Consuelo Ramón Chornet

Cambios en el orden internacional tras la agresión a Irak
(Página Abierta, nº 137, mayo de 2003)

Probablemente lo más positivo que puede extraerse del horror que hemos vivido en estas semanas de marzo y abril es la reacción de la opinión pública internacional que, desde el 15 de febrero de 2003, el día en el que se produce la primera manifestación simultánea y masiva en ciudades de todo el mundo, se ha pronunciado contundente y abrumadoramente en contra del ataque angloamericano a Irak, porque conoce las razones de la falta de legitimidad de esa bárbara actuación (1). Al mismo tiempo, esa ciudadanía mundial ha tomado conciencia de que está muy lejos, todavía, de poder decidir sobre la actuación concreta de sus Gobiernos, aunque han aparecido formas de actuación innovadoras. Por ejemplo, por utópico que pueda parecer, la propuesta difundida a través de Internet (ésta es ha sido “la guerra de Internet”), de incidir a través de nuestra capacidad de acción como consumidores en el mercado global: ya que se empeñan en que la soberanía esté en el mercado y no en la Asamblea, por lo menos pongamos en juego ese poder que se nos reconoce como consumidores.
Ya se ha escrito casi todo a propósito de ese déficit de legalidad, legitimidad y justicia. Pero hoy, cuando nos encontramos ya en la posguerra y, por tanto, la atención sobre Irak cede a la “fatiga mediática” frente a otras prioridades –la neumonía asiática, por ejemplo–, conviene que nos detengamos a hacer otro balance.
Estas páginas parten de la consideración de que quizá no se ha reparado suficientemente en las consecuencias reales de esa actuación, con vistas al futuro del Derecho internacional, de la comunidad internacional, de las relaciones internacionales, y tratan de proporcionar algunos argumentos a ese respecto. Con ese objetivo, ofreceré, en primer lugar, un contraste entre los argumentos desplegados por los defensores de esta guerra y lo que hemos podido saber, o mejor, hasta dónde hemos podido ver, gracias a una mayor pluralidad informativa que en las guerras del Golfo y Afganistán. Y es en las consecuencias de esos actos ilegítimos en las que quiero fijar mi atención en la segunda parte.
Pero antes de eso, quiero hacer una advertencia que no es sólo una disquisición terminológica, una logomaquia más de esas a las que nos ha acostumbrado el lenguaje del conglomerado militar-diplomático-mediático y que alcanza cotas de surrealismo en las intervenciones públicas de la titular del Ministerio español de Exteriores.
Lo que ha sucedido no es, estrictamente hablando, una guerra en el sentido formal, técnico-jurídico. Lo que algunos se empeñan en nombrar con eufemismos, hablando de una ”expedición humanitaria” o, a lo sumo, de un “conflicto”, es en realidad un terrible acto de fuerza, una agresión que reúne los rasgos de las viejas agresiones coloniales desarrolladas por los imperios. Y, sobre todo, no es una guerra, porque, en realidad, como se ha recordado, tras la Carta de las Naciones Unidas (que prohíbe y proscribe la guerra), sólo cabe hablar de guerra en dos supuestos: cuando hay legítima defensa o cuando se trata de las denominadas “medidas coercitivas” previstas en el artículo 42 de la Carta. Todo lo demás, todas las formas de uso lícito de la fuerza, ya no son guerra, sino algo que debería entenderse, en todo caso, como medidas de policía internacional en el ámbito del mantenimiento de la paz, y de conformidad con las reglas establecidas en el Capítulo VII de la Carta. Como propone Ferrajoli (2), el cambio decisivo que significa la Carta y el propio sistema de la ONU consiste sobre todo en esto, en que la guerra se ha convertido en un ilícito jurídico absoluto, en que se ha hecho real la antinomia entre guerra y Derecho enunciada tentativamente por Hobbes. Eso significa la cancelación de toda discusión acerca de la “guerra justa”, acerca de las justificaciones de la guerra.
