medio (exclusivo) para la construcción del yo (que luego derivaría en rebeldía).

Por otra parte, aun considerando razonablemente y tomando precauciones sobre los riesgos reales de la degradación autoritaria y antipluralista de algunas dinámicas populistas, comunitaristas-identitarias y burocráticas, en el grueso de los movimientos sociales progresistas han prevalecido las actitudes democráticas, participativas e integradoras, en particular, en el actual ciclo de la protesta social en España. Los procesos participativos en la indignación y la protesta social han combinado, normalmente, la individuación y las relaciones interpersonales de los participantes, junto con dinámicas sociopolíticas frente al poder con un contenido liberador o democratizador e igualitario. Y estas últimas han reforzado, a su vez, su subjetividad, sus capacidades culturales y relacionales y su cultura cívica.

La afirmación de la cultura universalista de los derechos humanos y, especialmente, el desarrollo de una orientación intercultural e integradora, es fundamental para evitar las tendencias, por un lado, de xenofobia y racismo, preocupantes, en Francia, en las derechas e incluso en algunos líderes del partido socialista, y por otro lado, de cierre identitario, muy fuerte en ese país entre la población de origen inmigrante. Son muy sugerentes las aportaciones de Touraine en ese sentido, desarrollando un universalismo moderado, frente a, por una parte, la ‘asimilación’ tradicional francesa, con tonos impositivos y no respetuosa de la diversidad cultural y el pluralismo, y por otra parte, al multiculturalismo o relativismo cultural que considera legítima o no juzgable cualquier pauta cultural de un grupo étnico y niega validez a los derechos humanos universales.

Pero volviendo al hilo de los enfoques apropiados para abordar esta problemática social (y no solo cultural), vemos que, en este caso, para garantizar la interculturalidad y la integración social y cívica, también hay que apostar por transformaciones institucionales, económicas y laborales que favorezcan la igualdad en todos los campos, permitan la integración profesional y vital de los sectores de origen inmigrante, eviten las brechas sociales y su bloqueo en las escalas inferiores, así como las distancias con los de arriba (y originarios franceses) y la segmentación laboral, de servicios y prestaciones públicos y espacial. Es decir, aplicar los derechos civiles, políticos y sociales, con una perspectiva de ciudadanía social plena e integrada, supone un cambio de mentalidades y una profunda transformación sociopolítica y económica, que necesita del impulso social de un fuerte movimiento popular progresista.

En consecuencia, la mirada social que nos propone este gran pensador, como marco de un pensamiento distinto para el siglo XXI, es insuficiente y unilateral, sobre todo para el momento actual de una importante crisis socioeconómica y política (y medioambiental). Hace referencia a realidades parciales, infravalora lo social y sobrevalora lo cultural. Y no considera un factor clave (explicitado en la realidad francesa y europea con posterioridad a sus principales escritos): el impacto de la crisis sistémica y sus graves consecuencias de desigualdad y la crisis de confianza y legitimidad social en las clases políticas gobernantes, gestoras de la austeridad, con el incumplimiento de su contrato social con la mayoría ciudadana (Antón, 2013b; Piketty, 2014). Le falta, precisamente, una lectura ‘social’.

Como dice Krugman (2014), detrás de las políticas regresivas y antisociales “hay un sesgo de clase”. El bloque de poder de las clases dominante aparece nítidamente ante la sociedad, y ésta responde desde sus intereses de frenar esa involución socioeconómica y política y su cultura democrática y de justicia social. No se trata de volver a los viejos paradigmas marxistas o economicistas, ni tampoco de priorizar la acción sindical. Sino de levantar acta de la nueva importancia de la desigualdad socioeconómica y las nuevas dinámicas y conflictos sociopolíticos y renovar un marco interpretativo que dé relevancia a la realidad social que, por otra parte, es conocida y criticada por la mayoría de la ciudadanía, para promover una respuesta ciudadana adecuada.

Así, este importante sociólogo acierta en muchas críticas hacia lo que denomina el “discurso interpretativo dominante” (en Francia), cuajado de determinismo económico, funcionalismo y estatismo acrítico. No obstante, no pone el énfasis crítico suficiente en el neoliberalismo o liberalismo económico, ideología principal del poder económico y político francés y europeo, que está definiendo las estrategias de debilitamiento de los derechos sociolaborales y el modelo social europeo y ampliando la desigualdad social y los rasgos oligárquicos y autoritarios en los estados europeos y el conjunto de la UE. Y ese pensamiento es el que tiene un mayor impacto institucional en los países periféricos como España, en la derecha conservadora y, con matices, en la socialdemocracia gobernante.

