Antonio Antón
Políticas educativas ante la crisis 

La educación es un factor relevante como respuesta a la crisis económica en su doble función: preparación para el empleo e integración social y cívica. Igualmente, es clave para la igualdad. Ello depende de la orientación y características de las políticas educativas, cuestión que analiza este texto (1).

 1. Principales objetivos educativos 

Los principales objetivos educativos a abordar –aparte del aumento de la bajísima participación (16%) en la escuela infantil de cero a dos años- son la eliminación del fracaso escolar, la mejora de la FP y las enseñanzas medias –con el refuerzo de la escuela pública- y una mayor igualdad de oportunidades en la educación superior –apoyo al acceso y graduación de las clases trabajadoras-. Todo ello junto con una mejora de la calidad de la enseñanza en los diferentes tramos.

Primero, es fundamental un apoyo ‘compensatorio’, como apoyo a la igualdad de oportunidades de los sectores desfavorecidos: mejora de la ESO con reducción de fracaso escolar para su acceso a empleos semicualificados, y con potenciación de la formación profesional -FP-. Hasta hace poco, la amplia incorporación de niños inmigrantes a la escuela la han podido valorar sus familias como un apoyo de la sociedad receptora y una base para la integración social y la movilidad ascendente. Era una situación ventajosa respecto de su realidad y su expectativa anteriores en sus países de origen. Con una trayectoria incierta y corta en la escuela, los efectos de la crisis económica y el paro –en gran parte de las familias inmigrantes- y el cierre de expectativas de ese sector en la incorporación estable al empleo, la persistencia del fracaso escolar tendría efectos mucho más graves en el futuro inmediato de esos adolescentes de las clases subalternas. Por consiguiente, es básico eliminar el fracaso escolar con el objetivo oficial basado en el consenso ‘económico’ de garantizar la rentabilidad de una fuerza de trabajo más adecuada para el empleo poco cualificado. No obstante, el objetivo clave debe ser ‘social’: garantizar una buena integración social y cultural, evitar bloqueos en la movilidad laboral ascendente o prevenir una reafirmación identitaria en valores no democráticos y tensiones interétnicas. En consecuencia, la educación en ese ámbito y hacia ese tercio más bajo de la escala social y educativa, representativo de clases trabajadoras precarias, se convierte en un objetivo central, un mecanismo preventivo de la ‘disociación social’ y un factor de cohesión social e igualdad. Se trata de garantizar la ‘equidad’ y, al mismo tiempo la ´calidad’, sin subordinar la primera a la segunda (2). 

Segundo, respecto de las enseñanzas medias, hasta ahora dominaba su carácter de transición a la enseñanza superior. Ese nivel de educación media post-obligatoria o superior lo finalizan el 56% del alumnado, procedente, sobre todo, de las clases medias-altas y de sectores intermedios de las clases trabajadoras. En estos sectores se mantenían expectativas de movilidad ascendente con acceso a educación superior –universitaria y FP superior-, a la que pasan, cada año, el 40% y la finalizan el 26%. El filtro es significativo ya que se queda atrás más de un tercio (14%) de los estudiantes superiores iniciales. Prosiguen hasta la titulación superior los alumnos más estudiosos y los que tienen mayor soporte económico para permanecer y prolongar los estudios sin excesivo ‘coste de oportunidad’ para ellos y sus familias. 

Sin embargo, en la Universidad es donde aparece la llamada ‘sobrecualificación’, como exceso de titulados superiores respecto de las ‘necesidades’ productivas y una oferta más reducida de empleo cualificado (22%). Oficialmente, la reducción de estudiantes universitarios es un objetivo secundario, particularmente a través de la selectividad en el acceso, que tiene poca legitimidad, y que supera  más del 85% de jóvenes presentados. Aunque el primer curso se convierte en otra nueva selectividad, reforzada ahora con los nuevos planes exigentes de mayor esfuerzo, continuidad presencial y disminución de la posibilidad de permanencia sin aprobar (3). Por otro lado, se produce una desvalorización de la titulación de diplomaturas y, comparativamente, más de las licenciaturas –ahora, el grado-. La consecuencia es que a gran parte de estudiantes universitarios con una parte o el total de la carrera completa se les fuerza a canalizar sus aspiraciones hacia un empleo semicualificado, al competir con desventaja por el empleo cualificado con los poseedores de títulos de posgrado –máster y doctor-. Las mayores probabilidades de tener que conformarse con un empleo de menor cualificación expresan mayores dificultades para aspirar a esas expectativas de movilidad ascendente, y generan frustración social y desmotivación hacia el esfuerzo por conseguir esa cualificación académica. Aquí vuelve a incidir el distinto  y menor coste de oportunidad para los sectores acomodados con mayor capacidad financiera. La otra opción aconsejada oficialmente es la de redoblar el esfuerzo educativo, al que se aprestan sectores con condiciones socioeconómicas, familiares  y relacionales más ventajosas. Esa ventaja externa se transforma en mayor desigualdad de oportunidades, ya que esos sectores acomodados pueden incrementar su inversión en educación, con menores costes relativos y, comparativamente, menor esfuerzo educativo individual. Al mismo tiempo, esa barrera selectiva les elimina, de la pugna competitiva por el acceso y pertenencia a las élites profesionales, a los individuos ilustrados de las clases trabajadoras –muchas veces con mayor mérito académico- con mayores dificultades para prolongar esos estudios y financiar su mayor coste. No obstante, esa parte de titulados de grado deben competir laboralmente con personas con la cualificación media, que en determinados oficios y profesiones pueden reunir mejores requisitos de ‘habilidades y competencias’, particularmente si se consigue una formación profesional y técnica superior más mejorada.

