Antonio Cano Orellana

Espacio urbano: usos y conflictos
(Página Abierta, 188-189, enero-febrero de 2008)

            Lo que sigue es la intervención de Antonio Cano Orellana, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla, en una de las sesiones de las VII Jornadas de Pensamiento Crítico, titulada “Espacio urbano: usos y conflictos”.
            En su novela City, Alessandro Barico nos advierte de que se puede vivir sin relojes, aunque es más complicado vivir sin destino. El futuro no está escrito, es una página abierta que hay que ir rellenando cada día. Nuestras acciones, nuestro pensamiento, irán dando forma a las palabras que sustanciarán su contenido.
            Vamos a dedicar unos minutos a reflexionar sobre una realidad con la que convivimos cada día, y, sin embargo, en muchos aspectos nos resulta extraña. Formamos parte de ella, pero permanece, casi siempre, ajena. Ejerce una influencia importante sobre nuestra existencia, al tiempo que la diseñamos, que le damos forma. Es la realidad cotidiana de la ciudad donde habitamos, donde adquirimos nuestras experiencias individuales y sociales, donde nos enfrentamos a la vida, donde, junto a otros, compartimos un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, imágenes, olores, sonidos...
            La película, recientemente llevada a la pantalla, Crash (de Paul Haggis) comienza con el siguiente diálogo:
– Es la sensación de contacto.
– ¿Qué?
– En cualquier ciudad por donde caminas, comprendes, pasas muy cerca de la gente y…ésta tropieza contigo. En Los Ángeles, nadie te toca. Estamos siempre tras este metal y cristal. Y añoramos tanto ese contacto, que chocamos contra otros, sólo para poder sentir algo.
            Es una película más, ambientada, así como tantas otras películas, novelas y ensayos, en la ciudad de Los Ángeles. Un conglomerado urbano que se ha presentado tradicionalmente como el prototipo de “no lugar” –utilizando la expresión de Marc Augé–, un espacio inhóspito, imposible para la vida en sociedad. La ciudad de Los Ángeles ha sido, y sigue siendo, lugar común de las posiciones más críticas hacia los grandes asentamientos humanos actuales. Es el principal referente de quienes conciben las realidades urbanas, las ciudades, enfrentadas, en oposición, a los individuos que las habitan. Otorgando, de manera inconsciente, a las ciudades una capacidad para regirse por sí mismas, al margen de la voluntad y el deseo de las personas.
            Desde mi punto de vista, sin olvidar los extraordinarios problemas sociales y ambientales asociados a las dinámicas por las que transitan las grandes aglomeraciones urbanas actuales, las realidades urbanas presentan, como la propia vida, una considerable ambivalencia.
            En la ciudad se dan cita las oportunidades, la libertad, las sensaciones, la pluralidad... y, al mismo tiempo, la exclusión social, el anonimato, la deshumanización, la pérdida de identidad, de arraigo. En ella están presentes diferentes instancias, distintas culturas, identidades, intereses económicos, políticos, técnicos..., que interactúan, que forman parte del complejo urbano. Pensar en la ciudad, hoy, es evocar esta ambivalencia, esta complejidad. Un lugar de encuentro de lógicas, dinámicas, intereses y valores contrapuestos. Exige asumir riesgos, actuar inteligentemente. Huir de la obsesión por la seguridad y el orden, y, al mismo tiempo, construir espacios de convivencia donde todas las personas encuentren un lugar, especialmente las más vulnerables.
            La ciudad es capaz de hacer de nosotros seres humanos complejos. El aire de la ciudad nos hace libres (1). Las ciudades son lugares donde las personas aprenden a vivir con desconocidos, a tener experiencias (experienciar, expresión utilizada por Jesús Mosterín para diferenciarla de experimentar: hacer experimentos), a captar costumbres y modos de vida que se han ido escribiendo, en cada una de sus calles y rincones, a lo largo del tiempo. La mirada recorre las calles –afirma Italo Calvino– como páginas escritas, que transcriben la historia urbana en permanente actualización.
            A pesar de su complejidad, trazan sendas relativamente fáciles de recorrer. Ningún recién llegado que provenga de otra ciudad necesita un entrenamiento especial para saber cómo caminar, cómo leer el periódico, cómo acceder a los bares, cómo trabajar o cómo intervenir, en definitiva, en la mayoría de las prácticas urbanas. Un mundo que no resulta extraño, que permite “pensar” la propia ciudad y percibir la relación con ella, comprenderla y convivir dentro de ella. Incluso permite –como dijese Goethe, el filósofo alemán– «sentirse sólo y tranquilo en medio de la multitud y el ruido».
            En un interesante trabajo, que lleva por título Vida urbana e identidad personal, el sociólogo norteamericano y profesor de la London School of Economics Richard Sennett reflexiona sobre la posición de las personas ante las ciudades y constata una propensión negativa hacia éstas en la generación de adultos, especialmente entre las personas de izquierda. En cambio, observa en las generaciones más jóvenes un interés alto por la vida en la ciudad. Son, por decirlo de algún modo, de “naturaleza” urbanita. Los jóvenes han adivinado en la densa y zarandeada vida de las ciudades una posibilidad de fraternidad, una nueva clase de convivencia, de calor humano, de anonimato, de cierta autonomía, que, en ocasiones, se traduce en algo así como una “comunidad”. Paradójicamente, desde esta perspectiva, la selva de la ciudad, con toda su inmensidad y soledad, posee un positivo valor humano.

