Carmela García González

El tsunami en Indonesia.
Catástrofes naturales en la sociedad global (del riesgo)

(Página Abierta, 157, marzo de 2005)

Tsunami es la palabra que en japonés da nombre a las “olas” que viajan “escondidas” (tsu-nami), no producidas por el viento –aun cuando éstas pueden alcanzar y superar en los temporales la altura de un tsunami–, ni tampoco relacionadas con las mareas fuertes que pueden inundar las zonas costeras, sino originadas por el desplazamiento del fondo oceánico. Éste pone en movimiento a las masas de agua en forma de onda, que transmiten a grandes velocidades enormes cantidades de energía las cuales adoptan la forma de ola gigante y destructora sólo al llegar a las costas.
Los tsunamis son fenómenos naturales que, como la lengua y el legado pictórico japonés reconocen, han manifestado su enorme fuerza destructora en el pasado. Sin embargo, el trágico balance de vidas humanas perdidas y de daños causados va en aumento en las últimas décadas, según datos de la ONU, tanto en los desastres producidos por tsunamis como en otras catástrofes geoclimáticas (erupciones, inundaciones por lluvias torrenciales, tormentas tropicales, movimientos de laderas, sequías, plagas, etc.). El elevado número de víctimas y la cuantía de los daños que causan los desastres naturales provocan una convulsión en las sociedades crecientemente tecnificadas; y desafían el ideal de desarrollo y progreso científico del que, entendido en la tradición de la modernidad, se esperaba una mayor seguridad, mayor control, mayor certidumbre en las relaciones con las fuerzas de la Naturaleza.
Empezamos incluso a ver que, en muchas ocasiones, los daños de los desastres naturales se potencian por intervenciones humanas previas sobre el medio que, como la deforestación o la urbanización o cambios en el uso del suelo, facilitan el arrastre del suelo o destruyen los sistemas naturales que absorben energía y protegen los territorios frente a la erosión, a las inundaciones y otros riesgos. La superpoblación de las zonas de riesgo y la vulnerabilidad que produce la pobreza favorecen los sobrecogedores saldos en vidas humanas y daños.
En estas situaciones, y a pesar de la causa “natural” del desastre, se perciben elementos característicos de lo que algunos autores han llamado “segunda modernidad”, “modernidad reflexiva” o “sociedad global del riesgo” en la que, en palabras de uno de sus teóricos como es U. Beck, «se colapsa la idea misma de controlabilidad, certidumbre y seguridad, tan fundamental en la primera modernidad».
El ideal de progreso técnico se resiente ante semejantes catástrofes, que reflejan no sólo la dificultad del control sobre la Naturaleza, sino que también nos arrojan los efectos no previstos ni deseados de nuestras propias decisiones previas, que, por acción u omisión, repercuten incrementando los daños. ¿Cómo entender y abordar estas catástrofes “naturales” en la sociedad global de riesgo? ¿Hasta dónde nos protege el conocimiento científico frente a las catástrofes? ¿La terrible tragedia de Indonesia y otros países asiáticos es sólo una tragedia de origen natural? Ésta es la línea en la que se empiezan a enfocar los riesgos tanto en la literatura técnica como en la sociología, y en las propuestas sobre políticas de la Naturaleza; propuestas que tendrían su concreción en una agenda política necesariamente globalizada ante los riesgos, riesgos cosmopolitas que afectan a todos por cuanto que suponen inevitablemente la disolución de las fronteras, de los límites que nos alejan  –la tragedia nos une, se aproxima a todos a través de los medios de comunicación, o de los viajeros que no retornan, o de las ONG y agencias que reclutan esfuerzos y ayudas–; cosmopolitismo sí, pero sin olvidar que los riesgos se ceban sobre las poblaciones más vulnerables, y esto sí que es objeto de responsabilidad política y tema urgente para las agendas en los foros internacionales, pues esta vulnerabilidad no es cosa de la Naturaleza. Riesgos, en fin, que nos muestran cómo Occidente y Oriente se enfrentan a los mismos retos, a los riesgos globales que no conocen de fronteras.