El tercer aspecto es la selectividad por arriba para el acceso a empleos cualificados –expertos, técnicos y profesionales- con la exigencia de  prolongación de estudios de posgrado y con garantías de ‘calidad’ y excelencia. Estos estudios son más selectivos económicamente ya que tienen un precio de matrícula mayor. Esa desventaja se acumula a la necesidad de invertir más cantidad de tiempo en educación –con el coste adicional de tener que vivir de forma más austera y aplazar ingresos salariales-. Las condiciones necesarias para ese cuarto nivel educativo –postgrado- se convierten en otra barrera selectiva. Esa dificultad se articula y afianza con la actual reforma universitaria, en la que se rebaja el valor del título de grado –respecto del anterior de licenciatura- y se abre una brecha mayor. En esa selección vuelve a tener un papel clave la capacidad financiera y el estatus económico de la familia y acentúa la desigualdad de oportunidades de los hijos de clases trabajadoras, obligadas, en todo caso, a realizar un gran esfuerzo individual y de inversión económica familiar, dado el escaso sistema de becas.  

Por tanto, más allá de la simple explicación del individualismo meritocrático, ese proceso de reformas está inmerso en la pugna de las clases medias y altas por aumentar sus mayores privilegios en el acceso a los empleos cualificados y a su pertenencia a las élites gestoras y profesionales. Su interpretación de la ‘calidad’ –selectiva- incorpora el deseo de una mayor desigualdad. Además, esa funcionalidad educativa se ve reforzada por la activación de su capital relacional en esos espacios educativos y su relación cotidiana con las élites profesionales de las empresas y, en menor medida, en la administración pública. En ésta –aparte de la tendencia hacia la subcontratación y privatización de servicios- todavía persiste el sistema de ‘oposición’ para el acceso y no tanto la ‘influencia relacional’ que sí sigue siendo clave para el posterior progreso profesional.  

En definitiva, bajo ese discurso aparentemente tecnocrático y neutral de la adecuación de la educación superior al empleo o la economía, se esconde una diferenciación social, con disminución de posibilidades de acceso a estudios de postgrado –y empleos cualificados- de las personas procedentes de las clases populares, con menores recursos económicos respecto de ese estatus socioeconómico y esa posición social superiores de las clases más acomodadas. Se produce más ‘desigualdad’ de oportunidades. Las opciones educativas superiores dependen más de las posibilidades de inversión individual y familiar a largo plazo, y como se ha explicado, la superioridad económica crea ventajas ‘inmerecidas’ individualmente. Lo fundamental para el logro o resultado educativo –de grado y, sobre todo, de postgrado- ya no es la ‘capacidad real’ de los individuos -su esfuerzo individual, inteligencia o motivación-, sino la capacidad socioeconómica desigual de su entorno familiar, su posición de clase superior. Se dificulta el desarrollo y la aportación de las capacidades reales y la excelencia académica de les jóvenes de clases populares, lo que debilita en su conjunto la cualificación y el cambio de modelo social y productivo. Es un factor que explica el malestar de amplios sectores estudiantiles, particularmente de los estratos socioeconómicos intermedios –del tercio inferior, prácticamente no llegan a la universidad-, con estos aspectos de la reforma universitaria que acompañan el llamado Plan Bolonia.

 2. Reformas educativas y empleo
 

La adecuación de la educación al empleo puede tener dos vertientes: 1) adecuación técnica / productiva, o 2) adaptación al modelo de empleo y relaciones laborales. Nos detenemos en este segundo plano: para la mayoría de la juventud, el actual mercado de trabajo impone una inserción a través de la precariedad laboral. Es un proceso de socialización no sólo ni principalmente en la formación y adecuación técnicas sino, sobre todo, en el aprendizaje de valores o la cultura ‘empresarial’, donde se incluyen la subordinación y la lealtad hacia la jerarquía de la empresa, la disponibilidad hacia un alto rendimiento productivo y el acatamiento a este modelo laboral flexible y barato. La escuela es un ámbito más ‘libre’ e igualitario’ que la empresa. La opción dominante no es introducir ese tipo de relaciones sociales en la empresa, sino lo contrario: incorporar en la escuela los valores empresariales, de productividad y jerarquía.

Por tanto, a la educación se le exige cambiar hacia un mayor ‘esfuerzo’, ‘excelencia’ y ‘mérito’. Son elementos tradicionales a cultivar en la escuela, siendo conscientes de los contextos socioeconómicos y relacionales y del objetivo igualitario. Pero el mundo empresarial los considera insuficientes para su aplicación en el ámbito productivo y las empresas deben cubrir parte de esa ‘socialización’ con procesos de transición prolongados e imperativos. La precariedad laboral sería el instrumento utilizado para fortalecer la posición de poder del empresario –y su línea jerárquica de dirección- e ‘imponer’ el aprendizaje de esas ‘habilidades’ relacionales y de actitud hacia el esfuerzo, el rendimiento y la subordinación jerárquica. Es cuando aparece el énfasis en la crítica al espíritu ‘indolente’ del estudiantado, como supuesta causa de esa distancia entre empresa y escuela, o bien se alude a la deficiente función meritocrática de una escuela ‘comprensiva’ y tolerante o al espíritu ‘social-liberal’ –o ácrata/pasota- dominante en los campus universitarios.

Esa realidad, el menor esfuerzo comparativo en el tiempo previsto de aprendizaje y la prolongación del tiempo de escolarización universitaria, existe. No obstante, un problema de fondo que ayuda a explicarla es la ausencia de motivación de alumnos (y profesores) por la desvalorización de los estudios y credenciales académicos y la falta de expectativas de empleo cualificado o semi-cualificado seguro y de calidad acorde con las titulaciones. La permanencia en ese ámbito del ‘campus’ tiene un componente defensivo y es utilizada por personas con recursos económicos suficientes, aunque sean escasos y se tengan que adaptar a un nivel de consumo limitado. Además, esa situación de limitado rendimiento escolar facilita el incremento de la actividad ‘relacional’ –una parte más participativa e igualitaria y otra más instrumental para su futuro laboral o personal-, combinado con cierta ‘experiencia’ más ‘libre’, en el ámbito del ocio o en el de la actividad asociativa y cultural. Pero esas capacidades ‘relacionales’ y ‘experienciales’ pueden ser ambivalentes respecto de la exigencia de competencias y habilidades requeridas para la carrera académica y laboral. Por ello, la reforma universitaria impone una orientación más definida y con mayores esfuerzos del contenido de la ‘excelencia’ académica y de unas ‘prácticas’ y ‘actividades relacionales’ más acordes con las demandas empresariales.