Por esa razón, hablar de guerra y, todavía más, hablar de ella en términos de licitud o justicia es un anacronismo. Y el hecho de que nuestra Constitución siga hablando de “declarar la guerra y hacer la paz” sólo se explica como tal anacronismo, como un atavismo premoderno, y también por cierta ignorancia del Derecho internacional. Las guerras ya no se declaran, simplemente se hacen. Lo hemos visto otra vez en esta ocasión: lo más cercano a la declaración de guerra fue el comunicado de Bush, Blair y Aznar en las Azores. Y eso, el hecho de que no se recurra a toda la parafernalia jurídica sobre la guerra, ya testimonia que existe una conciencia generalizada de que no es lícito recurrir a ella.
Por tanto, a mi juicio, está fuera de lugar la discusión sobre el carácter justo de la guerra, y resulta inaceptable que algunos dejen aparte la legalidad internacional para discutir sobre razones morales, sobre la justicia de la guerra. En la democracia laica y pluralista, las únicas razones morales válidas para la moral pública son las aceptadas e incorporadas como criterios de legitimidad legalizada (y así lo recuerdan autores tan diferentes como Habermas, Falk o Peces-Barba). Una vez que la Carta ha tipificado la guerra como acto ilícito, quienes siguen hablando de guerra o de guerra justa no pueden invocar a la vez los principios de legitimidad de la Carta sin evidenciar con ello su hipocresía y cinismo, o lo que es peor, su ignorancia. Por lo tanto, habría que dejar de utilizar el término guerra definitivamente y pasar a distinguir, en la relaciones internacionales, entre uso internacionalmente lícito o ilícito de la fuerza armada.

El alcance real de esta guerra, más allá
de la caída del régimen de Bagdad

La realidad ha desmentido todo la retórica justificativa de la agresión a Irak y ha puesto de relieve cómo el alcance real de esa agresión va más allá del derrocamiento del régimen de Sadam Husein.
Los responsables de la agresión a Irak pretenden que se admita que este modo de actuar es un medio perfectamente aceptable para las relaciones internacionales, y eso desencadena un efecto contaminante y multiplicador. Estados Unidos lo ha dejado claro para Siria y quizá para Irán e incluso Corea del Norte. Y si EE UU se ha tomado la justicia por su mano, ¿quién se lo impedirá en su momento a Rusia con Chechenia o con Georgia, o a China? Nos encontramos ante un hecho de infinita gravedad y consecuencias trascendentales: la ruptura del tabú de la guerra, como ha recordado Senese, cierra toda posibilidad de mantener el orden internacional basado precisamente en su exclusión, es decir, de mantener el sistema de la Carta de la ONU, y ello aunque esa ruptura provenga, paradójicamente, de la coartada humanitaria. Parece que se anuncia un futuro de “guerra global”, como advierte Ramonet (3), o, en palabras de E. Garzón, un futuro en el que el ideal de la paz perpetua es sustituido por el contraideal de la guerra perpetua (4).
Además, con esta actuación, se ha ninguneado, menospreciado, herido de muerte el papel de la ONU, menosprecio que continúa ahora en el Irak post-Sadam: para Bush y sus aliados, la ONU es poco más que una agencia humanitaria, y ése es su papel. Richard Perle, uno de los halcones de Bush, lo escribía con mucha claridad en un artículo reproducido en varios periódicos: «La ONU no sirve para nada, salvo para estos asuntos de distribuir medicinas, ocuparse de los derechos de los niños y demás» (5). Aquí, entre nosotros, hay que recordar que el vicepresidente Rajoy, en el calor del entusiasmo de aquellos días en los que el PP se veía en la cima del mundo, también aseguró que si la ONU no servía para arreglar los graves problemas del mundo, lo mejor era empezar a ver cómo sustituirla.
Dicho esto, voy a ofrecer seis argumentos:
1) El primero es que la campaña Freedom for Iraq no sólo es una actuación no conforme al Derecho internacional (como lo habría sido, por ejemplo, una actuación basada en la necesidad de actuar en caso de una laguna del Derecho internacional), sino que constituye una grave violación del Derecho internacional. Podemos dar, al menos, cuatro razones que explican esa caracterización.
