Carmela García González

Del huracán Katrina a la gripe aviar.
Riesgos y políticas sostenibles

(Página Abierta, 165, diciembre de 2005)

¿Qué tienen en común un huracán y una pandemia de gripe aviar? Una posible conexión es la manera de entender los riesgos y las políticas para hacerles frente. La cuestión fundamental, tal y como se enfoca en el texto que sigue, es el tipo de criterios que, en la sociedad del conocimiento, de la información, de las nuevas tecnologías, pueden orientar políticas más capaces de dar respuestas a la complejidad y globalidad de los fenómenos en los que nos movemos; respuestas, en fin, que reduzcan la vulnerabilidad de los ciudadanos frente a los riesgos naturales, ya sean climáticos, geológicos o biológicos.
           
Recordamos el paso del huracán Iván, del Frances, del destructivo Mitch, y toda una saga de ellos en cada una de las temporadas anteriores al Katrina, al Rita, al Stan, y al Wilma, que han sembrado este año el desastre en las costas atlánticas del continente americano. Esta historia de calamidades está a la altura de la variedad de instituciones y agencias que en los EE UU están comprometidas en el estudio, predicción, alerta y emergencia ante los riesgos por huracanes; organismos variados dependientes tanto del Gobierno Federal como de los Estados, o de universidades y fundaciones (1). El despliegue de información, de recomendaciones, de protocolos, de estudios y de simulaciones sobre los efectos de los huracanes nos abruma cuando visitamos las páginas web de estas instituciones (2); las predicciones de algunos de estos trabajos, incluso, podrían ser tomadas por crónicas escritas a posteriori, descripciones bien fieles de lo ocurrido.
Como se ha dicho, era una catástrofe anunciada. Esto no ha hecho sino aumentar la perplejidad que experimentamos con las imágenes de las zonas devastadas por el Katrina y de las gentes abandonadas a su suerte, perplejidad que dio paso a  aceradas críticas por una respuesta frente al desastre que ha asimilado a la primera potencia mundial con el Tercer Mundo.
Este desastre de origen natural se vio agravado, como es bien sabido, por la falta de coordinación y la increíble pasividad de las distintas administraciones implicadas. Pero lo que aquí nos interesa resaltar es que, incluso si la respuesta no hubiera sido ese escandaloso “sálvese quien pueda”, incluso si los servicios de emergencia, los servicios sociales o el mismo Ejército hubieran estado presentes y hubieran intentado auxiliar a la población indefensa, aun así, se dan una serie de circunstancias, como la alteración progresiva y sistemática del entorno natural que, sumadas a un cúmulo de otras muchas y variadas decisiones previas, están en el corazón de la vulnerabilidad de la población ante esta catástrofe. Decisiones previas que no son tan visibles ni están aparentemente relacionadas con la catástrofe; decisiones de filiación más confusa y dispersas en múltiples opciones y momentos anteriores, que atañen a una variedad de aspectos como las opciones energéticas, las prioridades nacionales que se perfilaron en los presupuestos invertidos, o las políticas sociales acometidas con anterioridad. Es el complejo entramado de múltiples responsabilidades que opera invariablemente en las situaciones del riesgo; entramado  que manufactura, por lo menos, una parte del riesgo que ya no sólo es debido a causas naturales ajenas a lo humano.
¿Y qué nexo existe con la gripe aviar? ¿Qué actuaciones humanas previas son objeto de responsabilidad ante la amenaza de pandemia? ¿Cómo entender y responder a esa amenaza? Aparentemente las decisiones tomadas por los Gobiernos y por las redes internacionales auspiciadas por la ONU pueden parecer inequívocas y de carácter marcadamente técnico; y, en principio, no las imaginamos agravantes de la situación, sino como una mejora de las defensas frente a la amenaza de los virus.
En los últimos años se han dado casos de infecciones por distintas cepas del virus A entre aves que han sido  “controladas”, y que apenas han saltado a los humanos, como es el caso de la epidemia de 1983 en EE UU de una  cepa mutada H5N2 del virus que obligó a sacrificar 17 millones de aves; o en Italia, en 1999, otra infección de la cepa  H7N1 fue atajada con el sacrificio de 13 millones de pollos; en México una epidemia aviar ha durado desde 1992 hasta 1995; y, finalmente, desde 1997 distintos brotes en Asia han ocasionado idénticas respuestas, que no han conseguido contener la expansión del virus entre los animales. El contacto de las aves salvajes con las de cría en libertad, las migraciones de estas aves salvajes, los mercados de aves vivas, el comercio y trasiegos entre granjas de coches y materiales contaminados, permiten que este virus se propague entre animales; de vez en cuando, es posible el contagio a humanos, como de hecho ha ocurrido con unas 70 personas en estos últimos 8 años, y en determinadas circunstancias, podría devenir en epidemia humana.
Las pandemias de gripe en humanos suele producirse tres o cuatro veces en cada siglo, son ciertamente impredecibles y acabarán produciéndose, pues el control no puede ser total. El conocimiento que poseemos sólo nos informa de las condiciones para que se extienda una pandemia si se incrementa el número de aves afectadas, si mutan los virus, etc., y de que puede darse tarde o temprano la conjunción de factores precisos. Se trata de una típica situación de riesgo alimentada por la incertidumbre acerca de la evolución del virus.
Veamos con más detalle estas dos  situaciones de riesgo, pues aunque hay, obviamente, matices característicos en cada uno de estos dos casos, podemos entrever, sin embargo, elementos que ilustran por igual el enfoque social del riesgo que nos interesa aquí exponer.