Distintas miradas de lo urbano


            Cuando miramos la realidad, generalmente, se produce en nosotros una sensación de irrealidad, fruto de la distancia entre las expectativas y lo que realmente vemos reflejado en ella.
            Todos tenemos la tendencia a no ver el mundo como es en realidad sino como queremos que sea: es parte de nuestra naturaleza. Pero no debemos perder de vista que se trata de un defecto en el diseño de la mente humana y que hay que luchar contra él (2).
            Como ocurre en el cuento de Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson), Alicia se mira en el espejo y, sin embargo, no recibe un eco exacto de su imagen. Las cosas que habitan al otro lado parecen tener vida propia, no coinciden puntualmente con la imagen de las que parten; los reflejos de las cosas son y no son el mundo: están contaminados por nuestras percepciones, por nuestros sentimientos, por nuestros deseos... Es difícil aprehender el mundo real, alcanzar un importante grado de objetividad. Pero es necesario, si deseamos desprendernos de los mitos y los grandes metarrelatos que nos atrapan y conseguir atravesar el espejo.
            Al enfrentarnos a la realidad, la incertidumbre aumenta y con ello el riesgo. Es humano perseguir la seguridad, rehuir el conflicto. Una manera de alcanzar cierta inmunidad ante el dolor de los acontecimientos conflictivos y embrollados es optar por un aislamiento del mundo que nos rodea. Atravesar el espejo es tomar contacto con la realidad. Salir de esa imagen forjada para rehuir el conflicto. Avanzar en el logro de mayores márgenes de autonomía para los individuos y enriquecer los cauces sociales de existencia.
            «La percepción de la ciudad no se efectúa –relata el arquitecto Norberto Fea– en la imagen que recoge el ojo, sino en la reconstrucción que hace la memoria con las sucesivas imágenes aglutinadas», de la experiencia vivida.
            Hay dos claves interpretativas (Wirth, 1983: El urbanismo como forma de vida), relativamente extendidas, basadas en un punto común: la dicotomía campo/ciudad (que a lo largo del tiempo se ha venido expresando de distinta manera). En primer lugar, en el ámbito de las consideraciones propiamente urbanas, podemos encontrar la crítica a la ciudad como sede de una confabulación (una conspiración) entre el poder político y económico frente a los ciudadanos, y, también, una crítica a la ciudad como lugar de alienación de las personas. En segundo lugar, y como contrapunto de lo anterior, impulsado por un cierto romanticismo, las consideraciones del campo parten de una idealización de éste como dominio de la Naturaleza en estado puro, y una representación de lo rural como aspiración superior en cuanto a las relaciones comunitarias.
            Pero, probablemente, estamos ignorando que la búsqueda de la ciudad ideal es una manera de no hacer frente a la ciudad real. Ya que la ciudad ideal es, en realidad, únicamente un reflejo de lo que a uno le gustaría que fuese; no una ciudad real con vida propia.