Como recordaba al comienzo, se ha violado la Carta de la ONU, que, ya desde su Preámbulo (y claramente en el artículo 2.4), declara que la guerra es un mal absoluto, injustificable política y moralmente, y prohíbe a los Estados miembros que recurran a ella. Lo único que la Carta acepta es un uso legítimo de la fuerza que, para ser tal, debe estar sometido a unas reglas y principios estrictos, los enunciados en el Capítulo VII de la Carta; pero justamente esto es lo que tampoco se ha respetado en el caso de Irak. Por tanto, se ha violado también la competencia del Consejo de Seguridad, como quiera que no se ha dado tiempo suficiente para que la Resolución 1.441 pudiera ser eficaz. Lo de Irak ha sido un acto de agresión, tipificado como un crimen en el artículo 2.d) del Estatuto de la Corte Penal Internacional. El Derecho internacional ha sido sustituido por la razón de la fuerza hegemónica.
De otra parte, se ha dado una vez más pruebas del doble rasero: si Irak viola resoluciones de la ONU, ¿qué ha hecho Israel?, ¿qué ha hecho Pakistán?, ¿qué ha hecho EE UU? Y ¿qué decir de la atribución en exclusiva a Irak de armamento de destrucción masiva? La propuesta de Siria ha desnudado ese argumento: en efecto, si hay que destruir ese armamento en todos los países del área, tendríamos que comenzar por Israel.
Además, se han violado las normas del ius in bellum, del Derecho internacional humanitario (Convenios de Ginebra): la primera violación se produce por la utilización de armas prohibidas, como las bombas racimo y, sobre todo, proyectiles de uranio empobrecido, que provoca cáncer y deformaciones genéticas, como tuvo el horror de comprobar, en su visita a Irak, la delegación del Parlamento Europeo en el mes de enero de este año. La segunda violación, la exhibición por uno y otro bando de los prisioneros de guerra. La tercera, los daños causados a la población civil y a no combatientes: aunque el carácter de víctimas directas que ha alcanzado la población civil en las nuevas guerras sea ya una característica, no ha perdido su carácter ilícito. Y, por otra parte, el ataque injustificado al Hotel Palestina, que se salda con la muerte de dos periodistas, y que constituye un crimen, máxime si, como se ha dicho, fue un intento de acallar a la prensa.
Esas mismas normas han sido menospreciadas, si no infringidas, de nuevo, toda vez que los conquistadores (los “vencedores”, los “ocupantes”) han hecho caso omiso de sus obligaciones de mantener el orden público y garantizar la seguridad, frente a los saqueos, los robos y los asesinatos, en Bagdad, en Mosul y en otras ciudades.
Finalmente, la gravedad de los daños ocasionados al patrimonio histórico y cultural de Irak, causados, en primer lugar, por la saña empleada en la destrucción de las ciudades más importantes y, después, por el saqueo generalizado, ante la pasividad de las fuerzas de ocupación, y que ha constituido un auténtico expolio desde todo punto de vista injustificable. Con el tiempo veremos si parte de estos bienes son subastados en Londres o Nueva York.
2) El segundo es que no es cierto que la guerra fuera inevitable. Esta afirmación la desmiente, por ejemplo, una entrevista reciente con Hans Blix, el jefe de los inspectores de las Naciones Unidas (6). La verdad es que la guerra estaba cuidadosamente preparada con mucha antelación, como estaba preparada la campaña en Afganistán mucho antes de los atentados del 11 de septiembre: los planes del Pentágono para invadir Irak datan de más de un año, y EE UU llevaba enviando tropas y material desde meses antes del comienzo de los ataques.
Y lo mismo sucede con la eufemísticamente denominada “labor de reconstrucción”, que a duras penas esconde los intereses económicos que en realidad se trataba de beneficiar y en los que una buena parte de la Administración de Bush II está implicada: acaban de publicarse (7) las noticias de que el 12 de febrero, dos días antes de que los inspectores de la ONU pidieran la prórroga de su misión, y 36 días antes del comienzo de la guerra, el Gobierno de Bush solicitó ofertas a las empresas estadounidenses que quisieran participar en la reconstrucción del país, que debían entregarlas antes del día 27 si querían participar en el pastel de casi 2.000 millones de dólares. El problema es que lo que podía parecer anticipación en la tarea humanitaria, previsión, seriedad, no ha sido tal, porque la Agencia Internacional para el Desarrollo de EE UU (US-AID) preveía reconstruir exactamente aquello que su Gobierno ya había decidido secretamente destruir, y la lista da espanto: plantas de agua potable, instalaciones escolares y sanitarias, hospitales, centrales eléctricas, sistemas de riego, puertos y aeropuertos, carreteras y puentes. Entre esas empresas, Hallyburton (la que dirigía hasta mediados de 2000 el actual vicepresidente Cheney), Berger –que ya participó en la reconstrucción de los Balcanes–, o Betchel, de cuyo Consejo de Administración forman parte ex secretarios de Estado de anteriores Gobiernos de EE UU (Caspar Weinberger, George Schultz).