Peligro versus riesgo

El “riesgo”, como el estudioso del mismo Gotthard  Bechmann (3) nos advierte, no es lo contrario de la “seguridad”,    sino que se define por su oposición al concepto de “peligro”.
Peligro es lo que soporta un posible receptor del daño, receptor que no tiene responsabilidad ni capacidad de decisión sobre los orígenes y causas del daño; peligros son los afrontados por el hombre indefenso ante las fuerzas de la naturaleza a lo largo, prácticamente, de toda la historia de la humanidad; el peligro es lo arrostrado por los ciudadanos negros y pobres de Nueva Orleans, sin información ni medios para autoevacuarse.  Peligrosa ha sido la exposición a los virus y otros patógenos causantes de las epidemias terribles que han diezmado periódicamente a  la humanidad, como así hizo la pandemia de gripe de 1918-19, que en aquellos momentos mató a unos 40 o 50 millones de personas en el mundo.
El riesgo, sin embargo, tiene que ver con la responsabilidad; es la visión del peligro desde el punto de vista del que toma decisiones, decisiones sobre las que pesa una incertidumbre que no sólo se puede evitar, sino que se amplía constantemente. Las acciones son múltiples, en niveles y estamentos distintos, imposibles de afiliar a una única instancia o momento, acciones sobre las que se cierne, como apuntan algunos sociólogos del riesgo, una responsabilidad colectiva o “irresponsabilidad organizada” (4). La marca del riesgo es, pues, la cuestión de la imputabilidad, de la responsabilidad sobre acciones humanas previas, acciones que, además, generan invariablemente “incertidumbre fabricada socialmente”. No se trata, pues, de analizar el riesgo en términos de incrementar la seguridad, aproximar el cálculo certero que exime de los daños, sino de cómo orientar las acciones que inevitablemente se enfrentan a contextos de incertidumbre. Se trata de asumir la incertidumbre y de navegar en ella.
El lenguaje del riesgo reformula en términos de responsabilidad, y por lo tanto en el lenguaje de la política, cuestiones sobre las que en otros tiempos sólo gobernaba la naturaleza, el azar lleno de peligros ajeno a la intervención humana; cuestiones que luego se articularon con el lenguaje del progreso cuando pensamos que el desarrollo de la técnica y del conocimiento científico era liberador de los peligros y podría gobernar nuestras relaciones con el entorno natural incrementando progresivamente los espacios de seguridad. Ése era el sueño de la modernidad que representaba un futuro en el que el conocimiento nos liberaría de la fortuna, un futuro que iría reduciendo las incertidumbres; el poder técnico controlando la naturaleza, reduciendo los peligros y servidumbres de la naturaleza, garantizando la seguridad y ofreciendo criterios inequívocos para gobernar nuestras decisiones en estas cuestiones.
Pero las sociedades resultantes de ese desarrollo tecnocientífico moderno son más complejas, las tecnologías ambivalentes, las estructuras sociales en las que operan esas tecnologías están diversificadas y fragmentadas, de forma que intervenimos con nuestra técnica, por un lado, actuando sobre unos elementos del sistema, e invariablemente, por otro, generando nuevos problemas que recaen sobre otros elementos de ese complejo sistema; creamos constantemente nuevas incertidumbres, fabricamos nuevos riesgos allí donde se esperaba que la certeza y el control disolvieran los problemas. Manufacturamos, pues, riesgos constantemente. La seguridad es el lenguaje acorde con la aspiración al control certero; el riesgo, sin embargo, es el lenguaje que se adapta a los contextos de  incertidumbre.
Prueba de todo esto es el nuevo prisma con el que empezamos a enfocar las amenazas de la naturaleza. En cada catástrofe ambiental natural de las que vienen produciéndose en distintas partes del planeta, empezamos a percibir una parte de los daños como reflejo de intervenciones y transformaciones anteriores del medio natural, como resultado de acciones humanas anteriores o de omisiones. Son ejemplos el impacto de las actividades emisoras de gases en el complejo sistema de interacciones atmósfera-hidrosfera que caracterizan al clima, la alteración de los usos del suelo y la urbanización de espacios sensibles, que intensifican el poder destructor de las manifestaciones más extremas de la dinámica del planeta.

