Antonio Antón

Exclusión y rentas sociales
(Disenso, 44, julio de 2004)

En el texto que sigue su autor se refiere a algunas de las ideas y discusiones que se están produciendo en el ámbito europeo respecto a la importancia y justificación de los nuevos mecanismos de protección social, en particular los llamados salarios o rentas sociales. Así mismo, aporta algunas reflexiones para precisar el sentido y el alcance de la defensa de los derechos sociales contra los riesgos de la precariedad y la exclusión.

En las sociedades occidentales se estableció el Estado de Bienestar, entre otras cosas, como un conjunto  de instituciones y prestaciones sociales tales como enseñanza, sanidad, pensiones, subsidios, subvenciones a la vivienda, al transporte público… Algunas de estas prestaciones dependen más del empleo, otras de las rentas; unas son de carácter más universal y otras más limitadas. Todo ello ha constituido la concreción de los derechos sociales y la ciudadanía social en Europa. Es el modelo de cohesión social., de integración e inclusión de las sociedades europeas de estas décadas pasadas. Como justificación y legitimación, existió un amplio consenso político mundial entre las corrientes liberales, socialdemócratas y del socialismo real en torno a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948, cuya base y resumen se puede establecer en el derecho a una vida digna, detrás del cual hay un fuerte componente moral que nos retrotrae a la conciencia popular de lo que es digno o justo. Nos encontramos, pues, con un criterio social y un valor cultural asumidos de forma generalizada y que nadie cuestiona abiertamente.
Sin embargo, conviene distinguir varios tipos de interpretación sobre los derechos sociales, según las diferentes corrientes políticas.

LA POSTURA NEOLIBERAL.
En primer lugar, está el neoliberalismo que, aunque admite la conveniencia de dar satisfacción a las necesidades básicas de las personas que lo necesitan, se resiste a  concebir tal satisfacción como un derecho , dejándola como una función de beneficencia. A los necesitados se les podrían dar unos ingresos mínimos para su supervivencia, pero no serían sujetos de un derecho que puedan reclamar colectivamente. La situación de las personas necesitadas se consideraría injusta, pero no existen responsabilidades de las instituciones sociales que puedan generar deberes. Es más, el neoliberalismo emprenderá una fuerte cruzada contra los derechos sociales -al entender que son incompatibles con los derechos civiles y políticos-, con el argumento de que los derechos sociales, considerados como una redistribución de la riqueza, tenderían a romper la “espontaneidad del mercado” y atentarían contra el orden social liberal impuesto por la globalización económica.

EL LIBERALISMO SOCIAL. En segundo lugar, está el liberalismo llamado social, que reconoce el derecho a una vida digna, es decir, el derecho a unas rentas básicas, a unos bienes mínimos, suficientes para vivir. Esta corriente admite unos derechos sociales, pero básicos, que tienen como función proporcionar al individuo unas bases mínimas a partir de las cuales se pueda comportar libremente. Se trata de dar una base común, unos bienes básicos a quienes no los tienen, que les permita acceder a una mayor igualdad de oportunidades y posibilidades de elección. A partir de ese primer escalón, desde este planteamiento, se podría justificar la desigualdad, derivada de la actividad de cada cual: empleo, beneficios empresariales y de rentas, etcétera. Por tanto, los derechos sociales serían básicos, se corresponderían con un Estado social de mínimos, y se proporcionarían no necesariamente de forma colectiva, ni con un criterio redistributivo de la riqueza.
            Así, en el pensamiento liberal también nos encontramos con un discurso contra la exclusión y la marginación, con el deber social de evitar la pobreza y el paro, y con el objetivo de la inserción social y laboral en el orden social vigente como las fórmulas más idóneas para garantizar la integración social. Es el de la tradición británica, desde la Ley de Pobres hasta el plan Beveridge de 1942, que se basaba en estos postulados. Se trata de un planteamiento que no aborda las causas estructurales que originan la desigualdad y la pobreza, ni lleva aparejado reformas sociales o fiscales más amplias.