La ciudad como pluralidad. El difícil equilibrio urbano


            Cuando se habla de crisis urbana, se suele ignorar el hecho de la larga existencia de ésta como foco importante de actividad social. Su dimensión no es irrelevante. Es importante la escala que alcanzan las grandes aglomeraciones urbanas actuales. Lo es desde el punto de vista ambiental, mostrando un grado de insostenibilidad importante y, también, la dimensión de las ciudades influye en su gobernabilidad, más bien en su ingobernabilidad.
            Sin embargo, la “crisis” de las ciudades actuales no tiene como única causa el crecimiento. Es más, el crecimiento puede ser interpretado como el fin de la ciudad imaginada trenzada sobre pequeñas e íntimas relaciones entre vecinos, como el desarrollo de una creciente complejidad. Nuestro pensamiento estereotipado, con una dosis importante de prejuicio, sobre las ciudades y los colectivos sociales que viven en ellas nos impide ver la variedad existente, la pluralidad característica del ámbito urbano.
            Como nos recuerda el sociólogo Richard Sennett, tendemos a concebir la vida como una aldea. Pero la realidad es más compleja, menos homogénea. Es una realidad asimétrica y conflictiva, en la que el mito de la solidaridad encuentra importantes dificultades para desarrollarse. Es difícil establecer un equilibrio entre los distintos intereses y valores enfrentados. Es difícil conciliar, de manera armoniosa, la persecución de mayores márgenes de autonomía y libertad para los individuos y los colectivos y el deseo de que todos disfruten de las mismas oportunidades. Es más difícil aún establecer un equilibrio entre seguridad y riesgo. Porque la vida, y la ciudad está íntimamente ligada a ella, se encuentra en estado de permanente desequilibrio. Porque la vida no es ajena al conflicto.

Convivencia y usos del espacio

            El filósofo francés Michel Maffesoli nos recuerda: «La vida no es sino una concatenación de instantes inmóviles, de instantes eternos de los cuales hay que poder sacar el máximo goce». Así es la vida en la ciudad, a la vez efímera y eterna. Se desvanece en nuestras manos, pero siempre permanece.
La identificación con sus calles y plazas nos permite atrapar esos instantes. En una hermosa canción, Atahualpa Yupanqui, el cantautor argentino, nos brinda uno de esos instantes:
            Las aceras remedan un hormiguero
            de gente que va y viene, siempre parlera…
            Y se encienden los focos en un instante,
            anunciando que es tarde; que se hace de noche…
            Poco a poco la gente se desparrama
            en direcciones varias, a sus hogares,
            mientras rezagada pasa una dama,
            que se pierde en seguida en los boulevares.
            Recupera el silencio… la plaza;…
            y a grandes intervalos, alguno pasa,
            cruzando silencioso, con alguna prisa
.

            Las ciudades se erigen en los espacios idóneos para la representación, exteriorización e interpretación. Con ello se persigue un reconocimiento colectivo y una reafirmación de los símbolos que alimentan la vida en común. A través de la ciudad se expresan los distintos sectores sociales. Con sus extravagancias, sus pintorescas formas, sus particulares comportamientos, todos reclaman un lugar, un protagonismo en la ciudad.
La gente quiere involucrarse, quiere arte que conecte con sus vidas y que reflexione sobre su ambiente.
            El tiempo en la ciudad transcurre a ritmos distintos: el momento del trabajo, de la mirada, del juego, de la solidaridad, de la denuncia...
            La ciudad es una buena plataforma para la reivindicación y la denuncia. La calle, la inmigración, las agresiones a las mujeres, al medio ambiente, las guerras, el terror constituyen el argumento de esas voces, que por decenas de miles quieren dejar constancia de su existencia, de su compromiso con la vida y sus conflictos, desean expresar que las ciudades no están muertas.
            Atraídos por el deseo de mejorar sus vidas y alcanzar oportunidades que en sus países de origen les son negadas, se acercan a la ciudad. Reclaman, también, un lugar, piden respeto. Pero la capacidad de los lugares de acogida presentan limitaciones y para muchos sus expectativas se verán frustradas. También, quienes aquí vivimos aceptamos, con dolor, esta tiranía de la vida. Es la tragedia humana, definida como la «solemnidad despiadada del desarrollo de las cosas» (Whitehead, A. N., 1948).
            En el horizonte, las diferentes realidades construyen un complejo mosaico. Una amalgama donde las distintas piezas, con sus singularidades, casi sin perseguirlo, van configurando la ciudad.
            Es la unión de lo diverso y lo común, de lo que ya se acaba y de lo que aún no ha nacido. Es la expresión viva del cambio, del desconcierto, del conflicto, de lo imprevisto. De la vida misma.