La degradación de las defensas naturales
 
El caso del huracán Katrina es ilustrativo de este planteamiento. El potencial destructor de los huracanes sobre la costa de Luisiana se ha incrementado considerablemente a causa de la degradación y desaparición sistemática de los humedales e islas barrera que actúan como sistemas de defensa natural de las tierras del interior frente a las tormentas tropicales generadas en las aguas oceánicas cuando éstas alcanzan y  azotan la costa. Desde 1930 han desaparecido 4.900 kilómetros cuadrados de humedales,  dos veces la superficie de Luxemburgo; y a pesar de las inversiones realizadas, se continúan perdiendo 65 kilómetros cuadrados de suelo cada año. La causa de esta alteración es un cóctel de factores que agudizan el problema en una región que desde hace millones de años está hundiéndose lentamente a razón de 5 milímetros al año.
Este fenómeno natural, que los geólogos llaman subsidencia, ha venido, sin embargo,  compensándose también a lo largo de miles de años con los aportes de sedimentos que el Misisipí acarrea desde las tierras del interior y que ha ido depositando en las llanuras ribereñas y en la zona deltaica. Así, y sobre todo durante las crecidas primaverales, los sedimentos se depositan, se compactan luego, y con el enraizamiento posterior de la vegetación característica del humedal se va regenerando suelo, de forma que se compensa el hundimiento progresivo. Los sedimentos han ido formando, además, un sistema de islas barrera que se unen a las marismas en su acción protectora de las tierras adyacentes frente a los vientos y tormentas tropicales, al servir como primer parapeto que absorbe una parte considerable de la energía liberada en los huracanes. La integridad de la zona, que contiene el 40% de los humedales americanos, depende del equilibrio entre los procesos de ribera, los procesos litorales y la subsidencia. Sin embargo, varias infraestructuras e intervenciones sobre los humedales y riberas del Misisipí han roto este delicado equilibrio:
1. Después de las inundaciones de 1927 se ha intensificado progresivamente la construcción de diques en las orillas del río y canales sobre las marismas que, además, facilitan la organización de la explotación de petróleo y su transporte aguas arriba. Desde 1950 el Cuerpo de Ingenieros de Ejército ha diseñado 13.000 kilómetros de canales en la zona destinados a estas tareas: los diques, que se extienden en un laberinto de unos 500 kilómetros en el área de Nueva Orleans, impedían las inundaciones en las riberas, pero impiden también la sedimentación e interrumpen el ciclo natural de recuperación de suelo, con lo que la subsidencia sigue hundiendo progresivamente la zona, y los sedimentos que podrían recuperar el suelo acaban canalizados hacia los fondos de las aguas del Golfo. Además, el sistema de diques y bombas ha permitido ganar terrenos desecados en los que ha ido creciendo la ciudad. Una intervención que permitió crecer a Nueva Orleans –a saber, la construcción de diques– es lo que ha agudizado el desastre. La catástrofe se ha producido, no por la devastadora intensidad de los vientos y lluvias que han azotado directamente la ciudad, sino por la rotura de diques y el desbordamiento de las aguas contenidas.
2. La construcción de las infraestructuras que permiten extraer petróleo agudizan el problema. Por un lado, las propias infraestructuras interrumpen los procesos de depósito de materiales; por otro, hay estudios de expertos que alertan del impacto del propio proceso de la extracción de petróleo sobre la subsidencia de la zona. Como resalta el geólogo Bob Morton, del U.S. Geological Survey, los niveles máximos en la pérdida de marismas que figuran en los registros coinciden durante y después de los picos en la producción de petróleo y gas en los setenta y ochenta: sólo en este periodo se perdió una superficie de suelo equivalente al doble del área poblada que rodea Nueva Orleans. Este investigador sostiene que la despresurización, implícita a la extracción de gas, del crudo y del agua que lo acompaña, favorece el hundimiento del terreno, fenómeno éste que también se ha documentado en otras zonas de explotación petrolera como Venezuela y Tejas. La subsidencia estaría, así, fomentándose (5).
A estas acciones directas sobre el medio natural se suman otras decisiones u omisiones relacionadas con la prevención frente la emergencia. El incremento progresivo de la vulnerabilidad de la zona había sido recogido en numerosos informes anteriores a la catástrofe; pero las alarmas de los expertos, en ausencia de certezas claras sobre la inminencia de la catástrofe, no fueron consideradas una prioridad a atender en las decisiones invariablemente políticas que hay que tomar.
En el Seminario de la American Meteorological Society celebrado en el mes de junio de 2005 sobre huracanes y cambio climático, el profesor Shirley Laska, director del Centro de Tecnología, Respuesta y Asesoramiento en Desastres y profesor en la Universidad de Nueva Orleans, había llamado la atención sobre la vulnerabilidad de la ciudad y había recreado la hipótesis de lo que podría haber sido si el huracán Iván, de categoría 4, hubiera alcanzado en su trayectoria Nueva Orleans, como pronosticaban las primeras predicciones de su trayectoria –que por fortuna erraron– en 2004. Esta información fue recogida en su día en varios medios (6).
La recreación coincide pasmosamente con lo ocurrido un año más tarde. Llama la atención el cálculo que el profesor Laska presentaba sobre el número de hogares en la ciudad en los que no se disponía de coche o sistema propio para autoevacuarse: unos 57.000 hogares con alrededor de 120.000 personas. El profesor Laska advertía, de igual modo, de las dificultades para una evacuación con los medios disponibles, y preveía que el balance en vidas humanas podría ascender a miles de muertos. Esa vez, la amenaza del Iván no se materializó, pero era sólo una cuestión de tiempo.
En otros foros también se habían escuchado con anterioridad las alertas sobre lo anticuado de los diques y las advertencias del riesgo que esto suponía, pues estos diques no resistirían la llegada de un  huracán de categoría mayor de 3; incluso el Cuerpo de Ingenieros había estudiado las inversiones necesarias para incrementar la seguridad de las estructuras. Pero los fondos precisos no se destinaron a esta tarea. También hemos sabido que expertos, grupos ambientales, e incluso cargos públicos, como la gobernadora de Luisiana, venían apoyando y exigiendo un plan radical para proteger la zona. Este plan, denominado Coast 2050, que proponía una serie de intervenciones progresivas orientadas a la recuperación de las marismas y de las defensas naturales, tenía un coste estimado de 14 billones de dólares a invertir a lo largo de 30 años. Este proyecto, así presentado para su discusión y aprobación, fue recortado por la Administración de Bush, reducido a unos 2 billones de inversiones para los próximos 10 años.

El riesgo de la gripe aviar

 
Con el caso de la gripe aviar, aun con sus notas bien distintas, podemos ilustrar también este enfoque social del riesgo. El peligro que fue a principio del siglo XX la gripe española es un riesgo sanitario a principios del XXI. Disponemos de un estimable conocimiento que está rodeado de incertidumbre, pues no se puede predecir ni asegurar si el virus mutará, o si se recombinará con virus humanos incrementando su poder infectivo, ni podemos estimar cuándo puede pasar; pero este conocimiento sí que nos impele a responder a la alerta y transformar un peligro, los virus, en riesgo, esto es, en decisiones a tomar para amortiguar o no la posible  pandemia. Y así, es preciso enfocar la toma de decisiones y las alertas no como alarmas sociales, sino como respuestas políticas ante el riesgo, pues  éstas no son exclusivamente respuestas de carácter técnico o basadas únicamente en criterios científicos. Este enfoque nos obliga a abandonar el lenguaje del peligro y también el de la seguridad y sustituirlo por orientaciones y propuestas que se traban desde las políticas sanitarias y con las que, por acción u omisión, nos enfrentamos al riesgo; es la actuación de la red de la OMS, estructura organizativa global  y su programa mundial que desde 1947 actúa en la vigilancia y localización de los primeros brotes del virus, en la detección del tipo de virus y el tipo de cepas, en la preparación de vacunas y en la información y alertas. Es todo este complejo de decisiones el que convierte el peligro de pandemia en riesgo gestionado políticamente.
Las orientaciones y decisiones a tomar en caso de alerta pueden parecer inequívocamente de carácter técnico, e indudablemente el concurso de los expertos y sus explicaciones son imprescindibles, pero la articulación de las medidas no es exclusivamente técnica. El control sanitario de animales de granja enfermos, los sacrificios de aves, las cuarentenas en granjas, el aislamiento y medidas para evitar contactos entre aves y la posible expansión de los virus aviares, o el acopio de antivirales, no son medidas que puedan plasmarse de manera inequívoca;  ni son cuestiones que se puedan o se vayan a tomar de manera equilibrada en la multitud de países implicados en esta epidemia. Los mercados, las aves, los granjeros, los flujos de animales y personas facilitan que se den las condiciones precisas para una pandemia, en líneas generales, pero luego hay que orientar las medidas concretas.
Otro ejemplo podría ser cómo operar en la prevención con los medicamentos. ¿Es preferible almacenar los antivirales por comunidades o por países, o será mejor un fondo mundial para ser movilizado y usado allí donde sea preciso? Cada una de estas decisiones a su vez genera nuevas incertidumbres; por ejemplo, los antivirales son caros y la capacidad de producción está de momento limitada, de forma que, ante las medidas que están tomando distintos países que ya están comprando estos medicamentos, podríamos llegar a la situación en la que se acapararan allí donde no hacen falta a priori; o pueden llegar a faltar, de llegar el caso, en aquellos países donde también podría desatarse la epidemia, en  países de África, por ejemplo. Una decisión orientada a la protección –disponer de antivirales– puede desabastecer el mercado y crear un problema a posteriori.
Las situaciones de riesgo se caracterizan, como hemos dicho, por que el conocimiento que tenemos sobre el fenómeno está rodeado de incertidumbre: no tenemos la seguridad de que ocurra, o no sabemos cuándo va a ocurrir, o dónde. Por eso, la decisión y la prioridad que se observe da lugar a respuestas bien distintas. En las situaciones de riesgo, pues, las decisiones sobre los esfuerzos e inversiones pueden orientarse en variadas direcciones. ¿Y si no ocurre lo pronosticado?, ¿y si la catástrofe anunciada se aplaza?, ¿qué aspectos y qué riesgos estamos dispuestos a aceptar al establecer las prioridades en las inversiones?
Después de la catástrofe del Katrina se realizó un enorme despliegue de medios ante el huracán Rita, que finalmente mostró una capacidad destructiva considerablemente menor de lo esperado. Ahora nos preguntamos qué ocurrirá con la gripe aviar en los meses o años venideros. Surge la cuestión de establecer los criterios y valores que orientarán el establecimiento de prioridades y que asisten en la toma de decisiones en medio de la incertidumbre con la que necesariamente tenemos que contar. Surge la pregunta sobre si los esfuerzos se realizan en los lugares y momentos adecuados. Surge la cuestión de si las medidas tomadas generarán a su vez otros problemas, a saber, alarma social y crisis de la industria aviar, desabastecimiento de vacunas de la gripe humana, que no es la aviar, en casos realmente necesarios por descontrol de las vacunaciones sin criterios, etc. En fin, el asunto es que aun cuando no se puedan garantizar los resultados, sí se pueden defender mejor, sin embargo, ciertos criterios empleados sobre otros. La cuestión fundamental, por lo tanto, es qué valores sustentan los criterios que empleamos.
En las situaciones de riesgo, parafraseando a  Bechmann, los costes y los beneficios de las acciones pueden no estar correlacionados, pueden recaer sobre actores distintos. La toma de decisiones y las consecuencias de estas acciones, nos dice Bechmann, no coinciden geográficamente, temporal o socialmente.