LA TRADICIÓN MARXISTA.
En tercer lugar, nos encontramos con la tradición socialdemócrata y marxista, que defiende los derechos sociales como un conjunto de reivindicaciones al Estado o a las instituciones públicas sobre unos bienes más amplios, con una concepción más solidaria y transformadora, cuyo punto de mira es la igualdad social. Una concepción que se acentuará en la versión marxista. El objetivo ya no es sólo dar un soporte mínimo a la ciudadanía, sino distribuir colectivamente unos bienes sociales de forma equitativa. Esta tradición tiene en cuenta no tanto la situación de pobreza y exclusión, sino a una clase obrera homogénea, cuya base principal es el empleo y sobre la que acechan determinados riesgos a los que hay que dar cobertura. Aparece en primer plano el derecho al trabajo, a un empleo digno, fijo, estable y con derechos. Los derechos sociales, además, de estar basados en la ciudadanía, lo estarán también en la contribución a través del empleo y las cotizaciones sociales e impuestos, y serán una parte más del salario. Es decir, serán un salario indirecto o social compensatorio en situación de riesgo o necesidad (la enfermedad, el paro, la vejez, etcétera). El antecedente de estos postulados es la tradición contributiva alemana, iniciada con Bismarck, de construir el Estado social, que, en gran medida, fue incorporada y ampliada por la II Internacional.
            Será el británico Marshall, desde una óptica socialdemócrata, quien presentará y elaborará una síntesis sobre la que se mantendrán las tensiones de las dos últimas corrientes.  Este autor ampliará ambas corrientes, basando la justificación de los derechos sociales en la ciudadanía social como una base mínima igualitaria. Con ese enfoque, prevé una acción de reforma social que consolida la cohesión de las sociedades occidentales en las décadas del pleno empleo, y que es compatible con el crecimiento económico y la estabilidad del sistema  sociopolítico.
            Estos planteamientos de Marshall son puestos en cuestión por la presión neoliberal y el proceso actual de globalización económica. Una tendencia que se enfrenta a una base común mayoritaria en las sociedades democráticas, a una amplia cultura de los derechos sociales, al menos de los derechos básicos. Existe todavía una gran legitimidad del derecho universal a una vida digna y, por tanto, además de otros bienes básicos, de la disponibilidad de una renta suficiente para vivir. Esa cultura social permite defender las conquistas de la sociedad de bienestar y es el soporte para la exigencia de nuevos avances.

LA LEGITIMIDAD DE LOS DERECHOS SOCIALES. Con la consolidación y expansión del Estado de Bienestar se fueron ampliando esos derechos y su desmercantilización, y se tradujeron en bienes colectivos de acuerdo con las necesidades ciudadanas. Al mismo tiempo, se generó el pleno empleo, con el consiguiente aumento de la riqueza y del poder adquisitivo, con el que se solía cubrir otra parte de las necesidades básicas más mercantilizadas: la alimentación, los bienes domésticos y de consumo, el ocio y la cultura, y una gran parte de la vivienda…
            Con la generalización de una nueva realidad social, tras la crisis económica de los ’70, con un amplio sector en paro o en precario, con una gran franja de pobreza, se generan nuevos procesos de desestructuración social, exclusión y marginación. Desde los primeros años de la década de los ’80 se va planteando en Europa, con un nuevo enfoque, el debate sobre la integración social y la utilización de nuevos mecanismos para conseguirla. En este contexto se producen los nuevos debates sobre las rentas o ingresos mínimos de integración o inserción, o bien sobre el salario social o las rentas básicas. Esta variedad de denominaciones indica diversos acentos en algunas  características y objetivos de estos nuevos planes, en los que no puedo entrar en este artículo.
            En la Conferencia Internacional de Lovaina (Bélgica), en 1986, se empiezan a sistematizar estos nuevos principios de protección social y a partir de ahí comienzan a generalizarse algunas medidas institucionales contra la pobreza y la exclusión. En Francia, por ejemplo, se aplica un plan desde 1989. En este país la reforma social más importante es la entrada en vigor de las rentas mínimas de inserción (RMI), que han servido de referencia para su implantación en el Estado español. El Gobierno de derechas de Balladur anuló este programa en 1993, pero, ante los riesgos de la llamada “fractura social”, fue la misma derecha, siendo Chirac presidente del Gobierno, la que lo implantó nuevamente, haciendo de la lucha contra el paro y la desigualdad un tema central de su campaña electoral. Sin embargo, tras el fuerte conflicto social entre los años 1995 y 1997, que tuvo su expresión en las grandes movilizaciones en Francia del movimiento sindical y de los movimientos de solidaridad con los parados y los inmigrantes, se planteó un refuerzo de estos programas contra el desempleo y la exclusión. Así, tras diversas negociaciones, se amplían y mejoran las RMI, ya con el nuevo Gobierno de izquierda, que promulga también la ley de las 35 horas de jornada semanal.
            Este sistema se establece también en Holanda y Bélgica, así como en otros países. Por parte de la Unión Europea, ya en 1994, se publica un informe sobre la protección social en Europa con la pretensión de establecer objetivos comunes para los Estados miembros, Además, en estos últimos años, con el Plan Delors y la construcción de la llamada Europa social, se está generalizando el discurso de todas las instituciones políticas de dar prioridad a la lucha contra el paro y la pobreza. En el Estado español ese sistema empieza a aplicarse en la Comunidad Autónoma Vasca en 1989, y luego se va generalizando a casi todas las comunidades autónomas desde el año 1990, a raíz de las negociaciones del Gobierno con CC OO y UGT tras la huelga general del 14 de diciembre de 1988.
            En general, durante estos años nos encontramos con unos planes de los poderes públicos de lucha contra la pobreza y la exclusión muy limitados, pese a que en los medios de comunicación se ha dado una gran importancia a sus supuestos efectos beneficiosos. Sin embargo, ante el malestar popular y los riesgos de cierta disgregación de la llamada “fractura social”, las instituciones y gobiernos europeos se han lanzado a una gran campaña de legitimación del orden social vigente, sin modificar las orientaciones neoliberales de fondo que inspiran las políticas económicas gubernamentales, acentuadas por la globalización económica.
            Por una parte, se da vía libre al llamado mercado y aumenta la desigualdad social, un fenómeno que los Estados consideran un hecho natural sobre el que eluden toda responsabilidad. Y por otra, los Estados pretenden dar la imagen de una gran preocupación social. Para mantener una mayor legitimidad social, aprueban pequeñas mejoras, pero no emprenden grandes reformas o transformaciones sociales, y se oponen a una Carta de Derechos Sociales Europea.