Alguna reflexión más: el conflicto urbano

            Las ciudades, no lo olvidemos, están concebidas para albergar seres humanos, condenados a vivir juntos, a gestionar los múltiples conflictos a los que han de enfrentarse en la vida cotidiana. Por ello, «cuando hombres y mujeres deben tratarse mutuamente como personas, la evasión en abstracciones resulta irreal. Las complicaciones de llevar una vida comunitaria entre todos van a convertir las imágenes generalizadas en disfuncionales. Actuando a nivel mítico “nosotros” y “ellos”, no hay contacto entre los seres concretos que deben elaborar semejantes arreglos con vistas a sobrevivir cada día que pasa» (3).
            El escritor Michael Ignatieff ha dicho que, en la sociedad, los otros son en su mayoría extraños. A muy pocos individuos podemos conocer personalmente; en las sociedades complejas, la escena está poblada de una gran variedad de tipos sociales cuyas vidas no comprendemos de forma inmediata. Y son las relaciones cara a cara las emocionalmente vinculantes.
            Sin embargo, para que estas relaciones sean verdaderamente fructíferas, y aceptando que las personas dependemos las unas de las otras, debe mediar una dosis importante de autonomía en las partes. Pero «la autonomía (…) no es simplemente una acción; también requiere una relación en la que una parte acepte que no puede comprender algo de la otra. La aceptación de que hay cosas del otro que uno no puede comprender da al mismo tiempo permanencia e igualdad en la relación. La autonomía supone conexión y a la vez alteridad, intimidad y anonimato» (4).
            Idea que se fundamenta en el respeto. Es conveniente observar: «La falta de respeto, aunque menos agresiva que un insulto directo, puede adoptar una forma igualmente hiriente. Con la falta de respeto no se insulta a otra persona, pero tampoco se le concede reconocimiento; simplemente no se la ve como un ser humano integral cuya presencia importa» (5).
            «Cuando comencé a tocar música de cámara –cuenta Richard Sennett–, mi maestra me ordenó respetar a los otros ejecutantes sin explicarme, tampoco esta vez, qué quería decir. Pero, en general, los músicos aprenden a hacerlo usando más el oído que las palabras» (6). El barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau sostiene que interpretar es obedecer estrictamente a las exigencias de la música misma. El resultado es positivo porque cada uno ha tomado en cuenta las necesidades de los otros.
            Bien, esto es importante porque educar en la convivencia es educar en el respeto. Porque convivir es aceptar la existencia de lo extraño, aquello que en un primer contacto nos es ajeno. No olvidemos, además, que «las ciudades están, por definición, llenas de extraños» (7). Que «las ciudades son lugares repletos de desconocidos que conviven en estrecha proximidad» (8). Que por extraños entendemos gente «socialmente distante aunque físicamente cercanos. Forasteros dentro de nuestro alcance físico. Vecinos fuera del alcance social» (9). La ciudad, en consecuencia, posibilita y demanda mucha interacción entre desconocidos.
            Y en esta interacción, algo que es inevitable es la existencia de intereses, cosmovisiones, valores, percepciones diferentes de lo inmediatamente vivido. Aspectos que, por lo general, conducen inevitablemente a la presencia de conflictos. Cada día al levantarnos percibimos de una manera más o menos intensa su presencia.
            ¿Qué podemos entender por conflictos? ¿Cómo abordarlos? ¿Qué criterios podríamos seguir para una gestión razonable, sensata, constructiva, realista, de ellos?
            Cuando nos enfrentamos al término conflicto generalmente lo concebimos como algo negativo. De hecho, desde pequeños somos educados en la idea de que el conflicto es algo excepcional, no deseable, algo que hay que tratar de evitar por todos los medios. El conflicto, pues, es un término que habitualmente tiene una connotación negativa.
            Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por conflicto se entiende: combate, lucha, pelea; enfrentamiento armado; apuro, situación desgraciada y de difícil salida; problema, cuestión, materia de discusión.
            ¿Existen otras aproximaciones o definiciones? Hay varias. Recogeré una de ellas que considero resuelve mejor la semántica del término que el anteriormente referido: «Divergencias percibidas de intereses, o una creencia de que las aspiraciones actuales de las partes no pueden ser alcanzadas simultáneamente» (10). Es una definición que conecta con la tercera de las acepciones que proporciona el DRAE y «evita los estancamientos, estimula el interés y la curiosidad, ventilar problemas, desarrollo de soluciones, es la raíz del cambio personal y social, y ayuda a establecer las identidades tanto individuales como grupales, aprender nuevos y mejores modos de responder a los problemas, a construir relaciones mejores y más duraderas, revivifica normas y contribuye a construir nuevas normas» (11).
            Es importante concebirlo de este modo porque, entre otras razones, el conflicto es un rasgo inevitable de las relaciones sociales, en particular de las relaciones que tienen lugar en la ciudad. Además, el conflicto no tiene por qué ser necesariamente negativo.
            Simplificando, por razones expositivas, el conflicto puede presentarse de dos formas:
            a) El conflicto constructivo es aquel en el cual la razón predomina, la hostilidad es mínima, la negociación es predominante y los actores del conflicto acuerdan una solución voluntariamente.
            b) El conflicto destructivo es aquel en el cual la hostilidad predomina y la coerción de una de las partes fuerza un acuerdo involuntario e indeseado por la otra parte. En tales casos las emociones negativas como la rabia, la impotencia, el resentimiento persisten y pueden reavivar el conflicto posteriormente.
            Reorientar los conflictos, gestionarlos bien es fundamental. Para ello, la labor de la mediación es básica. La mediación social debería apoyarse en una sólida política pública que permitiera fomentar, por una parte, la creación de lazos de convivencia y, por otra, el aumento del número de espacios sociales. La mediación promueve el desarrollo social y la participación y, al mismo tiempo, otorga protagonismo a los diferentes actores.
