Antonio Antón

Respuestas a la precariedad laboral
(Página Abierta, 183, julio de 2007)

            La precariedad laboral es, fundamentalmente, una situación de inseguridad, flexibilidad e indefensión. Los indicadores principales son el paro y el contrato temporal. Está asociada también a unos salarios bajos, a unas condiciones laborales penosas o irregulares y a cierta permanencia en esa situación. Ahora bien, una parte de las personas con contratos temporales los utilizan de forma muy transitoria; son secundarios respecto de otros proyectos personales y no los perciben como precarios. Aunque, por otro lado, algunos nuevos contratos indefinidos de fomento (con menos derechos laborales que los indefinidos ordinarios) son de duración determinada (entre dos y cuatro años) y se pueden considerar precarios.
            Con esos indicadores, la precariedad laboral afecta a cerca de la mitad de la población trabajadora y a unos dos tercios de jóvenes. Es mayor entre mujeres que entre varones y, particularmente, está más generalizada entre los inmigrantes. Esos porcentajes han sido similares en los últimos veinte años y persiste una amplia percepción de la inseguridad en el empleo.
Sin embargo, hay que considerar que en los últimos diez años se han creado 6 millones de empleos y la tasa de paro se ha reducido, lo cual, para mucha gente, ha supuesto una importante movilidad ascendente, desde una precariedad más grave a otra menos grave: desde un alto paro –o la miseria en sus países de origen en el caso de los inmigrantes– al empleo precario. O bien, desde una temporalidad muy rotativa a la situación intermedia, entre temporalidad y empleo “fijo”, de la contratación indefinida incentivada. Por tanto, en esa parte de gente se han generado esas trayectorias laborales ascendentes y existe una percepción de poder superar individualmente la precariedad más grave.
Así, son erróneas dos interpretaciones extremas: la “embellecida”, según la cual existe poca precariedad y es transitoria, y la “catastrofista”, que considera que la precariedad está generalizada y es cada vez mayor. Ambos enfoques consideran a la “economía” el factor determinante de la evolución de la precariedad, bien en su solución, bien en su agravamiento.
            La precariedad laboral es importante y persistente. Se ha consolidado como una realidad permanente del mercado de trabajo, como un proceso de socialización y disciplinamiento laboral. Obedece a unos intereses y estrategias empresariales basados en un mayor control de la mano de obra –especialmente la nueva: jóvenes, inmigrantes, mujeres–, para aumentar su productividad, abaratar costes laborales e imponer una mayor subordinación. Es el modelo español de segmentación laboral que proporciona a los empresarios una gran “flexibilidad” de la fuerza de trabajo con poca “seguridad y protección social”. Se desarrolla por la no aplicación empresarial –y de la propia Administración pública– del criterio de “causalidad” y su falta de control y regulación estricta. Tras este breve diagnóstico (1), se destacan dos aspectos: las estrategias generales ante la precariedad laboral, y las respuestas juveniles y su relación con los sindicatos.

