Antonio Duplá
A propósito de víctimas, mapas y
memoria. El deber de memoria

(Hika, 226, enero-febrero de 2012).

El cese de la actividad armada de ETA, a la espera de su definitiva disolución, ha puesto en el primer plano de la sociedad vasca el problema de la memoria de lo sucedido. Es evidente la necesidad de un relato de las últimas décadas en Euskadi en torno al terrorismo y las víctimas de motivación política, para que la sociedad vasca pueda afrontar su futuro con garantías de lograr una convivencia pacífica y moralmente sana. El deber de memoria se plantea como una necesidad ineludible, pero al mismo tiempo como una labor de una complejidad indudable. ¿Qué se recuerda, a quién se recuerda, en qué términos, a través de qué recursos e instrumentos? En última instancia, ¿por qué se recuerda, para qué se recuerda?

Las voces más lúcidas y con mayor experiencia en el tema ya están avanzando ideas y reflexiones, incluso propuestas concretas. Si, como afirma Xabier Etxeberria, las comunidades sociales son siempre comunidades de memoria, algunas de las preguntas planteadas ya están respondidas en su dimensión más general: la polis, como comunidad de memoria inevitablemente fragmentada, recuerda permanentemente el daño interno causado al otro, en buena medida como proyecto de futuro para aprender de los errores pasados y no repetirlos. Los expertos en el tema de la memoria están de acuerdo en que no puede haber una memoria oficial y que legislar al respecto es un ejercicio inútil desde el punto de vista social, aunque las instituciones deben, lógicamente, apoyar e impulsar el deber de memoria como tarea cívica. Incluso una posible memoria institucional puede llevar un ritmo que no sea el de la memoria social o dejar patentes unos intereses políticos que enturbian la necesaria unidad y su proyección a la sociedad en torno a estos temas. Buena prueba de ello son los problemas habidos en la CAV en torno a las celebraciones institucionales del Día de la Memoria (de las víctimas del terrorismo), instituido el 10 de Noviembre, pues es el único día del año en que no ha habido un asesinato terrorista.

EL RELATO DE LO SUCEDIDO

Tampoco puede haber una sola memoria, un solo relato, pues las experiencias, las sensibilidades y los acentos son múltiples, pero sí se está de acuerdo en que esa memoria plural debe compartir unos principios básicos: el reconocimiento de las víctimas (y de su testimonio como elemento esencial del relato), y la deslegitimación de la violencia (desestimando el relato justificador de los victimarios), con la dignidad del individuo y los derechos humanos como puntos de partida básicos. A partir de estos criterios y a la hora de abordar ese relato por elaborar podemos hacer alguna consideración previa. En primer lugar, ¿eran necesarios más de 800 asesinatos para llegar adonde hemos llegado?, ¿era necesario eliminar al otro que pensaba de forma distinta, al considerado español, no nacionalista? En segundo lugar, la opción de la lucha armada fue una decisión voluntaria, consciente, de quienes la tomaron, que deben asumir todas sus consecuencias y su responsabilidad individual. No existía ninguna determinación ineludible ambiental, contextual, o de un conflicto político subyacente, que obligara a esa opción, entre otras posibles.

Con esos parámetros es inaceptable el relato del héroe. No podemos aceptar un relato en el que ETA aparezca como la vanguardia necesaria de un pueblo que libra un combate secular contra un Estado opresor y los etarras como unos gudaris, militantes sufridos, heroicos y desinteresados de una lucha de liberación inevitable. En el comunicado de ETA del 20 de octubre se decía: “La lucha de largos años ha creado esta oportunidad. (…) La crudeza de la lucha se ha llevado a mucho compañeros y compañeras para siempre. Otros están sufriendo la cárcel o el exilio.…”. Ni una palabra sobre otros sufrimientos, sobre las víctimas, sobre el daño causado. No por esperado, al menos en este momento, deja de ser hiriente tal planteamiento. Pero tampoco es aceptable el relato de la equidistancia, de los sufrimientos de unos y otros, de la difuminación de responsabilidades concretas de ETA y su mundo por atribución de responsabilidades compartidas al Estado y a una supuesta violencia de respuesta, la de ETA. En tercer lugar, resulta igualmente inaceptable el relato de unas instituciones supuestamente inmaculadas en su quehacer antiterrorista. Para dejar patente ese lado oscuro del Estado ahí están las víctimas del terrorismo de Estado o de la extrema derecha, ya reconocidas oficialmente, pero también las derivadas de excesos policiales, las así llamadas otras víctimas, todavía objeto de polémica política (el problema no es fácil de resolver), y todo el tema de la tortura.