Las transformaciones son muchas y la sociedad industrial clásica, con sus sujetos y paradigmas, no va a volver. Pero la problemática de lo social, la acción sociopolítica (y cultural) frente a la subordinación de capas populares y la conveniencia de nuevos (y renovados) sujetos colectivos, con nuevas características, siguen vigentes y han cobrado un nuevo significado y gran actualidad. Ello exige, precisamente, un nuevo enfoque ‘social’ y crítico para interpretar adecuadamente la sociedad y apostar por su transformación progresista.

En un libro reciente, tras más de dos años de crisis, Touraine analiza la nueva situación pero sigue insistiendo en que el nuevo horizonte debe fundarse en el “conocimiento y en la conciencia de uno mismo. En una creatividad puesta lejos de la economía sin utilidad y sin realidad” (2011: 29); frente a la ‘catástrofe’ apuesta por una difusa ‘refundación’ de la sociedad. La cuestión es que al no romper con su enfoque individualista y cultural, su alternativa de la ‘conciencia de uno mismo’ es insuficiente para afrontar la crisis sistémica y avanzar a una sociedad más justa. Habría que volver a analizar, por un lado, las condiciones reales (económicas, políticas sociales, culturales) de desigualdad y dominación, la nueva importancia de la cuestión social y las tendencias regresivas en distintos ámbitos y relaciones sociales, y por otro lado, las dinámicas de resistencia colectiva de las capas subordinadas, la conformación de los procesos de protesta social y la constitución de actores colectivos, cuestiones candentes que sigue infravalorando. Por tanto, a su prioridad por el sujeto individual consciente de sus derechos le hace falta la dimensión social y colectiva de una acción transformadora, enraizada en las necesidades y demandas de la población subordinada.
En su análisis del impacto de la crisis Touraine considera que “retarda más que acelera la formación de un nuevo tipo de sociedad” (2011: 109); aunque

la crisis acelera la tendencia a largo plazo hacia la separación entre el sistema económico, inclusive su dimensión militar, y los actores sociales… víctimas en silencia… y actores cada vez menos sociales, y definidos más bien en términos universales, morales y culturales (2011: 16).

Insiste en el final de lo social, en que empezamos una época postsocial, según su conocida tesis, ya que, por un lado, se encuentra el sistema que deja de ser social (pero sí económico) y, por otro lado, el actor, que se vuelve cultural. Define la crisis económica como “ruptura entre un sistema económico y un sistema social” (p. 167) Pero la realidad es que nos encontramos no con un sistema abstracto (o solo estructural), con la economía, la mundialización y sus leyes, sino con unas nuevas relaciones de dominación o subordinación. Es decir, lo que existe es una nueva clase dominante o minoría oligárquica, amparada en el poder financiero, pero que sigue siendo un sujeto ‘social’, o, si se quiere, un actor socioeconómico y sociopolítico o institucional. En el otro polo, está la mayoría (no la totalidad o el sistema social) de la sociedad, que no se disuelve en la ‘cultura’, sino que sigue siendo también un actor social, con el retroceso de sus condiciones de empleo (o paro), su precariedad laboral, su incertidumbre vital, junto con la pugna distributiva y por sus derechos sociales y democráticos. La sociedad o lo social no desaparece de la mano, por un lado, de la economía y, por otro lado, de la cultura. Hay ‘desocialización’ respecto de algunas normas e instituciones, pero también reafirmación cívica en otras. Las relaciones (interpersonales y con los medios de producción y consumo) presentes y futuras tienen un gran componente cultural, pero siguen siendo sobre todo, relaciones ‘sociales’, combinando (integrando) con ese concepto lo cultural, moral o subjetivo, así como lo material y la naturaleza.

Lo social, las relaciones sociales, hoy se hacen todavía más patentes. La diferencia con épocas pasadas no es que dejen de ser relevantes, sino que adquieren otras formas de desigualdad y dominación y una nueva dimensión del conflicto social. La humanidad (el ser humano) es ‘social’, no hay que definir su universalidad sólo en términos culturales o morales. La subjetividad está interrelacionada con su ‘ser social’, con sus relaciones sociales y materiales (incluido el ecosistema). Las ideas no cambian a la sociedad; son las personas vivas las que, al incorporar determinadas ideas y aspiraciones, en la medida que lo hagan y vinculadas a sus necesidades y sus demandas de libertad e igualdad, conforman la motivación (el motor) y la fuerza para el cambio. No solo es necesaria la cultura (liberal) de derechos humanos para afianzar la realización personal, sino que se necesita una cultura más profunda y avanzada de la justicia social y la democracia que apunte, en las relaciones interpersonales y sociales, a la no-dominación, la igualdad y la solidaridad. La ética es operativa al ser incorporada por las personas como guía para la acción, es decir, al constituirse como fuerza social.

