Antonio Duplá 
Mejor no abrir la caja de Pandora
(Bake Hitzak/Palabras de paz, nº 78, 2010, pp. 34-36, dentro del
dossier “La ETA buena y la ETA mala”, Gesto por la Paz).


            Desde Bake Hitzak nos proponen escribir sobre si ha existido una ETA buena, sobre si algunos crímenes pueden tener su justificación en algún momento dado, sobre si la violencia ha sido útil en algún tiempo en nuestro país. Independientemente de la dificultad del tema, parece obligado responder favorablemente a la invitación, dada la personalidad y el curriculum de quienes la formulan, personas que llevan décadas en primera fila de la deslegitimación de la violencia en Euskadi y de la solidaridad con sus víctimas. Por otra parte, el tema, aunque espinoso, efectivamente es relevante y habrá que detenerse y pensar sobre ello. A primera vista, la respuesta es clara. Si atendemos a un criterio ético básico e inequívoco, es decir si se está contra la pena de muerte, contra las ejecuciones sumarias, contra la tortura, contra el terror y la intimidación, si se está a favor de unos procedimientos garantistas, a favor de la presunción de inocencia, a favor de la acción estrictamente político-cívica, la acción de ETA es inadmisible, en cualquier momento de su historia. Sin embargo, si atendemos a nuestra historia reciente, colectiva e individual, esta opinión tan rotunda encuentra muchas matizaciones.


            Las líneas que siguen son unas reflexiones en voz alta, forzosamente breves, que no aspiran a responder de manera definitiva a la pregunta “¿Hay, ha habido, una ETA buena?”. Son más bien elementos para un debate en curso, que debe continuar. Quizá no haya habido una ETA buena, pero sí ETAs mejores y peores; quizá también habría que diferenciar entre las distintas ETAs y sus numerosas escisiones, así como estudiar otras organizaciones revolucionarias que han reivindicado la violencia, para intentar comprender la amplia legitimidad de la que ha gozado la violencia política en Euskadi.  En ese sentido, es posible que no haya una respuesta tajante y que el análisis exija matices, periodizaciones, distinciones, que en absoluto suponen un ejercicio de frivolidad, ni una justificación de sus acciones ni un menosprecio a ninguna de sus víctimas.


            Esas consideraciones son obligadas para intentar entender un fenómeno de larga trayectoria y notable apoyo social, que todavía hoy es “comprendido” por mucha gente. Podemos recordar las expresiones de alegría, presuntamente muy generalizada, que provocó en Euskadi y no sólo en Euskadi el asesinato de Carrero Blanco. Cabría traer a colación  aquí la rememoración jocosa del episodio en tantas fiestas populares con aquello del “voló, Carrero voló....”? En el terreno del análisis político podemos recordar cuántas veces se ha planteado el papel positivo de ETA en la aceleración de las contradicciones del franquismo en su última etapa, o en su presión al nacionalismo moderado, al PNV en concreto, para obligarle a un mayor enfrentamiento con el Gobierno central, o en la acumulación de fuerzas de resistencia al Estado en la primera época democrática, tan convulsa todavía. Es cierto que todas estas ideas se mueven en el terreno de las hipótesis no demostradas, pero ahí quedan, con la fuerza que les otorga el ser ampliamente compartidas, al menos en nuestro país. En ocasiones podemos leer cómo se señala de forma crítica que ETA no ha conseguido nada positivo y ha sido contraproducente desde la consolidación de la democracia. ¿Quiere esto decir que su actividad antes había sido positiva? ¿La superación del franquismo y la instauración de un sistema democrático marcan entonces el punto de inflexión?