El saber técnico sobre el riesgo

Desde el punto de vista técnico, riesgo es todo fenómeno, condición o situación que puede causar daños a las personas, a los bienes o al medio ambiente. El análisis del riesgo está, pues, orientado a la predicción, prevención y amortiguación de lo que una vez ocurrido llamamos catástrofe o desastre. La prevención de daños y la acción de respuesta precisan no sólo del saber técnico, sino de planes de emergencia y medidas adoptadas previamente, normas, protocolos y gestión de la emergencia; es decir, de toda un articulación social del riesgo. Teóricamente, se distingue entre riesgos naturales, mixtos e inducidos por intervenciones humanas, aunque cada vez más los riesgos tienen un componente humano, cultural o tecnológico considerable ya que, si bien las causas pueden ser naturales, las acciones previas sobre los ecosistemas naturales aumentan la vulnerabilidad, como he comentado, y la respuesta que les damos o las formas de las que nos dotamos para protegernos y mitigar las pérdidas son culturales y sociales.
El análisis y la mitigación del riesgo precisa de la evaluación de tres factores decisivos: peligrosidad, exposición y vulnerabilidad.
La peligrosidad es el análisis de la probabilidad de que se materialice el riesgo, con estimaciones de la escala, intensidad o severidad que podría adquirir, y definición de las zonas y los momentos de riesgo. Los tsunamis se producen como efecto de algunos terremotos –no en todos los casos–, o bien a causa de una erupción volcánica, o bien por otras causas mucho menos frecuentes como caídas de meteoritos o desprendimientos de terrenos que impactan sobre el fondo oceánico. Indonesia es uno de los muchos arcos de islas que se forman en las zonas de choque de placas tectónicas y subducción pacífica; son zonas
volcánicas y de alto riesgo sísmico, que deben su existencia precisamente a esas manifestaciones de la energía interna de la Tierra, y, por lo tanto, son zonas de riesgo de tsunamis.
Aunque los tsunamis no siempre acompañan a un movimiento sísmico, cuando ocurren –y esto depende de la topografía de los fondos sobre los que se genera el movimiento y sobre los que se desplaza la masa de agua, de la magnitud del terremoto en origen y de la morfología de la costa, entre otras cosas–, se manifiestan de forma variada: pueden llegar a la costa bien como cortinas de agua, bien como olas de amplitud enorme (hasta 300 kilómetros de cresta a cresta) que a velocidades de hasta 700 kilómetros por hora se propagan como una onda en un estanque. Al llegar a la costa, la progresivamente escasa profundidad de los fondos concentra generalmente la masa de agua en movimiento y toda la energía en gigantescas cortinas de agua que penetran en tierra, u olas que rompen en la costa y que se comportan como las olas que conocemos en la playa: primero se retira el agua, esta vez, y dada la amplitud de la onda, dejando de manera espectacular amplísimas franjas de fondo oceánico al descubierto, para luego avanzar sobre la costa inundando las tierras adyacentes.
El potencial destructor derivado de la cantidad de energía también varía; la topografía de los fondos, la magnitud del terremoto o suceso que lo ocasiona modulan el resultado. Esta información general con la que nos hemos familiarizado estos meses revela ya, sin entrar en un estudio disciplinar del fenómeno, cómo son muchos los factores locales relevantes, incluso azarosos, que pueden afectar a la evaluación de la peligrosidad, al potencial destructor de este fenómeno y al momento en el que puede originarse.