Estrategias generales ante la precariedad laboral


            Las políticas públicas e institucionales, desde hace más de veinte años –la reforma laboral del año 1984 fue la que permitió la ampliación de la temporalidad–, han facilitado la continuidad de la segmentación y precariedad laborales. En el año 1997 se aprobó, con el acuerdo de Gobierno, sindicatos y organizaciones empresariales, la reforma para la “estabilidad del empleo”. Nueve años más tarde se ha comprobado que dichas medidas han sido un fracaso para reducir la temporalidad, que ha permanecido por encima del 30%, mientras se ha generado un segmento intermedio entre el empleo “fijo” y el temporal.
            Ante la persistencia de esa precariedad, en el año 2006, el Gobierno, de nuevo con el acuerdo de sindicatos y organizaciones empresariales, vuelve a adoptar otras medidas similares, basadas en las subvenciones a empresarios y eludiendo un control y regulación más estricto de la temporalidad. Así, va aumentando la nueva contratación indefinida con menos derechos, pero a costa, sobre todo, de la contratación indefinida ordinaria, sin que la temporalidad, hasta ahora, se haya reducido sustancialmente (2). Todas estas estrategias institucionales tienen que ver más con los procesos de legitimación social ante las expectativas o frustraciones de la gente, que con pasos efectivos para garantizar la calidad del empleo.
            Por otra parte, existe un discurso de respuesta a la precariedad laboral basado en el desarrollo económico. Se trata de la generación de puestos de trabajo más cualificados, con un aumento de la productividad (I+D+I). Cuando se comprueban las insuficiencias de las políticas públicas para garantizar la seguridad del empleo, se sitúan las expectativas de su mejora en los avances tecnológicos y productivos. Es cierto que estamos en una economía “intermedia” con poco empleo cualificado y que la precariedad se ceba en el empleo no cualificado. Pero la razón principal que explica la gran precariedad no es la existencia de una gran mayoría de puestos de trabajo en España semicualificados o no cualificados –otros países europeos menos desarrollados tienen una menor tasa de paro y temporalidad–, sino la imposición empresarial avalada por la normativa y un gran consenso institucional.
            Esa estrategia, mejorar la competitividad de la economía española con el desarrollo de empresas y sectores con empleos cualificados, no va a la raíz del problema. En la mejor de las hipótesis, puede tener unos efectos positivos lentos y a largo plazo. Es más, tiene otro inconveniente inmediato. Al ligar estabilidad laboral a empleo cualificado como respuesta a la temporalidad, da por normal que mientras exista en España un amplio mercado de trabajo secundario, con mayoría de empleos poco cualificados, es “inevitable” un alto porcentaje de precariedad. Esa estrategia también sirve para eludir las responsabilidades institucionales y políticas, aplazar las expectativas de seguridad en el empleo y fortalecer la idea de que la inestabilidad laboral depende de la responsabilidad individual y la formación adquirida. Así, se combina con el discurso de la “empleabilidad” y la “activación individual” que, al final, quedan como las estrategias operativas de las personas que compiten por el poco empleo cualificado y estable.
            Por parte sindical se han realizado esfuerzos importantes en algunos sectores y empresas –el más significativo el de la construcción–, aunque en su conjunto la negociación colectiva ha tenido también unos efectos pequeños en esta materia. Es decir, la acción sindical, a través de la concertación general o de la negociación colectiva, ha servido de freno al abuso y uso fraudulento de la irregularidad y la contratación precaria, aunque ha sido poco eficaz para reducir sustancialmente el alto volumen de temporalidad e inseguridad del empleo.
            En definitiva, ni las políticas públicas ni el crecimiento económico han permitido una reducción sustancial de la temporalidad, aunque sí del paro. Pese a que existen factores estructurales, productivos y demográficos que condicionan la precariedad laboral, las causas fundamentales son, sobre todo, institucionales y políticas. Lo fundamental de la respuesta se debe situar en ese ámbito. Se trata de generar y expresar la suficiente fuerza social frente a la “imposición” empresarial. Las bases normativas están ya definidas: la temporalidad debe estar ligada a una “demanda coyuntural de producción”, no al empleo poco cualificado. Es decir, debe haber una “causa” que justifique un contrato temporal, y no convertirse en un segmento estructural. Un empleo duradero, aunque sea poco o nada cualificado, debe corresponder a un contrato indefinido –incluidos los fijos discontinuos para empleos estacionados–. Sin embargo, las dificultades prácticas para responder de forma colectiva son múltiples.
            Los principales factores externos que dificultan la capacidad transformadora de la acción sindical, de forma sintética, son los siguientes: aumento del poder empresarial en las relaciones laborales; fragmentación y precariedad de las clases trabajadoras, con trayectorias laborales diversas; crisis de las identidades laborales tradicionales, junto con profundos cambios de mentalidades y valores, especialmente en las generaciones jóvenes; debilitamiento de la izquierda social y de los movimientos sociales, salvo en momentos concretos; al mismo tiempo, las políticas económicas, productivas y sociolaborales dominantes (neoliberales) son más contrarias a los intereses y objetivos del sindicalismo y sus bases sociales.
            Por otra parte, las insuficiencias internas del sindicalismo que están condicionando su respuesta son los distintos efectos de la acción sindical para “fijos” y “precarios”, la acomodación ante los mayores esfuerzos necesarios para transformar la precariedad y la fragmentación laboral, e inadecuación cultural y organizativa para conectar mejor con sectores nuevos y precarios: jóvenes, mujeres, inmigrantes. En definitiva, sus políticas efectivas dan prioridad a sus bases sociales centrales (estables, de centros medianos y grandes) y sus propias estructuras sindicales, y son más útiles para ellas.

