Carlos Vaquero
La noviolencia como filosofía y acción política
(Página Abierta, 220, mayo-junio de 2012, y 221, julio-agosto de 2012).
Intervención del autor en  las IX Jornadas de Pensamiento Crítico,
celebradas en la Universidad Carlos III (Leganés), en diciembre de 2011.

PRIMERA PARTE
La memoria amarga de la violencia

Para una determinada generación de activistas sociales, entre los que me encuentro, la violencia revolucionaria como medio para conseguir determinados fines políticos tuvo un cierto aire romántico. Creíamos que la violencia era el medio más efectivo para la transformación social. Fuimos influidos de manera significativa por los sucesos ocurridos en América Latina desde el golpe de Estado en Chile en 1973; por los enfrentamientos armados en Centroamérica y, en especial, por la revolución nicaragüense de 1979; por las actuaciones de diversos grupos guerrilleros que se sucedieron en esa parte del continente americano contra los Gobiernos dictatoriales que proliferaron en la zona.

Esta visión de la violencia iba unida a una concepción positiva del héroe revolucionario, del “hombre nuevo”, en la terminología de aquel que se convirtió en un mito para toda una generación: el Che Guevara. La virtud del héroe estaba ligada al recurso a la violencia para llevar a cabo sus hazañas y la unía a valores como el coraje, la virilidad, la audacia, el sacrificio, la nobleza, el honor, la justicia y la libertad.

Hay que tener en cuenta, además, que en esos intentos de transformación sociopolítica las fuerzas insurgentes daban por sentado que la violencia era el medio más eficaz para conseguir determinados fines (y bienes) colectivos. La violencia revolucionaria era una técnica necesaria porque era eficaz para conseguir sus propósitos. En la concepción leninista de la toma del poder se llegaba a afirmar que no había “razones morales” para rechazar los métodos violentos en la lucha de clases, siendo la violencia consustancial a esa lucha, ya que la destrucción del Estado burgués implica guerra civil. Desde esta perspectiva, desde la necesidad estratégica de la lucha armada, la preparación de las condiciones de ese enfrentamiento era una tarea prioritaria.

La violencia, en palabras de Jean-Marie Muller, «no era más que el precio que había que pagar para adquirir esa felicidad». Y ese optimismo en su papel positivo ha «llevado a infravalorar la esencia de la violencia que la hace consustancial al mal. La ha considerado deliberadamente un mero medio técnico que no afecta a la moral y sólo debía ser juzgado en función de sus resultados, que eran siempre diferidos hasta un futuro lejano e hipotético. Hoy sabemos que esos resultados se cifran en millones de muertos. Así es como el siglo XX ha quedado marcado por el absoluto de la violencia» (1).

En uno de sus últimos artículos publicados antes de su prematura muerte, Luis de Sebastián planteó la necesidad de realizar un balance de lo que ha supuesto la lucha armada en América Latina (2). Partiendo de la realidad que más conocía por haberla vivido directamente en los momentos más crudos del enfrentamiento entre la guerrilla del FMLN y el Gobierno en El Salvador, se preguntaba en ese artículo: «¿Han merecido la pena los 100.000 muertos por la represión y la guerra para lograr lo que se ha logrado?»; y se respondía: «Yo estoy persuadido de que con una movilización popular pacífica y perseverante se hubiera llegado más lejos de donde se ha llegado con 11 años de guerra civil». Concluía su balance ampliándolo a toda América Latina: en todos los países «la lucha armada generó muchos miles de víctimas sin haber conseguido objetivos proporcionados al costo humano que implicó».

Hoy podemos afirmar que existe un importante consenso social que descarta la violencia directa como medio legítimo para conseguir nuestros objetivos personales. Consideramos que no todos los medios valen para convivir en sociedad y desarrollar las relaciones interpersonales cercanas. Sin embargo, en la acción política todavía sigue siendo justificada la violencia en determinadas circunstancias: como derecho de resistencia –por ejemplo, contra un poder desmedido–; como violencia defensiva, de respuesta, frente a una agresión; como extrema ratio (no queda más remedio); como eficaz para acabar con una violencia peor; o como mal menor que posibilita la reducción del mal.

Aquí no se discute la legitimidad del derecho a la resistencia, o la necesaria respuesta a una agresión, sino el dar por hecho que la violencia es el modo más eficaz de hacerlo. Teniendo en cuenta, como luego veremos, que no es fácil definir cuáles son los criterios y los límites temporales que deben marcar el concepto “eficaz”.

Es evidente que no es lo mismo considerar que la violencia es un mal, pero que en determinados momentos es necesaria para acabar con otro mal mayor, que creer que es un medio técnico para conseguir nuestros fines y que no acarrea ningún problema moral ni tiene consecuencias para los bienes que pretendemos conseguir.

La violencia como mal menor surge como desgaste de la concepción técnica de la violencia, e implica una visión realista de los efectos negativos que toda violencia conlleva en las personas que la ejercen, que la sufren y sobre los fines que se quiere conseguir con su utilización. Es un mal, se viene a decir, somos conscientes de ello, hay que controlarlo, tener conciencia de sus efectos, pero evita males mayores, y cuando hay dos males en juego hay que escoger aquel que evite el mal mayor:

«La violencia se justificaría en vista a acabar con otra violencia peor. Es el argumento que más prestigia a la violencia y que más pone en la cuerda floja a la noviolencia. Porque casi todos están dispuestos a reconocer a ésta su coherencia moral. Pero ¿de qué sirve esa coherencia si no sirve para el bien? La violencia, en cambio, estaría justificada por su “probada” eficacia para acabar con una violencia peor. Esto es, no se trataría tanto de decir que en ciertas circunstancias el fin justifica los medios, que también, cuanto de aplicar el razonamiento del mal menor, del minus malum de los escolásticos: el mal por sí mismo nunca es justificable, pero cuando se plantea el dilema de elegir entre el mal de mi iniciativa de violencia y el mal de la violencia existente a la que suprimiría, debe elegir el mal menor, no como mal, sino como reducción del mal» (3).

En la historia de la noviolencia este dilema ha estado muy presente. Así sucedió, por ejemplo, cuando la Internacional de Resistentes a la Guerra tuvo que adoptar una postura ante la Guerra Civil española; o más reciente, en la intervención militar extranjera en Libia.