LOS MECANISMOS DE PROTECCIÓN SOCIAL. En lo relativo a la protección social, se entrecruzan diferentes mecanismos, viejos y nuevos. Para clarificar sus diferencias se pueden definir dos posturas básicas entre sectores progresistas y de izquierda, aunque las justificaciones de ambas son heterogéneas. Una, más tradicional, está basada en el modelo del Estado de Bienestar keynesiano, con el pleno empleo; y la otra, con un discurso más renovador, tiene más en cuenta la nueva realidad de dualidad social y precarización.
            La primera defiende la protección social y, sobre todo, las prestaciones de desempleo como subsidio para aguantar por un período provisional o transitorio para reinsertarse en la producción. En este caso, se partiría de la necesidad y deber de las personas de trabajar y producir, y de una consideración del paro como una situación anormal, por lo que sería necesario dar cobertura a este período. Así, estas prestaciones o subsidios sociales deberían ir acompañados de obligaciones de reconversión profesional, de adecuación a otras actividades, de registro y control para aceptar los empleos que se ofrezcan, etcétera. Esta postura está vinculada al mercado de trabajo                                                                                     y se concibe en lo fundamental para cubrir el riesgo del desempleo. Existe una versión más radical que enlaza con la exigencia clásica de la izquierda de unos subsidios de desempleo indefinidos, con una cobertura generalizada para todos los desempleados. Una variante renovada es la del segundo cheque, como compensación por la disminución  de salario ante la reducción del tiempo de trabajo o de la jornada laboral, y que propugnan algunas corrientes e intelectuales como Gorz.
            La segunda posición defiende un ingreso mínimo, salario social o renta básica como una prestación para existir, sin obligación de aceptar un nuevo empleo o prepararse para él y, por lo tanto, para incorporarse a la producción. Se plantea como una exigencia a la sociedad y como un derecho individual para sostener las condiciones de una vida digna de todas las personas, independientemente de su aportación a la producción. En este sentido, entronca con la apuesta por una nueva ciudadanía social y con un sentido de la corresponsabilidad social más amplio.
            Sin embargo, hay dos versiones de esta posición. Una más limitada, con una concreción más vinculada a la inserción social como paso intermedio a la integración sociolaboral.: es la de los ingresos mínimos de inserción dirigidos contra la exclusión social, aunque bastante restrictivos en cuanto a personas beneficiarias y condiciones impuestas, Y otra más amplia, que prevé una renta social no sólo para el pequeño sector de excluidos, sino para el alto porcentaje de personas pobres, precarias o vulnerables. Esta segunda versión afecta a la distribución de la riqueza en su conjunto, y contempla la posibilidad de su generalización en una fase posterior. Esta posición, defendida entre otros, por pensadores como Offe, no tiene en cuenta tanto la situación de desempleo, sino la falta de recursos para garantizar el acceso de todas las personas a la integración social y cultural.
            La justificación como derecho subjetivo basado en la cualidad de ciudadanía, por la pertenencia a la sociedad, es común a las diferentes versiones de rentas sociales o básicas, y necesitaría una mayor clarificación, imposible de hacer en esta breve descripción. Una de ellas es la reciente propuesta del PSOE llamada “renta básica de ciudadanía”, que está por desarrollar y sobre la que habrá que volver, por su repercusión en la opinión pública.
            Esta clasificación la he hecho en relación con la vinculación al mercado de trabajo. Pero existen diferentes tipos de problemas en los objetivos y discursos asociados a esas posturas, o bien entre sus principios generales y su concreción práctica. También  existen problemas transversales que afectan a ambas y que solamente cito como ilustración de estas polémicas y sin entrar a valorarlas: la mayor o menor generalización de las personas beneficiarias, hasta llegar a su universalización progresiva o completa; el nivel de la cuantía de ese ingreso; la actitud de moderación o de reforma social y la relación con las propuestas fiscales; las fundamentaciones más vinculadas a la tradición liberal o de la izquierda; la actitud y valor del empleo y del trabajo, o la importancia de los vínculos sociales y la cohesión social; las asociación a una perspectiva igualitaria o no, a un discurso anticapitalista o no, etcétera.
             Por otro lado, entre una y otra existen posturas intermedias: desde las prestaciones tradicionales se puede plantear la exigencia de la ampliación de los subsidios de desempleo, prácticamente hasta ser indefinidos y con total cobertura para todas las personas desempleadas, o la generalización de las pensiones no contributivas, desde las rentas mínimas a una justificación más avanzada como derecho subjetivo o la ampliación de los beneficiarios, como en el caso de la reforma de las RMI, tras la gran movilización de solidaridad con la gente parada en Francia en 1996. Incluso la propia Comisión Europea, en su informe del año 2000 a las instituciones europeas, desarrollaba ya un lenguaje más avanzado, aunque sin grandes cambios prácticos.
            Los nuevos planes contra la exclusión social, como la nueva Ley sobre la Renta Básica en la Comunidad Autónoma Vasca –con la agravante del componente desactivador de la iniciativa legislativa popular por una Carta de Derechos Sociales- o la Ley de Rentas Mínimas en la Comunidad de Madrid, se inscribe en esta corriente de pequeñas mejoras pero con un discurso más renovado.