Por otra parte, la realidad de las personas es desigual y el universalismo de los derechos hay que compaginarlo con las necesidades o las capacidades desiguales para garantizar mecanismos que permitan avanzar hacia la igualdad y la libertad desde puntos de partida, trayectorias y contextos desiguales y diversos.

Por tanto, no necesariamente la evolución a largo plazo hace emerger la situación postsocial (2011: 158), en el sentido de cultural. Existe mayor separación entre mecanismos económicos y los principios morales y culturales de los actores, pero debemos añadir dos elementos. 1) Hay mayor desigualdad social y económica, es decir, separación de los privilegios, riqueza y poder de unos (poderosos) y desventajas, empobrecimiento o subordinación de otros (mayoría de la sociedad). 2) La vía alternativa de construir unas relaciones de nuevo tipo (igualitarias y sin subordinación), no solo se construye a través de la vuelta hacia sí mismo y sus derechos (de la cultura), sino de los vínculos ‘sociales’ cooperativos y solidarios para conseguir mayores derechos, doblegar a los poderosos (económicos e institucionales) y reapropiarse la humanidad de su futuro.

En consecuencia, el conflicto no encaja en su definición: tema moral contra tema económico (p. 166). Es un conflicto en la sociedad, entre distintos ‘actores’, unos (dominadores) que controlan los resortes financieros, económicos e institucionales, y otros (subordinados) que, para defenderse y mejorar, deben constituirse en fuerza sociopolítica, desde su posición social y su bagaje ético y cultural. Sigue persistiendo, pues, un conflicto social, con distintas características y nuevos o renovados sujetos sociales. Del desarrollo de esa pugna podrán venir nuevas relaciones sociales y un reforzamiento de la cultura cívica, democrática e igualitaria. O bien, si las capas populares la pierden, una involución autoritaria y un retroceso en sus condiciones y derechos, así como una reafirmación del poder y las ventajas de las élites dominantes. Ambas hipótesis seguirán siendo situaciones, sobre todo, ‘sociales’ (mientras la Tierra exista, que es cuando la catástrofe será total y aunque de origen medioambiental –o nuclear- las causas y consecuencias serán también sociales –o productivas-).

En definitiva, hoy ese paradigma del cambio cultural del sujeto individual es insuficiente; expresa una parte (significativa) de la realidad, pero sus límites quedan más en evidencia con el impacto de la crisis sistémica, la austeridad y la fuerte involución social y democrática, las nuevas dinámicas de desigualdad, subordinación individual y segregación, junto con procesos de protesta social progresista. Sus textos principales están publicados en Francia antes de esos cambios relevantes, en los años 2005 y 2007, y parte de ellos ha quedado rápidamente envejecida. Su investigación posterior a la crisis, incorpora algunos hechos e ideas de interés, pero los sigue enmarcando en su enfoque cultural. Para la realidad actual, su mirada todavía es más unilateral para analizar la importancia de la nueva cuestión social, la conformación de sujetos y movimientos sociales y la pugna sociopolítica y cultural por los derechos económicos, sociolaborales y democráticos, y su nueva investigación no supera ese enfoque. Por tanto, junto con el cambio ‘cultural’ individual, es cada vez más perentoria la acción individual y colectiva por la transformación de sus vínculos y relaciones sociales y la participación activa en movilizaciones populares progresistas que pugnen por el cambio social y político y la defensa de los derechos humanos, al mismo tiempo que profundizan en el cambio cultural y procuran el desarrollo personal y la autoafirmación de sus participantes.

Una explicación histórica de la interacción sociopolítica y cultural

En primer lugar, se señala la falta de adecuación de los esquemas interpretativos con que se analizaban los nuevos movimientos sociales para explicar el actual ciclo de la protesta social en España. Para precisar la singularidad de este nuevo y heterogéneo movimiento social, se alude a algunos elementos comparativos. En el plano histórico y teórico se había realizado una clasificación: viejos movimientos sociales (sindical, vecinal…) de carácter ‘socioeconómico’ y ‘redistributivo’; nuevos movimientos sociales (feminista, ecologista, derechos civiles…) basados en la exigencia de ‘reconocimiento’ de nuevos derechos y actores, y poniendo el énfasis, en algunos casos, en su carácter ‘cultural’. No es adecuada la clasificación convencional (típica de la sociología estadounidense)  por su supuesto carácter o identificación de ‘clase’: a los primeros se les adjudica su carácter ‘obrero’ o de clase trabajadora, cuando el movimiento sindical, aparte de los técnicos, expertos y altos negociadores de su aparato, entre su afiliación y su base electoral tiene importantes segmentos de las clases medias profesionales –enseñanza, sanidad, sector financiero…; los segundos no son solo de ‘clase media’, y entre sus componentes hay personas de clase trabajadora, particularmente jóvenes ilustrados pero precarios. Si hacemos referencia a sus dirigentes, su estatus y su posición social se asemeja más a la clase media profesional o con cualificación superior que a trabajadores y trabajadoras precarios o con poca cualificación. En resumen, respecto de su composición y el grueso de sus objetivos o intereses que defienden, ambos tipos de movimientos son interclasistas, de clases trabajadoras y clases medias, aparte de exigir demandas más generales o universalistas.