Los riesgos son globales

Nos habla Bechmann de que los riesgos son colectivos; o como diría Beck, el riesgo es global. Los riesgos son  globales, pues salpican a todas las esferas de la vida social y alcanzan a todo el planeta. Aun cuando la vulnerabilidad no es la misma y, por supuesto, los daños se ceban en los más pobres, no  podemos dejar de considerar también que se extienden de manera global. Son globales, pues, en el sentido de que se generan aquí, pero se manifiestan allá. Si en otros tiempos los daños podían afectar sólo a un colectivo, los desfavorecidos –poseían una filiación clara y podían manifestarse cercanos a sus causas–, hoy los riesgos no están limitados en el tiempo ni en el espacio y pueden materializarse, por lo tanto, en zonas alejadas de la toma de decisiones y las estructuras que los generan.
Las altamente tecnificadas sociedades mantenidas por una red intrincada de infraestructuras, energía, abastecimientos y actividades económicas muy diversificadas, son entramados complejos, globalizados, y también más vulnerables a la destrucción, y donde la reconstrucción y recuperación de lo devastado se convierte en una tarea ingente.
En este sentido que tratamos, los riesgos climáticos son claramente globales, no conocen fronteras en sus manifestaciones. Un clarísimo ejemplo de estas acciones de carácter global –y sobre las que recae sin duda una responsabilidad colectiva, pues pueden incrementar la vulnerabilidad en el futuro próximo de catástrofes– es la contribución colectiva al calentamiento global con la quema de combustibles fósiles, fundamentalmente con el incremento progresivo del empleo del petróleo y sus derivados  en la última mitad del siglo XX.
Después de más de una década de controversias, el IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático), y prácticamente todos los expertos que estudian el cambio climático y el impacto de las emisiones de gases causantes del efecto invernadero, confirma la tendencia al calentamiento global en la atmósfera, calentamiento que promueve la fusión y retroceso de los hielos glaciares. En términos globales se habla de un incremento en la temperatura media de 0,5o C.  La repercusión de esta alteración sobre el nivel del mar y sobre la compleja dinámica de la atmósfera y de la aguas ha sido recreada por los expertos con distintos modelos de simulación.
En estos modelos, uno de los escenarios posibles contempla la elevación del nivel del mar, fenómeno que incrementa el riesgo de inundaciones en las zonas ya vulnerables como la que nos ocupa. Además, en varios modelos se intenta evaluar la repercusión del aumento de las temperaturas en las aguas superficiales de las áreas tropicales y su influencia en la génesis de tormentas tropicales. Así se vio este efecto para las aguas del Golfo en el seminario sobre Ciencias Ambientales organizado por la Sociedad Meteorológica Americana este mes de junio pasado bajo el título “Nueva Orleans, Huracanes y Cambio Climático: una cuestión de resilencia”. El seminario versó sobre el impacto que el incremento de la temperatura global, y su repercusión en la temperatura de las aguas superficiales de la cuenca atlántica, podría tener sobre las condiciones necesarias para que se acentúe la intensidad de las tormentas tropicales y sobre la protección de la zona frente al riesgo de huracanes.
Desde luego, ningún científico puede asegurar que el Katrina es efecto directo de la contaminación. Como se explica en el resumen del seminario, el registro de datos sobre tormentas tropicales, que con información amplia sólo está disponible desde los años cuarenta, presenta tendencias y fluctuaciones en el plazo de décadas, pero no conocemos las tendencias a largo plazo, necesarias siempre para llegar a conclusiones robustas sobre el problema  –como siempre ocurre con los estudios sobre el clima, la complejidad del  sistema de interacciones océano-atmósfera y energía solar, hace preciso la acumulación de mucha información, de muchos datos que se confrontan luego con modelos potentes para procesarla hasta poder afirmar, finalmente, las relaciones causa-efecto–. Las fluctuaciones observadas en la intensidad de los huracanes muestran picos en algunas décadas, como las de los años cincuenta y sesenta, menos actividad en los setenta y ochenta, y un repunte desde los noventa que se ha confirmado en esta temporada 2005, pero no se ven claras correlaciones con las fluctuaciones de las temperaturas registradas hasta la fecha.
No hay pruebas definitivas, pues, de la influencia de las actividades humanas en el aparente incremento de intensidad de estos años. Pero, en estos mismos trabajos, las simulaciones fueron claras cuando se consideró  una alteración mayor de la temperatura de las aguas que la experimentada hasta ahora; los modelos predicen entonces una  intensificación de la actividad de los huracanes entre un 10 y un 20% para el siglo que comienza. No se producirían más huracanes, sino huracanes más destructivos.
Este resultado se obtiene empleando como dato un incremento de la temperatura de las aguas superficiales de entre 0,8 y 2,4o C, aumento mayor que el habido por el momento de 0,5 grados. De proseguir el calentamiento de las aguas, se agravaría la capacidad destructora de los huracanes, pues muchas de las  tormentas no demasiado destructivas que se generan normalmente devendrían huracanes de  categoría 4-5. Estas previsiones nos obligan a reorientar los cálculos costes/beneficios tradicionales y proyectar los costes hacia el futuro.
Si existe otro ejemplo claro de globalidad de riesgos es el riesgo de propagación de enfermedades infecciosas en un mundo globalizado y con un nivel de intercambios y contactos como no lo ha habido nunca. El enfoque global es imprescindible, pues si las fronteras son ya difíciles de sellar para el flujo de personas, estas fronteras son totalmente porosas para los microorganismos que infectan aves salvajes migratorias y circulan sin posibilidad de control. Surge aquí el problema de haber abandonado un continente a la deriva. Llevamos desde 1997 con el virus propagándose entre las aves por países asiáticos con brotes que se han ido controlando, pero no erradicando; la expansión es continua y podemos preguntarnos qué ocurrirá de alcanzar el continente africano. En este mundo global, el continente africano, o los países con poblaciones abandonadas a su suerte, pueden convertirse en una eficaz retorta en la que la naturaleza ensaye a placer todas las mutaciones y recombinaciones víricas precisas para generar muy variadas epidemias.

