Carlos Barba Solano
La encrucijada de la desigualdad y la política
social en América Latina

(Planeta Futuro. El País, 20 de abril de 2015).

La desigualdad social en América Latina no debe ser abordada con la mirada que actualmente prevalece en Europa. En el caso europeo y también en el anglosajón, el crecimiento reciente de la desigualdad implica una verdadera contrarrevolución que marca una clara ruptura con lo ocurrido durante el siglo XX, cuando se desarrollaron Estados de Bienestar que impulsaron un movimiento continuo de reducción de las desigualdades.

A escala global, la concentración creciente del ingreso y del patrimonio en el 1% de la población ha sido explicada por Thomas Piketty (2014) como resultado de la propensión estructural a que las ganancias derivadas de las inversiones financieras  (tasa de ganancia del capital)  sean mayores que la tasa de crecimiento económico. Esta tendencia que está llevando al reestablecimiento de un capitalismo patrimonial semejante al que prevaleció hasta antes de la Primera Guerra Mundial. 

En los países desarrollados está en juego la posibilidad de preservar una vida en común. El desafío, como señala Rosanvallon (2012), es rehacer el Estado del Bienestar para reconstruir el “interés general”, ante la evidencia de que una sociedad desigual y fracturada es más violenta y enfrenta costos crecientes en materia de salud, educación, vivienda y seguridad social. 

Sin embargo, en América Latina la desigualdad es una vieja y persistente herencia histórica, que exige otra tarea: construir versiones regionales del Estado de Bienestar. En Latinoamérica, no tiene sentido hablar del retroceso de la ciudadanía social frente a la ciudadanía política, sino de una democracia desgarrada, donde la segunda parece haberse consolidado pero no así la primera. Se trata de un mundo donde la democracia no ha logrado minar las desigualdades heredadas, que aún son un destino inexorable para numerosos grupos sociales. 

Luis Reygadas y Alicia Ziccardi (2010) afirman con razón que en América Latina hay al menos tres matrices generadoras de desigualdad: las desigualdades de la sociedad agraria, las de la sociedad industrial y las de la sociedad postindustrial. Las primeras heredadas de la época colonial y de la modernización basada en la exportación de bienes primarios; las segundas legadas durante la etapa de industrialización orientada al mercado interno; y las terceras que corresponden a la etapa actual de intensa globalización económica. 

La primera modernización y la primera matriz de la desigualdad

Como lo señala Rosemary Thorp (1998), durante la etapa de crecimiento impulsado por la exportación (siglo XIX, hasta la crisis de 1929) se fijaron algunas de las características estructurales que explican una parte importante de las desigualdades sociales en América Latina. Tres casos contrastantes revelan esta impronta, que condicionó profundamente el futuro de esas sociedades: el caso argentino, el brasileño y el mexicano. 

Durante la Belle Époque argentina, un flujo masivo de recursos desde el exterior generó un boom económico de casi 40 años, hasta la Primera Guerra Mundial, fundado en la exportación de bienes primarios (lana, carne y cereales). El rasgo social distintivo fue una gran migración europea que dejó una traza social distinta a la de la mayoría de los países de la región, pues en Argentina se produjo una movilidad social ascendente, una temprana aparición de capas medias y el desarrollo precoz de instituciones de bienestar.  

El modelo brasileño, el país más grande y complejo de la región, se basó en acuerdos entre distintas élites exportadoras (de café, azúcar, caucho, algodón), que concentraban la propiedad de la tierra, a través de la acción del estado, que facilitó un auge moderado del sector servicios, procesos de urbanización, instituciones de bienestar más excluyentes que en el caso argentino, la aparición de un mercado interno limitado y una fuerte protección de las nacientes industrias. Este modelo se basó en una concentración extrema de la propiedad de la tierra y en el uso del trabajo de los antiguos esclavos en condiciones de gran precariedad y exclusión social. 