Los objetivos educativos europeos, para el año 2010, son: 1) eliminar el fracaso escolar y dejar el abandono escolar temprano -sólo con ESO- en el 10%; 2) paralelamente, generalizar el nivel formativo en enseñanzas medias postobligatorias o etapa superior hasta el 85%. La conquista de estos objetivos europeos supondría para España reducir drásticamente el fracaso escolar –unos 20 puntos- e incrementar sustancialmente ese nivel de enseñanzas medias –unos 24 puntos-.  Mientras tanto, el actual promedio en la UE-15 es el 75% y en la UE-27 el 78%, ésta con sólo un 15% de abandono prematuro. Por consiguiente, sólo tienen necesidad de incrementar sus porcentajes en 15 y 12 puntos, respectivamente, para alcanzar ese objetivo europeo de enseñanzas medias, y de reducir sólo 5 puntos su porcentaje de fracaso escolar. España parte, en el año 2007, con un 61,1% de jóvenes -63% autóctonos y 47,3% inmigrantes- con esos estudios medios postobligatorios, es decir, a 24 puntos de ese objetivo europeo. Además, la tendencia ha sido descendente en estos años, ya que la media en el año 2000 era del 66%. Se han establecido objetivos oficiales más modestos para esas enseñanzas medias: 74% para el año 2008, y 80% para el año 2010 -Plan Nacional de Reformas-; pero siguen sin cumplirse. En consecuencia, persiste un gran atraso respecto de la superación de ese abandono escolar prematuro, y a un año vista ambos objetivos –eliminar el fracaso escolar dejando un 10% sólo con la ESO y garantizar el 85% de enseñanzas medias postobligatorias-, con los actuales mecanismos, son irrealizables para España. Conseguir esas medias europeas exige una estrategia firme y persistente, con unos mayores recursos que están lejos de concretarse. Ese incremento educativo general es imprescindible, aparte de por motivos de justicia social, para aumentar la productividad del empleo poco cualificado y semicualificado, dominante en la economía española (68%). Además, hay que tener en cuenta que hoy un 40% accede a estudios superiores, es decir, el bloque que sólo se queda con esos estudios medios no llega a un tercio.

No obstante, en el empleo semicualificado existe diversidad de trayectorias laborales, seguridad del empleo y condiciones de trabajo. Esa desigualdad de oportunidades laborales no obedece, fundamentalmente, al nivel de cualificación del puesto de trabajo sino a las características productivas e institucionales de las empresas y sectores con un porcentaje alto de temporalidad, flexibilidad y rotación. Ello supone desvalorización de las competencias técnicas y exige a los individuos esfuerzos adicionales en conseguir más capacidades académicas y ‘habilidades organizacionales y productivas’. Por consiguiente, es imprescindible aumentar ese nivel general, fijar la orientación respecto de la evolución de la demanda de ese empleo y asegurar la igualdad y calidad de esas enseñanzas medias: FP y bachillerato (y 1º de universidad), pero, sobre todo, la ‘calidad’ de ese empleo semicualificado.

Por otro lado, como se ha explicado, del 40% que inicia estudios superiores (29% universitarios y 11% de FP superior), sólo los finalizan el 26%, quedándose atrás un 14%, más de un tercio de los iniciales. Las recomendaciones institucionales (CES-2009) son aumentar las tasas brutas de graduación, las tasas de rendimiento bruto y las tasas de éxito académico (4). Ello supone mantener ese nivel de títulos de grado en torno al 25%, acortando el tiempo de estancia en la universidad y seleccionando más rápidamente a los estudiantes con permanencia y sin éxito académico, es decir, reducir ese 14% de fracaso universitario, expulsándolos antes de la Universidad.

La referencia respecto de la estructura educativa sería la siguiente: el 25% culmina la educación superior, de ellos una pequeña parte –en torno al 5%- con el cuarto nivel de postgrado, que constituyen los auténticos aspirantes al acceso a las élites gestoras y profesionales; 65% con enseñanzas medias, y 10% sólo con ESO y sin fracaso escolar. Es una estructura educativa que está cerca de la estructura de cualificación del empleo, con algo más de oferta educativa superior que demanda de empleo cualificado, funcional para que haya una mínima competencia y selección.

Ya se ha mencionado el objetivo oficial de incremento educativo para eliminar el fracaso escolar y reducir el abandono escolar prematuro, generalizando las enseñanzas medias post-obligatorias. Se trata de mejorar la productividad de la fuerza de trabajo semicualificada y ajustar las expectativas de la mayoría hacia la amplia zona intermedia del empleo semicualificado o poco cualificado. Esa mayor educación es positiva y encaja con la idea de mejores capacidades formativas de las clases trabajadoras. Sin embargo, también aparece otro aspecto más problemático, ya mencionado, que se refleja en la ambivalencia de las reformas universitarias: el reajuste vertical ‘descendente’ de expectativas y trayectorias para acceder a títulos universitarios, la desvalorización de las titulaciones superiores y el incremento selectivo en los estudios de grado y, sobre todo, en los estudios de postgrado. La configuración de estos últimos, con mayores precios y costes de oportunidad, refuerza la brecha con los títulos de grado, más devaluados.

En consecuencia, es difícil el consenso social y se establece una pugna por la legitimación en ese reajuste vertical, ‘descendente’ para unos y ‘ascendente’ para otros. Por una parte, puede ser apoyado por clases medias y altas, con mayores recursos para invertir en credenciales académicas y junto con mayor capital relacional adicional les permite estar en mejor posición para alcanzar el empleo cualificado y competir con las élites europeas globalizadas. Por otro lado, se ve con reticencias por sectores procedentes de capas trabajadoras que ven dificultades adicionales para conseguir unas transiciones laborales rápidas o en aproximación sucesiva al empleo de calidad y seguro. Refleja una conciencia del componente injusto y desigual de algunas medidas adoptadas.

