Carlos S. Olmo Bau
Migración y ciudadanía

Es relativamente fácil estar de acuerdo con Tamar Pitch cuando afirma que la soberanía popular no ha sido nunca más que un mito poderoso, generador, eso sí, de consecuencias reales y profundas. A ella se une otra aseveración no menos sugerente: la de que observamos el colapso de ese mito.
En ese universo mítico de fronteras permeables entre la hipótesis o la declaración retórica y el día a día o la realidad cotidiana, se mueven también conceptos relacionados con la soberanía como el de poder constituyente y el de contrato social que, desde ese ámbito que se antoja irreal, impregnan cuestiones tan "mundanas" como la de la ciudadanía.
Mundana, por lo palpable de su acepción más conocida y usada, aquella que reduce al ciudadano o ciudadana a mero súbdito de un Estado-nación y olvida la coletilla de toda definición tipo diccionario: "que posee capacidad jurídica para ejercer sus derechos políticos". El concepto de marras, sin embargo, está lejos de quedar acotado con esa doble definición, por mucho que recoja los dos rasgos más resaltables de la concepción moderna de ciudadanía (1).
Fuera de la concepción cotidiana queda la tensión entre una noción de ciudadanía ligada a la idea de igualdad (formal más que real) ante la ley que, a la vez, incorpora el derecho a la diferencia, a la diversidad, a hacer valer las más variadas demandas, intereses o valores..., y una realidad marcada por la desigualdad ciudadana que convierte a buena parte de la población (mujeres, minorías étnicas, personas enfermas, jóvenes, ancianas, pobres...) en ciudadanos y ciudadanas de segunda, de tercera, de cuarta, que sufren más una privación (siquiera parcial) de soberanía que de ciudadanía. Privación que implica una serie de dificultades, cuando no imposibilita el propio ejercicio ciudadano, la capacidad de determinar tanto la voluntad como la acción.
Queda fuera, también, el carácter cambiante de la propia noción de ciudadanía, que excede ya el concepto de identidad nacional. No en vano lleva tiempo reformulándose a raíz de procesos complejos como la construcción europea o la tan llevada y traída "globalización" (2), al hilo de modificaciones en las estructuras territoriales y de la redelimitación del papel de los Estados o de la construcción de nuevas identidades colectivas.

Ciudadanía, migración, desobediencia

Entre esos procesos deben incluirse unos movimientos migratorios que trastocan de muy diversa manera los rasgos y contenidos de una cuestión no tan simple.
Sin ir más lejos, las dinámicas de autoorganización, vindicación y protesta de los primeros meses del año pasado (analizadas por Paco Torres en el número 114 de esta revista) irrumpen en la esfera pública erosionando la empobrecedora y simplista sinonimia entre ciudadanía y nacionalidad, que relega la primera a un estado civil pasivo. Y como contrapunto, refuerza, precisamente, la sugerente idea de que la ciudadanía no se posee sino que se ejerce.
Precisamente, la peculiar forma de desobediencia en que se encuadran algunas de las actitudes y acciones tanto de los colectivos de personas migrantes como de los de solidaridad con éstas, es adjetivada "civil" en cuanto que relativa al cives, al ciudadano o ciudadana. Y no se agotan ahí los referentes de un calificativo que aparece también como antítesis de lo militar (en sentido amplio), como opuesto a lo incivil o incivilizado, como contrario a lo criminal…; y profundizando en la relación entre desobediencia y ciudadanía, como contrapuesto a natural (esto es, la disidencia tiene lugar no en un momento presocial, sino en una comunidad constituida) y como afirmación no sólo de los derechos, sino de los deberes cívicos de la ciudadanía frente a las posibles injusticias de los poderes (3).