Podemos hablar de probabilidad, en sentido amplio, de zonas que se verán afectadas algún día, pero no de cuándo ni con qué intensidad. La red de seguimiento del Pacífico es la más avanzada y va progresivamente trabando un sistema cada vez más complejo de prevención y mitigación; pero el trabajo es delicado. Una vez producido el terremoto, ¿se producirá el tsunami? Los sismógrafos miden terremotos, no tsunamis. El programa de estudio de tsunamis que desarrolla la NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration)  americana está empezando a utilizar sistemas de refinados sensores instalados en el fondo del mar y boyas sobre el fondo para detectar la presión del agua y diferenciarlos de otros tipos de movimientos del agua, ya que el tsunami en alta mar no se percibe, sólo produce una deformación mínima de la superficie que un barco, por ejemplo, que navegue encima del tsunami no percibiría; la onda es enorme y se extiende cientos de kilómetros hacia el fondo, contrayéndose y visualizándose sólo al llegar a la costa. Todo este conocimiento es imprescindible para entender el riesgo, aun cuando de momento la mayoría de las alertas resultan ser falsas alarmas: un 75% de las situaciones de alarma resultaron ser falsas en el Pacífico desde los años cincuenta.
La elaboración de mapas de peligrosidad informa, sin embargo, de las zonas que son susceptibles de sufrir un tsunami en función de su relación con las causas y de los datos históricos de frecuencia o tiempo de retorno de los tsunamis ya ocurridos. En este trabajo resulta fundamental la modelización mediante programas que integran los datos sobre la posible evolución de un tsunami y que permiten su adaptación específica a cada zona de costa; especialmente interesantes son los modelos que reflejan la propagación y la inundación que habría de producirse. Ahora bien, son sólo modelos, no hay certezas. La propagación de la ola transporta la energía desde la zona del terremoto, pero la refracción del fondo marino puede modificar la ola, así que es necesario conocer mejor el relieve de los fondos y aplicar ese conocimiento localmente. El radio que abarca la propagación del tsunami puede ser, si no hay accidentes que lo refracten o frenen, todo el lecho oceánico; sirva de ejemplo el terremoto de 1960 en las costas chilenas, origen de un tsunami que se desplazó hasta Japón; el reciente tsunami generado en Indonesia se propagó por el Índico y alcanzó India –dos horas más tarde– y las costas africanas –unas ocho horas después. Esta globalización de males y de efectos complejos que pueden sentirse a cientos de kilómetros del origen, de la causa, es otro elemento característico de las sociedades del riesgo. Terremotos en Alaska producen tsunamis en Hawai; un terremoto con epicentro en Java causa un tsunami en Sri Lanka.
Las estimaciones de la influencia y comportamiento de las olas al llegar a la costa se reflejan en los mapas y en los modelos de inundación. Se trata de estimar el área que quedaría inundada. Ahora bien, son modelos más difíciles de perfilar, ya que la ola puede llegar en forma de pared de agua, o de cresta gigante, o como una subida de marea espectacular y con energías y poder de penetración diferentes en función de la magnitud. Si los acantilados o la morfología costera no lo impiden, la inundación penetra centenares de metros adentro. Los terremotos con epicentro en zonas de subducción generalmente levantan el fondo oceánico y hunden la costa, por lo que se potencia la inundación. Las olas encrespadas y las inundaciones serán mayores si vienen precedidas por el retroceso del mar. Nuevamente, los modelos deben ser localmente adaptados.
Los expertos del riesgo elaboran también mapas de exposición que reflejan el número total de personas o de bienes que se verían afectados en la situación de riesgo. Una de las causas del incremento dramático de la pérdida de vidas y daños en las últimas décadas se explica por el incremento de la exposición, es decir, del número de personas que habitan en las zonas de riesgo. En consecuencia, aumentan las infraestructuras afectadas, carreteras, playas, urbanizaciones, industrias, y también crece el riesgo potencial de contaminación que producirían los vertidos de las industrias afectadas por la catástrofe.
Las costas, tradicionalmente, han sido lugares donde se ha concentrado la población, llamada por la riqueza de recursos y por las posibilidades de comunicación, y las costas cuajadas de islas del Pacífico y del Índico no son una excepción. Pero la explosión demográfica, vertiginosa a lo largo del siglo XX, ha supuesto sobre todo un incremento espectacular de población en los países en vías de desarrollo, que son zonas de alta peligrosidad sísmica, volcánica, de tormentas tropicales y otros riesgos geoclimáticos.