En el caso mexicano, después de una tormentosa guerra de independencia y una gran inestabilidad política que impidieron la inversión extranjera y limitaron seriamente el crecimiento económico, se produjo una modernización conservadora encabezada por el gobierno de Porfirio Díaz, quien durante 30 años garantizó estabilidad política, atrajo inversión extranjera directa y alcanzó un rápido crecimiento económico basado en la exportación de metales no preciosos, petróleo y productos agrícolas. La intervención estatal impulsó un moderado crecimiento industrial, procesos de urbanización, el desarrollo de un sistema bancario y la modernización de los sistemas de comunicación. En lo social el eje fue la ampliación del mercado de la tierra, que se concentró en muy pocas manos, a partir de la expropiación de las tierras de las comunidades campesinas e indígenas, cuya mano de obra fue utilizada en condiciones de precariedad extrema y de un fuerte racismo.

Lo ocurrido en Argentina, Brasil y México se reprodujo en distintos grados en varios países latinoamericanos: concentración de la tierra en pocas manos; agudas desigualdades entre el mundo rural y el urbano; y la exclusión sistemática de los indígenas y los afrodescendientes. Las etapas de modernización posteriores no alteraron radicalmente estas tendencias. 

La segunda modernización y las nuevas formas de la desigualdad

El modelo de industrialización vía sustitución de importaciones (ISI), en auge en América Latina entre la Segunda Guerra Mundial y 1982, privilegió el crecimiento económico por encima de la inclusión de quienes fueron hechos a un lado en la etapa previa. Las actividades económicas que se desarrollaron fueron intensivas en capital, la creación de empleos fue más lenta que el crecimiento de la Población Económicamente Activa (PEA) y la política social no fue progresiva y ofreció derechos sociales y mejores servicios a quienes tenían una mayor capacidad organizativa y eran cruciales para apoyar el proceso de industrialización. 

Durante los años cincuenta y sesenta, la CEPAL impulsó la industrialización forzada de América Latina y le atribuyó un rol central al Estado porque se consideraba que este proceso requería de una conducción deliberada y que el desarrollo debería planificarse. La CEPAL consideraba fundamental modificar la estructura de la propiedad agraria, lograr una distribución más equitativa del ingreso, absorber económicamente a los grupos desposeídos a través del proceso de industrialización e integrarlos socialmente a través de políticas activas de empleo. 

En la década de 1970, este optimismo fue abandonado porque la industrialización basada en la adopción de tecnología avanzada no producía los beneficios esperados. La diferencia entre el ingreso rural y el urbano aumentaba y la concentración del ingreso no permitía el surgimiento de un mercado interno de grandes dimensiones. El crecimiento de la población sobrepasaba la capacidad de la industria para incorporar mano de obra. 

La CEPAL perdió su unidad intelectual e ideológica y muchos de sus miembros la abandonaron para alimentar las filas de lo que se conocería posteriormente como la teoría de la dependencia. Fernando Hernique Cardoso y Enzo Falleto (1978) llegaron a la conclusión de que el modelo ISI había fracasado porque aunque el sector industrial se fortaleció, no generó ni desarrollo social ni político. 

Aunque se ampliaron las capacidades estatales y se establecieron amplios sistemas de bienestar en los años 1940 y 1950, eso no alteró la lógica distributiva heredada de la etapa previa. Se desarrollaron importantes sistemas sectoriales de educación y salud que garantizaban prestaciones básicas para amplios sectores de la población, pero la seguridad social tendió a ser excluyente y se caracterizó por una aguda segmentación institucional. 

En términos generales, la política social privilegió a los grupos de ingresos medios (trabajadores industriales, empleados estatales, clases medias) que respaldaban el proceso de industrialización. Los campesinos, trabajadores urbanos informales y pueblos indígenas quedaron al margen de las principales instituciones de bienestar.  