Respuestas juveniles y vínculos con los sindicatos


            Los vínculos asociativos de los jóvenes trabajadores y los sindicatos son ambivalentes (3). El dato más positivo es la significativa participación juvenil, sobre todo masculina, en la representación sindical –43.000 delegados, el 15% del total de 285.000 representantes elegidos–, con una moderada disminución, en los últimos doce años, de los porcentajes respecto del total. Además, existe una importante afiliación sindical de jóvenes, aunque con descenso más pronunciado de sus porcentajes: 268.000, un 11% del total de cerca de 2,5 millones; corresponde al 6,5% de jóvenes asalariados (relación de uno a tres respecto de la población asalariada adulta). Lo más problemático es, por un lado, la separación juvenil de los núcleos sindicalizados adultos y estables –dado que la mayor ocupación juvenil se ha producido en las pequeñas o nuevas empresas–, y, por otro lado, la participación juvenil en las estructuras sindicales es muy periférica y con muy poca presencia femenina.
            Esos vínculos entre gente joven y sindicalismo son importantes, más todavía si se comparan con otras organizaciones sociales o partidos políticos. Sin embargo, son limitados e insuficientes en dos sentidos. Primero, respecto de los fines declarados por los sindicatos: representar y defender al conjunto de las clases trabajadoras, e intermediar o negociar con empresarios e instituciones. Segundo, en relación con el objetivo de contrarrestar las fuertes tendencias desfavorables para el sindicalismo en cuanto a su capacidad de regulación de las relaciones laborales y de empleo, y a la renovación, consolidación y ampliación de sus bases sociales.
            Entre los jóvenes trabajadores se da, en términos generales, un distanciamiento, una actitud de cierta indiferencia, una débil vinculación con los sindicatos. Y, por otro lado, un cierto reconocimiento de su acción representativa y mediadora. Los sindicatos, por una parte, tienen un insuficiente arraigo entre trabajadores y trabajadoras jóvenes, y la defensa efectiva de sus intereses ocupa un lugar secundario en sus políticas prácticas. Y, por otra parte, las estructuras sindicales realizan una acción de representación, asesoramiento, apoyo y negociación sobre algunos problemas importantes para la juventud trabajadora y conservan cierta credibilidad para su acción sindical.
            Las dinámicas generadas en los trabajadores y trabajadoras jóvenes son las siguientes. Primero, la fragmentación de sus condiciones laborales y su conciencia social. Así, un mismo contrato precario puede ser percibido como un éxito por una persona –por ejemplo, un inmigrante recién llegado–, y un fracaso por otra –por ejemplo, un joven autóctono con estudios universitarios.
            Segundo, se produce una disociación entre dos tipos de experiencias. Por un lado, “bloqueo” en el ámbito laboral, más sujeto a disciplina, jerarquía y desigualdad. Por otro lado, “avance” personal en el ámbito extralaboral, con mayores posibilidades de libertad, autonomía, igualdad, al mismo tiempo que de más ocio, cultura y consumo. Particularmente, ese choque es más pronunciado entre las mujeres jóvenes, con mayor igualdad y autoafirmación en la enseñanza o las relaciones interpersonales, por una parte, y con la persistencia de la discriminación en el empleo, por otra.
            Tercero, se ha producido un mayor debilitamiento del sentido de pertenencia juvenil al universo “obrero” y sindical, junto con el desarrollo de otras preocupaciones e identidades trasversales –de género, ecologistas, culturales, etc.– Finalmente, en el ámbito laboral, las estrategias dominantes son adaptativas y de esfuerzo individual. Al mismo tiempo, y aunque la implicación en la acción colectiva es pequeña, consideran conveniente ciertas funciones de representación o asesoramiento de los sindicatos y delegan en ellos.

