Juan Claudio Acinas

Si quieres la paz
(Disenso, nº 41, octubre 2003)

La violencia estructural en que vive una amplísima mayoría del planeta, el sistema militarista que se realimenta a sí mismo y el odio que todos los Estados, incluso los que se precian de democráticos, expanden a mansalva, no sólo para dirigirlo contra hipotéticos enemigos exteriores, sino en primer lugar para anular la capacidad crítica de sus propios ‘súbditos’, son los tres pilares sobre los que se asienta la ‘implacable rueda de sangre y de fuego’ que azota a la parte más débil y más numerosa de la humanidad. La desobediencia civil, la resistencia no armada o la no-violencia, unidas a la reacción individual, reflexiva y solidaria contra el sistema del odio, son algunas de las tareas fundamentales de educación cívica para un nuevo arte de la paz.

 George Orwell, de quien se celebra este año un polémico centenario, mostró en sus obras, entre otras cosas, la incesante manipulación que, desde siempre, el poder ha intentado ejercer a través del lenguaje. Acerca de lo cual, escribió: “El lenguaje político —y con variantes eso se aplica a todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— está diseñado para hacer que las mentiras suenen veraces y el asesinato respetable, y para dar la apariencia de solidez al viento puro”1. Así, vemos cómo, en Rebelión en la granja, los mandamientos subversivos que, al principio, rigen la nueva comunidad de los animales terminan por desaparecer en favor de un único lema, el que dice “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Lo que se corresponde, en 1984, con las tres consignas que podían leerse sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad: La Guerra es la Paz, La Libertad es la Esclavitud y La Ignorancia es la Fuerza. En relación con lo cual, resulta curioso que algo similar es lo que hemos visto estos meses pasados en las proclamas de tantos halcones, cuando han pretendido convencernos de que para restablecer la legalidad internacional había que saltársela, cuando se han empeñado en que la mejor manera de proteger los derechos humanos era pisotearlos y que no teníamos otra opción que atacar para, preventivamente, defendernos de los sistemas defensivos de los demás. O, para hablar de nosotros mismos, de los súbditos, es lo que sucede también, paradójicamente, cada vez que decimos que no deseamos la guerra, que nadie la quiere, al tiempo que, por activa o por pasiva, permitimos todo aquello que —como la desigualdad, el militarismo o el odio— la provoca y ocasiona.

 

NO A LA VIOLENCIA ESTRUCTURAL. Cualquier europeo o norteamericano al que se preguntara que si hubiese sabido con antelación que cinco mil personas iban a morir el 11 de septiembre en la torres gemelas de Nueva York, habría hecho algo por impedirlo, respondería categóricamente y de inmediato que sí. Sin embargo, lo que llama la atención es que hoy mismo, durante las próximas veinticuatro horas, y en las siguientes, y en las que durante los próximos años están por venir, sabemos a ciencia cierta que miles de niños van a morir por enfermedades relacionadas con la disentería y el agua en malas condiciones, y que esto podría ser erradicado de una forma barata y rápida tan sólo si hubiera voluntad política. Pero ¿dónde se ha ido esta voluntad? ¿qué hacemos para impedir que día tras día eso suceda?

El hambre, la miseria, la desigualdad son otras tantas figuras en las que la violencia también se manifiesta. “Los cientos de millones de personas que mueren todos los años de subalimentación aguda —afirma Jean Ziegler— mueren a causa de la injusta distribución de alimentos disponibles en el planeta”. Una desigualdad que, según este mismo investigador, es negativamente dinámica, en tanto que el nuestro es un mundo donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres. Algo que se puede comprobar cuando advertimos que “en 1960 el 20% de los habitantes más ricos del planeta disfrutaban de una renta treinta y un veces superior a la del 20% de los habitantes más pobres”, mientras que “en 1998 la renta del 20% más rico era ochenta y tres veces superior a la del 20% más pobre”2. Lo que, obviamente, tiene que ver con el hecho de que, por ejemplo, la esperanza de vida en Níger, Etiopía o Mozambique resulta ser inferior a los 45 años en tanto que en Estados Unidos, Reino Unido o España es superior a los 75 años3. Y todo ello, a su vez, como denuncia Vandana Shiva4, vinculado con una creciente biodevastación y con el robo sistemático de los recursos y fuentes alimenticias de las personas pobres del Tercer Mundo en beneficio de los gigantes empresariales de la globalización económica.