En este proceso hubo matices importantes. En los regímenes de bienestar universalistas, desarrollados en países con escasa población indígena o afrodescendiente (Argentina, Chile, Uruguay y Costa Rica), hubo una mayor expansión del empleo formal y mayor cobertura institucional en educación, salud y seguridad social. Allí se alcanzaron los niveles más altos de protección pública y de ampliación de la ciudadanía social. La seguridad social siguió un modelo bistmarckiano (estratificado, contributivo, con un régimen de seguros múltiples) y descansó en un modelo familiarista: los varones asalariados responsables de proveer ingresos y aseguramiento para los miembros del hogar, las mujeres a cargo de las labores de cuidado.  

En México o Brasil, los países y las economías más grandes de la región, se instituyeron los mismos tipos de sistemas de bienestar, pero tendieron a concentrarse en las áreas urbanas, dejando a un lado a quienes no participaban en la economía formal urbana, a los campesinos y a una gran variedad de grupos indígenas o de descendientes afro-latinos, quienes constituían una parte significativa de la población total. Por eso se les caracteriza como regímenes duales.

En la mayoría de los países de América Central y de la América Andina, con población indígena muy numerosa, los regímenes fueron excluyentes. El Estado tuvo un muy pobre desarrollo institucional y benefició solamente a pequeñas oligarquías. Por ello, los principales recursos de los pobres para hacer frente a los riesgos sociales fueron sus familias y redes comunitarias. 

Como ya lo he señalado (Barba, 2007) en 1970, antes de las grandes crisis latinoamericanas, en los regímenes universalistas sólo el 15.3% de todos los hogares se encontraban en la pobreza; en los regímenes duales la cifras era mayor: 38.3 %. Sin embargo, en los regímenes excluyentes al menos el 50% de los hogares eran pobres. Ese mismo año, la desigualdad en la distribución del ingreso, medida a través del Coeficiente de Gini (cuyos valores fluctúan entre 0 y 1, donde los valores que se aproximan a 1 indican mayores grados de concentración del ingreso) en promedio alcanzaba en los regímenes universalistas valores cercanos a 0.48, en los duales próximos a 0.55, y en los excluyentes rondaban 0.60.

Para 1980, en los regímenes universalistas el gasto social promedio como porcentaje del PIB era de 16.4%, en los regímenes duales 10.8% y en los excluyentes 6.5%. La seguridad social cubría en el primer caso al 62% de la PEA, en el segundo al 34% y en el tercero al 27%.  La matrícula en educación media como porcentaje de la población entre 12 y 17 años en 1980 era respectivamente 66%, 49% y 43%.  

Este nivel de protección bastó para que tanto en los regímenes universalistas como en los duales se desarrollaron sectores de clase media urbana que lograban acceder a niveles de enseñanza media y superior, tenían empleos estables y podían esperar que sus hijos gozaran de una situación mejor que la suya. Esas ambiciones fueron cortadas por las crisis económicas de los años 70 y 80 que implicaron una reducción de empleos públicos, la privatizaciones de empresas estatales y un importante proceso de desindustrialización que en conjunto socavaron los cimientos de la clase media.

La modernización liberal y las nuevas desigualdades 

Esas crisis, los procesos de ajuste y restructuración económica, encaminados a sustituir el modelo ISI por un modelo orientado a las exportaciones, produjeron un gran desempleo, subempleo y la expansión del trabajo informal. 

Este escenario permitió a organismos financieros internacionales, como el Banco Mundial (BM) o el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y a numerosos gobiernos de América Latina justificar la adopción de una paradigma de bienestar liberal que considera al mercado el eje en la generación y distribución de bienestar y que sólo encomienda al estado hacer frente a la pobreza. 

Las nuevas políticas sociales se focalizaron en los más pobres, apoyaron la participación privada en la educación, la salud y los sistemas de pensiones e impulsaron la descentralización de los servicios sociales. El empleo se conceptualizó como un asunto del mercado, por ello se promovieron la desregulación y flexibilización de los mercados laborales y se recomendó reemplazar los sistemas pensionarios por otros de capitalización individual.
Inicialmente la pobreza fue considerada un costo social, producto de los procesos de estabilización y ajuste que siguieron a la crisis de 1982 encaminados a reorientar las economías nacionales hacia el mercado mundial. Más tarde fue concebida como una externalidad del mercado que debía corregirse. 