Ciudadanía y derechos humanos

Si la concepción universalista de los derechos humanos que, en teoría, asume y fortalece el ordenamiento jurídico-político emanado de la Constitución de 1978, permite fundamentar el pleno reconocimiento de tales derechos a las personas migrantes (independientemente de su condición administrativa), su ejercicio sitúa a estas personas en el seno de una concepción democrática de ciudadanía.
No hay ni que decir que, más allá del papel, ambos planteamientos entran en contradicción con la denegación o coartación, de hecho, de tales derechos en función de si se es nacional, europeo comunitario, se está regularizado, etc.
El reducido prisma de la ciudadanía nacional (levemente extendida a la Unión Europea) choca así con la realización práctica de los derechos sociales y políticos reconocidos a las personas por el hecho de ser eso, personas. De esta manera se profundiza y amplía la configuración de una democracia que carece de un concepto universal de ciudadanía, predicable por igual, teniendo en su lugar (como se había apuntado) una ciudadanía fragmentada, distorsionada, desigual... e incluso marginadora y excluyente.
Así las cosas, una efectiva y sincera integración de las personas inmigrantes sólo adquiere visos de realidad si se concibe «como un proceso de creación de nueva ciudadanía» (4) (Carlos Giménez, 1998, pp. 30-31) que, independientemente de la nacionalidad, considere ciudadanos y ciudadanas a quienes residan de forma continuada y estable en un país.
Como plantea la Gaceta de Antropología en el editorial de su número 16, el dilema no es otro que seguir considerando a las personas inmigrantes como mano de obra sobreexplotable o, por el contrario, sentar las bases del reconocimiento de la ciudadanía plena para estas personas que, huyendo de la miseria o el hambre, de la persecución política o religiosa, de la muerte o el dolor, en definitiva, recalan en las tierras donde habitamos.
La cuestión, pues (continua el editorial, citando a Pajares), «no es si muchos o pocos inmigrantes, aunque la normativa de extranjería pretenda justificarse así; el dilema real, frente a la persona inmigrada, está entre aprovechar su condición de extranjera para definirla como inferior y explotarla mejor, lo que sólo puede llamarse racismo, o equipararla como ciudadana de pleno derecho, lo que ya no permitiría explotarla de la misma manera».
La decisión debería ser fácil, al margen de que su realización concreta sea difícil por cuanto exige plantearse muchas preguntas, afrontar numerosos obstáculos legislativos, políticos y económicos, alimentar cambios sociales y culturales...
En cualquier caso, de entre esas dificultades, los cambios jurídicos (empezando por derogar la Ley de Extranjería y terminando por retocar, si es necesario, la Constitución) son lo más sencillo. Pensar un estatuto legal diferenciado (el de residente, por ejemplo) que asegure derechos equiparables a los reconocidos a los nacionales, no es descabellado (5). Pero dar cobertura legal a la ciudadanía de los no nacidos en territorio estatal es algo necesario, pero no suficiente.
Las mejores leyes no bastan para acabar con las discriminaciones, el racismo y la xenofobia que subyacen al texto legal impugnado, de la misma manera que están presentes en lo más oscuro de nuestras mentes, en el día a día de nuestros comportamientos, aunque no queramos reconocerlo. Con la inmigración sucede un poco como con las personas encarceladas. La reinserción de las personas penadas puede ser un mandato constitucional al legislativo para que éste genere normas que la faciliten. Pero que sea un imperativo legal no significa que sea un imperativo social. La reinserción es imposible -entre otras muchas cosas- porque no surge de una demanda social amplia.
Una sociedad acogedora, integradora, respetuosa con las diferencias, plural, multicultural... sólo será posible si existe una activa demanda social en ese sentido. Mientras, habrá que felicitarse por que el impulso ético-político contenido en el viejo lema de "igualdad para vivir, diversidad para convivir" subsista y se exprese, como lo ha venido haciendo estos meses.