El fin de las tradiciones

¿Es la responsabilidad colectiva una forma de irresponsabilidad organizada? ¿Hay forma de gobernar este embrollo? El surgimiento de la sociedad de riesgo es parte del cambio que se ha dado en las sociedades modernas, cambio que supone, entre otras cuestiones, el fin de la naturaleza y el fin de la tradición vinculante. El fin de la naturaleza no debe entenderse como que la naturaleza está condenada a desaparecer, sino como que su futuro no depende ya de ella, sino de nosotros, de nuestras acciones y decisiones. El fin de la tradición significa que no funciona la tradición vinculante de antaño. No funciona la confianza en la técnica y tampoco en las fórmulas de entender la política que no den cuenta de la complejidad de los procesos que nos traemos entre manos. No podemos confiar en políticas insensibles al alcance de nuestras decisiones para el futuro y de nuestra responsabilidad colectiva, como lo son las fórmulas que gozan de un entusiasta y renovado predicamento en el mundo anglosajón y que siguen planteando la alternativa clásica del mercado como elemento capaz de generar rápidas respuestas a cualquier necesidad en una sociedad del siglo XIX. Si esta confianza siempre ha podido discutirse por la desigualdad que generaba, ahora, con esta visión del riesgo, podemos discutirlo con un argumento más.
Así pues, bien podemos argumentar, frente a ese liberalismo económico radical, que la gobernabilidad de estas sociedades que tienen que convivir con la incertidumbre, necesariamente tiene que introducir valores y criterios nuevos allí donde la tradición se ha revelado nefastamente ineficiente, allí donde la idea del mercado como agente ágil que organiza una sociedad se está revelando incapaz de responder frente a los desastres.
Como muestra de esa clara insuficiencia e ineficacia, véase el laissez faire con el que la sociedad estadounidense orienta muchas interesantes iniciativas, pero que en una situación de riesgo resulta desastrosa. A saber, abandonar a su suerte a un continente entero, o desasistir a países del Tercer Mundo, alimentando de esta forma una posible retorta vírica que luego no podremos controlar. Navegar en las situaciones de riesgo requiere unas estructuras y organización de la vida pública y procesos de decisión reflexivos, requiere de ciudadanos cohesionados y de Estados robustos, capaces de intervenir allí donde el mercado es ciego o insensible o incapaz.
Stieglitz, en su artículo sobre la catástrofe publicado en El País, llamaba la atención sobre la incapacidad del mercado para responder ante el desastre, o su comportamiento, que podríamos aquí calificar de perverso, como reflejan los datos que el premio Nobel de Economía trae al caso: cuando más necesidad había de acoger a las personas que huían de las zonas amenazadas, mientras veíamos las imágenes de negros, ancianos y pobres abandonados a su suerte, los hoteles de las zonas de acogida triplicaron el precio en las horas previas y días siguientes a la llegada del huracán, en lo que es una prueba de agilidad del mercado ciego a otros valores a él ajenos, los valores que se precisan en la emergencia. También se disparó el precio de los alimentos, y el mercado de armas en las zonas próximas a las devastadas se revitalizó con unas ventas disparadas por el miedo de la población al pillaje, en la más pura línea del western americano.
Hay respuestas –vamos viendo– que no funcionan. Ni más conocimiento técnico e inversiones ingenieriles orientadas en la idea del progreso tradicional como solución a los problemas ambientales, ni formas tradicionales de gestión política. Precisamos, más bien, del conocimiento y la tecnología puestos al servicio de otros valores, una tecnología con otras orientaciones, no luchando contra la naturaleza para rendirla sino colaborando con ésta e implementando los sistemas naturales que atemperan los desastres. La cuestión tampoco mejora si pensamos en políticas que adelgazan lo público y abandonan al mercado y a la iniciativa individual la mitigación y la gestión de las situaciones de riesgo; más bien precisamos de una política capaz de reducir la vulnerabilidad y de dar cuenta de sus criterios de acción a la sociedad.
¿Estamos dispuestos a aceptar políticas de adelgazamiento de los fondos públicos destinados a las emergencias? ¿Qué prioridades establecemos en la sociedad? ¿Qué es realmente incrementar la seguridad? ¿Apoyar Kioto no es trabajar por la seguridad de la población y por la preservación de su riqueza? ¿Es más rentable realmente ahorrar, arriesgándonos a la destrucción? ¿Es sostenible socialmente un mundo que funciona como la sociedad que se ha enfrentado al Katrina? ¿Disponemos de redes globales fuertes y bien estructuradas capaces de enfrentarse a posibles  pandemias víricas? La ONU viene organizando una red mundial desde 1947, pero ¿es suficiente este esfuerzo? ¿Cómo mejorar la articulación de defensas globales? ¿Existe otra gestión de la distribución de los antivirales? ¿Es posible hacer frente a estos retos sanitarios con adelgazamiento de las políticas públicas?
Esta sociedad que ya percibe el reflejo de sus intervenciones no puede obviar en la acción política valores y conceptos que han ido cobrando consistencia como resultado de esa experiencia habida en la última mitad del siglo XX; y entre ellos destacamos dos: la sostenibilidad y la precaución, fundamentales para lo que aquí nos ocupa.