Podemos englobarlos en la experiencia más general de tres tipos de pugna sociopolítica frente al poder: procesos de cambio (político) democrático, contra el autoritarismo y la dominación y por la ampliación de las libertades políticas y la participación popular; de cambio social y económico de distintas dinámicas de desigualdad social, de transformación de la estructura socioeconómica y las relaciones de dominación sobre las capas populares y subordinadas, incluido pueblos oprimidos; de cambio sociocultural frente a la discriminación en diversos campos y distintos sectores sociales.

Los tres procesos se pueden combinar desde la perspectiva de una democracia política, social y económica más avanzada y frente a las relaciones de dominación u opresión que imponen las élites y capas privilegiadas o dominantes. Pero, en las contiendas políticas y sociales, normalmente, aparecen por separado tres tipos de movimientos: movilizaciones o revueltas (solo) ‘políticas’ o democráticas, sin cuestionar el sistema económico y la desigualdad social; movimientos económicos (sindicales o redistribuidores), de defensa de derechos sociolaborales, sin cuestionar el régimen político y su déficit democrático o infravalorando otros tipos de injusticias; nuevos movimientos sociales,  con dinámicas de cambio cultural pero que también apuntan a diversas desigualdades u opresiones (de mujeres, étnicas…) dentro de las relaciones sociales, incluidas las internacionales (amenazas de guerra o inseguridad y de cooperación o solidaridad) y del medio ambiente.
Pues bien, el actual proceso de movilización no encaja en ninguno de los tres, es una combinación de ellos pero con una nueva dimensión global o sistémica, aunque vinculada también a realidades y reivindicaciones muy concretas y locales. Se basa en la percepción y la confrontación con la situación de sufrimiento popular y la nueva ‘cuestión social’, se enfrenta al autoritarismo político, se fundamenta en una cultura cívica de los derechos (humanos) sociales, civiles y políticos y apunta a una dinámica social más democrática y liberadora. Este deseo de cambio ‘universalista’ se ha ido combinando y nutriendo con exigencias particulares e inmediatas. Se puede decir que

La percepción de agravios específicos y conjuntos de injusticias exteriores hacen saltar al movimiento… estar hartos de una situación se asienta más que en otros movimientos en la existencia de una objetiva agravación del contexto. La gente decide que la situación es insoportable (Cruells e Ibarra, 2013: 12).

En segundo lugar, podemos destacar la interrelación entre diversos procesos: el agravamiento de las condiciones materiales de la mayoría de la población (no solo del ‘contexto’, como realidad exterior a las personas); la conciencia social de los agravios e injusticias (enjuiciadas desde unos valores democráticos y de justicia social, opuestos al discurso de la austeridad); el bloqueo institucional y el carácter problemático o insuficiente de la clase política gobernante como representante, regulador o solucionador de los problemas y demandas de la sociedad, y la necesidad de una acción popular que va creando una identidad colectiva diferenciada de las élites dominantes.

La causa del inicio y el desarrollo del proceso no es ‘externa’ a la propia gente indignada. Es la situación, la ‘experiencia’ y la ausencia de perspectivas (institucionales, económicas) de solución (más bien de su agravamiento), contrastadas con su propia cultura democrática y de derechos sociales, lo que genera la indignación, la oposición y la resistencia social de una amplia capa de la sociedad. La indignación es un proceso acumulativo a la situación anterior a la crisis, pero cobra un fuerte impulso con los dos acontecimientos y etapas de mayor impacto: primero, con el comienzo de la crisis económica y sus graves e injustas consecuencias, con un fuerte y masivo descontento popular; segundo, a partir del año 2010 se produce un paso cualitativo y se añade el desacuerdo popular y la oposición sociopolítica a las políticas de austeridad y sus gestores gubernamentales y europeos. Al malestar socioeconómico y la exigencia de responsabilidad hacia los mercados financieros y el poder económico, se añade la indignación por la gestión regresiva de las principales instituciones políticas, la clase gobernante y sus incumplimientos democráticos. Esa doble indignación de una amplia corriente social, al valorarla desde valores democráticos e igualitarios, refuerza una actitud progresista de oposición ciudadana y exigencia de cambios, favoreciendo y legitimando la acción colectiva de una ciudadanía más activa (Antón, 2013a).