TODAS LAS VÍCTIMAS, PERO SIN EQUIPARACIONES INJUSTAS

El desaparecido Juan José Carreras, quien fuera Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, en un artículo excelente sobre la historia y la memoria que reproducimos en la revista hika (nº185, febrero de 2007), hablaba del peligro de la pérdida del contexto y la igualación de las memorias. Se hacía eco de la crítica de Regine Robin y su tesis del “peligro de la gran nivelación”, a propósito de una exposición en Berlín sobre la batalla de Stalingrado, con los objetos que recordaban las penalidades de los soldados de uno y otro bando. La conclusión, según Robin, que se desprendía de la exposición era que “todos pasaron frío”.

Algo parecido podría suceder en Euskadi, donde una sociedad cansada del terrorismo, pero quizá también consciente de su excesivo mirar para otro lado durante demasiado tiempo, pudiera acariciar la idea del pasar página, del borrón y cuenta nueva a partir del fin del terrorismo de ETA. Esa actitud, que podría ser entendida, que no justificada, en determinados ámbitos sociales, adquiere otro cariz en boca de la izquierda abertzale, pues en ese caso, dada la relación tejida históricamente entre ese sector y ETA (de vasos comunicantes ha hablado Martín Alonso), estamos hablando de un intento de exculpación y de no reconocimiento del daño causado. Encontramos esa tergiversación de la memoria, al menos según los criterios citados antes, cuando se reconoce que ha habido víctimas, pero no se admite el daño causado, pues las víctimas serían las consecuencias no deseadas de una situación, una opresión en nuestro caso, insoportable que justificaría las respuestas más extremas, incluida la violencia. De ahí que ahora, cuando ETA ha decidido dejar las armas, se exija sin sonrojo “a los Estados español y francés” que “cambien de clave”, que sustituyan las “estrategias represivas” por la búsqueda de “soluciones al conflicto político”. ETA ya ha hecho lo que tenía que hacer, lo anterior no se comenta, ahora paz y después gloria.

Encontramos también el “peligro de la gran nivelación”, que comentábamos antes, ante determinados planteamientos en relación con las víctimas, por ejemplo en algunos informes que presentan una relación general de las víctimas de todo tipo provocadas en Euskadi por el terrorismo de ETA, por otros grupos terroristas parapoliciales y/o de extrema derecha, por actuaciones policiales (caso de la tortura), incluso por situaciones sin aclarar. Es el caso del Mapa (incompleto) de conculcaciones del derecho a la vida y a la integridad física y psíquica en relación a la violencia de motivación política, elaborado por el proyecto Argituz (“Asociación pro derechos humanos/Giza eskubideen aldeko elkartea”) y que en la frialdad de los números, ciertamente, ofrece a primera vista un cuadro impresionante de lo ocurrido. Es verdad que el cuadro, lo podemos ver en estas páginas, supone un aldabonazo para las conciencias. Los datos en sí mismos ofrecen, indudablemente, una materia prima para una posible reflexión y valoración de los hechos. Sin embargo, esa presentación tan aparentemente aséptica y neutral de las víctimas, sin mayor concreción ni cualificación política ni moral, puede favorecer interpretaciones generalizadoras, donde se difuminen las responsabilidades políticas, se mezclen situaciones diversas, y no se maticen suficientemente las circunstancias de cada caso. Es un problema similar al que surge ante planteamientos de rechazo “ a todos los tipos de violencia” o de solidaridad con “todos los sufrimientos de este pueblo”, que escuchamos repetidamente en determinados círculos. No se puede equiparar el sufrimiento de una víctima con el sufrimiento de un familiar de un preso o el del mismo preso que sufre su falta de libertad; si en el primer caso ese sufrimiento está provocado por una decisión injustificable, en el segundo es resultado de una condena por un crimen que ha podido cometer. El mapa del sufrimiento puede ser engañoso, por tanto, si no se discrimina y no se tiene en cuenta un criterio moral (y legal) a la hora de valorar el origen del mismo. En el terreno de la elaboración de mapas de la memoria muy sugerente me pareció el planteamiento del 12 Acto de solidaridad con víctimas, organizado por Gesto por la Paz el pasado mes de diciembre en Bilbao, en el que se identificaban en un mapa mural aquellos lugares en los que se habían producido víctimas, mientras se leían los nombres de las localidades, el número de víctimas y los responsables. Resultaba sobrecogedora la letanía, en la que de vez en cuando se escuchaba GAL, incontrolados o BVE, pero en la que el nombre que se repetía de forma incesante era el de ETA, con una cantinela numérica brutal: entre otros nombres, Arrasate 10, Azpeitia 10, Baracaldo 13, Barcelona 36, Bilbao 56, Donostia 97, Durango 10, Getxo 19, Irún 25, Madrid 121, Pamplona 28, Rentería 17, Tolosa 14, Vitoria 27, etc., etc. Nunca había escuchado de este modo la relación de víctimas y resulta particularmente impactante. ¡27 personas asesinadas en la ciudad en la que vivo desde hace más de treinta años y solo podría recordar el nombre de unas pocas! ¡Cómo hemos podido soportarlo! Alrededor de doscientas localidades con un lugar de la memoria para recordar; muchos de ellos, por cierto, aquellos que cuentan con algún recordatorio, una placa, una escultura, el nombre de una calle, están recogidos en el Mapa de la memoria elaborado por la Dirección de Atención a las Victimas del Terrorismo. Algunos, también, están fotografiados por Willy Uribe en su Allí donde ETA asesinó, un testimonio imprescindible. Otro aspecto que se debe tener en cuenta a la hora de escribir ese relato del que venimos hablando.