El mismo Gandhi recogía este dilema cuando afirmaba que «si no se posee la capacidad de defenderse de manera no violenta, es necesario recurrir, sin ningún género de duda, a los medios violentos» (4). También Jean-Marie Muller se refiere a la difícil situación que se crea en aquellos que impulsan la noviolencia en situaciones de violencia frente a la injusticia, y sostiene que si «frente a la injusticia no hubiera más alternativa que la resistencia violenta o la colaboración resignada, entonces lo mejor sería escoger la violencia» (5).

En esta objeción está el paso necesario de la opción por la noviolencia como voluntad, como coherencia ética, como creencia cada vez más firmemente asentada de que el futuro se vería contaminado por los medios utilizados en conseguirlo, a una concepción basada en la inteligencia, que intente fundamentar la noviolencia como una opción viable y eficaz para acabar con la injusticia.

Y esto teniendo en cuenta que no puede existir una “noviolencia absoluta” y que la realidad nos plantea dilemas de muy difícil resolución y nos enfrenta a ellos. Gandhi era consciente de esto cuando afirmaba que «nunca tendremos suficiente fuerza como para ser totalmente no violentos de pensamiento, palabra y obra. Pero debemos hacer que la no-violencia sea nuestro objetivo, y avanzar constantemente hacia ella» (6). 
   
¿Qué es la noviolencia?

Aunque las definiciones de noviolencia son múltiples, creo que se puede llegar a un acuerdo básico si nos remitimos al significado original que le dio Gandhi cuando, hacia 1920, tradujo al inglés el término sánscrito ahimsa como no-violencia. Ahimsa está compuesto del prefijo negativo a– y del sustantivo himsa, que significa el deseo de hacer daño o violencia. Haríamos referencia, por lo tanto, a ausencia de violencia, siendo ésta una definición en negativo y marcada por la presencia determinante del término violencia.

A partir de aquí, la variedad de concepciones empieza a ser importante. Sin ir muy lejos, por ejemplo, habría que ponerse de acuerdo en qué es violencia (y, por lo tanto, qué es la ausencia de violencia), aspecto este que no es fácil y que está influyendo en las definiciones que se hacen en positivo de la noviolencia.

No existe, pues, una única forma de entender la noviolencia. Los movimientos que se reclaman de ella son variados y las personas que participan en las acciones y luchas noviolentas lo suelen hacer desde fundamentaciones, motivaciones y estrategias diversas.
No obstante, si tuviéramos que situar un punto para la confluencia de esa diversidad, sería el impulso de la acción noviolenta,  entendiéndola a partir de dos de sus características principales:

· Que es un tipo de acción que evita la violencia física (descarta palizas, encarcelamientos, torturas, asesinatos…).

· Que es un método eficaz para generar cambios y hacer frente a los conflictos (7).
Tras este acuerdo genérico se esconden, a su vez, variadas formas de entender la acción y el movimiento noviolentos. Diversidad que conlleva cosmovisiones, ideologías, tradiciones sociopolíticas, creencias, radicalidades y distintos análisis de la realidad, que se combinan para dar respuesta a tres cuestiones centrales: cómo te sitúas ante las dos tradiciones en que se suele dividir la noviolencia (ver recuadro 1); cómo articulas entre sí y qué importancia das a cada uno de estos niveles: el personal, el interpersonal y el sociopolítico; y que profundidad y tipo de cambio propugnas e impulsas con tus acciones.

Así, por ejemplo, hay corrientes que consideran el cambio personal como previo a cualquier otro cambio, y se centran en él; otras han intentado elaborar una alternativa política ligada a su manera de entender la noviolencia: «La Noviolencia como cosmovisión, nos urge a buscar teórica y prácticamente alternativas coherentes entre sí en todos los ámbitos de la vida», ya que el objetivo es el cambio del conjunto de la sociedad. «Desde la no violencia nos situamos ante una nueva racionalidad que nos permite no sólo afrontar políticamente con coherencia un cambio de sociedad, sino también vivir cotidianamente y con sentido nuestra propia vida» (Movimiento No violento de Madrid); y, también, están aquellas que la utilizan porque es la manera más efectiva de conseguir unos objetivos en un contexto determinado, y la consideran una técnica de acción sociopolítica para aplicar poder en una situación de conflicto sin utilizar la violencia (Gene Sharp).

Esta diversidad hace que la convivencia entre las diversas corrientes y personas que se reclaman de la noviolencia no tenga que ser necesariamente fluida.

La eficacia de la acción noviolenta

La eficacia tiene que ver, en primer lugar, con la fuerza y el poder para actuar. Desde este punto de vista, la acción noviolenta es una demostración de fuerza:

«Por sí mismos, el amor y la verdad son impotentes, y se trata precisamente de darles medios de fuerza para que la justicia pueda prevalecer. Una acción no-violenta no es una demostración de amor, sino una demostración de fuerza. La acción no-violenta no es la expresión directa del amor, es la búsqueda de métodos y técnicas de lucha compatibles con el amor, compatibles con el respeto a la verdad» (8).

En segundo lugar, un medio es eficaz cuando tiene la capacidad para lograr el efecto que se desea o espera. Estamos ante un rendimiento cuantificable. Pero ¿cómo lo medimos? Comparando los objetivos anunciados por el grupo o movimiento que inicia una acción con los resultados políticos obtenidos. No obstante, en los análisis de la eficacia a veces se dejan fuera aspectos que es necesario medir. Estos tienen que ver con los costes (análisis de costes y beneficios). Así, en el balance del rendimiento de la violencia no se suelen incluir algunos factores que hay que tener en cuenta y que suelen dejar una huella negativa perdurable, frente a las posibles ventajas temporales. Entre los efectos negativos podemos destacar: las pérdidas humanas que genera; las víctimas, con su secuela de dolor y sufrimiento, tanto de combatientes como de población civil; las represalias; el círculo de la violencia, del que es difícil salir, con la espiral de miedos mutuos que genera; la degradación moral; las heridas psicológicas: el rechazo, la humillación; los traumas, el odio y la venganza; la cultura autoritaria de que los fines los justifican todo; y la consolidación de una concepción del poder negativo y destructivo… (ver recuadro 2).