Por otro lado, la reforma universitaria en España, amparada en el Plan Bolonia, tiene un carácter ambivalente. Existen tres tipos de componentes. 1) Positivos: homologación europea de títulos; desarrollo de prácticas, movilidad. 2) Neutros o ambivalentes con elementos mixtos: racionalización de la oferta; mejora del rendimiento. 3) Negativos: mayor proceso selectivo, particularmente en el cuarto nivel educativo (postgrado); mayor peso ‘mercantil’ –precios- e influencia empresarial. La versión oficial del Gobierno y la de la mayoría de instituciones económicas y académicas hacen hincapié en los primeros, tienden a justificar los segundos e infravaloran los terceros. Tampoco es justa la posición contraria de ver sólo lo negativo. Desde esa mirada más multilateral, en otro artículo titulado “La ambivalencia de la reforma universitaria” se analiza la complejidad de los aspectos problemáticos, particularmente, del ‘rendimiento’ y cómo afectan al hilo conductor de este texto: la diferenciación social o (des)igualdad de oportunidades.


 3. La educación,  fundamental para salir de la crisis actual 

La educación es clave para incrementar las capacidades personales, garantizar mayor igualdad de oportunidades y facilitar la participación cívica. En términos económicos se habla de ‘capital humano’ en la medida que capacita mejor a las personas para desarrollar sus trayectorias laborales y profesionales. Junto con otras inversiones –como la sanidad- suponen una mejora de la fuerza de trabajo, un aumento de su productividad. La enseñanza es fundamental para avanzar en los dos procesos: económico-laboral y cívico.

En relación con la educación y su vinculación con el mercado de trabajo se han explicado varios problemas. Uno, en España es muy escaso el empleo cualificado –apenas supera el 22%-. Predomina el empleo semi-cualificado y poco cualificado (68%) -el 10% restante es empleo sin cualificación-. Estos datos son de los peores de la Unión Europea. Respecto del volumen del empleo cualificado se dice que hay un ‘exceso’ de personas cualificadas –el 26% de personas entre 24 y 35 años tienen una cualificación de nivel superior-. Pero el auténtico problema es que la oferta de empleo cualificado es escasa. Y, por tanto, la competencia para conseguirlo es grande, por lo que los sectores con más disponibilidad económica pretenden hacer prevalecer sus privilegios poniendo más barreras de acceso de tipo económico, particularmente a los estudios posgrado. La cuestión no es reducir las posibilidades de cualificación académica, y hacerla más selectiva para una minoría y de peor calidad para la mayoría. La expansión universitaria se ha producido más por el acceso de la población femenina de clase media que por la incorporación de chicos y chicas de las clases populares -algo que también se ha conseguido, si bien de forma selectiva y con mayores esfuerzos-. Por tanto, persiste el problema de la desigualdad en la culminación de estudios superiores y el riesgo de que el empleo cualificado se restringa, sobre todo, para miembros de las clases medias y altas, despreciando las potencialidades y méritos de los jóvenes con menos recursos económicos. Estas barreras más selectivas constituyen uno de los temores de fondo derivados de la actual reforma universitaria. Por tanto, aparte de otros objetivos, como la homologación europea de los estudios, el tema central es combinar la excelencia y la igualdad en los estudios superiores y el acceso al empleo cualificado.

Otro problema analizado es el relativo a los niveles de estudios básicos, y afecta más a las clases desfavorecidas. Tenemos un 30% de fracaso escolar, uno de los mayores de la OCDE. Es un grave problema para la inserción laboral de esos jóvenes, como mínimo a ese amplio campo de empleo semi-cualificado. También es una situación que dificulta la integración social –una parte significativa es de origen inmigrante-, bloquea las trayectorias laborales ascendentes y consolida bloqueos persistentes en sucesivas generaciones. Todo ello lleva al enquistamiento de las brechas sociales y anula las expectativas de lograr una vida digna de casi un tercio de jóvenes con dinámicas más subordinadas, reproducidas en su vida adulta y con un futuro más incierto.

El incremento de la cualificación general es beneficioso para la ciudadanía y también es una necesidad económica, porque es imprescindible para aumentar la productividad de todos los empleos, no sólo los cualificados. Por otro lado, la productividad depende también de otros factores –tecnológicos, organización del trabajo...- y no conviene sobrevalorar la influencia de la educación. Para salir de la crisis y cambiar el modelo productivo son necesarias profundas transformaciones y no todo lo puede resolver el sistema educativo. Son claves una mayor justicia distributiva e igualdad en las posiciones de poder, y la no discriminación y la valoración del mérito y la capacidad personal frente a los privilegios socioeconómicos. Por último, hay que aludir a que la exigencia de un empleo de calidad es al margen de que éste sea cualificado. Es decir, los empleos poco cualificados también deben ser seguros y con condiciones laborales y salariales justas.

Por consiguiente, por un lado, frente a las tendencias jerarquizadoras de los sectores con mayores recursos económicos, el sistema educativo debe dar más posibilidades de promoción cultural y ascenso social a las clases trabajadoras y, al mismo tiempo, la tarea socioeconómica es ampliar el empleo cualificado. Por otro lado, la tarea del propio sistema educativo es más específica: eliminar el fracaso escolar y el abandono prematuro de la escuela, mejorar la formación profesional y fortalecer la acción positiva y compensadora para hacer frente a las desigualdades derivadas del origen social y el estatus socioeconómico. Para ello se necesita un cambio de las políticas educativas y mayores recursos. En su conjunto supone un compromiso social por mejorar la calidad y la igualdad de la enseñanza y las condiciones del profesorado.


