Carlos Montemayor

Las dos campañas

Cinco años han transcurrido ya de la administración foxista y hemos tenido graves retrocesos en múltiples aspectos: diplomáticos, económicos, agrarios, migratorios, policiacos y ecológicos. En este contexto de retroceso y tensiones sociales no podíamos esperar una mejoría en el conflicto de Chiapas. La militarización en la región no ha tenido cambios sustanciales por parte del Ejército Mexicano. En cuanto a los grupos paramilitares, su fortalecimiento y crecimiento han sido constantes gracias a una derrama económica selectiva que tanto el gobierno federal como el estatal han venido efectuando sistemáticamente. El riesgo de perder esos recursos económicos facilita, por un lado, la docilidad de muchas comunidades no zapatistas; por el otro, propicia la confrontación y tensión social con las comunidades zapatistas. El intento de involucrar al EZLN con el cultivo de enervantes, por último, fue una grave señal del Ejército.

La alerta roja del EZLN vino a revelar al mundo y al país que la militarización continúa y que sigue constituyendo el mayor riesgo de violencia en la región. Los grupos paramilitares se han fortalecido, en efecto, aunque en este momento estén contenidos, sin abrir fuego. Pero son los que aseguran que los presupuestos de desarrollo social de los gobiernos federal y estatal fluyan selectivamente a las comunidades y regiones donde ellos se encuentran, de manera que podíamos decir que en cierto modo su influencia ahora también es económica y política. En este aspecto podemos hablar de coincidencias o de continuidad de políticas federales hacia el conflicto de Chiapas durante los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Vicente Fox. Porque, en realidad, el presidente Fox no aclaró, al afirmar que en "quince minutos" resolvería el conflicto de Chiapas, a qué día, año, década o siglo pertenecían esos minutos; por lo tanto, siguen pendientes los relojes sociales de ese cuarto de hora mítico.

Ahora bien, muchos se preguntan en México, y fuera de México, si con un eventual triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las próximas elecciones federales de 2006 podría tener solución el conflicto de Chiapas. Debemos responder que es difícil saberlo, porque no se trata solamente de la convicción de un gobernante, sino de una negociación real y a fondo, y por ello gradual, con viejas fuerzas políticas y económicas de Chiapas y de otras zonas del país. Quiero decir que la solución del llamado conflicto de Chiapas no puede ser resultado de una sola decisión personal ni puede contemplarse como una acción inmediata y rotunda, sino como un proceso social complejo. La esperanza (para emplear un término cercano a los seguidores de López Obrador) de una solución rápida del conflicto se origina posiblemente de una premisa que no se corresponde plenamente con la realidad: creer que el poder de un gobernante es suficiente para transformar la sociedad entera. O mejor aún, creer que con el cambio de un gobernante cambia la sociedad entera. Este tipo de premisas forma parte indisoluble de las tradiciones del poder cupular.

En Bolivia han cambiado en poco tiempo varios presidentes de la república sin que esos cambios hayan provocado una transformación social del país suficiente para eliminar precisamente las causas sociales que provocan las continuas renuncias de los mandatarios. En Ecuador y Perú los cambios violentos o electorales de gobernantes no trajeron automáticamente las transformaciones sociales esperadas. En México el ascenso de un gobernante panista sólo reafirmó las políticas económicas de los dos anteriores presidentes priístas, de manera que el cambio consistió, parafraseando a Ovidio y a Rubén Bonifaz Nuño, en decir (y hacer) de otro modo lo mismo.