Cuando comparamos la eficacia de los métodos violentos y los noviolentos, hay que tener en cuentan que los primeros tienen una amplia experiencia de aplicación, con desarrollos de técnicas muy sofisticadas, con una planificación y entrenamiento importante. Un ejército se prepara. Un grupo guerrillero no efectuará su acción sin una preparación previa. De esta manera, muchas de las movilizaciones sociales empiezan de una forma noviolenta espontánea, improvisada, sin planificación ni organización, y ante la respuesta de los oponentes, muchas veces violenta, se recurre al recurso fácil de la venganza mediante la violencia: nos han machacado, hay que responder de otro modo.

Pero además, en la tradición pragmática de Gene Sharp, se piensa que los métodos de acción noviolentos producen un rendimiento mayor para la consecución de objetivos que los violentos. Chenoweth y Stephan (9), en su investigación sobre la eficacia estratégica de las campañas violentas y noviolentas en conflictos entre actores gubernamentales y no gubernamentales, en el período entre 1900 y 2006, afirman que el 53% de las grandes campañas no violentas han tenido éxito frente al 26% de las campañas de resistencia violenta. Y esto es así por dos razones:

1. «El compromiso de una campaña con métodos no violentos refuerza su legitimidad nacional e internacional y promueve una participación más amplia en la resistencia, lo que se traduce en una mayor presión sobre el objetivo. Es decir, aumenta o genera mayor apoyo interno y externo».

2. «A pesar de que los Gobiernos pueden justificar fácilmente las respuestas violentas contra insurgentes armados, es más probable que la violencia estatal contra los movimientos no violentos genere reacciones negativas contra el régimen».

Además, las campañas violentas, continúan afirmando, tienden a polarizar la situación, creando autoafirmaciones ligadas al miedo, a las amenazas a la vida, que supone la violencia física. Los adversarios infieren intenciones, motivos, fines, actitudes en la conducta del oponente y deciden actuar en base a estas inferencias. Cuando la violencia física, la muerte, es la base de la posible actuación generan reacciones de lucha ante esa amenaza (o de huida cuando la situación se valora como pérdida). En estas circunstancias las deserciones del régimen son menores: «Internamente es más fácil que los integrantes de un régimen –incluidos los funcionarios públicos, las fuerzas de seguridad y los funcionarios del poder judicial– transfieran su lealtad a favor de los grupos de oposición no violenta que a favor de grupos de oposición violenta» (10).

Brian Martin ha resumido los puntos fuertes que se suelen considerar de la acción noviolenta:

· Utiliza métodos que son compatibles con las metas.

· Permite la máxima participación en la lucha social.

· Favorece la atracción de los oponentes y de terceros.

· Conduce a un cambio más duradero porque moviliza a la población de una manera participativa.

· Conduce, por lo general, a menos víctimas.

Y los puntos débiles:

· La disciplina noviolenta es más difícil de sostener.

· Movilizar el apoyo a la acción noviolenta puede ser difícil.

· La dificultad de cambiar una cultura que ha asumido que la mayor capacidad de infligir violencia es fundamental para ganar una lucha.

Los dos argumentos que a mi modo de ver tiene más peso contra la acción noviolenta, en los que es necesario desarrollar más investigación y experimentación y a los que haré referencia en la segunda parte del artículo, son:

· Que no funcionan en contra de una represión severa: invasores despiadados que matan gente al menor indicio de resistencia; programas de exterminio total; cómo resistir a dictaduras como las de Hitler y Stalin.

· La dificultad de resolver la cuestión de la ira, el odio y la venganza, presente en las acciones de  la gente ante la injusticia y que están en la base de la violencia.
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(1) Jean-Marie Muller, El coraje de la no-violencia, Santander, Sal Terrae, 2004, p.16.
(2) Luis de Sebastián, “La lucha armada en América latina”, El País, 25/05/2009.
(3) Xabier Etxebarría, La noviolencia en el ámbito educativo, Cuadernos Bakeaz nº 37, págs. 3 y 4.
(4) Thomas Merton, Gandhi y la no-violencia. (Selección de textos de Non-Violence in Peace and War, de Mohandas K. Gandhi), Madrid, Oniro, 2010, p. 82.
(5) “Manifiesto para una Alternativa No violenta”, en Jean-Marie Muller, Significado de la no-violencia, Madrid, Colectivo para una Alternativa No violenta, 1983, p. 45. «Puede darse, sin embargo, que me encuentre en una situación en la cual no pueda hacer otra cosa que portarme violentamente con respecto a otro, aun llegar a matarlo. Pero debemos atenernos a un principio esencial: la legitimidad no surge de la necesidad. Aun en situaciones donde parece necesaria, la violencia no se convierte en legítima. Justificar la violencia bajo la cobertura de la necesidad es transformarla en necesaria. Es justificar, por anticipado, las violencias futuras y encerrar el porvenir en la necesidad de la violencia. En el mismo momento en que me encuentro obligado por la necesidad a recurrir a la violencia es cuando debo, más que nunca, recordar que es la exigencia de la no-violencia la que fundamenta mi humanidad. Y debo esforzarme de manera que la siguiente ocasión en que me encuentre en una situación similar esté en capacidad de escapar a la necesidad de la violencia».
(6) Thomas Merton, Gandhi y la no-violencia… p. 59.
(7) «Acción noviolenta es un término genérico que abarca docenas de métodos específicos de protesta, no cooperación e intervención. En todos los casos los activistas no violentos se enfrentan al conflicto haciendo –o rehusando hacer– ciertas cosas sin usar la violencia física. Como técnica, por lo tanto, la acción noviolenta no es pasiva. No es inacción, Es acción noviolenta» (López Martínez 2001: 195).
(8) Jean-Marie Muller, Significado de la no-violencia, Madrid, CAN, 1983, p. 16.
(9) Maria J. Stephan y Erica Chenowet, “Por qué la resistencia civil funciona. La lógica estratégica del conflicto noviolento”, Internacional Security, vol. 33, nº 1 (verano de 2008), págs. 7-44.
(10) «La acción noviolenta tiende a producir resultados más duraderos. Se dice que no queda odios, ni ganas de venganza, ni “cuentas que cobrar”. Hay mejores ánimos y menos mala voluntad, menos resentimiento, menos inclinación a la violencia futuras. El poder queda repartido más equitativamente» (Gene Sharp, La Lucha política no violenta. Criterios y métodos, Santiago de Chile, Ediciones Chile América CESOC, 1988, p.109).