Existen factores externos o de contexto que acentúan la gravedad de la situación socioeconómica y el autoritarismo político… pero no se puede decir que (mecánicamente) son ‘condiciones favorables’ (o desfavorables) para la acción colectiva. El nivel y el sentido de su impacto entre la población dependen de otros mecanismos institucionales, culturales y sociopolíticos. En particular, la transformación de la ‘situación’ (sufrimiento) en ‘experiencia’ (subordinación con malestar añadido por su injusticia) está mediada por la actitud concreta de esa mayoría social (y sus agentes representativos) que vive el retroceso y la política regresiva como ‘indigna’ o injusta. Interviene lo que en algunos círculos académicos (McAdam, McCarthy y Zald, 1999; McAdam, Tarrow y Tilly, 2005) se llama proceso de ‘enmarcamiento’, para dar significado a los hechos sociales. De la indignación, crítica pero más o menos pasiva en el plano individual o colectivo, una parte de la ciudadanía pasa a una participación más activa, con una respuesta colectiva (progresista). Se vence por un lado, la resignación, el fatalismo, el miedo o la impotencia, y por otro lado, la simple actitud reactiva y la pugna competitiva individual o intergrupal. Se reafirma la ‘cultura’ cívica, social y democrática de partes relevantes de la sociedad y sus principales actores, que se contrapone con la situación de ‘injusticia’; genera, con la mediación de los mecanismos y oportunidades existentes, los motivos y las demandas de la indignación, su arraigo entre la sociedad y las iniciativas de movilización popular.

La movilización cívica, la protesta social, no se genera (automáticamente) por condiciones y medidas económicas o políticas ‘externas’ a la situación directa y real de las personas. La ‘causa’ del movimiento social no es una ‘estructura’ o un ‘contexto’, ni siquiera una agresión o un mayor sufrimiento (ante los que se puede reaccionar con miedo, sumisión, resignación o adaptación). En ese caso, la movilización popular, su origen, dimensión, carácter y continuidad dependería fundamentalmente de esos factores externos, estaría dependiente de ellos y sus agentes: a mayor sufrimiento, mayor resistencia; a mayores agresiones, mayores respuestas; o bien, lo contrario, a mayores ‘oportunidades’ (debilidad del poder) o ‘expectativas’ (elección racional), mayores movilizaciones. Es el conflicto entre los distintos sujetos sociales (o actores económicos y agentes sociopolíticos), el (des)equilibrio en la pugna entre ellos, lo que configura el proceso de la contienda sociopolítica o cultural, incluida la propia formación de cada sujeto social. El avance o el retroceso dependen de la relación de fuerzas entre ambos (o diversos) actores. No es, por tanto, el aspecto unilateral del grado de ‘oportunidad’ o debilidad que ofrece poder, o bien su carácter agresivo y amenazante, lo que explica el carácter y la dimensión del movimiento social. Tampoco, la gravedad de las agresiones o retrocesos materiales, económicos o sociales.

La explicación de la indignación y la protesta social pasa por la combinación relacional e histórica de las dos (o más) dinámicas en pugna. El impulso decisivo es la actitud de la mayoría de la sociedad y sus principales actores, confrontada a ‘su’ situación y la actuación de las clases dominantes. Se trata de comparar la fuerza ‘interna’ existente en la sociedad y sus sectores más activos o avanzados frente a la fuerza ‘externa’ del establishment, según su poder, cohesión y legitimidad. Esa capacidad popular de protesta y de cambio está condicionada por su posición social, por su ‘experiencia’ respecto a esa problemática y su percepción como injusta, al contrastarla con su cultura cívica, sus valores éticos y democráticos. Y para evaluar su capacidad movilizadora también hay que contar con sus recursos disponibles, sus formas expresivas, su apoyo social y sus expectativas de resultados en distintos planos.

Los resultados de la contienda sociopolítica y la pugna cultural dependen de esa correlación de fuerzas en presencia. Vencer un poder débil, ilegítimo y dividido, o cambiar aspectos parciales y no sistémicos (de la estructura económica y de poder) puede ser suficiente a través de un movimiento popular menos potente, con menores aliados y con limitado apoyo social o presencia institucional. Al mismo tiempo, un movimiento social más consistente puede fracasar al tener enfrente a un poder más fuerte o aspirar a objetivos más ambiciosos (aunque pudieran derivar en otras ventajas reivindicativas, sociopolíticas, organizativas y de legitimidad ciudadana). El éxito o el fracaso de una dinámica de indignación y protesta social se deben medir en una doble dimensión: conquista reivindicativa a corto plazo; avances y retrocesos de las fuerzas en presencia, de sus capacidades y legitimidad, manifestados también de forma concreta e inmediata, y que favorecen o perjudican las transformaciones a medio plazo. Por tanto, los resultados en los dos planos dependen de la interacción de tres elementos: la envergadura de los objetivos planteados; la relación entre, por un lado, la capacidad, cohesión y apoyo social del movimiento y, por otro lado, la fortaleza económica e institucional y la legitimidad del bloque del poder, y los cambios en los equilibrios entre esos dos campos.