 

NO AL SISTEMA MILITARISTA. Y no sólo es eso. Porque si terrible es este “nuevo orden mundial” bajo el que, sólo en el 2002, tuvieron lugar unos veintitrés conflictos sangrientos que asolaron el planeta, no menos temor debería suscitar un sistema militar basado en la profesionalización de aquellos cuyo trabajo consiste precisamente en entrar en conflicto cuando éste acontece. Un sistema que, en sí mismo, alimentado por la industria armamentista y amparado por los más despiadados lobbies, encubre el germen de guerras futuras, pues contribuye a prepararlas, a desarrollarlas y perfeccionarlas, a volverlas más irracionalmente racionales. Con lo que, como ha observado Rafael Sánchez Ferlosio5, se invierte la analogía biológica de que la función crea el órgano, para ser éste, el órgano, “el que presiona fuertemente para regir la función”, y con ello, respecto a esta “insensatez de la autónoma gratuidad de la razón instrumental”, se acrecienta “la escabrosa sospecha de que las armas puedan ser la causa de la guerra”. ¿Qué otro significado puede tener que, por ejemplo, el presupuesto ordinario del Pentágono haya ascendido a 379 mil millones de dólares este mismo año? ¿Acaso alguien puede pensar que el mundo se ha vuelto más seguro por ello?

Parece sin duda que tenemos que tomar otro rumbo. Avanzar justo en una dirección contraria, que nos aleje de esa implacable rueda de sangre y de fuego. Perseverar, por ello, en una búsqueda como la que, en los inicios de la Primera Guerra Mundial, propusiera Bertrand Russell6, quien cuestionó la creencia en que una nación que no opone fuerza contra fuerza actúa por mera cobardía y está condenada a perder todo lo que de valor tiene su civilización. Muy al contrario, alegaba Russell, oponerse a la fuerza militar por medio de la desobediencia civil no sólo requiere más valentía, sino que es lo más adecuado que se puede hacer para evitar la degradación moral y preservar los mejores rasgos de la vida de un pueblo. Un pueblo que no considere que la miseria de los otros sea más importante que su propia felicidad. De modo que, pensaba Russell, tras una generación educada en los principios de la resistencia no armada, ésta, antes que un sistema militar tradicional, será la mejor defensa de una nación frente a la invasión de otra. Pues dicha defensa privaría de cualquier pretexto, de cualquier “excusa decente”, como la seguridad propia o la protección de los débiles, con la que se acostumbra justificar las agresiones más feroces. E igualmente, volvería ridículo el mismo empeño de conquista que, lejos de un sendero de gloria cuyo premio final no es otro que una medalla de hierro, se encontraría con una población tranquila que, con los brazos cruzados, simplemente rehusaría obedecer o colaborar con la maquinaria administrativa y militar del invasor.

Desde esta perspectiva, que armoniza con la estrategia gandhiana de la no-violencia y con muchas experiencias posteriores de resistencia civil, como las llevadas a cabo recientemente por Tute Bianche, nada es más falso que el célebre latinajo si vis pacem para bellum. En contra del cual, como enseñó Antonio Machado7 allá por 1937, siempre se podrá contestar que “si quieres la paz, procura que tus enemigos no quieran la guerra”, o dicho de otro modo: “procura no tener enemigos”, o mejor todavía: “procura tratar a tus vecinos con amor y justicia”. De manera que “si quieres la paz, prepárate para vivir en paz con todo el mundo”. Porque, entre otras razones, es una lección bien sabida que quien siembra vientos, recoge tempestades.

 

NO AL IDIOMA DEL ODIO. Es evidente, por ello, que si queremos un mundo sin guerras, debemos renunciar también a las semillas del odio. Porque todo despotismo, incluido el que se viste de democrático, necesita sembrar odio por doquier, y no sólo para dirigirlo contra los hipotéticos enemigos exteriores, sino, en primer lugar, para anular, para desactivar la capacidad crítica de quienes son instruidos en él. “La necesidad de odio —ha escrito Leszek Kolakowski— se explica porque éste destruye interiormente a quien odia, lo deja moralmente desamparado frente al Estado, porque equivale a una autoaniquilación, a un suicidio espiritual, y con ello arranca las raíces de la solidaridad entre los mismos que odian”8.