Sostenibilidad  ambiental y social


La Comisión Mundial para el Ambiente y el Desarrollo de la ONU, en el informe elaborado en 1987, Nuestro futuro en común, propuso por primera vez la idea del desarrollo sostenible como concepto clave para la política mundial en la tarea de afrontar la crisis de justicia –reflejada en el crecimiento demográfico parejo al incremento de la desigualdad en la distribución de recursos, y en la vulneración de los derechos y libertades elementales–  y la crisis de la naturaleza, crisis progresivamente asumida en los foros internacionales auspiciados por la ONU desde la Conferencia de Estocolmo en 1972 sobre el Medio Humano.
El desarrollo sostenible no se asimila con el conservacionismo, no trata la preservación de la naturaleza como objetivo prioritario, sino que tiene una orientación social radical, pues hace del desarrollo y de las necesidades de la población humana su meta, el bienestar de la población humana es el objetivo presente y futuro; un desarrollo que «satisface la necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones venideras de satisfacer sus propias necesidades», dice el informe.
Asumido ya que ni los recursos explotados de manera tradicional, ni la capacidad del planeta para absorber el impacto de nuestras actividades son inagotables, la sostenibilidad ambiental es un elemento indispensable para mantener y sustentar en el tiempo el progreso social; la destrucción del medio compromete el desarrollo, impide que éste perdure y genera más pobreza. El progreso está también vinculado a la justicia sensible a las necesidades y a la redistribución de recursos. La pobreza y las desigualdades, por otro lado, tampoco permiten una sociedad sostenible. La tensión social que genera la desigualdad no favorece la sostenibilidad de un sistema. Los esfuerzos y  propuestas del desarrollo sostenible abarcan, por lo tanto, los tres ámbitos de la economía, de lo social y de la  naturaleza, tratando de articular  la sostenibilidad en cada uno de ellos (7).
El caso del Katrina ilustra estos planteamientos. Hemos visto cómo la  sostenibilidad económica y social de la zona del bajo Misisipí depende, en gran parte, de la integridad del medio marcado por la dinámica del río y  por las marismas. De ese medio dependen además algunas de las actividades económicas más importantes de la zona. El área que nos ocupa no sólo es rica por la producción de petróleo, sino que la enorme riqueza natural que supone disponer del 40% de los humedales del país hace de ella un ecosistema de una gran biodiversidad y zona de interés en las rutas migratorias de 15 millones de aves que anualmente utilizan estos humedales. Esa biodiversidad no es ajena a la enorme productividad de estos ecosistemas, productividad que determina la  riqueza pesquera de Luisiana, donde se concentra el 70% de la pesquería y marisqueo de EE UU. Otras actividades económicas de importancia en la costa de Luisiana, que además dependen de la integridad física de este medio, pueden ser orientadas con criterios sostenibles, como son el turismo y las  explotaciones forestales, por citar dos fuentes de riqueza de la zona.
A escala regional, mantener los humedales es imprescindible para garantizar el desarrollo sostenible. El plan de acción Coast 2050, que ya se veía como una necesidad antes del Katrina, ahora se vuelve ineludible. La restauración de las zonas devastadas es un reto y una oportunidad para empezar a reorientar los procesos en la línea de la sostenibilidad que contempla el futuro. No se trata de  intentar dejar las cosas como estaban antes de 1950, pero tampoco parece una buena opción reconstruir con el mismo planteamiento que demostró su vulnerabilidad frente al Katrina. La meta sostenible es la puesta en práctica de planes de restauración del suelo y recuperación de las marismas empleando el conocimiento científico y la técnica para reforzar los sistemas naturales de defensa. Se trata de operar en la misma dirección que ellos, en lugar de empeñarse en sustituirlos íntegramente por soluciones meramente ingenieriles; sólo con diques de tecnología más sofisticada  no se frenará el hundimiento de la zona y sólo se aplazarán las siguientes inundaciones que sin duda sobrevendrán. Si ya no es la naturaleza la que decide, como vimos, ahora la cuestión del futuro de las marismas, de la preservación de los sistemas barrera, que depende de nuestras decisiones, es una tarea prioritaria en la agenda política.
La sostenibilidad social requiere de una particular intervención orientada a la reducción de la vulnerabilidad de la población. Aunque los riesgos son globales y los daños directos o indirectos se extienden a largo plazo a prácticamente toda la población, la pobreza es considerada una de las causas más importantes de la vulnerabilidad ante las amenazas ambientales. Los pobres, como hemos visto en Nueva Orleans, tienen una capacidad limitada para hacer frente al desastre y soportan una carga desproporcionada de los impactos dañinos. La tan perseguida seguridad en la sociedad estadounidense tal vez precise de más programas y servicios sociales que reduzcan esta vulnerabilidad de los marginados.
En los medios de comunicación se ha criticado el desvío de presupuestos y de recursos humanos en la Agencia Federal para la Emergencia, a raíz del atentado de las Torres Gemelas, hacia la lucha contra el terrorismo. Otra prioridad en los gastos y esfuerzos destinados a organizar y mantener la guerra de Irak  ha ido, a decir de algunos críticos, en detrimento de otros  programas para la mitigación de los desastres. La sostenibilidad social es fundamental para el mantenimiento del sistema; la pobreza impide el control y la gestión de los riesgos sanitarios en los países en vías de desarrollo, o ajenos al desarrollo como es la abandonada África. ¿Y si este continente a la deriva acaba siendo la retorta en la que los virus se encuentran y recombinan? ¿Podremos hacer frente a esta expansión?
A escala global, y habido ya el consenso en la comunidad de expertos acerca de la tendencia al calentamiento del planeta, la irresponsabilidad de demorarse en la aplicación del Protocolo de Kioto es un hecho sobre el que los ciudadanos del Primer Mundo –y sobre todo los americanos– tendrían que reflexionar. Estados Unidos, con el 4% de la población mundial, produce más del 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero; sin olvidar que también recae la responsabilidad sobre otros Estados que ratificaron el protocolo, pero no orientan sus políticas hacia la meta señalada, la negativa de la primera potencia que aspira a ser árbitro en el planeta es doblemente grave.
La necesidad de reorientar las políticas energéticas hacia las energías limpias, corrigiendo el despilfarro de nuestro sistema energético y reduciendo paulatinamente la dependencia del petróleo, no puede eludirse por más tiempo. Con la perspectiva de que se intensifiquen los desastres, incluso en el propio territorio y no sólo ya en zonas alejadas del Tercer Mundo, debería ser más fácil que los ciudadanos estadounidenses revisen su forma de actuar en este mundo globalizado y modifiquen sus enfoques y contribuciones a la seguridad-inseguridad  nacional y  mundial.
Y ante los riesgos sanitarios, a escala global, urge reconsiderar si las redes existentes garantizan la alerta y localización temprana de los brotes epidémicos en todas las zonas posibles; si el sistema puede garantizar el acceso a los costosos  fármacos para cualquier población expuesta; y en suma, si estamos dispuestos a abordar el reto que supone la sostenibilidad social de los países en vías de desarrollo –a saber, tomar en serio las aportaciones del 0,7% o del tanto por ciento que se precise–, tan importante para mejorar las posibilidades de acción de estas zonas ante las crisis sanitarias globales.

