Antonio Duplá
Víctimas del terrorismo. Algunos problemas pendientes
Hika, 215zka. 2010ko urtarrila.

            La problemática de las víctimas del terrorismo de ETA nos sitúa, en particular a quienes hemos formado parte de una u otra forma de la llamada extrema izquierda, frente a toda una serie de importantes interrogantes. En el fondo y de manera ineludible, nos obliga a afrontar el tema asumiendo toda su complejidad en relación con nuestra propia historia. Digo esto, porque posiblemente para muchas otras personas el problema no es nada complejo y todas estas disquisiciones son superfluas; en todo caso, no acabarán de entender por qué hemos tardado tanto (y tardamos todavía) en mostrar nuestra solidaridad con las víctimas de ETA. Pero nuestro caso es distinto.

            Si recurrimos al diccionario, una de las primeras acepciones del término complejo, de particular interés ahora, es la que se refiere a su aplicación a un asunto en el que hay que considerar muchos aspectos, por lo que no es fácil de comprender o resolver. Y el problema es que no estamos bien pertrechados para un análisis que atienda a toda la complejidad del asunto. No lo estamos porque durante demasiado tiempo hemos recurrido a fórmulas y descripciones simples y limitadas, que no han tenido en cuenta toda la multiplicidad de la realidad que nos rodeaba. En demasiadas ocasiones hemos recurrido a reflejar esa realidad de un modo binario, en blanco y negro, sin apreciar lo limitado, lo sectario y lo unilateral de nuestra mirada. Otras veces se trataba del abuso de unas descalificaciones genéricas que no hacían justicia a los cambios habidos, o, también, se establecían unas continuidades excesivas y sin matices. Ello ha tenido importantes consecuencias, individuales y colectivas, algunas rastreables ya en época antifranquista, y evidentes en la etapa de la transición y después. Es posible, en mi opinión, que la más grave haya sido la de nuestra obnubilación, y la de mucha gente de izquierda, ante el presunto éxito de ETA en la conformación de un movimiento de resistencia en Euskadi, sin advertir, o haciéndolo de manera insuficiente, los graves lastres que todo ello conllevaba.

            La complejidad de la realidad que nos rodea obliga a un ejercicio de precisión y claridad conceptual. Obliga también a distinguir momentos, escalas y alcances; obliga, en última instancia, a establecer y exigir responsabilidades. Y esto se puede aplicar a muy distintos aspectos concretos, que surgen una y otra vez cuando discutimos sobre estas cuestiones. Comento algunos de ellos.

            En primer lugar, el núcleo de la cuestión, las víctimas. Si partimos de nuestro rechazo a la pena de muerte, a la eliminación física de quien tiene y defiende unas ideas diferentes a las nuestras, si defendemos la plena validez de los derechos humanos (el primero el derecho a la vida), si confiamos en el valor de la acción política y la confrontación democrática, no podemos dar por buena la existencia de las víctimas de ETA. En ese sentido resulta un ejercicio muy peligroso entrar a cualificar a las diferentes víctimas por su ideología, su ocupación o su responsabilidad institucional, pues ello nos sitúa en un terreno que nos llevará inexorablemente a discutir unas, a aceptar otras, en última instancia al terreno de juego de la violencia terrorista, que choca directamente con los principios expuestos al comienzo de este párrafo. Las víctimas son inocentes en cuanto tales, puesto que no merecían ese castigo unilateral y antidemocráticamente impuesto por ETA. Otra cosa son sus cuentas pendientes en el terreno político, laboral, empresarial o en cualquier otro, que habrán de dirimirse en el ámbito político, judicial o sindical, en el terreno de la denuncia, la lucha y el enfrentamiento, pero nunca con la pistola o la bomba lapa en la mano. Nuestra coherencia ética nos obliga a separar de forma tajante e innegociable esos niveles.

            Otro problema, el de los terrorismos. No podemos hablar hoy de distintos terrorismos, equiparándolos, y justificar la existencia de ETA por la del GAL. Si este último representó un auténtico terrorismo de Estado, con implicaciones de muy alto nivel todavía no suficientemente aclaradas, a día de hoy está afortunadamente superado. Por el contrario, ETA sigue actuando, asesinando, amenazando, extorsionando, aterrorizando en suma a importantes sectores de la población vasca y española. No caben eufemismos al respecto.

            Tampoco cabe diluir, obviar incluso, la necesaria crítica y denuncia de ETA estableciendo una supuesta historia de agravios que lleve hasta la Guerra Civil y la represión franquista. De nuevo es preciso separar y delimitar problemas distintos. Por un lado, es legítimo criticar las limitaciones de una Ley popularmente conocida como de la Memoria Histórica y exigir una mayor implicación del Estado en la búsqueda de la verdad y en la reparación y reconocimiento de las víctimas del franquismo. Pero esa tarea no tiene por qué significar una dejación de la permanente crítica de la actividad de ETA. De lo contrario, parecería que se justificaba o se comprende su accionar terrorista por una insuficiente revisión crítica del franquismo, otorgándole una legitimidad antifranquista a ETA hoy absolutamente inaceptable y anacrónica. Los únicos responsables del mantenimiento de la violencia de ETA en la actualidad son sus miembros; igualmente son ellos, ellas quienes pueden y deben tomar la decisión de dejarlo.

            Esa supuesta continuidad franquista en el Estado, idea que con cierta frecuencia escuchamos hoy desde diversos sectores abertzales, constituye otro elemento que no resiste un análisis mínimamente riguroso. El planteamiento resulta absurdo, tanto si lo formula alguien que realmente ha vivido el franquismo y puede apreciar las diferencias, como si lo lanza alguien más joven que ha nacido en pleno sistema democrático y ni siquiera puede valorar con suficiente distancia las transformaciones y las ventajas actuales. Si el argumento sirve para justificar la continuidad de ETA, resulta, además de un insulto a la inteligencia, una tragedia.

            Plantear y abordar estos temas no supone abandonar reivindicaciones tradicionales que también nos han distinguido en nuestra historia. Ni nuestra sensibilidad internacionalista, ni nuestra denuncia de la tortura, ni nuestra solidaridad con los derechos de los presos en cuanto ciudadanos titulares de esos derechos, por encima de los delitos que hayan cometido, ni, en fin, nuestro firme posicionamiento político y moral contra esta sociedad injusta. Y desde luego no supone comenzar a deslizarnos por las pendiente del reformismo más solapado.

            Mostrar una solidaridad activa con una víctima que pueda ser del PP o de cualquier otro signo ideológico es un acto de justicia y de reconocimiento, de ética y compasión, que no implica en absoluto tener que compartir sus ideas políticas. Saber distinguir esos extremos es un reto pendiente que, pienso, nos puede hacer personas más íntegras y más radicalmente de izquierdas.