A partir de los años 80, a los indígenas, los campesinos y los descendientes afro-latinos, que constituían el núcleo duro de la pobreza estructural, se sumó un nuevo tipo de pobres: los sectores medios que perdieron cobertura de seguridad social debido a una crisis de empleo. 

En esa década, se crearon los primeros programas focalizados para aliviar la pobreza del ciclo liberal, conocidos como Fondos de Inversión Social (FIS), apoyados por el BM o el BID. Los FIS reducían la responsabilidad social del Estado, fueron temporales, compensatorios y de baja calidad. Fracasaron porque su focalización no fue rigurosa, fueron clientelistas y se conducían con una gran opacidad.

Durante los años 90, en los regímenes duales, inició un segundo ciclo con los programas de transferencias monetarias condicionadas (TMC). Destacan “Oportunidades” en México y “Bolsa (beca) Familia” en Brasil, los programas de TMC más grandes del mundo (en 2013 cubrían respectivamente 58 y 32 millones de personas). Hasta 2013, este tipo de programas se habían implantado en 19 países de América Latina y tenían una cobertura de casi 127 millones de personas. Su principal objetivo es impedir la reproducción intergeneracional de la pobreza, al menor costo posible. Fueron diseñados para impulsar que los hijos de las familias pobres utilizaran los servicios públicos de  educación y la salud, para que pudieran adquirir capital humano suficiente para aprovechar las oportunidades de empleo o ingreso que supuestamente son generadas por el mercado.

Estos programas han sido evaluados favorablemente y han logrado la incoporación de millones de pobres a esquemas de protección social de baja calidad. Sin embargo, conviene ubicarlos en el contexto socioeconómico que prevalece en la región, donde el crecimiento económico y el aumento del empleo formal se encuentran enfrentados y donde los mercados laborales demandan cada vez mayores niveles de calificación. El desempleo, el subempleo o la informalidad se muestran como características estructurales de nuestras economías. El empleo formal cada vez es más precario y la protección de la seguridad social es selectiva, de baja calidad y suele ser temporal. Por ello, cabe preguntarse si las tendencias predominantes en materia de protección social durante los años 90 son las adecuadas para hacer frente al funcionamiento del empleo.  La respuesta obviamente es no.

Los resultados de las nuevas políticas a lo largo de los años 90 fueron mediocres. De acuerdo con CEPAL (2001): bajo crecimiento económico, acompañado de una moderada reducción de la pobreza que entre 1990 y 1999 en los regímenes universalistas pasó del 28.5 al 14.5 % de los hogares, en los regímenes duales de 42.3 a 38.9% y se mantuvo por encima del 50% en los regímenes excluyentes. Sin embargo, el porcentaje de personas en la pobreza y la indigencia, tanto en el campo como en el medio urbano, siguió siendo mayor que durante la década de 1980.  Además, La desigualdad del ingreso creció en los regímenes universalistas, se mantuvo constante en los duales y se incrementó en los excluyentes.

La crisis del Consenso de Washington: en busca
de una ruta hacia el universalismo

Estos magros resultados pusieron en crisis al paradigma liberal de política social. La apertura económica continuó, aunque en mejores condiciones. Quenan y Velut (2014) señalan que entre 2003 y 2008 América Latina, experimentó una fase de fuerte crecimiento económico, vinculado a la exportación de materias primas (soya en Argentina y Brasil; caña de azúcar, bauxita y estaño en Brasil; cobre, litio en Chile; hidrocarburos en Venezuela, México, Brasil, Bolivia y Ecuador) en un contexto de estabilidad de precios. 

Predomina ahora la tendencia a la re-primarización de las grandes economías latinoamericanas, con la excepción de México donde las exportaciones de productos manufacturados constituyen el 73.5% del total. Sin embargo, la coyuntura económica favorable parece haber llegado a su fin debido a las crisis de 2007-2008 y de 2011 y 2012, así como a la caída de los precios de las materias primas en 2008-2009 y la de los precios del petróleo de 2014. 