VÍCTIMAS DEL TERRORISMO, VÍCTIMAS DEL FRANQUISMO

Frente a la exigencia de responsabilidades y al reconocimiento del daño causado a la hora de afrontar unas políticas públicas de memoria en nuestro país es frecuente escuchar un argumento que critica y se distancia de esas premisas. Me refiero al que se remite a las víctimas del franquismo, a su insuficiente reconocimiento y reparación, al deficiente tratamiento que reciben en la llamada Ley de Memoria Histórica, para relativizar la denuncia que deben recibir el terrorismo y sus responsables individuales. Dejo aparte el tema de la posible crítica al diferente tratamiento que supuestamente estarían recibiendo hoy unas víctimas y otras, presuntamente más favorable y positivo en el caso del terrorismo, a partir de la valoración de la distinta legislación sobre unas y otras. Rafael Escudero hacía hace un par de semanas ese análisis (Público, 21/01/12), y destacaba el argumento impecable contenido en el preámbulo de la reciente Ley de Reconocimiento de las Víctimas del Terrorismo, con referencias al carácter político del mismo, a la justicia y la dignidad de sus víctimas y a la memoria colectiva. Pero, al mismo tiempo, denunciaba que esos planteamientos no se habían aplicado ni remotamente hace unos años, cuando se legisló de manera mucho más limitada sobre las víctimas de la dictadura. Me parece un tema importante y discutible.

Pero la argumentación que pretendo cuestionar no es ésa, sino aquella que denuncia el supuesto tratamiento privilegiado de las víctimas del terrorismo de ETA frente a otras víctimas y que, en su versión más burda, llega a justificar la acción de ETA como supuesta violencia de respuesta. En su delirio, quienes defienden estas posiciones, establecen una línea de continuidad entre la lucha antifranquista y los atentados etarras, sin analizar los distintos periodos históricos y regímenes políticos en los que ha actuado ETA y, desde luego, sin cuestionar el permanente carácter antidemocrático y éticamente reprobable de su acción. Por otra parte, las indudables limitaciones de la Ley de Memoria Histórica o, si se quiere, por citar un episodio relacionado con esta cuestión, el procesamiento del juez Garzón, con todas las críticas que puedan y deban merecer, no puede restar un ápice de una decidida denuncia de toda agresión a los derechos humanos, lo cual lleva indefectiblemente a la denuncia de la historia de ETA, y cualquier otro terrorismo, y a la exigencia de reconocimiento y reparación del daño causado.

El relato por construir no puede plantearse ninguna duda al respecto.