Los cambios de gobernantes no traen aparejadas automáticamente transformaciones sociales. Pero sobredimensionar las figuras de los gobernantes es una dinámica natural en los sistemas de poder cupular y en las elites de partidos, porque es el único recurso para crear diferencias en plataformas políticas que son coincidentes o cada vez más semejantes. Por ello, la pasarela de precandidatos suele ser tan sólo un cambio de luces en la continuidad de las elites políticas. En este contexto de poder cupular, ¿quién nos asegura que una o dos figuras prominentes de la elite perredista podrían transformar positivamente nuestro país? ¿Acaso nuestra sociedad es un objeto pasivo que está a la espera de que un gobernante dé la orden del cambio para que en automático comience a transformarse? En este contexto, insisto, ¿por qué la Sexta Declaración de la Selva Lacandona y recientes comunicados y expresiones del EZLN y del subcomandante Marcos han causado desconcierto o desazón en muchos medios y en las cúpulas perredistas?

Una vez aclarado por La Jornada y por la carta del subcomandante Marcos dirigida a Benito Rojas Guerrero que en ningún momento dijo en relación a los seguidores de López Obrador, "si están con ellos no están con nosotros", permanece, sin embargo, en el PRD y fuera de él, como una cuestión conflictiva la ubicación, autodesignación o definición de las fuerzas de izquierda en el país. Aunque la cuestión fundamental planteada por el EZLN creo que es más profunda y clara: convocar a un reordenamiento de la izquierda y del cambio social del país no desde la perspectiva de las cúpulas de poder, sino desde las bases sociales. Porque, en efecto, suelen olvidar los políticos que entre las elites de poder un país se ve diferente desde la realidad de los pueblos. Las campañas políticas por ello parten primero de un reforzamiento de la identidad partidista, como veremos mañana, en la siguiente entrega.

Decíamos en la entrega anterior que la cuestión fundamental planteada por el EZLN era, a nuestro juicio, convocar a un reordenamiento de la izquierda y del cambio social del país no desde la perspectiva de las cúpulas de poder, sino desde las bases sociales. Señalábamos, asimismo, que una vez aclarado que el subcomandante Marcos en ningún momento dijo en relación con los seguidores de López Obrador "si están con ellos no están con nosotros", permanecía, sin embargo, dentro del PRD y en los medios, como una cuestión conflictiva la ubicación, autodesignación o definición de las fuerzas de izquierda en el país.

Es una tradición en la izquierda de todo el mundo el ejercicio de la descalificación, ciertamente, y México no ha ido a la zaga en esta inercia de autoproclamarse algunos como representantes verdaderos de la izquierda y de descalificar a los demás como tales. Pero creo que no estamos asistiendo a un nuevo episodio de descalificaciones o autoproclamaciones gratuitas, o al menos, que no tendría sentido reducirlo así.

Decía que las campañas políticas están partiendo primero de un reforzamiento de la identidad partidista. Tal identidad no sólo compete a las figuras prominentes de las elites mismas, sino a varios sectores de la totalidad de sus miembros. Entre los precandidatos panistas y sus elites no ha sido extraña la defensa o el planteamiento de una identidad y continuidad histórica frente a grupos renovadores o pragmáticos de nuevo cuño. ¿Quién es más panista que otro? ¿El más antiguo y de mayor identidad? ¿El más reciente y de mayor pragmatismo? ¿El que conserva los principios, pero no gana elecciones, o el que los va modificando y adaptando conforme ejerce el poder? Quizás este proceso de revaloración de los principios partidistas conduzca a las elites panistas a una redefinición de su propio partido. Al menos ahora la definición de sus contenidos ideológicos todavía parece operar como un dique al pragmatismo radical.

Entre los precandidatos perredistas se habla también de identidad y continuidad histórica porque suponen algunos que de ahí debería derivarse la idoneidad mayor de ciertas figuras prominentes para ser postuladas como candidatos a gobernantes. Pero a diferencia del PAN, aquí se desdibujan quizás varios derroteros de continuidad histórica. En efecto, presentan más ángulos difíciles de uniformar en una sola identidad partidista las muchas "izquierdas" que en el PRD se fusionan: la izquierda que proviene de las antiguas fuerzas comunistas, la que proviene del movimiento del 68, la de los movimientos guerrilleros de los años 70, del PRI de los 80, de partidos posteriores del trabajo y, finalmente, otra izquierda que en años recientes ha abandonado el PRI en coyunturas siempre electorales, siempre en "campañas".