3) El tercero es que los objetivos de la invasión de Irak no tienen nada que ver con los proclamados por los aliados que lo invadieron para, supuestamente, “liberar Irak”: ha quedado claro que esta guerra no tiene nada que ver con la defensa de los derechos humanos, con la construcción de la democracia, con la recuperación de la soberanía por parte del pueblo de Irak. No es una liberación, sino una conquista, una ocupación. Los pocos ciudadanos que se atreven hoy a hablar en Bagdad, lo han dicho a las cámaras, mostrando sus muertos, sus heridos en los hospitales, los niños que mueren en las incubadoras porque no hay oxígeno, los saqueos, etc.: “¿es esta la liberación que nos prometen los americanos?”. Las manifestaciones de los chiítas en Kerbala (ya protestaron por su exclusión en la reunión de líderes convocada por el MacArthur de turno, Jay Garner), con motivo de su fiesta religiosa central, dejan claro que el pueblo iraquí ve el proyecto norteamericano como una nueva imposición.
Y los lapsus de los representantes diplomáticos del “eje del bien” revelan las verdaderas intenciones. Así le sucedió a la inefable ministra Palacio cuando, ante su colega de Túnez, confesó que rechaza un régimen “islámico” para Irak. Luego, advertida por un diligente funcionario, rectificó, profundizando aún más en su gafe: “quiero decir islámico, ¿eh?… islámico radical… integrista”. Es decir, que los ocupantes tienen claro que democracia sí, pero siempre que el pueblo iraquí vote bien, no como hicieron los argelinos.
En realidad, hay cierto consenso en admitir que los propósitos de esta guerra han sido básicamente los dos siguientes:
El primero, el interés económico (8), es decir, el control del agua, de las segundas reservas mundiales de petróleo, y el nada desdeñable negocio de la reconstrucción. Ya se ha hablado mucho de ello, y hemos visto datos suficientemente elocuentes. Pocos días después de la conquista, EE UU ya ha pedido a la ONU la suspensión del programa “petróleo por alimentos”, del que a día de hoy aún depende la supervivencia del 60% del pueblo iraquí, a fin de poder utilizar las ganancias del petróleo para pagar la guerra.
Y el segundo, el geoestratégico, conforme a la doctrina imperial de EE UU, tal y como se plasma en su documento, nada secreto, “The National Security Strategy of the United States of America”, de 18 de septiembre de 2002, que algunos han podido considerar como la Carta fundacional del orden imperial norteamericano, pues configura a EE UU como global power, introduce el recurso a la “guerra preventiva” y a la amenaza y uso de la fuerza en la relación con los “Estados canalla” (rogue-States), y reivindica la intervención militar unilateral de EE UU, ante la impotencia de la comunidad internacional, para solucionar los problemas globales, y en primer lugar el terrorismo internacional (9). Esa hegemonía es enunciada a las claras en el documento: «EE UU dispone de una potencia militar inigualable y de una gran influencia económica y política…Nuestras Fuerzas Armadas serán los suficientemente fuertes como para disuadir a los potenciales adversarios del propósito de perseguir un reforzamiento militar con la esperanza de igualar o superar el poder de EE UU», que deja muy claro que EE UU no va a consentir que pueda aparecer una potencia que llegue a discutir su hegemonía (10).