            Es cierto que para mucha gente el franquismo le otorga a ETA un plus de legitimidad, pues la ausencia de libertades podía justificar en aquel momento unos métodos de lucha distintos de los actuales. Por ejemplo, no había un sistema político y judicial al que recurrir para denunciar arbitrariedades políticas, atropellos policiales o desmanes de todo tipo. ¿Pero no poder llevar ante la justicia a los criminales franquistas legitimaba a una organización secreta para juzgar y condenar a muerte a sus policías y militares? ¿La impunidad de la tortura avalaba el asesinato de un destacado torturador como Melitón Manzanas? Reconozco que ahora, en una situación completamente distinta, es bastante más fácil y cómodo formular estas preguntas y lanzar estas críticas. ¿En una dictadura cabe plantearse el recurso a la violencia política, incluso a matar, con un sentido ejemplarizante, selectivo, no indiscriminado? Un amigo me comentaba, hablando de estos temas, que un dirigente etarra desaparecido hace varias décadas en circunstancias todavía no aclaradas le dijo entonces que “seguramente se iba a tener que matar a algunos”. Pienso que mucha gente podría compartir ese planteamiento. Es una especie de variante del tiranicidio, ese recurso tan clásico. El problema es que la muerte del tirano no suele resolver los problemas y más bien añade otros nuevos, como nos recuerda Shakespeare en su Julio César. Quienes tenemos cierta edad podremos recordar la espléndida película de Mankiewicz del mismo título y a Marlon Brando conjurando a los perros de la guerra ante el cadáver ensangrentado de César. Con otros y otras más jóvenes simplemente podemos recordar el argumentario sobre la guerra de Irak y el tirano Sadam Hussein en esta misma centuria.


            En teoría, desde un punto de vista revolucionario, el tema de la violencia nos remite al problema de la conquista del poder, de la revolución. Es imposible, se decía, culminar el proceso revolucionario, llegar al socialismo, sin recurrir a la violencia contra sus enemigos, ellos mismos violentos y bien armados. Pero en Euskadi el apogeo de la lucha armada, la época más sangrienta en el caso de ETA o el momento del surgimiento de organizaciones armadas con estrategias anticapitalistas (Iraultza) se da precisamente en la época de la transición y los primeros años de la democracia. Es decir, cuando la lucha armada se vincula no a un proceso revolucionario sino, en todo caso, a una estrategia de negociación política con el Estado o de complementariedad con luchas políticas y sociales. Es importante intentar explicar en este país y en esa época el amplio apoyo social que tiene entonces la violencia política. Y para el tema que nos ocupa plantea algún interrogante difícil de resolver. ¿Hasta cuándo se supone, quien lo suponga, que es legítima la violencia? ¿Hasta las elecciones de 1977, la Constitución de 1978, la victoria del PSOE de 1982, la barbarie indiscriminada de Hipercor, ....?


            La dificultad insalvable de responder a esa pregunta obliga a plantear el problema de otro modo. ¿Había que alegrarse por la desaparición de Carrero Blanco o aquel atentado abría una espiral de consecuencias imprevisibles y funestas? ¿Cabe aplicar el criterio de eficacia política a corto plazo a un proceso político-militar que provoca un sufrimiento continuado, una lista sobrecogedora de víctimas con nombres y apellidos? ¿Es posible recurrir a la eliminación física del contrario sin caer finalmente en el terrorismo puro y duro? Sorprende en este terreno la abundancia de literatura sobre la extrema izquierda, el marxismo y la violencia y, al mismo tiempo, la escasa reflexión sobre las consecuencias, a medio y largo plazo, de iniciar un ciclo de lucha armada.


            Una organización forzosamente jerarquizada, clandestina, poco o nada democrática, una tendencia a la hipervaloración de la dinámica militar frente a la política, poco o nulo margen de disidencia o de debate político abierto, ausencia de responsabilidad individual de las acciones cometidas; son sólo algunos de los rasgos inevitables de una organización armada. Si los integramos en el magma ideológico de una aleación de marxismo sumario y nacionalismo excluyente, esto es, sectarismo, maniqueísmo, colectivismo y sentido de lo absoluto, el resultado puede ser, de hecho lo ha sido, fatal y letal. Pienso que en buena medida es lo que ha sucedido en el caso vasco. A la vista de lo acontecido en estas décadas, de lo que nos ha enseñado la experiencia de ETA, parece obligado revisar esa estrategia, asumir el dolor causado, por acción y por omisión, y buscar otras maneras de resolver las diferencias políticas y de transformar este mundo injusto.