Apéndice 1
Las dos tradiciones de la noviolencia

La de principios, también denominada holística, ética, ideológica, abarca el plano personal, las relaciones interpersonales y las sociopolíticas, y hay que entenderla como filosofía, como forma de vida. Se basa en razones éticas: se considera mal herir o matar a otros. Algunos autores que se suelen incluir dentro de esta manera de entender la noviolencia son: Gandhi, Luther King, Aldo Capitini, Guiliano Pontara, Danilo Dolci, Lanza de Vasto, Gonzalo Arias.

La pragmática se centra en los métodos y en la dinámica de la acción noviolenta; es decir, no pretende tener implicaciones para un estilo de vida personal global o para el cómo debería vivir la gente. Está orientada a lograr resultados sin necesidad de un compromiso con un sistema de valores en particular. La podemos entender como distintas técnicas de lucha, más eficaces que la violencia, para favorecer cambios sociales. Se incluye dentro de este grupo  a  Gene Sharp, Michael Randle, Anders Boserup, Peter Ackerman, Christopher Krueger, Theodor Ebert...



Apéndice 2
La violencia como medio eficaz: una crítica

Cuatro argumentos contra el empleo de la violencia:

1. «Combatir en el terreno de la violencia significa dar ventaja a quien posee mayor capacidad para ejercer la violencia o, lo que es lo mismo, a quien tiene más recursos económicos».

2. Dificulta el apoyo y el respaldo de la opinión pública nacional e internacional.

3. «La contraviolencia suele tener las peores consecuencias para la población más desfavorecida». Además contribuye a la visión del adversario como alguien cuya vida no tiene valor, lo que tendrá serias consecuencias para una eventual y necesaria reconciliación posbélica».

4. «El empleo de la violencia hipoteca el futuro de aquellas sociedades que la utilizan y asienta las bases de una violencia cultural. Una solución impuesta con violencia no suele ser una solución permanente, y aquellos que perdieron privilegios podrán rearmarse y convertirse a su vez en contraviolencia, a partir del precedente que legitimó su salida del poder, perpetuando un ciclo de violencia tan conocido como perverso. Como dice Jean-Marie Muller, por definición, la causa justa es la nuestra, del mismo modo que la injusta es la del adversario. Si el fin justifica los medios, la violencia, en cualquiera de sus formas, podrá ser utilizada por cualquiera de las partes».

Fuente: Pere Ortega y Alejandro Pozo, No violencia y transformación social, Barcelona, Icaria, 2005, págs. 37-38.

SEGUNDA PARTE
La resistencia civil

La mejor manera de discutir sobre la efectividad de la acción noviolenta para conseguir transformaciones políticas en contextos fuertemente represivos es leer el recuadro siguiente y averiguar qué tienen en común los sucesos ocurridos en esos países en los años que se remarcan: Irán, 1979; Polonia, 1980-1989; Filipinas, 1986; República Democrática Alemania, Checoslovaquia, Hungría, 1989; Sudáfrica, 1983-1992; Chile, 1983-1989; Corea del Sur, 1987; Tailandia, 1991-1992; Túnez, 2011.

Son algunos ejemplos de resistencia civil noviolenta, que han socavado el poder contra el que se enfrentaban, que han sido capaces de oponerse con éxito  a la represión y que han producido cambios políticos sustanciales.

Si empezamos por el primero que aparece en la lista, Irán, y vamos pasando por los restantes hasta el último, Túnez, una de las cuestiones que más llamó la atención en su momento fue el carácter inesperado, incluso sorpresivo, de las transformaciones a las que dieron lugar. Entre esas sorpresas ocupan un lugar importante los siguientes hechos: que los cambios no se produjeran por una insurrección armada; que los métodos de acción fueran principalmente no violentos –protestas, manifestaciones, huelgas, boicot, desobediencia civil…–; que el derramamiento de sangre fue limitado, aun cuando los insurgentes se enfrentaron a regímenes duros, poco permisivos y fuertemente represivos hacia la sociedad, con unas fuerzas militares impresionantes y un aparato de seguridad muy desarrollado y con una amplia experiencia en la represión de los movimientos opositores.

He nombrado estos casos como ejemplos de resistencia civil. Conviene que nos detengamos a definir qué se entiende por ésta.

Por resistencia se hace referencia a un conjunto amplio y sostenido de acciones colectivas contra un determinado poder, fuerza, política o régimen. Y por civil, que las fuerzas sociales o ciudadanas que impulsan esas acciones evitan cualquier uso sistemático de la violencia, aunque el adversario pueda utilizarla. Significa, por lo tanto, no militar, pacífico, respetuoso con el oponente, en definitiva, no violento.

Las razones por la que más a menudo se ha utilizado la resistencia civil están más relacionadas con el contexto en el que se produce el enfrentamiento que con principios éticos absolutos (ver recuadro 1, primera parte). Ese contexto tiene que ver con tradiciones sociales de acción política, con experiencias traumáticas de guerras y violencias, con consideraciones legales, con cálculos sobre la improbabilidad de conseguir el éxito por medios violentos...

A lo largo de la historia ha sido usado en muchos tipos de luchas: contra el colonialismo (India); ocupaciones extranjeras (Dinamarca); golpes de Estado militares (Rusia); regímenes dictatoriales (Argentina, Chile, Polonia); acoso y derribo de un Gobierno (Milosevic, Yugoslavia); discriminaciones raciales (EE UU, Sudáfrica) y de género (sufragistas); contra políticas concretas de Gobiernos elegidos democráticamente…

La clave para entender este tipo de acción noviolenta estaría en que su objetivo es retirar el consentimiento (1) a los gobernantes, negándose a colaborar y no cediendo ante la voluntad del adversario (2). Y funcionaría mediante una amplia movilización de la población civil para que retire ese consenso, socavando, obstaculizando o bloqueando las fuentes de poder del oponente y consiguiendo el apoyo de terceras partes de dentro y de fuera del país. Sus métodos abarcan desde la protesta y la persuasión hasta la no cooperación social, económica y política, y por último hasta la intervención no violenta (3). En base a distintas experiencias históricas de resistencia civil, Kurt Schock ha elaborado un catálogo de lo que considera son concepciones erróneas acerca de la acción noviolenta y que podemos leer en el anexo.

Algunas características de la resistencia civil exitosa

Como todo proceso de movilización sociopolítico para conseguir objetivos determinados, es importante analizar en qué condiciones la resistencia civil tiene probabilidades de éxito y cuáles son las tácticas y estrategias más eficaces.