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(1) De un lado, la vinculada al viejo espíritu de la res pública, inserta en el cuerpo de la democracia liberal, que hace referencia al ciudadano o ciudadana como artífice de una soberanía popular que otorga legitimidad al Estado nacional del que es miembro, y que supone la asunción de unos deberes para beneficio de la colectividad. De otro, la que afirma los derechos del individuo no como parte de una colectividad, sino en cuanto tal individuo, brindándole una serie de garantías frente a instituciones y poderes, frente a los posibles abusos emanados del derecho positivo.
(2) Que son un poco como los carteles que, cerca del lugar elegido para las obras o en las entradas de los núcleos urbanos, anuncian la próxima construcción de dúplex o pisos. Tres, cuatro dormitorios, dos cuartos de baño completos, cocina eléctrica, suelo de mármol o parqué, caja fuerte, plaza de garaje, piscina, etc. Y al lado de la sucinta información, un bonito dibujo de un imponente edificio o una ristra de adosados, con su amplia acera, sus arbolitos poblados, su zona infantil. Después, las habitaciones no tienen por qué ser tan amplias como parecían, ni tener la luminosidad prometida, ni se puede acceder en silla de ruedas al ascensor; tal vez no se pueda maniobrar con el carricoche del bebé por una estrecha acera que, aunque nueva, carece de esquinas rebajadas; los árboles no crecen ni a la de tres, y los columpios parecen sacados del museo de la tortura.
Con los citados procesos ocurre un poco lo mismo: tanto en lo económico como en lo político y social, son presentados como el lugar ideal para vivir. El problema es que, en este caso, es más difícil acceder a los planos de la vivienda y a los planes generales de ordenación. Los despachos de los promotores están lejos y, además, parece no haber margen alguno para elegir.
De nuevo, el problema no es tanto la ciudadanía (de ciudadanía europea, por ejemplo), sino un déficit de soberanía que nos torna, en expresión de J. R. Capella, ciudadanos siervos.
(3) De manera que la desobediencia civil puede considerarse una forma de participación en la vida pública, un derecho (o realizarse ejerciendo derechos) y un deber no sólo moral, determinado por la conciencia individual, sino ético (o propio de la moral pública) y político.
(4) Esto al margen de si se considera que para ello debe ser ampliado el "pacto social" o si, por el contrario, se entiende que éste debe ser reformulado.
(5) Y ese pensar es el que debe darle vueltas a cuestiones como una posible graduación temporal del ejercicio efectivo de los derechos: acceso inmediato a la atención sanitaria, enseñanza, tutela judicial efectiva, etc. Residencias estables mínimas para otros derechos como el de sufragio activo o pasivo.


Carlos S. Olmo Bau
La desobediencia civil

Pero ¿de qué se está hablando cuando se habla de desobediencia civil? A efectos de este teclear, bien sirven algunas definiciones mínimas que volcar seguidamente sobre los acontecimientos comentados.
Alvarado Pérez la presenta como «un tipo especial de negación de ciertos contenidos de la legalidad, que alcanza su máxima expresión en sociedades democráticas, por parte de ciudadanos o de grupos de ciudadanos, siendo tal legalidad, en principio, merecedora de la más estricta obediencia» (Alvarado, 1999, párrafo 1). Un deber de obediencia que, parafraseando a Bobbio, deja de existir cuando el legislador incumple el deber de producir leyes justas y constitucionales.
Este último pensador se refiere a tan peculiar transgresión como una «forma particular de desobediencia que se hace acto con el fin inmediato de demostrar públicamente la injusticia de una ley y con el fin mediato de inducir al legislador a cambiarla» (Bobbio, 478). Definición a la que merece la pena sumar las ya clásicas de Howard Zinn -«violación deliberada de una ley en virtud de un proyecto de vital interés social» (Zinn, 1971, p. 103)- y de Hugo A. Bedau -«acto ilegal, efectuado de manera pública, no violenta y consciente con la intención de frustrar una de las leyes, políticas o decisiones de gobierno» (Bedau, 1961, p. 654).
Ampliando estos acercamientos, en un compendio de definiciones clásicas, cabe referirse a este tipo de delitos como «una forma de intervención socio-política legítima en los Estados democráticos, que toma cuerpo en forma de acto voluntario, intencional, premeditado, consciente, público, colectivo, no violento, que tiene como pretensión y/o resultado la violación de una ley, disposición gubernativa u orden de la autoridad cuya validez jurídica puede ser firme o dudosa [como es el caso de la L. O. 8/2000], pero que, en cualquier caso, es considerada inmoral, injusta o ilegítima por quienes practican semejante desobediencia transgresora.
»Una desobediencia transgresora que busca un bien para la colectividad y que es tanto una apelación a la capacidad de razonar y al sentido de justicia de esa colectividad como un acto "simbólico" que busca ocasionar un cambio en la legislación o en los programas de gobierno».
A esta definición pueden sumarse otros caracteres como la proporcionalidad, reservando su uso para casos claramente injustos; la excepcionalidad, entendiéndose como un último recurso (1); o su alcance limitado, afectando a normas concretas, no persiguiendo la subversión completa del ordenamiento jurídico (desobediencia revolucionaria) y respetando el límite que impone la aceptación del marco constitucional).
Todas estas definiciones tipo piden matices a gritos (2). Así, como el caso que se tiene entre manos muestra, que entre las razones para desobedecer la ley puedan encontrarse las bases de legitimidad del propio orden jurídico, no significa que pueda decretarse la lealtad absoluta a éste, como si fuera un todo indivisible. La lealtad lo es, sobre todo, hacia unos derechos (en sentido amplio, los derechos humanos) y unos valores sobre los cuales, además, se pretende contribuir a la construcción (sobre una previa desconstrucción de las normas impugnadas) del entramado jurídido y político.