También debemos incorporar en el análisis las profundas transformaciones en la relación entre lo individual y lo global, su influencia en los movimientos sociales y la construcción de identidades complejas y el reconocimiento de un yo como agente:

El espacio de los nuevos movimientos sociales en la era de la globalización es, por tanto transversal, desde lo individual a lo global, construyendo nuevos mapas cognitivos donde el reflejo del yo es imprescindible para construir el nosotros y donde nuevas identidades complejas a través de diversos territorios se encuentran mezclando actuaciones locales y reflexiones globales y viceversa (Alonso, 2014: 270).

Estas nuevas realidades hay que interpretarlas de forma rigurosa, superando los conceptos y el lenguaje referidos a otras épocas y que hoy, por su carácter esquemático, idealista o determinista, confunden más que clarifican. Supone un esfuerzo teórico y crítico para renovar la teoría social e interpretar mejor las nuevas realidades sociales.

En tercer lugar, podemos partir de las mejores aportaciones de la sociología crítica (Antón, 2013a). Las ciencias sociales convencionales explican los hechos sociales a través de la interacción de dos elementos fundamentales de la realidad: estructura y acción. La tradición marxista mencionaba: condiciones objetivas y condiciones subjetivas (Giddens, 1991; Thompson, 1977; 1979, y 1995). Por un lado, los componentes estructurales, contextuales e históricos de carácter social, económico, político-institucional, medioambiental y cultural o de mentalidades. Por otro lado, los componentes de ‘agencia’, los agentes o sujetos que influyen, condicionan o (re)construyen la realidad social: la sociedad (el pueblo soberano) distribuida en distintas capas sociales, con su articulación institucional (Estados, grupos de poder…) y sociopolítica (partidos políticos, movimientos sociales, sindicatos, asociacionismo…) y sus culturas, valores y subjetividad. En ese sentido, se han criticado las ideas deterministas (económicas y políticas) y se ha expuesto la importancia de la interacción de estos dos componentes y del concepto de ‘experiencia’, elaborado por E. P. Thompson, como elemento mediador entre estructura, conciencia y acción.

El análisis de los movimientos sociales y la acción colectiva debe tener en cuenta tres elementos (Tarrow, 2012; Tilly, 2010; Tilly et al., 2005): 1) estructura de oportunidades políticas; 2) razones o contenido de las protestas, y 3) cultura sociopolítica. El primero se refiere a las posibilidades de poder articular y expresar la acción colectiva teniendo en cuenta las condiciones de cierre y/o apertura que facilitan o imponen el poder político y económico. El segundo señala los motivos de la protesta social y define los objetivos expresivos y reivindicativos y su orientación sociopolítica (progresista, conservadora, nacionalista…). El tercero contiene los grados y el carácter de la conciencia social, los valores existentes y las características de los actores y sujetos colectivos. Los tres están interrelacionados. Este enfoque más multilateral, dinámico y relacional, ha llevado a superar algunas unilateralidades en la interpretación de las actuales resistencias colectivas y la conformación de nuevos o renovados sujetos sociopolíticos.

Por otra parte, se han explicado la importancia y, al mismo tiempo, los límites de las aportaciones de carácter ‘culturalista’ y de afirmación exclusiva de la individuación del yo, realizando una valoración crítica, por un lado, del individualismo del pensamiento postmoderno y, por otro lado, de las sugerentes y problemáticas ideas de Touraine sobre la (excesiva) relevancia de la cultura y la minusvaloración de lo social. No obstante, rescatamos la importancia del sujeto, de su autoafirmación y libertad, así como la necesidad de las relaciones igualitarias y solidarias derivadas de los vínculos sociales, constitutivas del ser humano, como ser social.

En consecuencia, es fundamental la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales (Antón, 2014a, y 2014c).

Por tanto, desde las ciencias sociales, contamos como muchas ideas razonables y hay que partir de ellas. Pero el acento hay que ponerlo en su renovación y en la superación de sus principales errores y límites; es decir, en el análisis concreto y la elaboración de una nueva interpretación de los hechos sociales actuales. Ese esfuerzo teórico, interpretativo y crítico, cuyo enfoque se ha apuntado aquí, todavía es más perentorio para interpretar la nueva realidad sociopolítica, en particular, el proceso de indignación y protesta social, y favorecer su conversión en un poderoso movimiento popular por un cambio progresista.  