La guerra de Irak ha cumplido, podríamos decir, tres objetivos en ese plano geoestratégico: el primero ha sido una prueba para disuadir a quienes dudasen de la hegemonía de EE UU tras el ejemplo de vulnerabilidad del 11-S. Un “aviso a navegantes”. El segundo, asegurar el control de la región, mediante un Estado gendarme que se sume a Israel y al cada vez menos fiable Turquía, enviando además un aviso a terceros, empezando por Siria. EE UU ha dejado claro que, con independencia de la duración del período de transición, dejará cuatro bases permanentes en Irak que no sólo contribuyen a las necesidades de vigilancia en esa área regional (trasladando quizá alguna de las que se encuentran en Arabia Saudí, que ahora es un aliado menos fiable), sino al control de facto de Irak. Y el tercero, por si faltase algo, dejar claro en qué consiste el vínculo transatlántico, en sumisión, vasallaje, no alianza, lo que contribuye de paso a empequeñecer a la Unión Europea.
4) El cuarto argumento es que, cuando ya ha concluido la campaña militar, aún están por ver las pruebas de la amenaza para la paz mundial, derivadas de la existencia en Irak de armas de destrucción masiva, que, en todo caso, no han sido utilizadas por este país en los enfrentamientos bélicos, pese a todas las agoreras advertencias del Pentágono y del Comando Central de las operaciones, que nos exhibían una y otra vez las precauciones que los soldados aliados debían adoptar. Lo más significativo hoy es que, en lugar de aceptar que sean los inspectores de la ONU quienes lleven a cabo esa labor, EE UU ha optado por enviar, junto a sus aliados británicos, un cuerpo de más de 1.000 agentes que intentarán descubrir esas armas. No merece la pena examinar el ridículo argumento de que la conexión terrorista se evidencia, según Aznar, por la “captura” de Abu Abbas, responsable de la acción terrorista de la OLP en el Acchille Lauro en 1985, y del que se sabía que se encontraba en Irak desde hace más de 18 años, y sobre el que Israel y Palestina, con el beneplácito de EE UU, habían llegado a un acuerdo de facto en Oslo en 1995.
5) El quinto es la actuación de los conquistadores, sus prioridades: la primera, sin duda, la destrucción de las ciudades y de las infraestructuras de Irak. Lo han mostrado las cadenas de televisión árabes Al-Yazira y Abu-Dabbi TV, frente al control de imágenes de la CNN y, sobre todo, de ese artificio del Pentágono con los corresponsales empotrados (embedded). Como botón de muestra, no hay más que fijarse en el caso del llamado último bastión, Tikrit, que, pese a la voluntad decidida de rendirse, fue machacada con los bombardeos de los aliados.
Además, por lo que hemos visto, otra prioridad fue poner los medios para que los iraquíes vieran la televisión de Bush y Blair (Towards Freedom, se llama la emisora, cuya primera emisión no pudo ser contemplada por los supuestos telespectadores por la falta de electricidad). Junto a ello, seguramente como muestra de la labor de civilización y democratización, de la liberación que han traído las tropas dirigidas por Franks, se ha puesto todo el empeño en distribuir entre los marines una baraja con los objetivos por abatir, baraja en la que, sin disimulo, se habla de capturar o asesinar a 50 personajes iraquíes (como en el Far-West: wanted: dead or alive, vivo o muerto), una retórica desgraciadamente admitida por la mayoría de los medios de comunicación, que juegan a la baraja al dar noticia de la captura de cada uno de los naipes.
Y ha sido una prioridad, por supuesto, que se vea a la hora de máxima audiencia la escena que pretendía constituir el símbolo mediático de esta guerra, es decir, la caída de la estatua de Sadam erigida en la plaza Fardous (plaza del Paraíso), en el centro de Bagdad, frente al Hotel Palestina, un show del que hemos podido saber, por los testimonios de los periodistas, que estaba preparado de antemano: los tanques norteamericanos, uno de ellos con la grúa para tirar de la estatua, tenían programada su llegada a la plaza para las 14.30, hora española, es decir, para el prime time en los telediarios norteamericanos y también buena hora para los europeos; y las supuestas masas de civiles iraquíes a las que Rumsfeld, en su desmesura, comparaba con las que iniciaron el desmantelamiento del Muro de Berlín, parecían más bien un grupo de extras reclutados para la ocasión.