 4. Tendencias y dilemas de la escuela (5)

Existe un problema global: la disociación de escuela y empleo. Pero esta separación exige una clarificación. Primero, frente a la tendencia al aumento educativo, la innovación tecnológica y el desarrollo económico no conlleva necesariamente tareas productivas más complejas y empleos de mayor formación y cualificación. Segundo, ante el desajuste oferta de empleo / demanda educativa, se da la realidad de que muchos puestos de trabajo similares se realizan por personas con formación escolar diferente. Tercero, los cambios productivos durante toda la vida laboral dejan obsoletos gran parte de los conocimientos adquiridos en la escuela, y tiene mayor relevancia la capacidad para seguir aprendiendo y la formación continua. Cuarto, el origen social -clase, género y etnia- y no la capacidad académica y personal siguen condicionando el acceso a ciertos niveles –superiores- de la estructura ocupacional; ello conlleva la infravaloración de las credenciales del conocimiento experto –capital humano- y la sobrevaloración de la ‘capacidad relacional’ o favoritismo para unos puestos y la ‘discriminación’ para otros según la posición –capital- social.

Respecto de la función de distribución de posiciones sociales se señalan las principales conclusiones. La educación tiene un papel importante en la selección y distribución de la población en la estructura social. Conserva una mayor legitimación para esa función distributiva que otros mecanismos -propiedad, familia, sexo, raza, origen étnico-. En la sociedad el criterio del ‘mérito’ es considerado más justo ya que facilita mayor igualdad de oportunidades. No obstante, la distribución se realiza, sobre todo, en el plano ‘horizontal’, de adecuación a la división del trabajo, y hay mayor dificultad para ‘mejorar en la estratificación social’. La escuela, por tanto, suele esconder las desigualdades del punto de partida y esas desventajas sociales operan para reproducir un acceso desigual en la estructura social. La escuela es menos desigual que la realidad inter-familiar o socioeconómica, pero tiene unos efectos limitados en el cambio de posiciones sociales. Por consiguiente, tiene un carácter doble: 1) Papel ‘reproductor’, para asegurar que esa desigualdad social sea percibida, asumida e interiorizada como un hecho ‘natural’. 2) Papel de ‘cambio’: modificar esa desigualdad originaria para que realmente los más desfavorecidos tengan las mismas oportunidades que los jóvenes de grupos dominantes. Así, la escuela promueve una sociedad menos desigual, pero con una relativa impotencia si no se acompaña fuera, en la sociedad, ese impulso más igualitario. Las posiciones sociales mejores se adjudican al margen de la meritocracia escolar. Por méritos académicos sólo unos pocos consiguen la pertenencia a las élites económicas y profesionales, justo los necesarios para legitimar ese carácter meritocrático. El sistema educativo también está segmentado con existencia de diferentes redes escolares -pública / privada- e itinerarios formativos -desigualdad de tiempo, FP / Bachillerato- como ‘adaptación’ a esa desigualdad distributiva en las posiciones sociales.

Las tendencias y los dilemas fundamentales de la escuela son los siguientes. Persisten las desigualdades de clase social. La diferencia principal es que se producen a edad más avanzada que antes, creando un ‘tiempo’ de experiencia más igualitaria con mayores ‘expectativas’ de cambio y movilidad social. No obstante, ante la persistencia de las desigualdades externas –económicas, socioculturales y del mercado de trabajo- existe una incompatibilidad básica entre el relativo igualitarismo en la escuela –evolucionada desde la estricta disciplina anterior- y la desigualdad y jerarquía en la empresa, en la economía. El choque es especial en las mujeres jóvenes: 1) mayor experiencia igualitaria en la escuela y de sus expectativas de movilidad social ascendente, con un avance sustancial en las dos últimas décadas de nivel educativo e incorporación al empleo, y 2) persistencia de la discriminación laboral. Desde el ámbito empresarial se critica que la escuela –particularmente la ‘comprehensiva’- no prepara suficientemente para los valores empresariales de jerarquía, productividad y subordinación. Esa característica, de unas relaciones más iguales y más libres de la escuela respecto del mundo empresarial y económico, sería vista como contraproducente para el buen aprendizaje laboral y profesional, para adquirir las ‘habilidades’ y la ‘cultura’ de la empresa, más instrumentales y subordinadas a la jerarquía y el beneficio. La retórica de la autonomía y capacidad innovadora y de iniciativa está dependiente de esa eficiencia productiva o, bien, sólo es relevante para las élites cualificadas y siempre con un control estricto de su rendimiento, aunque más indirecto. En ese sentido, la función de la distribución de posiciones sociales y la adaptación a los valores –habilidades- jerárquicos y de rendimiento se traspasa al mundo empresarial, que aumenta sus competencias selectivas respecto de la escuela o su mayor presencia en el sistema educativo, particularmente, el universitario.

Por otra parte, la educación es cada vez más importante pero los esfuerzos educativos exigidos son superiores para el logro de los mismos puestos de trabajo, ya que los títulos inferiores se devalúan. Por consiguiente, se produce un ‘aplazamiento’ y un mayor choque en los procesos de inserción laboral ya que junto con mayor cualificación académica persiste la segmentación del empleo. Se mantienen -o aumentan- los puestos no cualificados y semi-cualificados, la precariedad laboral –temporalidad y paro- y los procesos de subordinación, jerarquía, control y disciplinamiento en las empresas. Los empleos cualificados, el mercado de trabajo primario, son minoría. En consecuencia, se refuerza la frustración de expectativas de movilidad social ascendente y de mayor igualdad en las clases trabajadoras, con algunas consecuencias de rechazo al esfuerzo educativo y/o adaptación a un mayor sobreesfuerzo. Las clases medias y altas prolongan estudios -con mayor soporte familiar y menor esfuerzo individual- y pugnan por seleccionar los mejores empleos.