La vulnerabilidad

Otro concepto fundamental en el análisis del riesgo es la vulnerabilidad. Refleja el porcentaje del daño que se produce con respecto al total de vidas humanas y bienes expuestos. Es un concepto muy interesante porque nos permite pensar en los distintos grados de susceptibilidad distinta frente a un mismo desastre que pueden tener dos poblaciones diferentes; nos permite evaluar los medios para hacer frente a los daños que reducen esa vulnerabilidad, el grado de conciencia y conocimiento de las poblaciones expuestas y la medida de nuestra protección. Es un concepto con marcado contenido social que incorpora la idea de protección y las medidas de respuesta que estemos dispuestos a adoptar para reducir nuestra vulnerabilidad.
Dos poblaciones expuestas de igual forma a un tsunami o a un terremoto pueden experimentar distintos daños, tener distinta vulnerabilidad, en función de las medidas previamente adoptadas para protegerse, que incluyen desde disposiciones de ordenación del territorio que impiden ciertos usos del suelo, planes de protección civil, planes de emergencia, construcciones que adaptadas a la peligrosidad resisten mejor el impacto, control y planes de evacuación, etc. Si bien los riesgos son cosmopolitas y los tsunamis pueden afectar tanto a Indonesia como a India, Alaska o Japón, la vulnerabilidad no es la misma en todas las sociedades; las catástrofes golpean con mayor dureza a las poblaciones más pobres, menos protegidas. Además, está aumentado enormemente la vulnerabilidad de las poblaciones en los países en vías de desarrollo, pues la deforestación, la explotación de los recursos y la destrucción de los ecosistemas agrava los daños que producen las inundaciones, tormentas, los deslizamientos de ladera y, en este caso, el tsunami.
La conocida activista india Vandana Shiva ha llamado la atención sobre el papel de la destrucción de los bosques tropicales llamados manglares y su efecto sobre la inundación de algunas zonas costeras tras el tsunami en India, Tailandia e Indonesia. Los manglares son los bosques característicos de Mangles, árboles que enraízan en las aguas saladas costeras, en los estuarios y en zonas de arrecifes, formando un ecosistema frontera rico y diverso en especies, muy frágil y con un papel crucial en la protección frente a la erosión y frente a las inundaciones que ocasionan los huracanes, los tsunamis o la acción de las mareas y otras fluctuaciones del nivel del mar en la zona de costa. Son el equivalente, en cuanto a diversidad e interés ecológico, del bosque tropical en tierra. Hoy los manglares cubren 181.000 kilómetros cuadrados distribuidos por todas las costas tropicales del mundo, pero su retroceso es dramático –se ha perdido el 50% de la superficie de manglares en los últimos 50 años. La causa fundamental de su desaparición es la acuicultura del camarón, que desde hace dos décadas crece incesantemente en toda el área ahora afectada por el tsunami. Para instalar los vastos sistemas de piscinas en los que se cría el camarón es necesario talar los manglares. La cría de este crustáceo que se venían practicando en las comunidades locales, y a pequeña escala en arrozales y zonas costeras de India, Tailandia, Vietnan e Indonesia, ha sido sustituida por los criaderos industriales e intensivos auspiciados por las políticas de desarrollo de estos países y por las líneas de ayuda al desarrollo del Banco Mundial y del Banco Asiático. Según los informes del Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales (WRM, en sus siglas en inglés), un 52 % de la tala de los manglares se debe a las actividades de la industria camaronera y un 26 % tiene como causa la sobreexplotación maderera. Nuevamente, actividades económicas no sostenibles tienen como consecuencia el agravamiento de los daños ante las catástrofes.
La vulnerabilidad aumenta también con la urbanización desmedida y con los cambios de los usos del suelo, que eliminan las dunas, los bosques o los sistemas naturales, fundamentales en la dinámica y equilibrios locales, ya que absorben la energía del agua que inunda las tierras, frenan su penetración hacia el interior y retienen el suelo, evitando que a la fuerza del agua se le añada toda una carga que incrementa el potencial destructor de la riada.
En fin, la vulnerabilidad crece con la pobreza. En ausencia de normas de ordenación del territorio y ante la falta de recursos, las gentes se ven obligadas a vivir en zonas de riesgo: se asientan en las llamadas llanuras de inundación, o en zonas llanas próximas a estuarios que son las invariablemente invadidas por las aguas cuando su caudal aumenta, zonas que son barridas por los colados de lodos, tierra y piedras. Hoy existe más población expuesta a los desastres naturales y, además, más vulnerable a éstos que en las últimas décadas, como queda reflejado en los datos de la ONU: 254 millones de personas están en 2005 expuestas a riesgos de inundaciones, sequías, terremotos y huracanes, una cifra que se ha multiplicada por cuatro en relación con 1990; si en 1990 hubo 53.000 muertos por desastres, en 2003 fueron 83.000, y en estos momentos los muertos en Indonesia son cerca de 200.000. Podemos visualizar, de este modo, el componente mixto, natural y de acción humana de muchas de las catástrofes de los últimos tiempos. El origen del fenómeno es natural, pero los daños se incrementan notablemente por acciones anteriores de efectos no deseados, o no tenidos en cuenta, o desconocidos a priori, o conocidos pero no corregidos o evitados. Se trata de un reflejo, de un rebote, de acciones previas que causan daños, un elemento, en definitiva, de la reflexividad característica de la sociedades de riesgo descritas por U. Beck.