Justificaciones

Sin excluir la participación de otros, el ámbito desde el que se puede justificar esta desobediencia es, precisamente, el de los derechos humanos. Pero antes de que éstos sean derechos humanos, esto es, antes de su consagración o reconocimiento constitucional, en el momento en que son "aspiraciones" o "exigencias morales". Por decirlo con Aranguren, en el momento en que «el derecho, en tanto que pretensión, es ético» (Aranguren, 1991, p. 209); antes de que, en tanto positivación, sea jurídico. Este ámbito aúna tres de las líneas de fundamentación con más calado: la que recurre a la existencia de fundamentos metajurídicos sobre los que se sustentan las propias constituciones; la que plantea que la desobediencia es muchas veces el ejercicio mismo de un derecho, y la que considera que es un mecanismo de actualización de los contenidos de los regímenes democráticos. Las fuentes, pues, a la que remiten quienes impulsan estrategias de desobediencia civil para justificar sus propuestas no son otras que la pretensión de justicia y los principios que conforman ésta.
No es la única senda que puede practicarse para la justificación de este tipo delictivo. A tal fin, en absoluto están de más los itinerarios que marcan distintos discursos relativos a la crisis del mandato representativo liberal; las incompatibilidades entre los ideales de ciudadanía social del constitucionalismo de entreguerras y la burocratización de los instrumentos de participación pública; la denuncia de los monopolios representativos-decisorios, o las nuevas formas de participación ciudadana. Tampoco aquellos que permiten asentar tal justificación sobre la base concreta del contenido de lo legislado, en función de lo lesivo e irreversible de decisiones impugnadas; o a tenor de los resultados, pensando la ilegalidad como fuente de una posterior y estimada legalidad.
En relación con el caso estudiado -en esa dirección apuntaban los argumentos recogidos en páginas anteriores- parece adecuado asentar esa justificación en criterios como el robustecimiento de la democracia, o esa peculiar idea de la defensa de la Constitución (como proceso) antes reseñada. La desobediencia civil aparece así como un instrumento no convencional de participación en la formación de la voluntad política democrática (Habermas) que, además de un cauce de manifestación de parte de la opinión pública, puede erigirse en válvula de seguridad del propio sistema político o contribuir a actualizarlo de contenidos, bien estabilizándolo (ante el riesgo de involución, por ejemplo), bien perfeccionándolo (Jedllinek, Dworking).
Algo de ello cabe encontrar en una lectura atenta de los encierros y demás expresiones de los actores socio-políticos considerados. Una lectura que muy bien puede hacerse desde consideraciones como que criterios, como la dignidad humana, tan ligados al constitucionalismo actual, han de estar más allá del arbitrio del legislador. O que los principios de legitimidad del orden jurídico no son sólo procedimentales.

NOTA: Estos dos textos, publicados en Página Abierta, 123, febrero de 2002, han sido extraídos de otro más extenso, inédito, titulado "Migración, solidaridad, desobediencia", que puede solicitarse a su autor escribiendo a olmobau@terra.es
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(1) Que no debe entenderse literalmente como el agotamiento de los recursos legales. La desobediencia civil puede convivir con ese tipo de recursos surgiendo a raíz de la constatación de sus limitaciones, deficiencias.
(2) Sobre los matices relacionados con la "lealtad constitucional", puede verse Olmo, C.: "Desobediencia civil y poder constituyente", (PÁGINA ABIERTA, nº 114, abril de 2001, págs. 21-23).

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