El comportamiento juvenil en el ámbito laboral

 
            Las expresiones sindicales de jóvenes precarios se combinan entre unas prácticas definidas como presindicales y postsindicales y unas relaciones más formales con los sindicatos.
            Entre las primeras se pueden considerar la resistencia en las empresas a la presión por la productividad, a los ritmos de trabajo más duros, a los sistemas de control; es la forma más primaria de reducir la explotación. Igualmente, el desarrollo de relaciones informales –entre colegas– como instrumento de interacción y apoyo mutuo, de sortear o compensar la penosidad o rigidez laboral, junto con nuevas formas expresivas y de comunicación; todo ello va tejiendo una red de relaciones interpersonales y laborales. Finalmente, participan de forma puntual aunque acumulativa en la exigencia de derechos básicos, en movilizaciones sindicales y actividades sociales que pueden compartir con sindicalistas. Así se va configurando una experiencia “común” y de “pertenencia” a colectivos y campos sociales, compartida con otras temáticas y grupos –junto con otras expresiones populares como el “botellón” o las protestas por una vivienda digna y barata.
            Entre las segundas, su relación más formal con los sindicatos, utilizan sus funciones de “intermediación”, asesoramiento y apoyo jurídico y sindical y, al mismo tiempo, aceptan cierta delegación en ellos para su función de representación, aunque de forma condicionada, es decir, ni para todo ni para siempre. Un elemento de distanciamiento y choque de los jóvenes es con la cultura y práctica organizativa de los sindicatos con estructuras formales complejas y jerárquicas, ya que están acostumbrados a relaciones –interpersonales, de amigos o en el asociacionismo de base– más directas y abiertas.
            El comportamiento juvenil en el ámbito laboral se debe interpretar bajo el criterio del pragmatismo. Su implicación en la acción colectiva se produce según sus expectativas de “resultados” y evitando “riesgos” o efectos contraproducentes para ellos. Su vinculación con un sindicalista o su participación en una actividad sindical puede dificultar –por el control empresarial–, en vez de facilitar, su estabilidad laboral y su carrera profesional. Por ello su comportamiento se individualiza y es menos público y formal. Eso les permite un control y evaluación individual de los efectos favorables o perniciosos de su participación para sus objetivos laborales. A ese criterio pragmático dominante se acumula una motivación “moral”, con la percepción de una situación injusta que puede desencadenar una participación más amplia y colectiva. Pero su implicación también estará condicionada por la efectividad –o las expectativas– de los avances derivados de su participación, junto con la minoración de los riesgos derivados de la reacción empresarial.
            La interpretación de las nuevas tendencias necesita un enfoque dinámico y desde las trayectorias y percepciones de las personas precarias. No vale el determinismo de asociar mecánicamente una situación “objetiva” con una conciencia y un comportamiento social determinado. Las mediaciones culturales, institucionales y las posibilidades y expectativas de cambio, ya sea por la vía individual o colectiva, son decisivas, así como el reconocimiento y la experiencia relacional acumulados.
            Las estrategias adaptativas e individuales son operativas para la mitad de los jóvenes. En ello influyen su “disponibilidad” y su “capital humano”. En ese segmento de relativa movilidad ascendente, el horizonte mayoritario es una situación intermedia, vulnerable, que no les garantiza la seguridad y la plena ciudadanía social y laboral. Al mismo tiempo, se produce el agotamiento de las movilidades ascendentes para otra mitad, con el estancamiento o precariedad en sus trayectorias laborales, junto con la persistencia de la desigualdad socioeconómica y el bloqueo en la estructura social.
            Ante esas dinámicas, en un contexto productivo posiblemente menos favorable que el de la última década en España y sin perspectivas de mejorar los derechos laborales y sociales, aparecen diversos problemas: posibilidad de frustración social; dificultades de cohesión y convivencia social; desgaste de los sistemas de representación –política y sindical–, y respuestas fragmentadas, más o menos espontáneas y de diferentes signos culturales, grupales y sociopolíticos. Y un tema particularmente significativo, también en el ámbito juvenil y laboral, es la integración social de las personas inmigrantes, o bien los posibles conflictos interétnicos.
            A diferencia de la clase obrera fordista, con unas identidades laborales más homogéneas, densas y estables, entre los trabajadores y trabajadoras jóvenes existe una mayor fragmentación y diversidad de sus identificaciones sociales y laborales. Sus experiencias laborales y su desarrollo profesional son fuente importante de preocupación y afecta a su conciencia y comportamiento individual. Pero son más débiles, cambiantes y embrionarias para la conformación de su identificación colectiva. Además, están interconectadas con otros componentes subjetivos y de pertenencia, con diversos equilibrios y proporciones. En definitiva, se puede hablar de construcción de nuevas experiencias y relaciones sociales, de otras formas de acción y representación y, por tanto, de nuevas identificaciones sociales donde lo laboral ocupa un lugar más, aunque privatizado.