La respuesta. ¿Podemos estar a la altura de las circunstancias?

Son distintos los niveles en los que opera la respuesta. Por un lado, el de las redes mundiales de científicos y expertos que trabajan en la detección precoz, el seguimiento y evolución del tsunami, capaces de integrar la información rápidamente más allá de las fronteras y de los ámbitos administrativos; por otro lado, el de las acciones locales y planes concretos para cada zona expuesta, que precisan una evaluación para identificar los elementos más vulnerables en función de la morfología de la costa y de los fondos oceánicos locales, los recursos y bienes que podrían verse dañados; y finalmente, el nivel que permite la planificación de la respuesta y la organización local de la población.
En costas alejadas del centro generador es posible una reacción si la forma de actuar está articulada. Las estimaciones destacan que el 90% de las víctimas se producen en un radio de 200 kilómetros. Cuando no hay mucho margen de tiempo, es relevante el nivel de información y educación en el riesgo que posean los ciudadanos para reconocer las señales y seguir las pautas organizadas previamente. La planificación previa de alerta, su difusión rápida en los medios locales, la movilización de los servicios de emergencia y la evacuación requieren de un esfuerzo en medios y una planificada educación de la población.
Son éstos aspectos fundamentales para reducir la vulnerabilidad ante tsunamis y otros riesgos. Una tarea ingente si pensamos en los miles de kilómetros que abarcan las zonas de riesgo y en el nivel de preparación en el que nos encontramos.
Por el momento, sólo existe una red organizada de prevención y mitigación que opera en el Pacífico. Y la pregunta que ha surgido es si esta red podría haber hecho algo el 26 de diciembre. Noticias de la agencia Efe del 10 de enero informan de las declaraciones del personal del Observatorio Meteorológico de Tailandia, que confirman que los centros hawaianos de la red pacífica, que hicieron el seguimiento del terremoto y evaluaron la posibilidad de que el tsunami llegara al Pacífico, alertaron con una hora de anticipación de la llegada del tsunami a las costas tailandesas. Parece ser que la burocracia, o la falta de protocolos de alerta, o fatales decisiones encaminadas a no crear pánico en la población obstaculizaron lo que podría haber sido una evacuación más o menos eficaz de la costa. En otros países fatalmente afectados, a los que las olas tardaron varias horas en llegar, debió ocurrir también algo parecido.
Son la impresión y la sensibilidad social que se genera frente a las catástrofes ya ocurridas los factores determinantes en la organización de las respuestas frente al riesgo. Siempre nos preguntamos a posteriori qué ha fallado y qué medidas podrían haber mitigado los daños. La red de prevención de tsunamis del Pacífico se organizó después de las tragedias en Hawai de 1948 y la de 1967 en Alaska. Como resultado de la inquietud social frente a estos desastres, se crearon centros de alerta dependientes de la NOAA americana, que poco a poco han ido incrementando sus medios humanos y sus presupuestos; centros que trabajan en un Programa Nacional de Mitigación de Riesgo por Tsunamis, pero cuyo ámbito de competencia es exclusivamente el Pacífico. El sistema opera investigando nuevos sistemas de detección precoz y de modelización, evaluando la posibilidad de generación de tsunamis cada vez que se produce un terremoto, vigilando la evolución y estimando su llegada a las zonas localizadas en el límite de placas: Hawai, Alaska, Washington, Oregón, California, donde 3 millones de personas están expuestas al riesgo.
En Hawai se están completando mapas y estudios de comunidades de riesgo muy detallados localmente; es, además, la comunidad con el trabajo más avanzado en la planificación y la educación de la población expuesta y vulnerable. Dentro de este plan de acción está integrado el programa Tsunami Ready. Se trata de un programa de colaboración activa entre el National Weather Service (NWS) y las agencias federales y estatales de emergencia. Tiene como eje de acción la coordinación de los distintos servicios, institutos y administraciones competentes y necesarios para actuar en casos de emergencia. El objetivo de incrementar la seguridad requiere de agilidad y comunicación entre los distintos centros de investigación y control implicados, entre los Estados costeros y entre las administraciones locales.
En la red Tsunami Ready se encuentran organizadas ciudades voluntarias de los Estados de Alaska, Washington, Oregón y California. Consiste, básicamente, en coordinar las distintas agencias en un Centro de Operaciones de Emergencia, organizar sistemas de alerta (conectados para recibir predicciones de tsunami con la NOAA y Agencias de Emergencia estatales y federales, Administraciones regionales y medios locales...), establecer un plan de riesgo del tsunami y, fundamentalmente, desarrollar un programa de difusión y educación de la población para su evacuación.
También Japón, como resultado de una trágica experiencia, dedica numerosos esfuerzos a la prevención de tsunamis. Más de una cuarta parte de los tsunamis registrados en el Pacífico desde 1895 se dieron en Japón. Los japoneses han realizado durante años importantes inversiones para mitigar los efectos de los tsunamis, sin olvidar programas públicos de educación integral, sistemas de alarma eficaces, barreras forestales litorales, diques y otros muros costeros. Todas estas medidas se han visto sometidas a prueba en distintas ocasiones y sobre todo el 12 julio de 1993, cuando un terremoto de 7,3 puntos en la Escala de Richter, en el Mar del Japón, generó un tsunami que afectó a la isla de Okushiri. La Agencia Meteorológica de Japón dio inmediatamente la alerta. Cinco minutos después de la mayor sacudida del terremoto, la radio y la televisión alertaron de que un tsunami se dirigía a la costa. Para entonces las olas de 10 y 20 metros azotaron las poblaciones más cercanas al epicentro y murieron unas 200 personas; pero en otra localidad próxima la población, compuesta por unas 1.600 personas, huyó a las montañas justo a tiempo de evitar la ola que devastó la aldea. Hubo daños cuantiosos, pero la alerta salvó vidas. La vulnerabilidad de la población japonesa es menor que la de Indonesia.
La detección precoz es fundamental, pero hemos visto que no es fácil. La NOAA desarrolla actualmente una red de seis estaciones de registro en las profundidades oceánicas, en la zona de subducción de la placa Pacífica en Alaska, que registran terremotos y con ordenadores intentan evaluar la posibilidad de tsunami en Hawai; se ensayan sofisticados sensores que en el fondo pacífico detectarían el incremento del volumen de agua en la cresta del tsunami. Los recursos humanos y presupuestos dedicados a la tarea son impresionantes. Pese a todo, ni el mejor sistema funcionaría sin una organización adecuada de la población.
El tsunami que barrió recientemente las costas orientales del océano Índico puso en evidencia la necesidad de una red de alerta mundial similar a la que opera en el Pacífico, aspecto este que la ONU ya había planteado y que ahora retoma con urgencia ante la magnitud de esta catástrofe: en la reciente conferencia de Kobe sobre reducción de catástrofes del 17 de enero y en la reunión de Yakarta del 15 de enero para evaluar los daños del maremoto, se ha establecido el objetivo de poner en marcha un Plan Mundial para Mitigar las Catástrofes. Es crucial pensar en el tipo de políticas que se deben adoptar frente al riesgo.