            Un criterio que debe estar siempre presente es el de conseguir el mayor grado de consenso social alcanzable en la toma de decisiones. Otorgar prioridad a la parte más débil, la que puede resultar más damnificada ante una mala solución del conflicto. Prever. Anticipar situaciones difíciles, desarrollar iniciativas para paliarlas, en la medida de lo posible. Atender los consensos y valores generalmente asumidos previamente existentes. Etcétera.
            El respeto a las reglas formales, sociales, así como a los acuerdos alcanzados, es básico para garantizar la convivencia. Asumir la corresponsabilidad en la solución de conflictos es, también, imprescindible. Todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aun en el caso de que nada en principio les una o relacione [con un conflicto concreto o con las personas directamente involucradas en él]. Esta lección no se aprende con sólo decirla. Se aprende únicamente de la experiencia, al comprobar que otras personas, con las cuales no nos une un particular vínculo, amistad o responsabilidad formal, aceptan y practican para con uno mismo un mínimo de responsabilidad pública. La desafección de lo común es un reflejo del estado de salud de una sociedad concreta.
            Un aspecto, para concluir, que se deriva de un tratamiento deficiente de los conflictos o simplemente de su ignorancia es el de la inseguridad o el miedo, que se instala en una parte de la población abriendo una brecha entre esta parte y aquella otra de la que recela, a la que sitúa en el punto de mira del miedo percibido.
            La inseguridad, y como caso extremo el miedo, es sólo una percepción subjetiva. No me estoy refiriendo a la precaución necesaria que uno ha de tener. O a esa respuesta intuitiva que nos alerta razonablemente de un peligro o una situación de riesgo. Me refiero a la respuesta desmedida y poco fundada que, en ocasiones, se instala en sectores de la población.
            Mientras existan desigualdades sociales, hemos de aprender a convivir con un cierto nivel de inseguridad (12). Es decir, gestionar bien el “mito de la sociedad o ciudad segura”. «El sentimiento de seguridad tiene estrecha relación con la comunicación y el abandono de los espacios públicos» (13), de ahí que un criterio en los conflictos que se establece sobre su uso es evitar su vaciamiento, el desalojo o el cerramiento. Los espacios vacíos son mucho más inseguros que los espacios habitados.
            Uno de los problemas mayores para afrontar este asunto es el hecho de que la inseguridad hoy es de naturaleza difusa, lo que la hace difícilmente identificable (14).
            «La creciente inseguridad y su difícil respuesta ciudadana contrastan con un elemento visible, perfectamente identificado y presentado a diario (por los medios) como una amenaza real: la criminalidad. Y al criminal –alguien diferente, con importantes déficit psicológicos y/o sociales, insensibles, sin escrúpulos, un auténtico “enemigo interno”– como encarnación de todos los males de la sociedad. Así, basándose en hechos aislados, se van conformando “entidades” como la criminalidad, la droga o el terrorismo, que, a modo de “cajón de sastre”, sirven para explicar (o camuflar) casi todas las inseguridades sociales» (15). Entendiendo por tales, la pobreza, la falta de instrucción educativa, el déficit de atención sanitaria, asistencial...
            De otro lado, empíricamente está demostrado que el sentimiento de inseguridad tiene escasa relación con el riego objetivo de victimización. Las sociólogas francesas Dominique Duprez y Mahieddine Hedli, en un trabajo publicado en 1992 (16), titulado ¿El mal de los banlieus? Sentimiento de inseguridad y crisis identitaria, pusieron de relieve que el sentimiento de inseguridad está menos presente precisamente en los barrios objetivamente más inseguros.
            Me he entretenido unos minutos en este fenómeno a pesar de ser consciente de que, de acuerdo con los últimos resultados de la encuesta del CIS (octubre 2007), la población española, como promedio, sitúa la inseguridad en sexto lugar de los problemas más importantes existentes en España (17). Y en tercer lugar la inmigración. Y todos sabemos que la frontera entre uno y otro fenómeno es muy estrecha. Por ello, las políticas de inmigración inadecuadas, su hacinamiento en barrios marginales y/o marginalizados, su débil inclusión en los programas sanitarios, educativos, etcétera, pueden conducir a activar un cóctel extraordinariamente peligroso. Lo cual podemos hacer extensivo a aquellas poblaciones de jóvenes que comparten estos espacios, ya sean de procedencia de familias inmigrantes o no.
            De no actuar con cierta cordura, podría confirmarse el presagio de El Roto, que realiza con la acidez y lucidez que le es propia. En la viñeta que tenéis delante, un señor reflexiona: «La descomposición social produce metano». «¡De ahí vienen las explosiones!», contesta otro.
            Las expresiones de lo social en el ámbito urbano, pues, adoptan un patrón propio. Proporcionan a las ciudades una peculiaridad, una singular originalidad sometida siempre a prueba.
            Todas las expresiones, en su diversidad, ponen de manifiesto las distintas miradas de la ciudad. Son la denuncia y la renuncia. También la reivindicación de lo urbano. Lo problemático de algunas de estas expresiones está en la negación de lo urbano como un todo, no la crítica, que muchas veces es extraordinariamente justa.
            La cantante Tracy Chapman muestra esta sensibilidad de manera incontestable:
            La gente dice que no existe
            Porque nadie quiere admitir
            Que existe una ciudad abajo
            Donde gente vive a diario
            De los restos y podredumbres
            De los desperdicios de sus congéneres
            Son, pues, expresiones de lo urbano. Son testimonio vivo de la compleja vida de las ciudades.