Ante esas tendencias en la relación empleo / escuela se produce el dilema entre: 1) traslado al mundo económico y empresarial de los limitados cambios igualitarios de la escuela -con conflictos sociales más globales-, y 2) retroceso en el mundo educativo hacia la desigualdad con imposición de mayor jerarquía y selección. O bien, 3) tensión y equilibrio entre las dos dinámicas con mayor división de funciones: a) en la escuela relativa igualdad hasta una edad y nivel educativo más alto –generalización de las enseñanzas medias postobligatorias- pero con mayor selectividad en los niveles superiores y de postgrado –Bolonia-, y b) en el mundo empresarial procesos de inserción laboral y profesional más jerárquicos y prolongados.

5. Superar la desigualdad de oportunidades

La conclusión general es que existe un deterioro de la igualdad de oportunidades en la enseñanza, aspecto que se explica seguidamente. Respecto de la enseñanza superior, entre mitad de los años noventa y de esta primera década de siglo, se ha producido un avance sustancial en las tasas brutas de población graduada en estudios superiores, sobre todo, en licenciaturas y diplomaturas y menos en técnicos superiores, hasta llegar a la mitad de la población joven, porcentaje similar a los países europeos más avanzados. Al mismo tiempo, se ha incrementado la participación femenina en los estudios superiores ampliando su ventaja relativa con los varones, aunque persisten diferencias significativas en las carreras de ciencias e ingenierías (6), más elitistas. No obstante, se mantienen o se reducen ligeramente las posibilidades de acceso a la universidad, y persisten las desigualdades de oportunidades de los alumnos –varones y mujeres- con menor estatus socioeconómico y cultural de su familia. En relación con la enseñanza no universitaria se ha reflejado la persistencia del fracaso escolar y el abandono escolar prematuro y su relación con el estatus social menor de sus familias, así como el importante déficit en graduados en enseñanzas medias post-obligatorias o de segunda etapa.

En términos gráficos, por los tres niveles educativos, el tercio inferior se estanca y han aumentado su nivel educativo los otros dos tercios: en el tercio intermedio se generalizan los estudios medios post-obligatorios y se accede a los estudios superiores –de primer ciclo y formación profesional superior-, y en el tercer tercio se consolidan los estudios universitarios –licenciaturas- y una parte elitista prolongan los de postgrado. Hay un mayor nivel educativo general, comparativamente muy superior a la anterior generación, y eso supone una mayor capacidad personal y de integración social, y la ampliación de las posibilidades de ascenso laboral. En los trece años de expansión del empleo (1995-2007) la inserción laboral ha sido rápida, mayoritariamente en empleo precario, aunque la mayor educación proporcionaba la posibilidad de una trayectoria laboral de ‘aproximación sucesiva’ hacia un empleo más cualificado y seguro. No obstante, antes de la actual crisis económica y del empleo, ese modelo ya tenía grandes problemas: Por arriba, no había suficiente empleo cualificado para la amplia oferta de educación superior; por abajo, el estancamiento y la amplitud del fracaso escolar y el abandono escolar prematuro no impedían la inserción laboral en el masivo empleo poco cualificado y precario y en esa década larga se reproducía su situación de subordinación –aunque suponía y era percibida como movilidad ascendente, particularmente, por los inmigrantes-; y por el medio, la educación media era concebida como transición a la superior y no se ajustaba al empleo semi-cualificado mayoritario. Las distancias –la desigualdad de oportunidades- entre los tres bloques de jóvenes no disminuyen sino que se acrecientan. Con la actual crisis productiva y del empleo se agravan los problemas de inserción laboral, las opciones se restringen y la pugna competitiva se acrecienta. La educación vuelve a tener un papel clave pero defensiva: ya no garantiza una mejor posición social y laboral, sino evitar caer en una situación peor.

En esa nueva situación se puede reforzar la pugna competitiva: las clases medias y acomodadas, con mayor capacidad socioeconómica, invierten más en el capital humano, relacional y simbólico de sus hijos, para asegurarse una situación de privilegio respecto del mejor empleo y una posición social ventajosa; las expectativas del tercio inferior, capas trabajadoras precarias, con el gran crecimiento del desempleo, se frustran y la opción de una mayor educación –la ESO- proporciona pocas mejoras de oportunidades, abriéndose la brecha social y los conflictos entre sectores bajos; en el sector intermedio, capas trabajadoras estables e integradas, que había experimentado una gran ascenso educativo y de inserción laboral, se genera la incertidumbre y la fragmentación de tendencias,  con miedo al descenso comparativo respecto del tercio superior y acercamiento al inferior, exigencia de sobreesfuerzo educativo, mayor subordinación y productividad en el ámbito laboral con prolongación en la precariedad laboral –temporalidad, paro-.

Esas condiciones y experiencias generales de movilidad educativa ascendente, desde el punto de vista generacional, tiene un reflejo diferente en distintos segmentos sociales. La integración escolar del sector de origen inmigrante –y de capas bajas- suponía una mejora respecto de su país de origen, y proporcionaba una expectativa de integración social y laboral en este país mejor que la de sus padres; esa tendencia se bloquea tanto por la persistencia del fracaso escolar como del desempleo. Las jóvenes –de clase media y clase trabajadora- con un gran avance educativo y de experiencia igualitaria se enfrentan a la discriminación en el empleo y la desigualdad de oportunidades laborales; la experiencia igualitaria en el ámbito de la enseñanza no se traslada sino, quizá, lo contrario, al ámbito empresarial. La lógica de trasladar a la empresa y la economía los valores de la enseñanza –igualdad, meritocracia- se bloquea y choca con la tendencia contraria de ‘adecuar la escuela a la necesidad empresarial’. Por último, el sector más elitista de las clases acomodadas, que habían visto a esos sectores intermedios acercarse y ampliar la competencia por el empleo cualificado, se aprestan a dar otro empuje educativo diferenciador para preservar y aumentar sus privilegios; pero no tanto a través del esfuerzo meritocrático, cuanto por las barreras selectivas favorecidas por su mayor estatus socioeconómico en una enseñanza superior más mercantilizada; ello supone incrementar su inversión financiera y la separación relacional y simbólica, es decir, mayor selectividad económica y elitismo para el acceso a los postgrados en universidades públicas y con el desarrollo de las universidades privadas.