Desde luego, no fue una prioridad de los aliados, durante más de una semana, ni la existencia de un mínimo de medios en los hospitales; ni la sanidad y la alimentación; ni el derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad; en suma, la defensa de los derechos humanos de los iraquíes amenazados ahora por el caos y el pillaje. Y eso porque interesa que el mundo vea por televisión ese caos, para que se comprenda la necesidad de la ocupación militar post-Sadam (el régimen de protectorado). Todo ello, insisto, a pesar de las obligaciones que competen a los ocupantes según el Derecho internacional humanitario. Pero EE UU cree que su única función es ocupar el país y echar a Sadam. Lo demás es culpa de los bárbaros iraquíes y de la prensa, que es muy aviesa (eso dice Rumsfeld), y que por eso sufrió un ataque directo de los marines, que no fue un daño colateral, sino un asesinato premeditado con el objetivo de disuadir a la prensa, como ya he señalado.
6) El sexto argumento, que mira sobre todo al alcance posterior de la agresión, es que ha destrozado la relación entre la UE y EE UU, para someter a aquélla. Es la dialéctica entre la nueva y vieja Europa, que pone de manifiesto qué entienden la Administración de Bush y sus aliados europeos (Blair y Aznar en primer lugar) por “vínculo transatlántico”: la sumisión de Europa a los intereses estratégicos de EE UU.
Y no digamos cómo ha quedado la relación con los países árabes. Quizá, con vistas al futuro de esas relaciones, pero también al eventual desarrollo del terrorismo internacional, convendría reparar en el hecho de que los pomposamente denominados “aliados” (es decir, EE UU, con el Reino Unido y unos centenares de soldados australianos, polacos y checos) parecen ignorar que para el mundo árabe Bagdad es como Roma para los occidentales: han bombardeado y destruido su Roma. Pero es que parecen ignorar también que Irak, lejos de esa caricatura de barbarie difundida en los medios de comunicación de la ultraderecha estadounidense, es el país de la primera civilización de la que tenemos noticia y de la que somos herederos, la de Mesopotamia, donde nació la escritura, la agricultura, la astronomía, la arquitectura y tantas otras cosas, algunas depositadas en los museos ahora destruidos y saqueados impunemente ante los ojos y la pasividad de los conquistadores.

¿Es inevitable un imperio solutus a(b) legibus?

Es difícil no ser escépticos acerca del futuro del Derecho y de las relaciones internacionales cuando acabamos de asistir a una muestra tan emblemática de la capacidad de retroceso del género humano hacia la barbarie. Difícil cuando parece confirmarse que, como advirtieran Freud y Einstein en su correspondencia de 1932 sobre la guerra, y ha recordado muy recientemente el profesor Eudald Carbonell, uno de los responsables de los descubrimientos de Atapuerca, los seres humanos –sobre todo algunos– aún no hemos evolucionado suficientemente en el proceso de humanización. Cuando, como gusta recordar J. I. Lacasta, lo sucedido da la razón a la enseñanza de Swift en el último viaje de Gulliver, en el que el protagonista descubre que los verdaderos seres humanos son los caballos, porque son capaces de piedad, de cultura, de solidaridad y respeto a la vida, a diferencia de esos monos que llamamos hombres. La guerra es siempre una barbaridad, un acto no humano, un acto impropio de quienes dicen amar y defender el Derecho y la civilización. Recurrir a la guerra es un acto de barbarie; y es que los poderosos continúan ignorando la advertencia de Condorcet (que aparece en el período 10º de su Esquisse), contra el colonialismo y el paternalismo: «Los pueblos aprenderán que no pueden convertirse en conquistadores sin perder su propia libertad».