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(1) Weber, M. (1987): Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, Madrid, Fondo de Cultura Económica.
(2) Laughlin, R. (2007): Un universo diferente. La reinvención de la física en la edad de la emergencia, Katz Editores.
(3) Sennett, R. (2001): Vida urbana e identidad personal. Los usos del orden, Península.
(4) Sennett, R. (2003): El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, Anagrama.
(5) Ibíd.
(6) Ibíd.
(7) Jacobs, J. (1973): Muerte y vida de las grandes ciudades, segunda  edición (primera ed., 1967), Ediciones Península, Madrid.
(8) Bauman, Z. (2006): Confianza y temor en la ciudad, Barcelona, Arcadia, 2006.
(9) Bauman, Z. (2004): La sociedad sitiada, Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires.
(10) Rubin, J. Z., Pruitt, D., & Kim, S. H. (1994): Social conflict: Escalation, Stalemate, and Settlement (2nd ed.), New York: McGraw-Hill. Translated in Russian (2001) and in Greek (1999).
(11) Deutsch, M. (1973): The Resolutions of Conflict. Constructive and Destructive Processes, New Haven, M. A., Yale Uninversity Press. Coser, L. (1972): The Functions of Social Conflict. Constructive and Destructive Processes, New Haven, M. A., Yale University Press.
(12) Jordi Borja en Forum Barcelona 2004.
(13) Naredo, M. (2000): “Seguridad urbana y miedo al crimen” en Ciudades habitables y sostenibles. Documentación Social. Revista de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada. Número 119, abril-junio 2000. Cáritas Española Editores.
(14) Ibíd.
(15) Ibíd.
(16) Duprez, D. y Hedli, M. (1992): Le mal des banlieues? Sentiment d'insécurité et crise indentitaire (París, L’Harmattan).
(17) El paro se sitúa en primer lugar (37,4%); en segundo lugar, la vivienda (34,9%); en tercer lugar, la inmigración (32,5%); en cuarto lugar, el terrorismo, ETA (31,6); en quinto lugar, los problemas de índole económica (24,5%); en sexto lugar, la inseguridad ciudadana (15,7%); en séptimo lugar, problemas relacionados con la calidad en el empleo (13,7%); y en octavo lugar, la clase política, los partidos políticos.