Durante la etapa de auge las clases medias se recuperaron, tuvieron acceso a mejores salarios, consumo, vivienda, salud, crédito, educación superior para sus hijos. Sin embargo, al igual que en Europa o los países anglosajones, enfrentan una creciente incertidumbre, producto de la precariedad e inestabilidad laboral, los elevados costos de la educación de sus hijos, la amenaza de perder sus empleos o de sufrir gastos catastróficos en materia de salud. Esta vulnerabilidad ha llevado a una mayor agencia de esos sectores que demandan al Estado: protección, regulación económica, seguridad social; también ha impulsado giros electorales hacia la izquierda en varios países (a escala local y nacional) y ha puesto nuevamente el tema de la reducción de la desigualdad en la agenda social.

En Chile y México los cambios en la política social han sido moderados, pero en países como Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Uruguay han sido significativos en busca de un nuevo equilibrio entre crecimiento y equidad y un retorno del Estado. Sin embargo, exceptuando los casos de Brasil y Argentina, esto se ha producido en contextos de una muy reducida capacidad fiscal y en adelante muy probablemente en contextos de bajo crecimiento económico.

A diferencia de lo que ocurre en los países desarrollados, la tarea no es rehacer los estados de bienestar desgarrados, sino terminar de construirlos con escasos recursos y con un instrumental híbrido. Como señalan Luis Reygadas y Fernando Filgueira (2011) y también Barba y Valencia (2014) las políticas sociales incluyen tanto programas de corte liberal, como las TMC, reformas liberales a los sistemas de pensiones, cuasi mercados de servicios sociales, mercados laborales liberalizados; como políticas social- demócratas como sistemas unificados de salud, ampliaciones a los derechos laborales y sociales, promoción del desarrollo, pensiones solidarias, reformas fiscales progresivas y asistencia social fundada en derechos.

No obstante, el resurgimiento de una agenda universalista define un panorama lleno de claro-oscuros. Reducción de la pobreza nacional e inclusión de los más pobres en esquemas de protección, pero no la reducción de la pobreza rural. Datos de CEPAL (2012) indican que en 2002 el 44% de la población se ubicaba en la pobreza, para 2008 ese porcentaje había bajado a 33%; pero en 2011 la pobreza rural alcanzaba aún al 50% de la población (mientras la pobreza urbana comprendía al 24%). En los países donde se produjeron giros a la izquierda la reducción fue aún mayor, en Uruguay, Argentina, Costa Rica y Brasil la pobreza nacional se sitúo por debajo del 28% de la población.

También la concentración del ingreso se redujo, pero con gran variabilidad. Entre 1990 y 2012, de acuerdo con CEPAL (2015), en Argentina, Uruguay, Venezuela y Brasil el Coeficiente de Gini disminuyó, en el primer caso pasó de 0.501 a 0.475, en el segundo de 0.492 a 0.383, en el tercero 0.471 a 0.407 y en el cuarto de 0.627 a 0.567. Aún así, con la excepción de Uruguay, la desigualdad en estos países continúo siendo muy alta y en el caso Brasileño extrema.

La CEPAL (2015) señala que aunque el acceso a la educación mejoró considerablemente en todos esos países, pero se mantuvieron grandes brechas entre los jóvenes más pobres y los más ricos. En 2012 mientras el 83% de los jóvenes de 20 a 24 años del 20% más rico de la población había concluido la enseñanza secundaria, sólo el 33% del 20% más pobre había logrado el mismo nivel de escolarización. Esta situación se agrava por la gran deficiencia de la calidad de la educación a la que tiene acceso el 40% de los más pobres, quienes no alcanzan los niveles de aprendizaje mínimos para desempeñarse como ciudadanos competentes en áreas de lectura y matemáticas. 