En relación con los casos anteriormente citados, la pregunta concreta que cabe hacerse es cómo se pudo producir un cambio de régimen con una mínima violencia, mediante un enfrentamiento entre un sistema fuertemente armado y unos opositores desarmados. No pretendo remarcar todos los factores que han conducido al éxito, y más teniendo en cuenta que para entender en toda su complejidad cada caso hay que tratarlo específicamente, sino reflejar dos de las cuestiones fundamentales a las que han tenido que dar respuesta para conseguir el éxito. Éstas son: la forma de resistir a la represión y, por lo tanto, el mantenimiento del desafío de una manera sostenida y prolongada; y la estrategia desarrollada para obstaculizar, dificultar y socavar las fuentes de poder estatal.

Kurt Schock, en su libro Insurrecciones no armadas (4), analiza seis ejemplos de resistencia civil en contextos represivos, de las cuales cuatro han sido exitosos: Sudáfrica, Filipinas, Nepal y Tailandia; y dos que fracasaron: Birmania y China. Considera que los casos exitosos lo han sido porque han resuelto las dos cuestiones anteriores de la siguiente forma:

1. Mediante el desarrollo de organizaciones opositoras descentralizadas y orientadas al trabajo en redes. Se constituyeron grupos locales de resistencia, que fueron más flexibles ante la represión, incrementaron la participación ciudadana e innovaron tácticamente. El objetivo era ampliar y diversificar los lugares de oposición: vecindarios, iglesias, universidades, organizaciones cívicas, profesionales, centros de enseñanza no universitaria, fábricas… Se pretendía crear una sociedad civil opositora con estructuras paralelas y alternativas a las instituciones del régimen que se combatía: cooperativas, clínicas comunitarias, centros de recursos, comités de calle o área, centros educativos, culturales y deportivos, servicios sociales…

2. Coordinando esas redes en “organizaciones paraguas” o federaciones que contribuyeron a hacer más efectiva la cooperación a gran escala, planteando objetivos claros y precisos, conectando los diversos grupos y facilitando una amplia y sostenida participación. Unido a esto se generaron medios de comunicación alternativos que facilitaron el contacto y la información entre los opositores (5).

3. Utilizando múltiples métodos de acción noviolenta –de protesta y persuasión, de no cooperación, de intervención noviolenta disruptiva– e innovando tácticamente, combinando la concentración de las acciones con su dispersión cuando aumentaba la represión y el riesgo se hacía más intenso.

4. Desarrollando estrategias que han socavado, directa o indirectamente a través de terceras partes, los aspectos y relaciones más vulnerables del Estado, aquellos de los que más depende para su funcionamiento. Teniendo en cuenta que cuanto mayor es el grado de dependencia estatal del apoyo de terceras partes, mayor es su vulnerabilidad si los opositores son capaces de movilizarlas a su favor para que retiren ese apoyo. Estas partes pueden ser internas, por ejemplo, los segmentos de la población de los que depende para gobernar: funcionarios, administradores, trabajadores de los sectores clave, comerciantes, militares, funcionarios policiales. O externas, en lo que atañe a su grado de dependencia de relaciones comerciales, económicas o financieras; o de otros Estados.

La relación con el adversario

Una de las cuestiones importantes que tienen que resolver los movimientos opositores, y que se refleja en la diversidad de las corrientes noviolentas, es el tipo de relación (y, por lo tanto, la consideración) que se debe mantener con los oponentes, adversarios o enemigos. Utilizar uno de estos términos no es algo neutral, ya que denotan significados y percepciones que  pueden tener consecuencias prácticas para las estrategias y objetivos propuestos. Pere Ortega y Alejandro Pozo han resumido en el siguiente cuadro las diferentes formas de relacionarse con el adversario entre las tradiciones de la noviolencia ética y la pragmática (6).

Dentro de la tradición noviolenta se suele hacer referencia a la lucha contra el mal, no contra el que lo comete. Reconocer la dignidad del oponente, respetarle, no humillarle es un aspecto central: «Cada uno tiene que afirmar su propia dignidad y reconocer la del otro… Incluso quienes infringen sufrimiento e injusticia deben ser respetados en su dignidad y en su humanidad como un todo, sean cuales sean los males que producen» (7).

A partir de aquí, la fundamentación de esa actitud está muy en relación con tu propia cosmovisión (8). Así, por ejemplo, si ésta es religiosa podemos hacer referencia a esa parte sagrada que hay en cada uno y que nadie debe dañar; o a esa realidad transcendente que habita en nuestro interior (9). También en el amor hacia los otros: «Si meramente amamos a quienes nos aman, eso no es no-violencia. Sólo existe la no-violencia cuando amamos a quienes nos odian. Sé cuán difícil es acatar esta gran ley del amor... El amor al que odia es lo más difícil» (Gandhi). También puede haber una justificación relacionada con una estrategia pragmática no violenta: por un lado, para romper con los temores del oponente (10) y conseguir el apoyo activo de terceras partes, crear divisiones en la elite o deserciones en el régimen; y por otro, pensando en qué es lo más beneficioso para la reconstrucción social posterior al enfrentamiento.

Aquí lo que subyace en el fondo es la manera de controlar los mecanismos de ira y miedo, odio y venganza presentes en muchos enfrentamientos sociopolíticos y que tantas consecuencias negativas pueden tener para las personas que participan en ellos y para la reconciliación y reconstrucción social posterior. Y también a algo que parece ir en contra del sentido común: la dificultad de creer en las cualidades morales de los oponentes, sobre todo, cuando estos son especialmente crueles.

Y esto, teniendo en cuenta que, para que sea realmente efectiva, una acción noviolenta ha de tener algún impacto en los oponentes. Ese impacto implica, necesariamente, algún grado de coacción noviolenta, que puede causar daños no físicos: daños económicos, políticos, o trastornos psicológicos, como cuando se aplica el ostracismo. Esto nos sitúa, querámoslo o no, ante un peligroso filo en relación al respeto y a la humillación del adversario.

Para concretar lo anterior, nos detendremos brevemente en aclarar qué entendemos por ira y odio y su papel en las confrontaciones sociales.