EL DERECHO UNIVERSAL A UNA VIDA DIGNA. Salvando los diversos matices, considero que, en la situación actual, el objetivo de la acción contra la precariedad y por una nueva ciudadanía social se puede definir a través de unos principios generales básicos: en una sociedad segmentada, con fuerte precarización y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y a unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales básicas o mínimas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social. Al mismo tiempo, se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, un derecho que debe ser incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo. Se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadanía social con una perspectiva igualitaria.
            En la sociedad se están expresando dos tendencias contrapuestas. Una, que hay que fortalecer, es la de ampliar y completar la función r4edistribuidora clásica del Estado de Bienestar en beneficio de los sectores más necesitados, evitando los riesgos de exclusión, con una nueva dimensión de los derechos sociales. Consiste en mantener la defensa del empleo estable, de las prestaciones contributivas y de las prestaciones y derechos sociales que se conservan del viejo Estado de Bienestar, y que todavía son elementos distribuidores de renta y de integración ciudadana; pero dándoles un nuevo impulso para taponar la pérdida de derechos, renta y posición de por lo menos el tercio de la población más vulnerable.
La segunda tendencia, a la que es necesario hacer frente, es la presión neoliberal hacia un reparto más desigual de rentas y el deterioro de los derechos colectivos –o simplemente dando prioridad a los recursos del mercado-, en beneficio de las clases medias y ricas.
Para reforzar la integración social, la ciudadanía y la redistribución de la riqueza dentro de la realidad segmentada en que vivimos, hay que combinar la defensa de la fundamentación universal de los nuevos derechos con su concreción particularizada, teniendo en cuenta la realidad de la diversidad de sectores de la población, su diferente posición y la dualidad de las tendencias hacia la exclusión y la precariedad de unos o la plena integración social y cultural de otros. En definitiva, las prestaciones sociales, en general, y la propia ciudadanía social, hay que relacionarlas con los sectores más desprotegidos y con los riesgos de marginación y disgregación social. Se trata de evitar el deterioro de la ciudadanía y asegurar las rentas y medios necesarios para vivir dignamente allí donde están amenazados o en crisis.
La consolidación de la ciudadanía ha ido ampliando los derechos desde las minorías propietarias del siglo XVII hasta las amplias mayorías en los modernos Estados de Bienestar. Ahora estamos en un período de presiones neoliberales para el retroceso de condiciones, derechos y prestaciones sociales y, por lo tanto, de la ciudadanía, sobre todo social, pero también civil y política. Hay que avanzar en la ciudadanía social y en la igualdad, en los derechos y en el bienestar social, ya que son paralelos y se influyen mutuamente en las modernas sociedades occidentales. No se trata de sustituir el derecho al trabajo por el derecho a la asistencia pública  o al revés, sino de saber combinarlos adecuadamente sin subordinar el uno al otro, participando en la construcción de la sociabilidad y de la propia comunidad, y en la oposición a la desigualdad, la precariedad y la exclusión.