Esta agencia señala también que los avances en el campo educativo no se han trasladado al campo laboral, ya que el desempleo de los jóvenes es mayor que el de la población adulta y su inserción laboral es más precaria. 

En esta encrucijada de desigualdades históricas, persistentes e inerciales y de otras nuevas, globales y cambiantes, en América Latina tres temas continúan pendientes: (1) el viejo tema de la reforma fiscal para asegurar la viabilidad de las políticas sociales; (2) el de la integración de los sistemas de protección cada vez más fragmentados; y (3) el de la construcción de estados de bienestar que de manera consistente reduzcan tanto las desigualdades sociales heredadas, como las que se han ido agregando al pasar de un modelo económico a otro y que, por otra parte, sean capaces de generar formas de ciudadanía social que permitan una vida en común entre los pobres y los sectores medios, integrados en las mismas instituciones sociales.
  
Referencias

Barba, Carlos (2007) ¿Reducir la pobreza o construir ciudadanía social para todos? América Latina: Regímenes de bienestar en transición al iniciar el Siglo XXI.Guadalajara: Universidad de Guadalajara.
Barba, Carlos y Valencia, Enrique (2014) “Brasil y México: regímenes duales en transición divergente”. Ponencia presentada en el XXXII International Congress of the Latin American Studies Association-LASA2014.
Cardoso, Fernando Henrique y Enzo Falleto, (1978) Dependencia y Desarrollo en América Latina. Ensayo de interpretación sociológica. México: Siglo XXI editores.
CEPAL-Comisión Económica Para América Latina y el Caribe (2001). Panorama Social de América Latina 2001, Santiago de Chile: Naciones Unidas. 
CEPAL (2012). Panorama Social de América Latina 2012, Santiago de Chile: Naciones Unidas. 
CEPAL (2015). Panorama Social de América Latina 2015, Santiago de Chile: Naciones Unidas. 
Quenan, Carlos y Sébastien Velut ( 2014) Los desafíos del desarrollo en América Latina. Dinámicas socioeconómicas y políticas públicas. París: Institut des Amériques. 
Reygadas, Luis y Ziccardi, Alicia (2010), “México: Tendencias modernizadoras y desigualdad” en Rolando Cordera (Coord.), Presente y Perspectivas México: Fondo de Cultura Económica, pp. 250-308.
Luis Reygadas y Fernando Filguiras (2011) “Desigualdad y crisis de incorporación: la caja de herramientas de políticas sociales de la izquierda”. En    Theottonio Dos Santos (ed.) América Latina y el Caribe: Escenarios posibles y políticas sociales.Vol. 3, Montevideo: FLACSO y UNESCO, pp. 133- 
Thomas Piketty (2014), Capital in the Twenty-First Century.  Londres: The Belknap Press of Harvard University Press. 
Rosanvallon, Pierre (2012) La Sociedad de Iguales. Buenos Aires: Manantial. 
Thorp, Rosemary (1998) Progreso, Pobreza y Exclusión. Una historia económica de América Latina en el Siglo XXI. Washington, D.C.: Banco Interamericano de Desarrollo y Unión Europea. 

_______________
Carlos Barba Solano es profesor e Investigador de la Universidad de Guadalajara, México. Miembro del S.N.I. nivel III. Designado CROP Fellow 2014-2018. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara y el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social. Coordinador del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara. Co-Director de la Revista Espiral: Estudios de Estado y Sociedad. Ex-coordinador y miembro del Grupo “Pobreza y políticas Sociales” de CLACSO. Fue miembro del comité directivo de CLACSO. Ha sido profesor invitado, ha realizado estancias de investigación y ha dictado conferencias en instituciones de América Latina y Europa.  Ha participado como experto y/o consultor en temas de protección social invitado por EUROSOCIAL y CEPAL. Ha editado y publicado libros y artículos científicos sobre política social, programas sociales, desigualdad y cohesión social, ciudadanía social, estudios comparados de regímenes de bienestar y estudios comparados sobre procesos de reforma social y de los sistemas de salud en América Latina.