Cómo no ser escéptico, si esta guerra y el orden que inaugura remiten a dos sabias advertencias del escéptico Erasmo de Rotterdam: la primera, el argumento que da título a su breve opúsculo, Dulce bellum inexpertis, que podríamos traducir, más o menos libremente, así: sólo para los que no tienen la experiencia de la guerra puede ser concebible la idea –auténtica contradictio in terminis– de una guerra dulce, una guerra justa –o “misericordiosa”, como la ha calificado Jay Gardner, ex general y actual administrado civil en Irak–. Por otra parte, advierte el mismo Erasmus, la tesis de la guerra justa, en sí misma, es generadora de guerra, pues si puede existir una guerra justa, cui non videur sua causa iusta?, es decir, ¿habrá alguien a quien no le parezca que su propia causa es justa? ¿Acaso no lo vemos así en la simetría que han adquirido el terrorismo internacional y la guerra global contra el terrorismo, que invocan uno y otra la justicia de su causa? ¿No ha sido siempre así, de Begin a Arafat, de De Valera a Nasser, y hoy de Bin Laden a Bush?
Volvamos al primer argumento de Erasmo: reconozcamos que, hoy, en un mundo globalizado, ya nadie puede esconderse en la excusa de no conocer la guerra, de no haber tenido su experiencia, para poder sostener su conveniencia o justificación. Tras la segunda guerra mundial, y aún más, tras las guerras mediáticas (la del Golfo, la de Kosovo, la de Afganistán, la de Somalia), la experiencia de la guerra es una experiencia común al género humano: nadie de nosotros puede escapar a ese horrible patrimonio común. Todos hemos visto a Alí, nadie puede ignorar que la guerra es el mal. Y sin embargo, entramos en una era que ha roto ese tabú. Hemos roto también el principio básico de universalidad de los derechos humanos, que vuelven a la dicotomía derechos de los ciudadanos (del imperio), frente a los derechos humanos de quienes sólo son seres humanos, y que se convierten en la coartada para la guerra justa, siempre de doble rasero. De esa forma, como recuerdan S. Senese y R. Falk, hemos quebrado las piedras angulares del modelo de orden internacional en el que vivíamos.
Pero el balance de las consecuencias de la guerra de Irak para el futuro del Derecho y de las relaciones internacionales no es sólo negativo. Como ha recordado, entre otros, De Lucas, citando a Hölderlin, en estos momentos de máximo peligro es cuando llama a nuestras puertas la esperanza, y, como otros, pone el acento en la importancia del fenómeno que evocaba al comienzo, ese contrapoder global, según la expresión acuñada por el New York Times, que es la opinión pública mundial, que ha utilizado de forma innovadora los medios de la globalización de la información y las telecomunicaciones –Internet– para dar un paso quizá decisivo hacia otra ciudadanía, la que necesita como sustrato un modelo de comunidad mundial como el propuesto por quienes sostienen que la cosmópolis no depende tanto de los esfuerzos de los Estados, sino de la conciencia de los ciudadanos de que son cada uno de ellos los sujetos de ese nuevo sujeto político internacional; es decir, que la vía al cosmopolitismo empieza por los ciudadanos cosmopolitas.
La pregunta es si ello basta para sostener que la ONU y el actual sistema de relaciones internacionales, incluido el Derecho internacional, tienen futuro. Mi respuesta, frente a tantos “realistas” enterradores de todo el orden anterior a esta guerra, al que consideran caduco, es que creo que se impone justamente la consideración opuesta. La alternativa a esta ONU, a este Derecho internacional, no puede ser el orden imperial de la superpotencia al que se pliegan quienes aspiran a obtener sus concesiones, a repartirse migajas. Si la opción más visible para el futuro en el orden internacional es el imperio norteamericano y sus protectorados, el rasgo básico de ese orden global hegemonizado por la potencia global será la guerra civil global, la ley del más fuerte, la negación de la idea de democracia, de Estado de derecho y de paz, porque al soberano absoluto –y eso es el imperio, solutus a(b) legibus– no le gusta la idea del control, del Derecho. Eso supone también, como ha subrayado Ferrajoli, la abdicación de la razón.
Creo, también con Ferrajoli, que la alternativa a ese futuro de las relaciones internacionales construido a medida del imperio no puede ser otra que la afirmación de la democracia y el Derecho. Por eso, la opción real es profundizar en esa ONU, en ese Derecho internacional, en la garantía. Profundizar supone transformar, sí, pero aceptando que las modificaciones se hacen para adaptar el espíritu original a las nuevas necesidades, pero no para abandonar ese espíritu. ¿Y cuál es? El mismo que he recordado reiteradamente en estas páginas, apoyándome en los argumentos de Ferrajoli, Falk o Senese, y que se resume en dos principios: la prohibición del recurso a la guerra, que, desde la Carta, es un ilícito jurídico internacional, y la igual dignidad de todos los seres humanos.