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(1) NOAA, la Agencia Nacional para la Atmósfera y los Océanos, está integrada por una impresionante red de estudio, control y seguimiento de todos los fenómenos climáticos y  oceanográficos y riesgos asociados, entre ellos el Centro Nacional de Huracanes, que trabaja en la predicción de estos fenómenos y en programas para la amortiguación de los daños como el Storm Ready, al que se suman voluntariamente algunas poblaciones; el FEMA, Agencia Federal para la Gestión de la  Emergencia, una de cuyas misiones es la elaboración de los planes para la mitigación del desastre; el NCAR, Centro Nacional de Investigación de la Atmósfera, y el UCAR, Corporación Universitaria pata la Investigación de la atmósfera; la  EPA, Agencia para la Protección Ambiental; la AMS, American Meteorological Society, con su especial atención a este fenómeno climático. Las oficinas de la Gobernación de Luisiana y toda una red de instituciones trabajan, también, en la investigación y elaboración de pautas ante los desastres ambientales.
(2) Ver y sus programas de mitigación del riesgo por huracanes; y otras páginas de la NOAA; ver ver y otros enlaces.
(3) “Riesgo y Sociedad posmoderna”, en Gobernar los riesgos. Ciencia y valores en la sociedad del riesgo, deJ. L. Luján y J. Echeverría (eds.), Biblioteca Nueva, 2004, Madrid. G. Bechmann trabaja en el análisis de los aspectos sociales de los riesgos tecnológicos, es asesor para la UE e investigador del Instituto de Evaluación de Tecnologías y Análisis de Sistemas de Karlsruhe.
(4) U. Beck, La sociedad del riesgo global, Siglo XXI, Madrid, 2002.
(5) Informe del US Geological Survy`s National Wetland Research Center.
(6) Ver, por ejemplo, el artículo “What if Hurricane Ivan had not Missed New Orleans?” de Shirley Laska, publicado en Natural Hazards Center, Vol. XXIX, nº 2, noviembre de 2004. Disponible en las páginas web de este centro.
(7) Perspectivas del Medio Ambiente Mundial. Geo-3,PUMA, Ediciones Mundiprensa, Madrid, 2002. Ver también el United Nations Environment Programme en www.unep.org.


Las sociedades del riesgo

En una de las caracterizaciones más sugestivas de las sociedades actuales que se han propuesto en el campo de la sociología se considera el “riesgo” (*) como el elemento característico de las sociedades posmodernas, tardomodernas, “sociedades del riesgo” en la voz de Beck. Tal vez resulte excesivo considerar el riesgo como el elemento más definitorio de las sociedades modernas, pero bien es cierto que el riesgo se encuentra en el eje de muchas discusiones y decisiones políticas relacionadas con las crisis ambientales, climáticas como la producida por el Katrina, o sanitarias como la que se puede devenir con la gripe aviar. Y en estos casos, el enfoque social del riesgo resulta una herramienta interesante para enjuiciar las respuestas  políticas posibles.

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(*) En origen, la palabra riesgo surge asociada a los posibles daños y pérdidas que asumían los primeros comerciantes italianos que emprendían inciertos viajes a Oriente. Desde el siglo XVII se asocia su calculabilidad al cálculo probabilístico; pero en la medida en la que hay incertidumbre que rodea al cálculo técnico en muchas situaciones complejas sobre las que ha ido trabajando la ciencia, surge la idea de  riesgo asociado a incertidumbre, del riesgo no calculable probabilísticamente. Hay autores que matizan todo un gradiente: riesgo (conocemos la probabilidad de que ocurra), incertidumbre (no calculable), ignorancia (falta de datos), indeterminación (imposibilidad de establecer un modelo), para reflejar la progresiva dificultad con el fin de definir el comportamiento de un sistema. Pero aquí no vamos a entrar en estas distinciones de grado, y, en general, consideraremos los contextos de riesgo asociados a falta de certidumbre; bien porque no se disponen de datos; bien por la mala calidad de éstos; bien porque el sistema es complejo, multifactorial y se resiste a la modelización; bien por la propia indeterminación del proceso.