En definitiva, aquí se apuesta por una interpretación basada en la interacción entre estructuras y sujetos, por un paradigma social, relacional e histórico que parte del conflicto social, de la conformación de procesos de movilización social y cambio sociopolítico. Se trata de la revalorización del papel de la propia gente, de su situación, su experiencia y su cultura, así como de los sectores más activos y su representación social y política, es decir, de los sujetos sociopolíticos. 

Bibliografía

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Antonio Antón es profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. El presente texto es la ponencia presentada en las Jornadas de investigación crítica, TRES AÑOS DE INDIGNACIÓN: LA EMERGENCIA DE NUEVOS SUJETOS SOCIOPOLÍTICOS. Organizadas, entre otros, por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED y la Federación Española de Sociología (FES) – Comité de investigación de Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social. Madrid, 8 y 9 de mayo de 2014. Distintos fragmentos de esta ponencia han sido publicados en diversos medios (Mientras Tanto, UNED –Canal TV, Ssociólogos, Fundación Betiko, Red CONTESTED CITIES, Público, Nueva Tribuna, Rebelión, Solidari…). Al texto complementario sobre la Indignación se puede acceder desde: http://fundacionbetiko.org/wp-content/uploads/2014/05/Indignación-antonio-anton-para-blog.pdf

 

NOTAS

Se pueden entresacar diversas citas de Tarrow (2012) -las negritas son mías- con formulaciones rotundas y otras más matizadas, con unos breves comentarios (entre paréntesis):

  • El razonamiento básico es que los cambios en la estructura de oportunidades políticas crean incentivos para las acciones colectivas(p. 25). (La cuestión aquí es evaluar su dependencia de qué cambios y en qué condiciones pueden generar incentivos o desincentivos. Es unilateral (o utilitarista) decir que la gente participa en la acción colectiva dependiendo solo de las expectativas inmediatas de éxito o fracaso –en el plano reivindicativo-. La opción no depende, fundamentalmente, de los recursos ‘externos’ al grupo sino, sobre todo, de la relación de fuerzas contando con sus respectivos recursos ‘internos’; no solo de la fortaleza del poder sino de su relación con las capacidades y la legitimidad del movimiento).
  • Incluso las demandas más profundamente arraigadas permanecen inertes hasta que son activadas. En mi opinión, el principal factor de activación lo constituyen los cambios en las oportunidades políticas, que originan nuevas oleadas de movimiento y dan forma a su despliegue (p. 26). (Da por supuesto que la variable ‘demandas’ es fija y son las ‘oportunidades’ el motor de la movilización; pero si las demandas crecen, los sujetos se fortalecen y las oportunidades son similares, ¿no habrá más posibilidades de activación? Entonces el principal factor de activación serían los cambios en la profundidad de las demandas y el apoyo social de sus agentes, vinculadas a su gravedad y su percepción como injustas, es decir, de acuerdo con el bagaje cultural y el peso y la orientación de los distintos sujetos y grupos sociales; todo ello condicionado por las oportunidades políticas, pero no de forma determinista o unidireccional).
  • El planteamiento principal de este estudio es que la gente se suma a los movimientos sociales como respuesta a las oportunidades políticas, y a continuación crea otras nuevas a través de la acción colectiva (p. 49). (Pero, la población protesta más bien para exigir unas demandas o resistir a unos recortes, es decir, hay que revalorizar el papel de las exigencias ciudadanas con una percepción de situaciones injustas y a partir de una conciencia democrática y de justicia social. Y también considera qué oportunidades políticas existen, o sea qué grado de incidencia espera en dos planos: resultados expresivos y reformas o conquistas reivindicativas. Cuando no hay oportunidades de avances reivindicativos y a pesar del ‘bloqueo’ o la represión institucional, las demandas o el rechazo popular pueden ser tan grandes que se expresan masivamente aunque no consigan de forma inmediata ‘resultados’ en el campo de mejoras materiales y cambios institucionales. Por tanto, hay que ver los equilibrios o relaciones de fuerza, la capacidad del movimiento y también la de sus oponentes, para valorar las posibilidades de ‘cambios institucionales del Estado’, es decir, las ‘nuevas oportunidades’ para la consolidación de los movimientos y fuerzas aliadas, el resquebrajamiento o deslegitimación de los adversarios…).
  • El concepto de oportunidad política pone el énfasis en los recursos exteriores al grupo Los movimientos sociales se forman cuando los ciudadanos corrientes, a veces animados por líderes, responden a cambios en las oportunidades(p. 49). (Es una verdad parcial; no es la única o principal causa. Además, la gente indignada –ya conformada- puede responder a pesar del ‘cierre’ de oportunidades y con un gran poder enfrente que impone los recortes y bloquea las mejoras inmediatas, como es el caso del actual movimiento de protesta en España).
  • Es en la lucha donde los antagonistas descubren qué valores comparten –así como qué les divide- y configuran nuevos marcos sintéticos que pueden emplear en otras batallas y que evolucionan hasta convertirse en marcos maestros para otros (p. 252). (Aparecen los componentes culturales –valores y marcos- vinculados a la lucha social, pero como consecuencia de ésta; no constituyen elementos motores de la acción colectiva, cuya función queda reservada a los cambios de oportunidades políticas).
  • El gran poder del movimiento surge cuando las oportunidades se amplían, las élites están divididas y se producen realineamientos… (p. 259). (Esa expresión –surge- sugiere un determinismo institucional. El poder del movimiento ‘no surge’ ni se origina cuando las oportunidades se amplían, en todo caso es un factor de desarrollo (incentivos esperados). Se genera cuando hay demandas sociales insatisfechas y un bloqueo institucional a superar. La cuestión es que las demandas pueden incrementarse por motivos ‘internos’ de la gente (más agresiones, desigualdad u opresión, mayor indignación o percepción de injusticia, nuevos o fortalecidos sujetos…). Así, aun cuando las oportunidades políticas no se amplíen o incluso disminuyan, la firmeza de las exigencias y sus agentes puede dar lugar a una mayor movilización social. La expectativa de incentivos por la conquista reivindicativa está condicionada por la lucha de los antagonistas y el (des)equilibrio entre sus fuerzas respectivas.