La necesidad de una ciencia y de actores variados ante las catástrofes

Ni la tradición por sí sola ni el conocimiento científico por sí solo están a la altura del reto frente al riesgo. No debemos olvidar que las catástrofes siempre han golpeado a las comunidades, aun cuando sus modos de vida hayan resultado menos agresivos y transformadores del medio. No se trata de oponer el mito de la tradición de las comunidades rurales y de pescadores, integrados en su entorno y en paz con él, al mito de el saber todo poderoso del científico, el progreso que domeña al medio natural y nos proporciona la tranquila seguridad y certeza de que el control es posible.
Hemos intentado aquí esbozar la complejidad en la que nos movemos y la dificultad real para operar, pues sin ese particular enfoque de la complejidad no es posible la respuesta eficaz. En las discusiones que sobre los espinosos problemas del medio ambiente y de las situaciones de riesgo se originan, hay argumentos que de manera certera critican los desmanes de un desarrollo tecnológico sin medida, causante de contaminación y destrucción; una intervención así sobre la Naturaleza ciertamente no es sostenible por más tiempo. Suelen, al respecto, proponer como solución una recuperación de las formas de vida y de entender la Naturaleza basadas en la tradición de las comunidades locales; nos remiten, así, a una concepción de la Naturaleza y de nuestras relaciones con ella claramente idealizada. En contraposición, se escuchan las voces que confían en soluciones guiadas por la “verdad en manos de los expertos” y por la lógica del progreso, cuando no sencillamente del mercado. Se trata de dos fórmulas que ceden la voz de forma exclusiva o a la Naturaleza o a los expertos científicos, con exclusión en los dos casos de la voz de los ciudadanos.
Sin embargo, la visión con la que abordar las situaciones de riesgo puede ser otra. En primer lugar, conviene observar que los saberes que operan en los contextos de riesgo son complejos, interdisciplinares, con muchos agentes, muchos “expertos distintos” y otros muchos actores. Saberes con alto grado de incertidumbre, atravesados por valores e intereses. En palabras de Beck, «el concepto de riesgo y sociedad del riesgo combina lo que en otro momento era mutuamente excluyente: sociedad y naturaleza, ciencias sociales y ciencias de la materia, construcción discursiva del riesgo y materialidad de las amenazas»; así pues, los asuntos que en su día fueron puestos en manos de los expertos son objeto de discusión social y de decisión política hoy, son cuestiones que deben ser abordadas implicando y trabando en ellas a los ciudadanos.
Cuando algunos teóricos de la sociología de la ciencia proponen, de manera ciertamente provocadora, que la ciencia es social, como formula Bruno Latour, la propuesta puede entenderse como una llamada de atención sobre estas cuestiones en las que el saber y la acción se ligan en ese híbrido que es la tecnociencia, que atraviesa cada una de las acciones humanas en esta sociedad. La ciencia que opera en estos contextos de riesgo no es la misma que lleva una sonda a Titán y lo fotografía, o describe la trayectoria de un cometa, cuestiones éstas sobre las que los ciudadanos “de a pie” probablemente no tengamos mucha capacidad de intervenir, salvo en las decisiones acerca de gastar los presupuestos en tales asuntos o en tales otros. En los contextos de riesgo, sin embargo, nos enfrentamos a un conocimiento variado, escurridizo que contrasta con la dureza de los efectos posibles de su aplicación. Un conocimiento imprescindible, por supuesto, para tomar las decisiones complejas, pues nunca hemos necesitado tanto de las ciencias, pero nunca éstas han sido tan claramente percibidas como insuficientes.
Como plantea Latour, lo que se precisa no es un comité de expertos reunidos en cónclave, sino una red de elementos variados y entretejidos que precisa de aparatos, presupuestos, expertos en sismos de los institutos de investigación, físicos, meteorólogos, informáticos, técnicos, policías, periodistas, voluntarios de protección civil, bomberos, sismógrafos, teléfonos, planes, administraciones diversas, escuelas, ciudadanos, pescadores, etc., y todo funcionando en un enorme “imbroglio” o “experimento colectivo” que incluye a actores muy variados: técnicos, sujetos sociales y Naturaleza.
Para ilustrar a qué tipo de saber nos enfrentamos, puede ser útil la distinción que hacen algunos teóricos de la ciencia entre ciencia académica o normal, que trabajaría en ambientes de consenso, sobre un cuerpo de conocimientos bien establecido, se desenvolvería en tiempos que permiten dirimir las controversias o aplazarlas, no se ve obligada a la clausura del problema, trabajaría en contextos de incertidumbre limitada de forma que el riesgo que esos márgenes de incertidumbre inevitable plantean serían bajos –saber que nos lleva a Titán, por ejemplo; y otro tipo de ciencia, que suele ser la que opera en los contextos de riesgo, la ciencia reguladora o posnormal, caracterizada por un cuerpo más controvertido de conocimientos, frecuentemente expuesto a disensiones, con una actividad de naturaleza siempre multidisciplinar, sometida a limitaciones de tiempo para el hallazgo de conclusiones, se mueve con márgenes amplios de incertidumbre que amplía los riesgos asumidos dada la gravedad de los efectos posibles. Bruno Latour denomina “investigación” a este saber que no introduce simplicidad u orden sino complejidad, que abre nuevos horizontes de incertidumbre a medida que más sabemos; tampoco es un saber ajeno al ámbito social, sino que las cuestiones sociales, los valores, lo atraviesan constantemente.