Los costes y los beneficios

En la catástrofe del Katrina, hemos visto claramente cómo los daños se han cebado en la población pobre y negra, actores que no coinciden socialmente con aquellos que toman las decisiones: se decide en  unas instancias, o ciertos lobbys hacen pesar su influencia; mientras que los receptores de los daños mayores están desvinculados del sistema, no votan o no forman parte de lobbys, o son tenidos en cuenta como “clientes” y no como ciudadanos; o han pesado las sucesivas actividades económicas y urbanísticas que traen prosperidad a algunos grupos, y por las que muchos ciudadanos apuestan; o se consideran en el Congreso unas prioridades para la seguridad nacional que no son solidarias del daño recaído en la población afectada. En fin, la cuestión es que luego los daños recaen en otros lados.
Esta asincronía social entre actores, entre las decisiones y sus efectos, se potencia considerablemente, y esto es importante, con la distancia temporal: decidimos hoy, y los males sobrevienen mañana, y si los efectos no se manifiestan de inmediato, los daños  no pueden entrar en el cálculo de costes. Los daños se convierten, entonces, en externalidades no sujetas a cálculo en el clásico análisis costes/beneficios, de forma que el análisis en esos términos  se  revela  incompetente para asistir a las decisiones que afectan a cuestiones de riesgo. Por ejemplo, hemos vivido hasta ahora considerando que  la recepción de los posibles daños de la apuesta energética colectiva no sería especialmente gravosa o recaería en un futuro muy  aplazado; hemos considerado que estos daños, que tampoco dibujábamos con viveza, así diferidos, podrían tratarse y corregirse en ese futuro horizonte; la sobreexplotación y alteración de los humedales, de igual manera, no parecía tener efectos dramáticos para el presente.
La percepción del riesgo sanitario, sin embargo, varía con respecto a la percepción de los problemas ambientales. Aunque en muchas ocasiones las incertidumbres que envuelven los problemas sean asimilables, la recreación ante la amenaza a la salud, la visualización del riesgo de enfermedades infecciosas es mucho más viva. De hecho,  es éste un campo en el que no se recurre a los tradicionales análisis costes-beneficios, y no sólo no se difiere al futuro el resultado, sino que, a veces, se aproxima radicalmente al presente, ya que entre la población se acrecientan los temores más de lo que ilustran las alertas de los científicos.
Las redes sanitarias precisas para enfrentarse al problema son complejas y costosas; las actividades de los organismos internacionales como la OMS y sus programas de alerta precoz de brotes se revelan imprescindibles, pues entendemos la necesidad del esfuerzo global en el control de las pandemias; las gravosas medidas de sacrificio de aves se reciben con alivio; la compra y acopio de antivirales hacen de la respuesta un esfuerzo económico ingente, pero que, sin embargo, no suele encontrar actividades rivales a la hora de priorizar gastos en las decisiones de unos Gobiernos temerosos de la reacción de una población “informada” que no entiende que se escatime ese esfuerzo. Visualizamos mejor la “externalidad” que supone la pasividad y aplicamos un criterio que no está sujeto a los cálculos coste/beneficio tradicionales, ante la posibilidad de enfermedad.

La  precaución como criterio


La sostenibilidad ambiental encuentra en el principio de precaución una herramienta muy interesante. La primera formulación de este principio fue en Alemania, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, en las discusiones sobre los vertidos y la contaminación progresiva de las aguas del Mar del Norte, que promovieron la inclusión del principio en la legislación medioambiental del país. Posteriormente, y con distintas formas, ha ido cobrando presencia en las propuestas de acción para salvaguardar el medio ambiente en los sucesivos encuentros y cumbres internacionales auspiciados por la ONU sobre medio ambiente, aunque su aplicación, de facto, en la legislación y en la toma de decisiones se reduce casi exclusivamente a la Unión Europea y para contadas cuestiones, además sujetas a espinosas controversias y tensiones. Las formas que adopta el principio de precaución son variadas, pero todas ellas recogen algunas cuestiones fundamentales para lo que aquí planteamos:
En primer lugar, se especifica que la ausencia de certidumbre sobre la relación causa-efecto no se considera que pueda eximir de tomar medidas precautorias si existe la sospecha fundada de posibles daños derivados; se refleja de forma novedosa la responsabilidad por acción o por omisión en la acción. La no acción, el laissez faire, el inhibirse, también tiene sus costes. Con esta visión solidaria de la incertidumbre,
además, interiorizamos en el cálculo costes-beneficios los daños posibles a largo plazo, daños que hasta ahora han sido considerados  “externalidades” no evaluables ajenas a los criterios de decisión, y facilita la visualización de los costes sociales indirectos o aplazados de una acción. Permite, en una palabra, la anticipación, criterio fundamental en la salvaguarda del medio y en la gestión del riesgo. Todo lo expuesto aquí con respecto a la alteración de los humedales, del suelo y de la temperatura del planeta y su impacto sobre los riesgos climáticos se revela como un campo que exige precaución.
En segundo lugar, si una intervención o tecnología plantea riesgos razonables, el principio orienta hacia la búsqueda de posibles alternativas, ya que un único problema puede tener varios caminos de resolución. Este punto es interesante para contrarrestar las críticas, muy fuertes en el mundo anglosajón, que achacan al principio la parálisis de la competencia del mercado mundial y el freno al desarrollo de nuevas tecnologías. Impulsar la búsqueda y utilización de alternativas energéticas a los combustibles fósiles o aplicar los conocimientos sofisticados de los que disponemos para la recuperación y sostenibilidad de los humedales no significa frenar el
desarrollo sino garantizarlo en el futuro, y no detiene, tampoco, el avance de las tecnologías nuevas sino que selecciona con criterios justificados aquellas que mejor se avienen a nuestros propósitos. No sólo la inventiva y la novedad pueden ser sostenibles, sino que la sostenibilidad es necesariamente tributaria de las nuevas y venideras  tecnologías limpias.
En tercer lugar, el principio expresa la necesidad de transparencia en los procesos de decisión, pone énfasis en el interés del debate social sobre los problemas y las fórmulas para su resolución; es decir, fomenta un ideal de ciudadanía y unos valores republicanos que aspiran a una democracia más sustantiva. Educa, pues, en la respuesta a la contingencia; está más acorde con el enfoque social de riesgo que aquí hemos planteado.
El enfoque precautorio, sin formularlo como tal, sí se ha aplicado, sin embargo, tradicionalmente en el campo de la salud. Podemos considerar que el principio de no maleficencia, fundamento de la ética médica, es análogo del principio de precaución. Y esto marca una diferencia en las políticas para la gestión del riesgo sanitario que, como hemos aquí destacado, son en general más sensibles al enfoque precautorio que las aplicadas en otras esferas del riesgo, y especialmente ante los riesgos ambientales.