Así, mientras que ser crítico significa disponer de cierta capacidad de reflexión para alejarnos un poco de las situaciones y diferenciar entre las cosas, el odio nos vuelve sordos y ciegos, y tanto hacia nosotros mismos como hacia aquello a lo que odiamos, esto es, nos vuelve incapaces de cualquier distancia, de cualquier diferenciación, nos persuade fatídicamente de “nuestra total e incondicional valía” frente “a la total, incondicional e incurable infamia de los demás”. En oposición a lo cual, para poner fin a tan absurda parcialidad, hemos de convencernos de que de nada sirve confiar en los Estados, en las leyes ni en ninguna institución u orden ministerial. Porque vencer al odio es algo que, en primer lugar y ante todo, depende de cada uno de nosotros. Y restringir en nosotros mismos ese mal, negarnos a hablar su envenenado idioma, como cree el propio Kolakowski, “contribuye a limitarlo en la sociedad y realiza de este modo en sí una insegura y frágil anticipación de una vida más soportable en nuestra nave de locos”.

Todas esas son algunas de las tareas fundamentales de una educación cívica, de un nuevo arte de la paz, que nos haga entender, entre otras cosas, que responder a la violencia con violencia significa agravar sus efectos más todavía, que no debemos servirnos de los demás como instrumentos para nuestro propio beneficio y que la constatación del mal en el mundo no es una excusa para aceptarlo en nosotros mismos. He ahí el quid de la cuestión. Algo que, en su día, ya enseñó Gandhi, cuando dijo que nuestro esfuerzo debe estar dirigido, aquí y ahora, a ser nosotros mismos ese nuevo cambio que mañana deseamos ver. Así de sencillo.

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(1) Citado por C. Hitchens, en La victoria de Orwell, Emecé, Barcelona, 2003 (2002), pp. 83-84.

(2) J. Ziegler: El hambre en el mundo explicada a mi hijo, Muchnik, Barcelona, 1999, pp. 118 y 120. En un libro reciente de este mismo autor, Los nuevos amos del mundo —Destino, Barcelona, 2003 (2002), pp. 72-73—, también podemos leer: “En 2002, el 20% de la población del mundo acapara más del 80% de sus riquezas, posee más del 80% de los automóviles en circulación y consume el 60% de la energía utilizada. El resto de la población, más de mil millones de hombres, mujeres y niños, deben repartirse el 1% de la renta mundial”. Encontrándonos con que en “el Tercer Mundo, la pobreza avanza de forma fulgurante: en tan sólo una década, el número de los seres humanos que viven en la pobreza extrema ha aumentado en casi 100 millones”.

(3) Cfr., S. Cordellier y B. Didiot (coords.): El estado del mundo 2003. Anuario económico geopolítico mundial, Akal, Madrid, 2002.

(4) Cfr. V. Shiva: Cosecha robada. El secuestro del suministro mundial de alimentos, Paidos, Barcelona, 2003 (2000).

(5) R. Sánchez Ferlosio: “Campo de Marte”, La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, Barcelona, 2002, p. 209.

(6) Cfr. B. Russell: “War and Non-Resistance” (1915), Justice in War Time, The Open Court Publishing Company, Chicago, 1917, pp. 38-57.

(7) A. Machado: Juan de Mairena, vol., II, Cátedra, Madrid, 1986 (1936-1938), pp. 72-73.

(8) L. Kolakowski: “Educación para el odio, educación para la dignidad”, La modernidad siempre a prueba, Vuelta, México, 1990, pp. 344, 345 y 348. El odio, escribió O. Wilde en De Profundis —Muchnik, Barcelona, 1997 (1905), p. 73—, “considerado desde el punto de vista de las emociones, es una atrofia que acaba con todo, excepto consigo mismo”. Precisamente, por todo eso, T. Terzani, en Cartas contra la guerra —RBA, Barcelona, 2002, p. 152—, reivindica el significado original de la yihad, que, antes que la guerra santa contra el enemigo exterior, apela a “la guerra santa interior contra los instintos y las pasiones humanos más bajos”.