Perspectivas del sindicalismo

            Por último, las tendencias dominantes del sindicalismo no apuntan a grandes cambios. La inercia supone un declive lento y continuado de tres elementos claves para los sindicatos: desgaste de sus bases sociales centrales; menor credibilidad de su función negociadora y representativa, y menor estabilidad para los aparatos sindicales. La burocracia sindical tiene un papel ambivalente. Está sometida, por un lado, a la presión empresarial y de los poderes institucionales y, por otro lado, a la necesidad de conservar su representatividad. Es decir, los sindicatos y sus bases sociales pueden sostener dinámicas defensivas, de freno a políticas regresivas y conservar cierta legitimidad social. Pero, para su consolidación, necesitan el fortalecimiento de su capacidad de “influencia sustantiva” y de una mayor identificación o “pertenencia” con unas bases sociales más amplias, en particular con sectores precarios. Ello exige una renovación de sus tres identidades fundamentales: fortalecer su carácter reivindicativo; ampliar su vinculación con las clases trabajadoras o sindicalismo de “clase”, y mejorar su relación con la sociedad, o papel “sociopolítico”.
            Existen dificultades para la ampliación y articulación asociativa de corrientes sindicales críticas y de izquierda. Sin embargo, también se pueden manifestar resistencias presindicales, nuevas experiencias compartidas, y un reajuste representativo con exigencias de reconocimiento de diversos grupos laborales, más o menos precarios, defensores de sus derechos.
            En todo caso, tiene particular importancia la acción contra la precariedad laboral y social, el carácter sociopolítico y la temática social (género, paz, medio ambiente...) y la renovación ética, cultural y democrática. En ese sentido, las condiciones para impulsar una nueva acción sindical son: conseguir arraigo entre núcleos “laborales” precarios y jóvenes, con densidad de vínculos, intereses comunes y duración de experiencia compartida; desarrollar una orientación sindical basada en la firmeza reivindicativa, capacidad crítica, honestidad y democracia; renovar los valores de libertad, igualdad y solidaridad en el ámbito laboral desarrollando una nueva cultura sindical; y generar expectativas de resultados “efectivos” a través de la acción colectiva. Por último, es preciso aumentar el papel de los sindicalistas jóvenes, que deben estimular un mayor dinamismo y representatividad y ejercer de puente entre el sindicalismo y otras dinámicas y grupos sociales.

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(1) Para una ampliación de este diagnóstico, ver el libro Precariedad laboral e identidades juveniles, de Antonio Antón (2006), Madrid: Fundación Sindical de Estudios.
(2) Ver mi artículo “La reforma del mercado laboral no ataja la precariedad”, en PÁGINA ABIERTA nº 179, marzo de 2007.
(3) Ver Jóvenes y sindicatos, de Antonio Antón, Fundación Sindical de Estudios, Madrid: 2007.