Desde esa raíz, la ONU es la instancia apropiada para desarrollar esos dos principios y, en todo caso, debe dotársele de medios más eficaces, lo que es un problema de voluntad política, no de naturaleza jurídica de la institución. Las reformas de las competencias del Consejo de Seguridad, de su composición, de la institución del veto, de las competencias de la Asamblea General y del secretario general, la puesta en acción del Comité del Estado Mayor dependiente del Consejo, el desarrollo de agencias como la FAO o la OMS, la institucionalización de otra agencia dependiente de la ONU que supervise las transacciones financieras, la dotación de medios para el afianzamiento de la Corte Penal Internacional, la articulación de instituciones y programas que aseguren lo que es patrimonio común de la humanidad –que no res nullius para provecho de los avisados– y la prohibición de lo que son amenazas globales (y la primera, las armas), son, probablemente, iniciativas necesarias, pero en modo alguno significan que la ONU deba convertirse en una ONG y ser sustituida por la OTAN o por un Consejo mundial dirigido por EE UU. Es en aquel sentido en el que debemos trabajar si apostamos por la vigencia de los principios mencionados; y la UE puede contribuir decisivamente a esa tarea.

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(1) Creo que, en esta ocasión, frente a lo que se ha sostenido por quienes reducen la contestación únicamente al eficaz papel de las plataformas de cultura frente a la guerra, los círculos académicos han sabido hacer una buena labor de pedagogía civil: véanse, por ejemplo, el dossier “Aquí y ahora” y el informe “La guerra contra Irak. No en nuestro nombre”, publicados en el número 135 de PÁGINA ABIERTA. En ese informe se incluye una amplia referencia a la presentación del Manifiesto que, por iniciativa de Roberto Mesa, Antonio Remiro y Paz Andrés, entre otros, fue suscrito por la gran mayoría de profesores españoles de Derecho Internacional. Ya con anterioridad, en el número 130, el mismo Antonio Remiro había advertido acerca de la ilegalidad del proyecto de la Administración de Bush.
(2) Cfr. su impecable artículo “La guerra e il futuro del diritto internazionale”, incluido en el libro colectivo editado por la fundación L. Basso, Not in my Name. Guerra e Diritto, Roma, Editori Riunitti, 2003. Cfr. también las contribuciones de R Falk “L’eclisse dei diritti umani”, S. Senese; “Uno sguardo sul XXI secolo. Il ruolo delle Nazione Unite. Universalitá e globalitá”, D. Zolo; “Dalla guerra moderna alla guerra globale”, y R. La Valle, “Gli anni 90’. La ristaurazione di fine secolo”.
(3) En su último libro, Guerras del siglo XXI. Nuevos miedos, nuevas amenazas, Mondadori (col. Arena Abierta), Barcelona, 2002.
(4) Cfr. “Guerra y derechos humanos”, Pasajes, 10/2003, pp. 7-27. En el mismo número, cfr. también la entrevista con Garzón Valdés, pp.44-57.
(5) Cfr. R. Perle, El País, 13 de abril de 2003.
(6) Cfr. entrevista a H. Blix, El País, 11 de abril de 2003
(7) Cfr. El País, 14 de abril de 2003.
(8) Cfr., por ejemplo, E. Giordano, Las guerras del petróleo, Barcelona, Icaria, 2003. Cfr. también los artículos de Y. Sadovski, “¿Una guerra por el petróleo?”, e I. Warde, “La guerra, cueste lo que cueste”, en Le Monde Diplomatique, 90/2003.
(9) Así lo ha propuesto R. La Valle en su “Gli anni 90’. La ristaurazione di fine secolo”, p. 195.
(10) D. Zolo, entre otros, ha mostrado que esas tesis no constituyen una novedad, sino un continuum respecto a la línea sostenida desde el Pentágono, por ejemplo, en el “Quadriennial Defence Review Report”, de 30 de septiembre de 2001: cfr. su “Dalla guerra moderna alla guerra globale”, p. 208.