Dentro del ámbito de los fenómenos afectivos se suele distinguir entre emociones, sentimientos y rasgos de personalidad. La ira (y también el miedo) son dos emociones básicas, presentes de una manera innata en nuestra especie, y que tienen una función esencial en nuestra supervivencia. La ira se activa en situaciones donde nos vemos obligados a defendernos, pues tenemos la sensación de ser tratados de una manera injusta, de haber sido perjudicados, de que se están aprovechando de nosotros, de que estamos siendo manipulados, engañados, traicionados… Las emociones son afectos intensos de corta duración, que surgen bruscamente.

Un sentimiento es el componente cognitivo de la emoción. Antonio Damasio los define como percepciones de un determinado estado corporal, de un modo de pensar –un estilo de procesamiento de la información– y de pensamientos concordantes con la emoción (11). El odio es un sentimiento complejo y tiene componentes múltiples, es una combinación de rechazo, furia y desprecio (12).

El primer componente del odio es la repulsa, el rechazo, la aversión que genera una distancia emocional, una desvinculación del otro. El segundo tiene que ver con la pasión. Y, en concreto, con dos emociones básicas: el miedo (temor) y la ira (furia, rabia) en relación con algo que se percibe como una injusticia o una amenaza. El tercero es el componente cognitivo, que implica unas creencias fuertemente asentadas hacia el individuo, grupo o cosa objeto de ese odio. La clave de esas creencias es el desprecio.  Este último componente es fundamental, ya que el odio implica un fuerte compromiso cognitivo, un modo de pensar que genera y consolida ese sentimiento. Implica un modo de pensamiento dicotómico: buenos-malos, ellos-nosotros, que se basa en estereotipos y prejuicios y en una fuerte devaluación del otro.

Esos tres elementos se pueden combinar de diferentes formas e intensidades. El nivel máximo de peligro se produce cuando están presentes, al mismo tiempo, los tres componentes:

«La experiencia del odio es profunda e intensa y es, probablemente, cualitativamente distinta a la experiencia cotidiana de la ira. Un vez que el odio ha cristalizado, es como un cuchillo helado preparado para hundirse en la espalda de un adversario… Al percibir a sus víctimas como seres malos y crueles, su espíritu se siente dominado por pensamientos de venganza. Toda inhibición de matar queda automáticamente disipada por la creencia de que están haciendo lo correcto: los malhechores deben ser exterminados. Este comportamiento violento conlleva de forma inmediata una serie de recompensas como son la disminución de la ira, la consecución de un sentimiento de poder y la satisfacción de saber que han hecho justicia» (13).

Es evidente que la violencia deja un residuo de odio y rencor. Y, también, que el odio es un fuerte acicate para la violencia. Como hemos visto, en  el odio hay una base de temor (a la pérdida de los privilegios, del estatus, a las nuevas realidades y situaciones, a la muerte, a amenazas reales o difusas…) y de ira. Cuando esas emociones básicas se concretan en estereotipos y prejuicios y, más articuladas, en creencias e ideologías, que generan cosmovisiones centradas en una explicación del origen del mal y en los sujetos que lo encarnan, surge un odio intenso y explosivo («un odio matador») que da sentido al intento de acabar con el origen de ese mal. El deseo de venganza está presente, y al mismo tiempo, el miedo a una venganza posterior de los que te has vengado, desarrollándose un ciclo del que es difícil salir.

En línea con lo anterior, creo que es necesario distinguir la ira del odio: «La ira no es lo mismo que el odio. El odio es la ceguera... Es una enfermedad crónica, grave y destructiva. La ira puede ser productiva. Siente la ira, reconócela, pero deja que vaya siempre acompañada del cambio. Deja que te impulse hacia la necesaria acción para mejorarte tanto a ti mismo como a los demás» (14).
En las tradiciones no violentas la regulación emocional se convierte en uno de las cuestiones fundamentales. Controlar el miedo y volver la ira productiva es esencial para impulsar la acción, ya que el miedo nos paraliza y la ira nos puede llevar a atacar, herir, dañar o insultar al otro.

La ira se vuelve productiva cuando somos capaces de combinarla con la compasión. Martin Luther King se refiere a esto cuando en uno de los capítulos de su libro, La fuerza de amar (15), comenta un texto de Jesús a sus discípulos en el que afirma: «Mirad que os envío cual ovejas en medio de lobos», y les da una consigna de acción: «Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas». King interpreta este consejo como la necesidad de combinar la dureza de la serpiente con la blandura de la paloma: fuertes de espíritu, pero tiernos de corazón. La fortaleza de espíritu está relacionada con la justicia, y la ira y la ternura de corazón con el amor, la empatía y la compasión.

Para Luther King, un espíritu fuerte está caracterizado por un «pensamiento incisivo, apreciación realista y juicio firme. La mentalidad fuerte es aguda y penetrante, rompe la costra de las leyendas y mitos y separa lo que es verdadero de lo falso. El individuo fuerte de espíritu es astuto y discernidor. Posee una mentalidad fuerte, austera, que le proporciona firmeza de propósito y solidez en los compromisos».  Pero la «fortaleza de espíritu sin la ternura de corazón es fría y egoísta». La firmeza de espíritu nos lleva a combatir un sistema injusto, a no cooperar con él, a no convertirnos en partícipes de su maldad. Pero hacerlo desde la violencia física y desde el odio hacia el oponente «crea más problemas que resuelve… y no conduce nunca a una paz permanente» (16).

En el pensamiento de Luther King, por lo tanto, el odio, en su combinación de rechazo, furia y desprecio, es altamente destructivo, y considera que al odio hay que oponerle el amor (17). Para fundamentar esta afirmación se basa tanto en una filosofía de fondo sobre el ser humano, en una «actitud ante la vida», que conlleva un cambio en la forma de pensar y en las percepciones que tenemos del otro, del prójimo, en su terminología; como en una cuestión pragmática, según la terminología de Gene Sharp, que tiene consecuencias prácticas para un estrategia no violenta.