Como ilustración complementaria señalamos otras citas donde se corrige el sentido determinista de esta versión de la teoría de la estructura de oportunidades políticas:

  • Los poderes de los movimientos sociales son una combinación de recursos internos y externos. El concepto clave es la apertura, difusión y cierre de las oportunidades políticas (p. 266). (Aquí, la interacción de las fuerzas determina la “dinámica del ciclo”, es su resultado. Pero con las ideas anteriores y la última frase parece que el movimiento social siempre tiene un papel secundario y el carácter del poder -la naturaleza generalizada y multipolar de la confrontación- o bien las oportunidades políticas, tienen el papel principal que define esa dinámica).
  • Ningún estudioso serio de los movimientos cree ya –si es que lo ha creído alguna vez- que los intereses materiales se traduzcan directamente en guías para la acción. La mayoría de los investigadores cree que los significados son ‘construidos’… Los significados se construyen desde la interacción social y política por quienes promueven el movimiento (p. 215). (Los significados sí son construidos según los marcos interpretativos y la interacción social y política; los intereses materiales no se traducen directa o mecánicamente en orientaciones normativas. Pero para no caer en el ‘constructivismo’ idealista debemos señalar que la ‘construcción’ de sentido para la protesta está también vinculada a la existencia de una situación de subordinación o relación social desigual, es decir, conectada con la ‘realidad’ material. La indignación se construye por la combinación de agravios reales –intereses materiales-, ‘atribución’ de ser injustos –cultura cívica- y sujetos activos).

En ese texto se lee: Los ‘procesos’, según nuestra perspectiva, consisten en secuencias y combinaciones de ‘mecanismos’ causales. Explicar la contienda política es identificar sus mecanismos causales recurrentes, sus formas de combinación, las secuencias en que recurren y por qué diferentes combinaciones y secuencias, a partir de condiciones iniciales distintas, producen diversos efectos a gran escala… En lugar de pretender identificar las condiciones necesarias y suficientes para la movilización, para la acción o para ciertas trayectorias, buscamos mecanismos causales recurrentes y regularidades en su concatenación (2005: 14).

La política pública consiste en interacciones reivindicativas entre agentes, miembros del sistema político, desafiadores y actores políticos externos (2005: 14). Provenimos de una tradición estructuralista. Pero… descubrimos la necesidad de tener en cuenta la interacción estratégica, la conciencia, la cultura históricamente acumulada. Tratamos la interacción social, los vínculos sociales, la comunicación y la conversación no meramente como expresiones de una estructura, una racionalidad, una conciencia o una cultura, sino como enclaves activos de la creación y cambio (p. 24). En lugar de contemplar ‘oportunidades y amenazas’ como factores estructurales objetivos, las consideramos como algo sujeto a atribución… La implicación más importante de nuestra agenda consiste en resaltar el desarrollo de la contienda a través de la interacción social, y en situar la construcción social en el centro de nuestro análisis (p. 55).

Por ejemplo: Lo fundamental hoy no son los conflictos políticos, ni siquiera las luchas sociales, es el advenimiento del sujeto humano, consciente de sus derechos universales en pleno apocalipsis (Touraine, 2009: 242).