Por consiguiente, en los últimos años se percibe un deterioro de la igualdad en el sistema educativo y, ahora, con la crisis del empleo se acrecientan sus consecuencias negativas para la cohesión social. Se profundiza la tendencia a la diferenciación, segregación y selectividad, que influye en varios planos y ámbitos: 1) en las clases desfavorecidas –gran parte inmigrante- con un alto fracaso escolar –de los mayores de la UE-27-; 2) la segmentación entre las clases populares y las clases acomodadas a través de la doble red educativa –pública y privada-, con la consolidación de la tendencia hacia la privada del sector intermedio de las grandes ciudades; 3) la diferenciación entre las clases trabajadoras y las clases medias-altas con una mayor selectividad para la terminar la educación superior y, sobre todo, el postgrado, posición que corresponde al deseo de estas últimas de mantener sus distancias y privilegios. Además, esa desigualdad se incrementa y agrava ya que, por un lado, en el extremo del tercio inferior persiste el estancamiento del fracaso escolar con ausencia de expectativas laborales seguras y ascendentes y, por otro lado, se ha producido un evidente ensanchamiento e incremento educativo del tercio superior que pugna por el empleo de calidad.

Por otra parte, se refuerza la orientación hacia la mayoría de jóvenes de clases trabajadoras para que rebajen sus expectativas y se queden en la FP y la enseñanza media post-obligatoria. La cuestión central, en España, es que ese nivel educativo medio hoy todavía ofrece una desventaja competitiva por los mejores empleos, y para que sea atractivo es necesaria una gran apuesta por su mayor calidad y reconocimiento para garantizar una transición rápida y segura a un empleo semicualificado seguro y de calidad. La tendencia mayoritaria, no obstante, es el acceso a estudios universitarios como vía para perseguir de forma más competitiva un empleo cualificado. Y es cuando aparece el problema comentado de la ‘sobrecualificación’, con nuevas medidas para reordenar la oferta universitaria y dificultades selectivas para la culminación de estudios de grado y, sobre todo, para la prolongación de estudios de postgrado.

Las respuestas meritocráticas, que hacen depender el ascenso social, exclusivamente, del esfuerzo individual en las trayectorias académicas y luego laborales, esconden o infravaloran el tipo de apuestas políticas e institucionales imprescindibles para reequilibrar las desigualdades externas y garantizar la igualdad de oportunidades. El simple incremento de la educación o de su calidad, en abstracto, tampoco es suficiente para definir la orientación social de las reformas. Igualmente, no es conveniente la inestabilidad que produce continuadas reformas educativas y es positivo un acuerdo amplio en su impulso y vigencia. Además, la institución escolar, independientemente de cada medida adoptada, tiene un profesorado y una inercia que necesita estímulos, motivaciones y participación para cambiar y mejorar su papel. A veces, en el mismo contexto escolar y socioeconómico de los alumnos, distintos profesores promueven resultados diferentes entre su alumnado. Por tanto, para elevar las capacidades educativas es fundamental la calidad del profesorado, su formación continua y el apoyo de especialistas para problemas complejos -de atención a la diversidad, apoyo a personas con dificultades pedagógicas, de tratamiento social y regulación de conflictos, psicopedagógicos, de prevención, organización y planificación escolar, etc.-.


 6. Igualdad, libertad y mérito

El aspecto principal de la educación es la orientación política e ideológica de las medidas y reformas aplicadas, las características institucionales del sistema educativo, así como las estrategias de los agentes educativos y, particularmente, del sindicalismo (7). Todo ello constituye sus componentes internos a relacionar con los externos, la sociedad, la economía, el tipo de Estado. Existen muchos elementos y objetivos comunes entre las diferentes opciones políticas, pero también una pugna entre varios modelos educativos con el énfasis bien en la mayor igualdad de oportunidades o bien en la adaptación a la economía y la segmentación del mercado de trabajo. Hay un equilibrio frágil o, lo que es lo mismo, una dificultad para un consenso fuerte sobre las prioridades educativas, el correspondiente esfuerzo de gasto público –en la red pública- y, más allá, la transformación de la segmentación del mercado de trabajo y la fuerte desigualdad de las posiciones sociales. A veces, se ha simplificado el debate entre 1) equidad o igualdad de oportunidades y 2) el mérito o esfuerzo. Lo primero se ha identificado con la izquierda y lo segundo con la derecha. Las clases acomodadas tienden a desconsiderar sus privilegios socioeconómicos, familiares y culturales en el punto de partida y asocian, exclusivamente, sus resultados académicos a sus méritos individuales. Las clases subordinadas, para conseguir similares resultados con esas desventajas de origen y condición, deben realizar esfuerzos suplementarios no siempre reconocidos. Ello les puede generar frustración por la dificultad de modificación de su posición social y llevarles a la infravaloración del esfuerzo. Mérito e igualdad son esenciales y hay que interpretarlos y combinarlos adecuadamente.

Al mismo tiempo, la cultura meritocrática también está contestada por la amplia práctica social de la ‘influencia’ relacional o socioeconómica de cada una de sus redes familiares y sociales. Junto con la amplia cultura del ocio y el ‘mínimo esfuerzo’, hace poco operativo, particularmente entre las clases acomodadas, el ‘esfuerzo académico individual’ como garantía para defender su estatus social. La respuesta no está en un punto intermedio entre ambos criterios. La meritocracia es un poderoso elemento de legitimación de las desigualdades. Tiene justificación si efectivamente se demostrase que sólo se producían debido al diferente esfuerzo individual en semejantes condiciones de partida y de forma proporcional. Pero esas condiciones desiguales de origen socioeconómico y cultural persisten, cuando no se ensanchan, siguen condicionando toda la senda educativa y promueven desiguales resultados académicos. Visto de otro modo: similares credenciales académicas pueden significar esfuerzos individuales muy desiguales para conseguirlos. Valorado el resultado educativo por esa credencial –capital humano- también se infravalora el mérito individual o bien las capacidades y habilidades superiores adquiridas por los alumnos que partiendo de una desventaja inicial la han superado, han vencido ese factor discriminatorio y se han colocado al mismo nivel de otros alumnos con condiciones externas más favorables.