Dentro de su primera fundamentación, Luther King se pregunta: ¿Cómo amar a nuestros enemigos? Antes de responder a esta cuestión aclara cuál es el sentido que le da al término amor. Para ello, basándose en las tres palabras que se utilizan en griego clásico para designarlo: eros –pasión–; philia –amor recíproco y afecto íntimo–; y ágape, en el sentido de comprensión y buen deseo hacia todos los seres humanos. Sitúa su afirmación de amor al prójimo en este último nivel. Es un amor con justicia: amamos a la persona que nos ha perjudicado, aunque odiemos el mal que nos ha hecho. Es reconocer al otro como diferente y a la vez acogerlo, tratarlo como si fuese yo, como quisiera que se me tratara si me encontrara en su posición. Para él, la mala acción, la que nos ha herido, no define de forma adecuada a la persona que la ha producido: «En nuestro peor enemigo podemos descubrir razones buenas. Cada uno de nosotros tiene una parte de su mentalidad esquizofrénica, trágicamente dividida contra sí misma». Todo esto significa simplemente que existe algo bueno en el peor de nosotros y algo malo en el mejor. Cuando descubrimos esta verdad, nos sentimos menos inclinados a odiar a nuestros enemigos. Y todo esto en la óptica del desarrollo de nuestra capacidad de perdonar: «Perdonar no significa ignorar lo hecho… significa reconciliación, reencuentro» (18).

Y junto a esta fundamentación filosófica, también utiliza Luther King otra ligada al tipo de sociedad que se pretende construir. Así, a la pregunta de por qué tenemos que amar a nuestros enemigos, responde con tres argumentos. Primero, para romper con la espiral del odio, ya  que devolver «odio por odio multiplica el odio y contribuye a que la oscuridad de una noche que ya no tiene estrellas sea más intensa todavía». Segundo, porque «el odio hiere el alma y deforma la personalidad», ya que tiene efectos graves sobre la persona odiada, pero también «es nefasto para la misma persona que odia. Como un cáncer oculto, el odio corroe la personalidad y destruye la unidad vital. El odio destruye al hombre en sus valores y en su objetividad». Frente al odio que arruina y destruye, el amor, por su propia naturaleza, crea y construye, «es la única fuerza capaz de transformar un enemigo en amigo». Tercero, porque el  odio y la venganza también tienen su efecto sobre la sociedad nueva que queremos crear, que no puede ser una copia de la sociedad antigua (19).  

Noviolencia y naturaleza humana

En su libro La política de la acción no violenta, Gene Sharp intenta corregir algunas de las ideas que considera equivocadas sobre la acción noviolenta. Una de éstas es la que afirma que la noviolencia depende de la asunción de que las personas son inherentemente buenas. Una cultura de la noviolencia, sin embargo, tiene que partir de una visión realista y no idealizada del ser humano. Con sus luces y sus sombras. Con su parte brillante y con su lado oscuro. Tiene que reconocer las potencialidades de las personas para “el bien” y “el mal”, incluidos los extremos de crueldad e inhumanidad, aunque nos concentremos en potenciar los aspectos positivos que son fuente de vida y nos situemos en la parte brillante. Como diría Francisco de Asís: «Cuando la parte de luz crece en nosotros, la parte oscura disminuye considerablemente» (20), aunque cabe añadir que nunca desaparece.

Debemos tener en cuenta esa ambivalencia. Por una parte, aspiramos a colocarnos en el lado más brillante de la naturaleza humana, el que tiene que ver con la empatía, el altruismo, la cooperación, la solidaridad y la responsabilidad con el otro. Por otra, sabemos que como ya Rousseau advertía: «El bien y el mal brotan de la misma fuente… y esa fuente no es otra que nuestra sociabilidad, nuestro deseo irreductible de vivir con los demás, nuestro sentimiento de humanidad común. Ellos nos mueven a ayudar a quienes lo necesitan, aunque sean desconocidos; o a reconocer la igual dignidad de los demás, aunque sean diferentes de nosotros. Pero son también ellos los que nos guían cuando sometemos al otro a la tortura o nos lanzamos a un genocidio: los demás son como nosotros, aspiran a los mismos bienes, por lo tanto hay que eliminarlos de la faz de la tierra» (21).

Una cultura de la noviolencia, al mismo tiempo, tiene que reconocer que  la dignidad humana es inalienable (Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948). Afirmar la propia dignidad y reconoce la del otro. Así, se viola esa dignidad cuando la persona es tratada como una cosa, incluso como un objeto sin valor y se rebaja la realidad humana al rango de realidad utilitaria subordinada a un bien que se considera mayor. Los métodos violentos suponen eso, la utilización del otro como puro medio: me sirvo de su vida (o su dignidad) para alcanzar un objetivo.

Por último, una cultura de la noviolencia es una cultura de relaciones y responsabilidad con los demás y con uno mismo, incluyendo la parte oscura que hay en nosotros. Los seres humanos prefieren las relaciones de amistad, afecto, amor, a las de enemistad, rencor y odio, y «se sienten profundamente heridos cuando son utilizados, manipulados o rechazados. El respeto y, más importante aún, una verdadera atención hacia el otro mostrándole este respeto e interés, son las piedras angulares de toda relación» (22).
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(1) Consentir es permitir algo, condescender en que se haga.
(2) «Todo Gobierno depende para su existencia de la cooperación de los gobernados. Si estos le retiran su cooperación, el Gobierno será impotente. El Gobierno se compone de funcionarios, soldados y ciudadanos. Cada una de esas personas tiene su propia voluntad. Si el número suficiente de ellas le retiran su apoyo, el Gobierno caerá… [En el pensamiento de Gandhi], la fuerza no sólo no era el árbitro final, sino que no era ninguna clase de árbitro. Lo que arbitraba era el consentimiento y la cooperación que se derivaba de él, y ambos constituían el cimiento tanto de la dictadura como del Gobierno democrático» (Jonathan Schell, El mundo inconquistable. Poder, no violencia y voluntad popular, Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2005, págs. 163 y 165.
(3)  Ver Michael Randle,  Resistencia civil, Barcelona, Paidós, 1998. Adam Roberts, “Civil Resistance and Power Politics. The Questions”, ponencia presentada a la conferencia “Resistencia Civil y Poder Político”. Universidad de Oxford, 15-18 de marzo de 2007.
(4) Bogotá, Editorial Universidad del Rosario, 2008.
(5) El uso de Internet ha facilitado enormemente esta cuestión, como se ha mostrado en el caso de Túnez (o en otras revueltas en los países árabes).
(6) Este cuadro está tomado de Pere Ortega y Alejandro Pozo, No violencia y transformación social, Barcelona, Icaria, 2005, pág. 48.
(7) Alain J. Richard, Pilares para una cultura de la no-violencia, Madrid, PPC, 2006, pág. 23.
(8) Una de las cuestiones a las que estoy haciendo referencia continua a lo largo de todo el texto es a la posibilidad de una fundamentación plural de la noviolencia para llegar a las mismas conclusiones centrales; aunque a veces la convivencia entre fundamentaciones sea compleja, o que incluso algunas conclusiones particulares sean distintas.
(9) «Las personas no-violentas tienen especial cuidado en no menospreciar nunca a sus adversarios y se dirigen a éstos con respeto en todas sus relaciones, intentando despertar lo mejor de cada uno de ellos, esa realidad transcendente que habita en su interior», óp. cit., pág. 27.
(10) Hay que tener en cuenta que el oponente, incluso en una dictadura, no es solo una camarilla pequeña de personas. Cualquier régimen, para su funcionamiento, depende de un conjunto más o menos amplio de apoyos.
(11) En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimiento, Barcelona, Crítica, 2007, págs. 85 y 86.
(12) No existe consenso a la hora de definir qué es el odio. Mi concepción se basa en: Aaron T. Beck, Prisioneros del odio, Barcelona, Paidós, 2003; Robert J. Sternberg  y Karin Sternberg, La naturaleza del odio, Barcelona, Paidós, 2010.
(13) Aaron T. Beck,  Prisioneros del odio, pág. 38.
(14) Izzeldin Abuelaish, No voy a odiar, Madrid, Aguilar, 2011, pág. 224.
(15) Madrid, Acción Cultural Cristiana, 1999.
(16) Martin Luther King, óp. cit., págs. 15 y 19.
(17) «La amargura y el odio no podrán curar nunca la enfermedad del miedo. Sólo el amor puede hacerlo. El odio paraliza la vida, el amor la armoniza. El odio oscurece la vida; el amor la ilumina», óp. cit., pág 130.
(18) Martin Luther King, óp. cit., págs. 48 y 49.
(19) Óp. cit., pág. 50.
(20) Alain J. Richard, Pilares para una cultura de la no-violencia, pág. 20.
(21) Tzvetan Todorov, prólogo al libro de Ramin Jahanbegloo, La solidaridad de las diferencias, Barcelona, Arcadia, 2010, págs. 10 y 11.
(22) Alain J. Richard, óp. cit., pág. 15.