Este enfoque liga necesariamente ámbitos que eran en otro tiempo discretos: los asuntos de la Naturaleza, antes en manos de los técnicos expertos, y la organización de los asuntos sociales en el ámbito de la política. ¿Qué organización frente al riesgo?, ¿qué presupuestos de investigación?, ¿qué organismos y planes?, ¿qué sistemas de emergencia queremos costear?, ¿qué sistemas educativos proporcionan individuos capaces de decidir en un entorno de riesgo?, ¿quién decide los valores a tener en cuenta en situaciones de riesgo?, ¿qué políticas transnacionales?, ¿podemos gestionar el riesgo con criterios de mercado o de rentabilidad?, o ¿qué criterios podemos esgrimir en una sociedad global que afronta riesgos globales?
Así visto, para mitigar el impacto de un suceso de riesgo se requiere del esfuerzo y atención conjugados de distintos agentes: el conocimiento de científicos y técnicos de distintos centros de investigación, centros de emergencia y alerta en estrecha colaboración
(seguimientos y control sísmico, protección civil...), planes realistas y actualizados de acción local, ciudadanos informados y conscientes, medios de comunicación que colaboren, etc.; y dado que los riesgos son transnacionales, se precisan países que colaboren en una nueva política transnacional; y dado que hay comunidades más vulnerables frente al riesgo, necesitamos diseñar políticas más justas y eficaces en la reducción de esa vulnerabilidad. Un pequeño ejemplo: en Nueva Guinea Papúa, tras el tsunami de 1998, los expertos recomendaron reconstruir los poblados en otras zonas, pero las posibilidades de los habitantes del lugar no lo permitieron y no recibieron ayudas para obrar de otra manera. Además de articular la solidaridad una vez materializada la amenaza, urge un planteamiento mundial frente a las catástrofes. En la sociedad global del riesgo ya no se puede abandonar a las poblaciones vulnerables a su suerte con la Naturaleza; por otra parte, el reclutamiento de ayuda solidaria tras el desastre, imprescindible por supuesto, resulta, como vemos, claramente insuficiente.
Se da una contradicción entre dos orientaciones en políticas globales: las directrices del FMI, del Banco Mundial y de la OMC con criterios de mercado como motor prácticamente único de los acuerdos y relaciones internacionales, la globalización exclusivamente económica, sin atender a los aspectos sociales, por un lado; y las directrices de la ONU, que en todas las cumbres y conferencias auspiciadas sobre temas de medio ambiente, desastres y desarrollo –desde las históricas de Estocolmo, de Río y de Kioto, a las recientes de Kobe y Yakarta– proponen políticas en la línea del desarrollo sostenible y de la solidaridad organizada con los países más pobres y vulnerables, y la llamada a la globalización de las respuestas frente a las catástrofes. La gestión del riesgo requiere de una política a escala global y Estados o Administraciones sólidos y firmemente comprometidos con los problemas globales, y no sólo atentos a los mercados; Estados integrados, pues los riesgos no saben de fronteras y la globalización bien entendida exige globalizar la cooperación ante la adversidad y la organización frente al riesgo.
El papel de la ONU, pese a todas las burocracias y parálisis, pese a la frustrante dificultad y escasa capacidad para forzar a los Estados y plasmar sus propuestas en políticas concretas, es sin embargo relevante en la formulación de las necesidades y la publicidad y difusión de estos planteamientos, en señalar objetivos para las agendas políticas y mediáticas que los ciudadanos van percibiendo como cosas posibles y exigibles. En Yakarta y Kobe se ha dado el primer paso, pero tras las catástrofes, en los foros internacionales abundan las declaraciones de intenciones; que éstas se plasmen en esfuerzo sostenido, coordinación, redes estables que integren la ingente tarea de los científicos y sus modelos de simulación, con los planes de acción y emergencia, con la población y su casuística, es todavía un reto.
Se trata, pues, de un experimento colectivo de ciudadanos que encuentran la cohesión y la integración en estas sociedades globales alrededor de la acción, de la política entendida como intervención directa en la gestión y en la toma de decisiones sobre asuntos que aunque en otros momentos no fueron asuntos políticos hoy sí lo son, y en las sociedades democráticas no pueden quedar en unas pocas manos. Son los “imbroglios” latourianos que, formulados políticamente, reflejarían la necesidad de una radicalización democrática, la participación ciudadana y la globalización política de la solidaridad y la cooperación en los asuntos cosmopolitas del riesgo.