El derecho de la ‘familia’ o la libertad de los padres, para apoyar a sus hijos y conseguir la mejor educación para ellos, esconden la pluralidad y la desigualdad existentes entre las diferentes familias –en plural-. Unas pueden invertir en sus hijos más que otras por una mayor capacidad económica, cultural y relacional –respecto de las posiciones de poder-. Esa amplia legitimación de la familia como instrumento de apoyo y solidaridad intergeneracional obscurece la reproducción y transmisión de la desigualdad de las mismas. Es clave el patrimonio y la herencia y, sobre todo, la tenaz y planificada estrategia familiar y de sus redes sociales por el mayor nivel educativo y, particularmente, la mejor posición relacional y simbólica de sus hijos. La implicación de los padres en la educación de sus hijos es fundamental. Pero el problema de la segmentación y desigualdad socioeconómica y cultural vuelve a aparecer con las distintas posibilidades y oportunidades de unos y otros. Esa lógica tiende a reforzar la ‘libertad de los padres’ en la elección de trayectorias e instituciones educativas para sus hijos. Pero entra en conflicto con la auténtica igualdad de oportunidades de las distintas familias y sus descendientes ya que son desiguales. La exigencia de mayor implicación de los padres tiene distinta operatividad. Las clases más acomodadas e ilustradas lo hacen y con menos esfuerzo relativo tratan de poner a sus hijos en mejor posición competitiva. En las clases subordinadas y menos ilustradas esa demanda de mayor implicación en el apoyo a sus hijos se transforma bien en un esfuerzo adicional, comparativamente muy superior, o bien con sus limitados recursos económicos, culturales y relacionales, junto con una dedicación o esfuerzo similar los logros educativos de sus hijos, sólo les permiten mantener las distancias educativas y no descolgarse demasiado. Esa referencia del derecho de la familia y de su implicación tiene concreciones distintas y tiende a legitimar la reproducción de desigualdades. El diferente apoyo familiar se interpreta como una opción libre de cada familia, cuando, la mayoría de las veces, está condicionado por esa desigualdad de condiciones sociales y culturales. Por tanto, es el sistema educativo y su tratamiento igualitario y compensador, el factor clave como terreno más favorable de equidad sobre el que fortalecer y madurar los méritos y capacidades individuales.

 

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(1) Este informe es un extracto de los dos últimos capítulos del libro titulado La educación ante la crisis, Madrid: Fundación 1º de Mayo.

(2) En el Informe del CES (2009: 233) se da prioridad a la ‘calidad’ en el incremento del esfuerzo inversor; así se señala: “La mejora de la calidad educativa implica aumentar el esfuerzo inversor en educación... Al mismo tiempo, se ha de aumentar la eficiencia del gasto en educación, orientándolo hacia la mejora de los aspectos más directamente relacionados con la calidad. Insistiendo, al mismo tiempo, en reforzar la equidad mediante la compensación de las desigualdades sociales de los colectivos menos desfavorecidos”.

(3) En las nuevas condiciones a partir de este curso 2009/2010 el máximo de matrículas por asignatura es de dos -antes de tres-, pero ahora se contabilizan todas las convocatorias aunque los alumnos no se presenten a examen, cosa que antes no ocurría. Además, el incremento del coste de las matrículas para los nuevos grados llega hasta el 20%.

(4) La tasa bruta de graduación es la proporción de alumnos que se gradúa en el tiempo prescrito. Las tasas ‘brutas’ de graduación son, según la OCDE, para el año 2006, el 33% -18 puntos las diplomaturas y 14 las licenciaturas-. Según la Fundación Conocimiento y Desarrollo –Informe 2007- la tasa bruta de graduación en el curso 2003/04 fue el 26,4% en las diplomaturas y el 20,8% en las licenciaturas -hay una diferencia de unos 10 puntos, respecto 2006-. Este último informe especifica la tasa bruta de graduación por ramas y existen grandes diferencias: las mayores tasas se dan en Ciencias de la Salud, las menores en Enseñanzas técnicas, e intermedias el resto –Humanidades, Sociales y Jurídicas y Experimentales- (CES, 2009: 128).

(5) Este texto tiene un carácter, fundamentalmente, analítico e interpretativo, y se ha centrado en la valoración de las diversas reformas educativas y las grandes opciones y tendencias de la educación, apuntando la orientación de las políticas educativas. No obstante, en estas conclusiones no ha querido ser, deliberadamente, ‘propositivo’ con un catálogo de medidas concretas. Éstas deben tratarse por los diversos agentes educativos y, en particular, por los sindicatos. Por tanto, estas conclusiones expresan la interpretación de conjunto de las tendencias y políticas educativas existentes y la orientación general sobre la importancia de la igualdad de oportunidades para enmarcar las medidas  más específicas.

(6) El porcentaje de mujeres ‘licenciadas’ –año 2006- es muy desigual según las carreras: están infra-representadas en el bloque de Ciencias, Matemáticas e Informática (36%), e Ingenierías y Arquitectura (26,3); están ligeramente por encima de la media de su representación global en Ciencias Sociales (58,7%) y Humanidades y Artes (62,3%), y son ampliamente mayoritarias en Educación (82,5%) y Salud y Servicios Sociales (79%). Fuente: INE-2009.

(7) Las estrategias sindicales en estas décadas y las relaciones de sindicatos y jóvenes, con sus procesos específicos de inserción laboral, se han explicado en Antón, A. (2006): El devenir del sindicalismo y la cuestión juvenil, Madrid, Talasa.