Este tipo de pluralidad ideológica, o si se prefiere, esta abundancia de matices o de pragmatismos en una identidad partidista, ha sido incomparablemente mayor y constante en el PRI y no se ha reflejado en un proceso que pudiéramos llamar de descomposición institucional. Sus escisiones, incluso, no han reflejado la magnitud de la diversidad que posiblemente sigue conteniendo la totalidad de la membresía del PRI ni, particularmente, los giros o involuciones de objetivos sociales y de políticas económicas que han sufrido las elites de ese partido desde la imposición de los modelos neoliberales o globalizadores en México y en la plataforma ideológica del partido mismo. ¿Quién podría negar, por ejemplo, que los nuevos dirigentes de la CTM y del SUTERM son ejemplos claros de la identidad y continuidad del movimiento obrero que fortaleció a los gobiernos priístas y que, siempre al servicio del poder cupular, sostuvo también generosamente a la actual administración panista? No ha sido un asunto fácil para los priístas debatir, impugnar o aceptar en la cúpula misma de su partido si la inminente próxima dirigencia ha sido menos priísta que las demás, si ha sido fiel o no al partido y, por ello, si la llegada de Elba Esther Gordillo lo fortalecerá o lo debilitará.

El PRI se transformó y dejó atrás sus principios ideológicos e históricos al convertir el neoliberalismo en la etapa moderna de la Revolución Mexicana, cuando en verdad era su versión opuesta y enfrentada. El neoliberalismo le quitó su ideología social y su compromiso declamatorio con una revolución extinta. Hace 20 o 25 años el PRI hubiera impugnado y considerado lesivo para México el proyecto económico que respalda ciega y disciplinadamente desde la administración de Carlos Salinas de Gortari. En este sentido, el descalabro del PRI comenzó por una fuerza proveniente de su interior, pero ideológicamente ajena a él. El PRI apostó, por disciplina política, contra sí mismo.

Pero ni esta contradicción de gran magnitud ni la pérdida del poder durante los últimos cinco años han logrado desmantelar estructuralmente, quiero decir, "pragmáticamente", al partido mismo. No hay un partido político que ilustre mejor los cambios, contradicciones, embates o diversidad ideológica que si bien pulverizan una identidad programática no llegan al extremo de disolverlo. ¿Esta permanencia se debe a su capacidad pragmática o, por el contrario, es sólo resultado de la continuidad en el poder a la que durante décadas le han llamado institucionalidad o disciplina institucional? Es posible que si las administraciones panistas se prolongaran durante dos o tres sexenios más en el poder federal descubrieran o crearan su propio universo de disciplina institucional. ¿Podría decirse lo mismo en el caso de la posible prolongación en el poder regional, estatal o federal de las administraciones perredistas? ¿Habría alguna diferencia más allá del pragmatismo que hoy une o hace coincidentes a todas las elites? Las campañas de este poder cupular se elaboran ahora con equipos particulares de las elites y se expresan en una estrategia de mercadotecnia que privilegia las encuestas y los medios escritos y electrónicos.

Así pues, "la otra campaña", la que surge desde la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, no sólo está enviando una señal inequívoca al PRD, que es el único partido que tiene ya definido material, aunque no formalmente, su candidato. No es un llamado sólo a un partido de izquierda, por más que muchos creamos que sería el más obligado a atenderlo. La señal es clara: el país que los políticos divisan desde la campaña de las elites del poder no es el que día con día se abre paso en nuestra violenta realidad. Antes de que se derrumbe, todo México debería sumarse a la otra campaña: oír al país desde abajo, partir ahora desde abajo, dejar el aire enrarecido de las elites que por seguir apoderándose del país lo están desmantelando lastimosamente.