Anexo

Concepciones erróneas acerca de la acción noviolenta, según Kurt Schock:

1. La acción noviolenta no es inacción (aunque podría implicar el rehusarse a ejecutar una acción que es de esperar que se haga, esto es, actos de omisión), no es sometimiento, no es evitar el conflicto y no es resistencia pasiva. La expresión “resistencia pasiva” es errada para describir la acción noviolenta.

2. Cualquier acto no violento no es considerado como acción noviolenta. La acción noviolenta se refiere a acciones específicas que implican riesgo e invocan presión o coerción noviolentas en las interacciones contenciosas entre grupos opuestos.

3. La acción noviolenta no está limitada a las actividades prescritas por el Estado. Ésta puede ser legal o ilegal. La desobediencia civil, que es una abierta y deliberada violación de la ley en pro de un fin colectivo social o político, es un tipo fundamental de acción noviolenta.

4. La acción noviolenta no está compuesta de técnicas de acción política reguladas o institucionalizadas tales como la litigación, el envío de cartas, el lobby, la votación o la elaboración de leyes. Aunque métodos institucionales de acción política frecuentemente acompañan a las luchas noviolentas, la acción noviolenta ocurre fuera de los límites de la política institucional, hay siempre un elemento de riesgo para quienes la implementan, en tanto ésta busca un desafío a la autoridad. Así, la acción noviolenta es específica según el contexto.

5. La acción noviolenta no es una forma de negociación o compromiso. Las negociaciones y los compromisos podrían o no acompañar los conflictos proseguidos a través de la acción noviolenta. En otras palabras, la acción no violenta es un medio para continuar el conflicto y debería ser diferenciada de los medios de resolución del conflicto.

6. La acción noviolenta no depende de la conversión de las visiones del oponente en aras de promover el cambio político. Mientras que la conversión del adversario ocurre algunas veces, con mayor frecuencia la acción noviolenta promueve cambios políticos a través de la coerción noviolenta, esto es, fuerza al oponente para hacer cambios al socavar su poder.

7. Aquellos que implementan la acción noviolenta no asumen que el Estado dejará de reaccionar violentamente.

8. El sufrimiento no es una parte esencial de la resistencia noviolenta. Aquellos que implementan retos que incorporan la acción noviolenta deberían esperar una respuesta violenta del Gobierno, también deberían prepararse para amortiguar el impacto de tal respuesta.

9. La acción noviolenta no es un método de contienda usado solamente como el último recurso, cuando los medios de violencia no están disponibles.

10. No es un método de la “clase media” o un enfoque “burgués” de la contienda política.

11. El uso de la acción noviolenta no está limitado a la consecución de fines “moderados” o “reformistas”. También podría ser implementada para perseguir finalidades “radicales”.

12. Mientras que, por su verdadera naturaleza, la acción noviolenta requiere paciencia, no es inherentemente lenta para producir cambios políticos en comparación con la acción violenta.

13. La ocurrencia de la acción noviolenta no está determinada estructuralmente. Los métodos usados para cambiar relaciones políticas injustas u opresivas no están determinados por el contexto político. Procesos de aprendizaje, difusión y cambio social podrían dar como resultado la implementación de la acción noviolenta en contextos o situaciones históricamente caracterizados por la contienda violenta. Así, el contexto y los puntos de disputa del conflicto influyen en las estrategias de resistencia, pero no de manera determinista.

14. La efectividad de la acción noviolenta no está en función de la ideología de los opresores. Con frecuencia se clama que la acción noviolenta puede ser exitosa solamente en democracias o cuando se usa contra opresores “benignos” o “universalistas”.

15. La efectividad de la acción noviolenta no está en función de la represión de los opresores. De hecho, campañas de acción noviolenta han sido efectivas en contextos de brutalidad represiva, e inefectivas en abiertos regímenes democráticos. Por supuesto, la represión constriñe la habilidad de los retadores para organizarse, comunicarse, movilizarse e involucrarse en la acción colectiva, y magnifica el riesgo de participar en ésta.

16. La participación en campañas de acción noviolenta no requiere que los activistas sostengan alguna suerte de creencias ideológicas, religiosas o metafísicas. Aquellos que se involucran en la acción noviolenta sostienen una variedad de creencias distintas.