____________________________________________________________

¿Cómo entender los tsunamis y otros riesgos naturales?

A primera vista, los datos registrados sobre tsunamis pueden impresionar, y el reciente ocurrido en Indonesia el 26 de diciembre figurará como uno de los casos más trágicos de la historia de las catástrofes naturales; aun así, los tsunamis no son, en general, los riesgos a los que con mayor frecuencia se exponen las poblaciones,  si los comparamos con las inundaciones, primera causa, según datos de la ONU, de daños y vidas humanas afectadas, seguidas de las sequías y las tormentas tropicales. Los terremotos y las erupciones son también más frecuentes y dañinos.
La planificación del riesgo de tsunamis está descuidada debido precisamente a la rareza del fenómeno, entendido comparativamente. Rareza que implica la falta de conocimiento de las poblaciones potencialmente receptoras de los daños, aunque el comportamiento también varía de unas comunidades a otras. Los fenómenos de baja recurrencia, en general, no se fijan fácilmente en la memoria o no son considerados muchas veces como prioridades o problemas a tener en cuanta en las agendas hasta que golpean con dureza y las sociedades reaccionan. Es muy conocido el terremoto que en 1755 asoló Lisboa, pero se ha fijado en el imaginario como tal y no también como tsunami asociado que asoló la ciudad y se tragó, literalmente, a la gente que se había acercado asombrada por los fondos marinos al descubierto antes de que la gran ola se precipitara. Tampoco el otro gran precedente de tsunami, el originado tras la erupción del Krakatoa en 1883, es tan conocido como la explosión de origen que hizo desaparecer dos tercios de la isla.
Más de la mitad de los tsunamis sufridos en Indonesia desde 1895 fueron muy dañinos para bienes y personas; pero las entrevistas realizadas tras el tsunami de 1992 en la isla de Flores, con más de un millar de víctimas, indicaron que la mayoría de los lugareños no asociaba el terremoto a un posible tsunami y no abandonaron la isla. En pareja ignorancia vivían los habitantes de Guinea Papúa que sufrieron muchas más pérdidas humanas de las que se habría de esperar en 1998, pese a que un tsunami como el del seísmo de 1907 hundió una parte de la isla. Parece que son fenómenos demasiado espaciados en el tiempo como para recordarlos, aunque, por supuesto, también hay casos contrarios que han sido evocados estos últimos meses: hemos sabido de la comunidad de pescadores tailandeses que, conocedores por su tradición del significado del retroceso del mar, huyeron a las montañas y se salvaron, y no fue la única reacción en este sentido; o de los turistas que, como la niña inglesa Tilly, reconocieron e interpretaron las señales aprendidas en sus clases de geología o en los documentales del National Geographic, y alertaron del peligro y evacuaron la playa.
Estos ejemplos revelan la importancia de las orientaciones para la acción individual, para la respuesta ante la emergencia, tanto las aportadas por la transmisión tradicional del saber acumulado por una cultura como las de las comunidades locales, como por la transmisión del conocimiento científico. Pero estos casos no dejan de ser curiosidades ante la magnitud de los desastres a los que nos enfrentamos, y lo que nos preguntamos es si es posible abordar políticas de la Naturaleza que permitan extender y trabar respuestas globales, más generalizables y de mayor envergadura que nos protejan mejor. Ni sólo la cultura tradicional de algunos, que no de todos, los pueblos de pescadores es generalizable para asegurar la protección de los millones de personas que habitan en las zonas de riesgo; ni sólo el conocimiento científico, aislado de los contextos sociales particulares o no organizado socialmente, no plasmado políticamente, no acercado a los ciudadanos, puede servir ante las catástrofes globales.

Otros datos sobre tsunamis tomados del NOAA (1):
· Más de 200 tsunamis han afectado a los EE UU desde la primera documentación del fenómeno a partir de 1700.
· 55 tsunamis en México en 250 años: cada 20-50 años pequeños tsunamis con olas de 2 a 5 metros; y menos probable para olas de 10 metros.
· La mayoría de los tsunamis se producen en el Pacífico: un tsunami en el Pacífico por año, de ellos, uno destructivo cada 10 años.
· En el mundo, desde 1990 hasta 1999, se han producido 82, de los cuales los 10 más devastadores se cobraron la vida de 4.000 personas. La reciente tragedia de Indonesia es una de las mayores de la Historia.
· Hawai es zona de alto riesgo; desde 1895 ha sufrido doce de terribles efectos. En el más devastador, en 1946, murieron 159 personas; las olas generadas en las Aleutianas se recibieron a 3.700 kilómetros.
· Un 15% de los 150 tsunamis en Japón en los últimos 100 años se caracterizó por su extrema severidad.
· Descritos más de 200 tsunamis que afectaron a los EE UU desde los primeros registros (de Alaska al Caribe) a comienzos del siglo XVIII y los de Hawai desde final de ese siglo.
· No se han dado tsunamis en el Atlántico desde 1918.
· En el Caribe sólo se han producido dos tsunamis desde 1690.
____________
(1) NOAA es la National Oceanic and Atmospheric Administration.

Bibliografía:

Información en la red:
· Páginas web de la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA), y enlaces a sus centros y agencias asociados: The Pacific Tsunami Warning Center; Tsunami Ready Communities; National Weather Service: http://wcatwc.arh.noaa.gov/tready.htm.
· http://www.pmel.noaa./tsunami.
· http://wcatwc.arh.noaa.gov.
· Páginas web del Centro de Estudios Geofísicos de Postdam y del Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales (WRM).
Otros:
· J. Álvarez, C. García: “El caso del Prestige: expertos, ciudadanos, decisiones y riesgos”, PÁGINA ABIERTA, núm. 138, junio 2003.
· U. Beck: La sociedad del riesgo global, Siglo XXI, Madrid, 2002.
· Frank I. López: “Tsunamis”, Investigación y Ciencia, julio 1999, pp. 24.
· J. A. López Cerezo, J. L. Luján: Ciencia y política del riesgo, Alianza Editorial, Madrid, 2002.
· Vandana Shiva: “Los avisos de la madre Naturaleza”, El Mundo, 20 de enero de 2005.